| noviembre 2021, Por Mavi Parra

Cómo ir (y volver) a un paraíso

Para Palomino, un pequeño corregimiento de la Guajira colombiana al borde del mar Caribe, el turismo ha sido el precio a pagar por una ansiada sensación de paz. Con una etiqueta “Eco” que apenas puede hacerle justicia, esta es la historia de un destino que se construye, a la vez que implosiona sobre sí mismo. 

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Previo a que el mamo Agustín fuese la máxima autoridad espiritual de su comunidad kogui, atravesaba a pie el interior de la Sierra Nevada de Santa Marta, bordeando el río Jukumeizy en camino al mar. Como una vena que serpentea desde el corazón de los glaciares, a medida que bajaba a la altura del mar Caribe, el río que conocemos como Palomino transformaba la tierra circundante en humedales rebosados de dantas. 

Cuando su espíritu aún no huía al interior de la Sierra, las dantas y otra variedad inmensa de animales eran los únicos habitantes fijos de un ecosistema de humedales, que se transformaba en tierra a borde del mar. 

Agustín no lleva la cuenta de los años. Nadie en su familia lo hace; pero el cálculo adivinatorio dice que de esos tiempos no habrán pasado mucho más ni mucho menos, que cinco décadas.

Las cosas han cambiado rápido. 

Los caminos del poblado de Palomino hacia el interior de la Sierra Nevada han visto subir indígenas y hippies descalzos, colonos y agentes armados. Ahora, apenas son turistas transpirando repelente. Por 25 dólares con propina, un guía no autorizado les lleva directo hasta la casa del mamo (chaman para los kogui), toma la foto y les lanza río abajo flotando sobre neumáticos inflados.  

Se llama tubing, termina casi en la playa y aunque es la actividad más buscada en la zona, no se supone que incluya safari cultural. Pero aquí, donde las instituciones gubernamentales aún no entienden quién lleva el verdadero mando, todo, hasta lo más inverosímil, parece ser posible.

Turistas en la costa de Palomino. Foto: Mavi Parra
Turistas en la costa de Palomino. Foto: Mavi Parra

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La historia de este destino se cuenta principalmente de manera oral. Tiene sus versiones, mas desde el principio siempre estuvo el Caribe, la Sierra y sus transeúntes.

En menos de un siglo Palomino, la actual joya de la corona en el estandarte del turismo como instrumento de paz y desarrollo en Colombia, ha mudado de lugar, ocupantes, cultura y reputación. 

Su memoria registra llegada y partida de gentes de todos lados, que no pudiendo ser indiferentes a los excesos de su naturaleza, la han aprovechado de una forma u otra.

En nueve canoas llegaron los koguis desde el mar. En barcos los españoles y los africanos. Por tierra avanzó el contrabando, la marihuana y la cocaína. En ambos, la minería probó suerte y al final –si es que el final es este– de todos lados llegó el turismo. La última colonización de Palomino. 

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Antes de existir en nuestro plano, las montañas fueron soñadas. Así como sus hijas mayores tejen mochilas, la Gran Madre hiló sus pensamientos en un algodón, trenzando un círculo protector cuya base fueron las montañas. Con el mar y los nevados como guardianes, el corazón de la Tierra latió, bordeado por los límites del mundo occidentalizado. 

Como si fuera el propio centro del mundo –y lo es para la cosmovisión originaria– , los 4 puntos cardinales se unen sobre Palomino un poco más arriba del Ecuador. En tan solo 50 kilómetros, se alza desde el Caribe la cordillera costera más alta del mundo y con ella, un muestrario de los principales ecosistemas del planeta. 

Aislado del territorio circundante por dos ríos que desembocan en el mar, Palomino se mantuvo poco explorado por cientos de años. Apenas una parada en la vía hacia otro lado.

A sus 101 años, Clemencia Toro le contó a Donaires Bertis la historia de dos españoles que le pusieron nombre. Se llevaron oro y a cambio, dejaron un rancho. Río adentro hubo un playón que se llamó el Alto el Astillero, donde pescadores artesanales entraron desde el mar a talar árboles para construir sus botes. 

Entre eso y que Donaires llegara junto a su hermano y sin un par de zapatos, no se sabe cuánto habrá pasado, pero la memoria de casi 80 años no le falla al nombrar a los responsables de hacer de Palomino un pueblo. 

Entre terratenientes y desplazados, el Palomino que Donaires me describe se fue formando. Treinta ranchos y una escuela sobre el poco de tierra firme que triangulaba playa y madresviejas, una especie de mangle que tanto koguis como biólogos coinciden en llamar hacedores de vida.

Por entonces no se manejaba casi el dinero y tampoco hacía falta: No había gente para comerse todo el pescado que se sacaba. Los primeros 5 pesos que Donaires se hizo en su vida no supo en qué invertirlos, así que le compró una Biblia a un borracho solo por retarse a aprender a leerla. 

En ese costeño marcado que cambia las efe por las jotas, repasa la historia de un pueblo que se hundió y un hombre que ascendió vertiginosamente en la escala social. De cuidar vacas pasó a comercializar tierra. Según él, todo gracias al trueque y mucha buena suerte. 

El monarca no oficial del pueblo tiene hoy un barrio que lleva su nombre, sigue prefiriendo andar descalzo y regala terrenos por razones enteramente karmáticas. Dice no saber nada del turismo, pero ha sido el encargado indirecto de propulsarlo con la venta de buena parte de sus tierras.

¿Cómo pasó de cuidar vacas a comercializar hectáreas? Ello se discute entre habladurías de calle. 

