| junio 2021, Por Julián Zamora Mora

¿Por qué quieren matar a Pablo Sibar?

27 indígenas del territorio de Térraba, en el sur de Costa Rica, entraron a una tierra ocupada por no indígenas y convivieron con ellos 14 meses. Su líder y héroe se llama Pablo Sibar.

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Pablo Sibar tiene 65 años. Le gustan las hamacas, y vive al lado del río. Es de estatura media, ojos negros y relajados, piel morena y un caminar pausado. Su cabello es gris con una cola que le cae en la espalda. En 1985 protestó en contra de los madereros que talaban los bosques. En 2011 intentó frenar la construcción del Diquís en el Río Grande de Térraba. En 2012 se alzó contra el racismo en el liceo de Térraba por parte de profesores no indígenas y por una infraestructura educativa digna. En 2010 tomó pacíficamente la Asamblea Legislativa de Costa Rica con varias personas más para instar a los diputados a discutir el Proyecto de Autonomía Indígena. Lo sacaron de la asamblea a la madrugada, con un grupo de antimotines de la Fuerza Pública. Fue entonces cuando dijo: “Si nos van a arrastrar, que nos arrastren en nuestras tierras”.

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El 19 de marzo del 2018, después de 720 días de planificación ha llegado el momento. Van a buscar la tierra que según la ley indígena 6172 y sus ancestros le pertenece a los indígenas Broran de Térraba. Desde hace más de 50 años esta finca pasa entre manos no indígenas que le van tallando nombres distintos en la entrada. Ahora se llama Potomac.

Faltan un par de minutos para las 5:00 a.m. Pablo Sibar lidera la toma junto a otros 26 indígenas broran. Marchan en un meticuloso silencio al borde de la Carretera Interamericana del Sur, a cinco horas de la capital San José.

La entrada de la finca tiene dos postes de color rojo que se extienden hacia el cielo. Hay un portón gris de un metro de altura. Afuera pasan carros y autobuses del sur hacia la capital y viceversa. El portón está sostenido por uno de los postes con una cadena y un candado que está abierto. Lo quitan y entran. Las abundantes estrellas del verano flotan encima mientras el silencio avanza. Una vez dentro, un grupo se dirige a bajar la cuchilla de la luz. Entonces se sientan a esperar no saben muy bien qué. A lo lejos alguien parece agitar un foco en medio de la oscuridad, pero la figura sin forma aparente se va por donde llegó sin dejar un rastro de luz. Unos minutos después llega un hombre en motocicleta y sin camisa que pregunta: “¿Qué se les ofrece?”

27 silencios. El sonido de una motocicleta encendida. La pregunta sin respuesta.

Después de unos segundos, Pablo se anima.

–Esta finca está recuperada, usted puede llevarse todo lo que es suyo.

–Bueno, los espero arriba.

Pero nadie quiere ir, están bien ahí, agrupados, a unos metros del portón de la entrada. El hombre vuelve a bajar para intentar poner la luz de vuelta, pero no se lo permiten. Es el inicio de una larga relación entre Kaiser y los indígenas broran.

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Kaiser es uno de los cuatro peones de la finca Potomac. Viste siempre lo mismo: un blue jeans con unas botas negras que se elevan por su pierna y una faja con una gran hebilla que a veces sostiene con sus dos manos. La mayoría del tiempo no usa camisa pero cuando lo hace, usa alguna con los botones abiertos. En su cabeza, un sombrero de alas negras. Es la viva imagen de un vaquero del viejo oeste. Kaiser tiene sangre broran pero no lo reconoce. Más tarde, en el calor del primer día, se golpearía las venas con la palma de una mano diciendo orgullosamente que él no es indígena.

A las 7:00 a.m. empiezan a llegar finqueros de la zona, hombres con terrenos a lo largo del Sur costarricense. Llegan y se van. Para las 8:00 a.m. ya hay diez o doce afuera del portón. Una hora después llega la policía, toma unos datos y se retira. A eso de las 11:00 a.m. aparece el administrador de la finca, Manrique Ramírez. Es joven y va bien vestido. El terrateniente Eladio Ramírez nunca aparece, está muy anciano.

