| septiembre 2019, Por Valentina Cárdenas Carrión

Habitantes del Titicaca: pequeña historia de un conflicto creado en occidente

Los pobladores de la Isla del Sol (Bolivia), han sabido sobrevivir desde siempre al aislamiento tecnológico y cultural occidental, no obstante, gracias al turismo que se ha venido desarrollando en los últimos años, se han empezado a experimentar momentos de tensión y conflicto que ejemplifican los retos diarios del mundo moderno en relación a la cosmogonía de un pueblo ancestral.

Los cerca de 3 mil comuneros de origen aymara y quechua que habitan la inhóspita Isla del Sol en Bolivia, ubicada al este del lago Titicaca, lo hacen en condiciones climáticas extremas. Este territorio posee durante casi la mitad del año temperaturas heladas, vientos dominantes y muy poco oxígeno a causa de su altura -un poco más de 4mil metros-  que contrasta con un sol perpendicular y resplandeciente.

En los rostros y manos ligeramente agrietadas de sus habitantes, que todavía visten sus atuendos tradicionales para mitigar el frío, se refleja la fuerza del viento y la contundencia del sol. Las polleras y los ponchos les ayudan a mantenerse a salvo del viento helado que recorre la región. Algunos pobladores todavía cocinan a leña y utilizan el agua del lago para su consumo.

De carácter tímido e introvertido, estos pobladores han vivido sin electricidad hasta el año 2000. Este servicio se instaló únicamente en el territorio centro y sur ya que el norte es todavía inaccesible. Con este avance, el turismo se alojó en la isla y con él la posterior fractura entre sus comuneros a causa del control turístico de una de sus zonas.

Son tiempos difíciles para esta población que por casi 20 años se dedicó al turismo. Las comunidades de Challa y Challapamba -del norte y centro- se enfrentan por el territorio donde se ubican las emblemáticas ruinas de Chincana.

La isla por dentro

 La isla tiene por frontera al lago Titicaca y cuenta con apenas 14 km de territorio. La vida en la isla se mantiene con aparente calma. Los niños todavía juegan a la rayuela y se les ve caminar en grupo para asistir a la escuela. Las pequeñas tiendas ubicadas en las ventanas de algunas casas ´proveen a los pobladores con artículos de necesidades básicas. Todos se saludan y conocen, es un pueblo pequeño.

Tampoco hay coches, ni humo. Los animales de corral como cerdos, ovejas o burros están sueltos y no tienen amarras. La leche y sus derivados son frescos y no se utilizan procesos de industrialización. La contaminación del oxígeno es nula. Sin embargo, el agua del Titicaca está cada vez más contaminada como producto de vertederos de basura y minería que proceden del  noreste del lago que limita con Perú.

En torno al turismo, los servicios de alojamiento en el norte de la isla no cuentan con el rigor de los majestuosos hoteles citadinos, no hay lugar para las tarjetas de crédito o las facturas. Se tiene que pactar directamente con los dueños de las cabañas y es posible inclusive regatear. No hay wifi, tecnología o agua caliente. Los turistas que buscan hospedarse – en algunas ocasiones – tienen que buscar al dueño del inmueble en el pueblo.

Y son justamente estas características las que atraen inexorablemente a quienes producto de la posmodernidad y la tecnología buscamos un refugio. Salir del vértigo de la ciudad y de su apresuramiento para encontrarnos con el tiempo detenido en un pequeño pueblo rodeado por el misticismo del Titicaca. Aislado del bullicio de la urbe y del sonido de los mensajes que nos llegan desde el móvil.

La interacción con los pobladores es otro factor que sin duda lo convierte en un paraje excepcional. Los ancianos mantienen viva la memoria ancestral del territorio a través de sus narraciones. Con un español rudimentario, las historias se comparten usualmente cuando se ha generado un lazo de confianza entre un anciano y algún visitante.

Entre tanto, un comunero nos manifiesta, “este es el origen del mundo”  mientras camina y se dirige en dirección a las ruinas de Chincana. Sus pobladores hablan quechua, aymara y castellano. Están orgullosos de su legado, caminan erguidos y presurosos. A pesar del turismo, todavía hay pesca, agricultura y artesanía.

Además, el lago posee una personalidad genuina. Su voz esta compuesta por el sonido de las olas y el viento. Sus habitantes armonizan con él de forma insuperable, el ritmo de sus pisadas parecen estar lideradas por el gélido Titicaca. Sin embargo, cuando consideramos que no se podría pedir más, las consecuencias de un turismo con raíces en el mundo moderno se nos vienen encima.

El lado norte, ha sido cerrado indefinidamente a causa de un conflicto entre sus pobladores por el monopolio turístico de la zona.