El administrador llega ofreciendo dinero:

–¿Cuánto quieren? Pongan un precio, y me dejan la tierra.

–Nosotros lo que queremos es lo que nos pertenece.

No solamente es un choque de temperamentos, sino también un choque cultural. Un hombre “blanco”, como ellos le llaman, llega diciendo “Miren, ustedes aquí están a todo sol, no tienen agua, no tienen techo, no tienen servicios, no tienen donde bañarse, no tienen nada. Díganme cuánto quieren.” Pero su oferta es rechazada porque el dinero no compra los significados ancestrales.

Aquí la noción de pertenencia y el significado de posesión son parte del conflicto. Para los finqueros la tierra les pertenece, dicen ser los poseedores absolutos y hasta van a la justicia seguros de que pueden ganar. No los ampara la ley sino el capital. En muchos casos las tierras llegaron a quienes hoy las tienen por herencia. O simplemente fueron pasando entre manos no indígenas, comprando y vendiendo entre ellos mismos.

Los finqueros tienen empleados, ganado, ganancias: eso complica todo.

El hombre de apellido Ramírez interpone una demanda por usurpación a los indígenas. Pablo Sibar también va a la fiscalía de Buenos Aires, cantón en el cual se encuentra Térraba, y pone una demanda ante los Ramírez por usurpación. A los pocos días la demanda de Ramírez es rechazada. Entonces decide usar algo llamado interdicto agrario, un proceso que consiste en proteger la producción económica que viene de los animales, o los vegetales. En la finca hay novillas, caballos y ovejas. Parte del terreno se lo alquilan a un hombre de la zona sur, de un lugar llamado San Vito, que trabaja su ganado en Potomac.

La justicia es lenta pero la ley indígena 6172 es muy clara. En el Artículo 3º se lee:

Las reservas indígenas son inalienables e imprescriptibles, no transferibles y exclusivas para las comunidades indígenas que las habitan. Los no indígenas no podrán alquilar, arrendar, comprar o de cualquier otra manera adquirir terrenos o fincas comprendidas dentro de estas reservas. Los indígenas sólo podrán negociar sus tierras con otros indígenas. Todo traspaso o negociación de tierras o mejoras de éstas en las reservas indígenas, entre indígenas y no indígenas, es absolutamente nulo, con las consecuencias legales del caso. Las tierras y sus mejoras y los productos de las reservas indígenas estarán exentos de toda clase de impuestos nacionales o municipales, presentes o futuros.

Mapa: Kus Kura S.C / Forest Peoples Programme
Mapa: Kus Kura S.C / Forest Peoples Programme

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Según Forest People Program hay 804 no indígenas y 621 indígenas en Térraba. Sin embargo, solamente un 12 % de la tierra está en manos indígenas.

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Una vez por mes, cada domingo, en la casa del padre de uno de ellos tramaban cómo entrar a la finca. Alguna vez fueron caminando para observar desde afuera las posibilidades. Fueron dos años, desde 2016, de reunirse en la finca San Andrés, que había sido recuperada anteriormente, unos kilómetros antes de Potomac, un domingo al mes, tomar café, comer, hablar, planear.

Desde 2016 hablábamos de fechas, dice Pablo Síbar desde su hamaca. “Había fechas importantes, días clave”. El 19 de abril, Día del Indígena en Costa Rica, por ejemplo. También el 19 de marzo: “Ese día cuando en Térraba solo vivían indígenas, nuestros abuelos hacían quemas, para el siguiente día estar cosechando”.

El domingo 18 de marzo de 2018, de los 20 recuperadores solo llegaron 16 pero sumando familiares y acompañantes se hizo el grupo de 27 –9 mujeres y 18 hombres–. Esa noche hicieron la comida: arroz blanco con pollo en salsa, para tener energías. Se acostaron a dormir temprano pero casi no conciliaron el sueño. A las 4:00 a.m. del lunes 19 de marzo, llegó la buseta que habían alquilado. En la arrendadora dijeron que iban a pescar. El chofer descubriría sus intenciones cuando le pidieron que los bajara en Potomac. Paró 100 metros antes de la finca. Se bajaron sin hablar y marcharon en la madrugada por la carretera sigilosamente.

Pablo Síbar, defensor del territorio. Foto: Julián Zamora Mora
Pablo Síbar, defensor del territorio. Foto: Julián Zamora Mora

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Durante los dos años de preparación nadie imaginó que llegarían a un proceso legal que se extendería tanto. Pensaban que iban a entrar hasta arriba, estarse en algún corral, con techo, con agua, con todo lo básico. Pero no fue así, se quedaron en la entrada, porque acordaron con el señor Ramírez que no recorrerían la finca. Entonces el agua y todo lo demás quedó arriba, a 800 metros subiendo una cuesta de lastre rodeada de monte. No saben si es miedo o preocupación lo que no les permite subir: “Una especie de fuerza que los retiene”.

Pasa el tiempo y los 27 indígenas levantan ranchos. Los sostienen con caño fístula, una planta egipcia. Encima ponen plásticos para protegerse de un sol sofocante.  Con el tiempo construyen su pequeño barrio de ranchos. Así pasan las horas y los días: cocinan, duermen, viven, recuperan.

Para bañarse, y lavar ropa van en el carro de Pablo que hace viajes hasta la misma finca donde se estuvo planeando la recuperación. Cuando se llena por completo el carro, un viejo Mitsubishi blanco 4×4 con una amplia cajuela que terminó como asiento, Pablo arranca; luego vuelve, y van los demás.

Arriba sigue Kaiser. Baja, de vez en cuando en moto, de vez en cuando a pie. De vez en cuando, se monta en su chapulín verde y se pone a corretearlos, tratando de tirarles el chapulín encima. Los broran y Kaiser sostienen una rivalidad incansable. Pablo tiene una hamaca, que lleva a todos lados para tumbarse y mecerse, cuando Kaiser lo ve ahí acostado le dice:

–Yo a un hijueputa en una hamaca jamás le doy trabajo.

–Kaiser, es que yo nunca le voy a pedir trabajo.

–Pero es que es muy vago estar en una hamaca.

Nombre Kaiser, no ve qué rico.

Pablo se desparrama en su hamaca de colores.

Así transcurre el tiempo, entre diálogos y gritos. De vez en cuando, Kaiser invita a amigos y todos suben por la calle de lastre hasta llegar a la parte superior que se siente como un planeta lejano, como una luz intermitente en el cielo que podría ser una estrella. Arriba beben alcohol, escuchan música, bailan. Nadie agrede a nadie, pero hay una tensión inmanente entre el silencio de abajo y el festival de sonidos de arriba. A pesar de no haber enfrentamientos directos, hay insultos que a veces son como una lluvia de cuchillos: “cholos, muertos de hambre”, “los vamos a sacar arrastrados de ahí”, “van a ver lo que van a sentir”.

Han pasado dos meses, y hay seis ranchos levantados. Seguidos uno del otro. Cuando llega el invierno y ningún plástico es digno rival de la lluvia, las gotas se cuelan dentro sin piedad. Todos y todas terminan empapados de pies a cabeza, como pollitos mojados, pero dicen: “con la lluvia hay agua y para los indígenas broran el agua es sagrada”.

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“Hay una carta de venta de mi abuelo, que le vende a Natividad Beita. Le vende 20 hectáreas en 200 colones”, dice Pablo sentado en su hamaca.

Natividad Beita era un panameño que había llegado a la zona. En esas 20 hectáreas puso a producir la tierra. El abuelo de Pablo se fue con sus 200 colones a quién sabe dónde y así empezó el camino de la tierra al conflicto.