El origen de los pueblos andinos en disputa

 Las ruinas de Chincana, ubicadas en el norte de la isla, representan un enclave estratégico en las identidades indígenas de los pueblos andinos. Estas estructuras mantienen una relación directa con la cultura Tiwanaku, a la que se considera la cultura precursora del Imperio Inca.

Según el extinto Tahuantinsuyo, a escasos metros de estas estructuras y en una piedra llamada Tik Sikarka, se situaba el origen de los incas. Según la leyenda, Manco Cápac y Mama Ocllo “fueron creados por el padre sol para fundar la civilización de los incas”, como lo mencionó Garcilaso de la Vega en sus manuscritos de 1605.

La evidencia lingüística en la zona es tangible. El quechua y el aymara se hablan con fluidez y el castellano se utiliza como segunda lengua para el intercambio comercial y turístico. Todo esto, gracias a la impermeabilidad cultural en la isla que permitió la conservación de sus saberes ancestrales.

Y es que, hace casi dos décadas, los pobladores de este territorio vivían casi exclusivamente de la pesca -que efectuaban a través de sus caballitos de totora-, la agricultura y la artesanía. Ahora, se han adaptado progresivamente a las rutinas de la globalización a causa de su nueva actividad: el turismo.

El año 2.000 marcaría la llegada de extranjeros a la isla, principalmente de Sudamérica, Norteamérica y Europa, y supuso el comienzo del turismo internacional de la zona. El impacto fue profundo, ya que implicó una alteración en el estilo de vida de la población que hasta el momento, se encontraba inaccesible al mundo moderno.

Sin embargo, el turismo –que resultó ser un vertiginoso avance económico para este poblado indígena– desencadenó una disputa que laceró el entorno de convivencia entre sus pobladores. Esto a su vez generó tensión y el bloqueo de sus actividades turísticas y comerciales.

La contienda se originó a causa de la destrucción de cinco cabañas turísticas emplazadas a 100 metros de las Ruinas de Chincana. Challa, comunidad ubicada en el centro de la isla, las construyó con el permiso de la Alcaldía y el Ministerio de Culturas. No obstante  Challapamba, ubicada en el norte, consideró que estos vestigios históricos podrían sufrir daños y derribaron el nuevo complejo turístico.

En respuesta a esta acción, se desataron violentos enfrentamientos, lo que originó el bloqueo – por parte de Challa – del norte de la isla con fines turísticos. Entre tanto, las consecuencias para este poblado ancestral son principalmente el aislamiento, la precariedad y la pérdida.

Turismo o compra de culturas ancestrales

 El turismo en la Isla del Sol se vislumbró en un principio como un sólido instrumento que favorecería la economía de sus habitantes. Gran parte de su pequeña población abandonó gradualmente la pesca y la agricultura para adaptarse al mercado turístico. Además, la marcada distancia social a causa de su cultura y el idioma mantendrían aparentemente inexpugnable su identidad.

Sin embargo, esta nueva estrategia económica marcaría su dependencia hacia la sociedad global. Los cambios sistemáticos para adaptase al competitivo mercado turístico, terminarían por mercantilizar, de alguna manera, la cultura de este poblado.

Y sucede sin que ni ellos ni nosotros nos percatemos. La globalización en sus procesos tiende a homogeneizar a los individuos y a formar estereotipos a través de la cosmovisión propia de occidente. Y esto se explica simplemente al analizar el origen de la civilización que la creó y de cómo progresivamente nos hemos transformado en una aldea global.

Por esta causa, y en algunas ocasiones, el turismo en poblaciones indígenas mantiene  ciertos rasgos de mercantilización. Codiciamos sus formas, estilos de vida y cosmología. Apreciamos su cultura bajo el parámetro de lo establecido por nuestra óptica. Sin embargo y muy a nuestro pesar, en el contexto de la isla del Sol los singulares somos nosotros.

Basta con mirar los rostros de los lugareños a la llegada de turistas. Algunos niños se sientan a observar desde lejos, mientras, los ancianos sonríen y tratan de esconder su asombro ante los diversos artilugios que cargamos encima. Catalejos, escafandras que protegen del sol, ropa térmica de colores estridentes, gafas de sol -que en algunas ocasiones se asemejan más a los ojos de una mosca- y un sin fin de aparatos tecnológicos.

Este argumento, aunque simple, nos hace meditar sobre hasta qué punto somos capaces de valorar y respetar las distintas formas de cultura. Donde la visión imperante del mundo moderno se introduce en pueblos originarios y sus territorios hasta absorberlos.

El reto, para nosotros, quizá milenario, sea construir un mundo donde aprendamos a entender y relacionarnos con el otro desde su óptica y no según la nuestra, rompiendo así con los sesgos que nos impiden construir nuestra única identidad común: la humana.

 

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