Esto fue en la década de los años 40, aproximadamente, cuando ni siquiera se había abierto la carretera Interamericana del Sur, que conecta Térraba con el resto del país. Podría haber sido un pueblo en la montaña color verde infinito, con casas esparcidas por el monte, y caminos de tierra que se convierten en barro en invierno, y en verano levantan polvo en un intento mágico para escapar del sol. Con caballos, y comida que crecía en lo que podían llamar el patio de su casa.

La Ley Indígena en Costa Rica fue creada en 1977. Antes no había leyes que velaran por los derechos de los pueblos originarios. Además, durante muchos años no existió una carretera que conectara Térraba con una parte importante del mundo.

Un día cualquiera apareció este hombre, que podríamos imaginar con su mano derecha en el bolsillo, jugando con las monedas entre sus dedos. Las hacía chocar, y se escuchaba el constante tintineo. Lo podríamos imaginar acechando con su mirada las esquinas montañosas, poniendo el ojo en lo ajeno. Este hombre, llamado Natividad, se encontró con el abuelo de Pablo, intercambiaron palabras, y acordaron el trato: 200 colones por 20 hectáreas.

Hay un agujero en el tiempo. Pero lo que se sabe, es que de las manos de Natividad Beita, la finca pasó a las de un estadounidense al que le decían Mr. Con, que tenía otras propiedades a lo largo del sur. Él inscribió en 1976 una marca de ganado llamada Potomac en el distrito de Volcán de Buenos Aires: de ahí viene el nombre. Pasaron los años y Mr. Con desapareció, y como por arte de magia la finca llegó a una familia de apellido Ramírez, quienes tenían ilegalmente en su poder la finca cuando los 27 indígenas broran entraron a recuperarla.

Cuando el territorio llamado Potomac fue recuperado por lo broran, lo bautizaron Crun Shurín: “tierra de venados”. Por eso, las y los recuperadores del terreno se hacen llamar shurines, que significa venados. Por eso, otro de los recuperadores, Don José Macedonio dice que está “acostumbrado a ver venados alrededor de su casa”.

“Don José Macedonio amarró los perros hace mucho tiempo”, dice en tercera persona refiriéndose a sí mismo. Lleva una camisa gastada por los años, con algunas grietas producto del trabajo. Un sombrero de grandes alas blancas que esconde su escaso cabello plateado. José Macedonio vive con su hijo en esta finca. En una casa blanca y azul, con perros y gallinas que conviven en paz. Alrededor hay maíz, plátano, caña fístula, árboles de Guanacaste y, de vez en cuando, llega algún venado y deja sus huellas frente a la casa.

Don Macedonio supo lo que era el arrebato de tierras desde pequeño. En 1960, recuerda él, estaba sentado con su tío en la casa cuando de repente apareció un hombre cargando una gran radio. Les propuso un intercambio: “La tierra en la que están, por el aparato”. Ellos aceptaron. Estaban alegres, escuchando música, cuando de repente, en medio de una ranchera, la radio comenzó a fallar mientras cantaba: “Ay no no no, ojitos verdes, hizo un corto circuito, y se apagó”. Macedonio y su tío se dirigieron donde el hombre que les vendió la radio para reclamarle. Les respondió: “No se aceptan devoluciones”. Macedonio recuerda también que en otra ocasión a un señor le cambiaron un gran terreno por un perro orejón, y en otra por un caballo renco.

Cuando Don José Macedonio se dio cuenta de lo que estaba pasando se fue a vivir al Caribe para trabajar en las bananeras. Allá pasó unos cuarenta años, entre Limón centro y Cieneguita trabajando de sol a sol. Pero algo lo trajo de vuelta a Térraba y cuando volvió decidió formar parte del grupo de recuperadores de la Tierra de Venados.

Don Macedonio. La tierra por un aparato. Foto: Julián Zamora Mora
Don Macedonio. “Amarrar a los perros” a cambio de seguir con vida. Foto: Julián Zamora Mora

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Un hombre llamado Christian es el primero. Dice: “Yo necesito sembrar algo”. Entonces todos lo acompañan. Siembran café, coco, maíz, trabajan la tierra, levantan una casa. Christian decide vivir ahí. Pero ahí viene Kaiser y no viene de buen humor. Con sus propias manos desmantela las cosechas y la casa. Golpes y patadas hasta que no queda nada.

Los indígenas no pierden la calma: “Ya la finca está recuperada, ahora hay que sacar a Kaiser nada más”.

Normalmente quienes viven dentro de la finca no son los usurpadores sino los peones que aquellos contratan. En el momento en el que los peones se ven obligados a salir, se entregan a una suerte de desempleo. A quienes los broran llaman usurpadores son quienes administran, o poseen “legalmente” la finca mientras los peones la cuidan. El Estado costarricense, además de no ser partícipe de los procesos de recuperación y de hacer la vista gorda ante los asesinatos de líderes indígenas, tampoco toma en cuenta a los peones que son desalojados y mucho menos penaliza a quienes, en contra de la ley, están en territorios indígenas.

Ahora nada de eso importa. “Hay que sacar a Kaiser”. Lo primero es planearlo. Entonces, en una carta, de manera formal, se le informa a Kaiser sobre su desalojo de la finca: “Los recuperadores le recordamos que usted vive en una finca que no le pertenece, por lo tanto, tiene que desocuparla”.

Tras un plazo de ocho días, arremeten. Quieren hacer un arresto no violento. Apagar la luz de la finca y entre todos y todas, tomar a Kaiser cuando venga a quejarse. Y ahí sacarlo.

Al primer intento, cuando apagan la luz, no aparece nadie. Se quedan dormidos esperando.

Al día siguiente otra vez. Y ahí sí, la luz está apagada y viene Kaiser en su carro. Cuando se baja, los 27 indígenas le salen de sorpresa desde la oscuridad y el silencio. Kaiser se asusta, llega a montarse en su carro y subir a la casa. Abajo le ponen candado al portón para que no pueda entrar nadie a ayudar a Kaiser. Pasaron unos minutos y el carro viene bajando nuevamente, Pablo dice “Abrámosle para que se vaya y no lo dejamos entrar más”. Le abren, pero él se atraviesa con el carro en medio del portón para evitar que lo cierren. Se apea, ahí en la frontera entre la finca y la ruta, saca el teléfono y empieza a marcar un número.

Nadie sabe a quién llama, pero es fácil suponer que a los mismos que suelen ir a beber con él. O quizás a los finqueros de la zona. Son solo suposiciones. Pero pasan los minutos y nadie aparece. Un grupo se arma de valor y golpea el carro de Kaiser. Deciden moverlo. Kaiser sale de la finca junto con su carro, y se queda afuera. Los broran cierran el portón con candado. Con él se va su voz, la que tanto acompañó a Pablo y a Macedonio por 14 meses, la que repite la palabra cholo, la que se enojaba cuando apagaban la luz.

Después de catorce meses de presencia y persistencia, el terreno está recuperado.

En la noche, casi madrugada, llega la policía. Pablo les dice que Kaiser no puede entrar a menos que lo haga escoltado.

Días más tarde, aparece Ramírez con un grupo de gente para sacar la maquinaria y el ganado. Para mayo de 2019, la finca Crun Shurín, antigua Potomac, vuelve a las manos de los indígenas Broran, mediante una recuperación por vía de hecho que duró un año y dos meses. Respecto a lo legal no se ha resuelto nada.

Memorial de Sergio Rojas, del pueblo Bribri de Salitre. Foto:
Memorial de Sergio Rojas, del pueblo Bribri de Salitre. Foto: Julián Zamora Mora

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En Costa Rica las recuperaciones se producen por vía de hecho. En 2015, la CIDH declaró medidas cautelares para los pueblos Teribe y Bribri, sin embargo, Sergio Rojas, del pueblo Bribri de Salitre, fue asesinado el 18 de marzo de 2019. Luego, en 2020, Jehry Rivera, indígena broran de Térraba, también fue asesinado.

Un recuento de los hechos de la Coordinadora de Lucha Sur Sur, muestra que solo en el año 2020 se registraron 88 actos de violencia en la zona sur del país. Todos fueron denunciados pública y judicialmente, y hasta el día de hoy ninguno ha tenido resolución. Solo en la zona Sur, doce personas han sido víctimas de amenazas de muerte. A pesar de que el proceso para identificar a los culpables no es complicado, todos estos delitos siguen impunes.

Es una guerra no declarada, una guerra por los derechos. Hay quienes lo describen como una zona de conflicto. En el pueblo de Térraba, en el centro, caminan indígenas y no indígenas. Se topan en las pulperías, en las escuelas. Se pasan al lado y sus miradas chocan. A veces un saludo frío, a veces el silencio.

El juez, Jean Carlo Céspedes, quien estaba a cargo del caso, ordenó el desalojo de las y los indígenas de la finca Crun Shurín en abril del 2019. Según información conocida, y un trabajo publicado en el medio digital SURCOS, Jean Carlo Céspedes está casado con la hija de Luis Chinchilla, un no indígena que ocupa tierras de forma ilegal en Térraba y Boruca. Luego de varias demandas en contra de Jean Carlo Céspedes, este fue retirado del caso. El desalojo no se dio.

Los mensajes con amenazas de muerte que recibe con frecuencia Pablo Sibar se leen así: Hay que eliminar a Pablo Síbar, vividor, estafador, sin verguenza, muerto de hambre parásito invivible, la muerte lo anda rondando muy de cerca, tarde o temprano dejará de joder.”

En respuesta a la invisibilidad para el Estado, y el Poder Judicial y la Fiscalía principalmente, Pablo le envió un mensaje de voz por medio de Whatsapp al presidente de la República, Carlos Alvarado, y entre los ocho minutos que dura el audio, dijo:

“Los asesinatos que han ocurrido, y los que vayan a ocurrir, son responsabilidad de usted, señor presidente, por no arreglar el tema indígena, por no solucionar el tema indígena como tiene que ser”.

Una protesta contra la represión a los pueblos indígenas. Foto: Julián Zamora Mora

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Once años después de haber sido sacado a la fuerza, Pablo Síbar volvió a la Asamblea Legislativa. Hace once años llovió, y ahora que volvió, llovió también. Dice que la lluvia significa muchas cosas: ayuda a las cosechas, permite que nazca alimento de la tierra, es la esperanza que desciende del cielo, el grito de algo mejor. Pablo está ahí porque se cumplen dos años del asesinato de su hermano de lucha y vida, Sergio Rojas. En la Asamblea hay políticos y políticas, periodistas, indígenas. Pero Pablo Síbar y José Macedonio coinciden en que por mucho tiempo, ellos han sido solo papeles, textos con firmas o sin firmas.

El sociólogo costarricense Osvaldo Durán dice que la palabra invasor, en este caso, no es política sino técnica. Porque el terreno es de los pueblos originarios, y porque la ley dice que es de ellos, y que nadie puede quitárselos. Por eso, si alguien entra y hace uso del terreno, está, técnicamente, usurpando el terreno. La Ley Indígena dice que las tierras son de las y los indígenas, pero según los últimos datos que se conocen, el 88% de ellas están en otras manos.

Durán también realizó un informe, en el cual recopila una serie de acontecimientos que se han dado en el pueblo de Térraba. Dice que se le informó a Pablo Sibar que alguien había contratado un grupo de sicarios para matarlos a él y a otros líderes indígenas. Semanas antes de eso, según sigue el informe, la finca de Pablo fue incendiada. También dice que, en julio del 2020, un grupo de no indígenas ingresó a la finca recuperada Crun Shurín con maquinaria pesada, y le aseguraron, cara a cara a Pablo, que tenían una recompensa asegurada por su asesinato.

José Macedonio en su finca. Foto: Julián Zamora Mora
José Macedonio en su finca. Foto: Julián Zamora Mora

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