La versión que él prefiere resulta del trabajo duro y permutas con un terrateniente compadre, quien fue quedando en quiebra a medida que pasaron los años y Palomino se puso malo. Otra, dice que se lo ganó a punta de pistolazos y mi preferida personal, es la que afirma que así le pagaron la deuda de mantenerse firme, en medio del conflicto, cuidando ganado a borde del mar. 

Palmeras en Palomino. Foto: Mavi Parra
Palmeras en Palomino. Foto: Mavi Parra

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La leyenda cuenta que en días de marea baja, del horizonte asoma la punta de una torre de Iglesia. Resulta ser puro cuento pues la primera erigida se construyó en el último Palomino, establecido hace 55 años cuando la erosión costera dejó al original aislado, para al final ser tragado por un ciclón tropical. 

Entre ese momento y el presente, Palomino fue adquiriendo fama de zona caliente y no precisamente por su temperatura ambiental. 

Inaugurada la Troncal del Caribe, carretera que une el interior de Colombia directo a la frontera con Venezuela, la incipiente industria del contrabando trajo dinero al cotidiano. Para qué sembrar ñame, cuando se ganaba dinero vendiendo carne asada a los choferes en tránsito. 

Esto a nivel del mar, mientras que los “cachacos”, apodo costeño a quien salga del interior de Colombia, se abrían paso por el interior de la Sierra. Tumbando árboles y desviando río, despejaron terreno y espantaron a los indígenas, preparando el campo para el nuevo gran producto de exportación colombiana: La marihuana. 

“Los gringos llegan ahora para fumársela, pero antes llegaban para llevársela” cuenta Don Quinto, un pescador sexagenario entre risas de sus compadres. “Aquí en La Guajira, en el gobierno de López (Alfonso López Michelsen – 1974 a 1978), vender marihuana era como vender un par de zapatos”.

Ofrecimientos nocturnos en Palomino. Foto: Mavi Parra
Ofrecimientos nocturnos en Palomino. Foto: Mavi Parra

Si bien ese era el negocio que daba platica, el mayor cambio que la mayoría de los palomineros, entre ellos Don Quinto y sus compadres vieron, fue la cantidad de entierros. Cuando cargar revólver se hizo señal de prestigio, la violencia se volvió tan cotidiana, que los nombres de los muertos sirven de clave para recordar anécdotas:

¿Usted se acuerda de esa parranda?”

“A’er ¿Cuándo fue eso?”

“Eso fue por ahí en el 76, cuando mataron a la hermana de Juanita y a Lucho, el de la orquesta” 

Cuando la ley apretó lo suficiente para que el negocio amainara, la calma volvió a la zona y trajo consigo los primeros vacacionantes. Terrenos, títulos de propiedad y acuerdos varios fueron repartidos – entre ellos los de Donaires – y familias del interior del país instalaron aquí sus casas de temporada. 

Para ese entonces Donaires ya contaba sus hectáreas, cuidando ganado y abriendo las primeras rutas desde tierra adentro hacia la playa, por ahí cuando la Constitución colombiana declaraba el acceso a ellas como privado. 

Acostumbrado de pequeño a burlar obstáculos, se ganó el desdén de varios vecinos al idear maneras de conectar a Palomino con su propia playa. Movió cercas y abrió caminos, intentando evitar que se le escaparan las reses. Indígenas, palomineros, militares y recién llegados, todos reconocían su ganado y terminaban devolviéndolo a casa. 

Años después, Donaires literalmente regalaría terrenos en agradecimiento. El barrio que hoy lleva su nombre convive entre quebradas, habitado por desplazados tanto colombianos, como venezolanos, quienes pagaron lo que pudieron por los lotes que, en su mayoría les han sido donados. 

En el patio de la piscina de su villa frente al mar, Donaires pone a un lado su sombrero de charro para contarme, entretenido, la historia de su vida y el papel que ha tenido en un pueblo que se ha ido construyendo en la mayor autonomía – por no decir indiferencia estatal.  

Entre los relatos risueños de momentos pasados, cuesta compaginar el otro lado. 

Los tiempos que prefieren no ser nombrados coincidieron con el boom de la cocaína en el mercado negro internacional. El jayo, planta sagrada y de fines meditativos para los indígenas, resultó diluido y procesado en un polvo blanco estimulante, que poco tiene que ver con su forma original. Con la Sierra Nevada como escenario productivo, Palomino fue la ruta de despegue para un negocio que casi lo borra del mapa. 

Durante 12 largos años, el pequeño caserío y sus habitantes hicieron lo posible por seguir creciendo – y mutando – en medio de un conflicto entre diversos agentes armados. Quienes vivieron ese tiempo no solo se esfuerzan por olvidar, sino que no quieren tener nada que contar. 

La línea del mar en Palomino. Foto: Mavi Parra
Palapas en Palomino. Foto: Mavi Parra

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Va a aparecer dos botas más militares”, predijo el mamo a Silfo, el primero de los hippies koguis poco después de haberle dicho, camino al Páramo y apuntando hacia bien abajo, “tuyo de tierra allá”. Pasó esto décadas antes del cambio de milenio, cuando tanto los koguis, como los hippies que entonces vivían con ellos, se vieran obligados a abandonar las zonas altas de la Sierra Nevada de Santa Marta. 

En su libroEl Indio Interior, Memorias de un Hippie Kogui”, Silfo Cifuentes relata cómo salió en un boom de paz y amor del interior del Valle del Cauca, buscando una experiencia espiritual que le sanara el nihilismo adolescente de los sesenta. Tal viaje no lo llevó a la India, sino a los indígenas de Sudamérica. 

En su ruta desde el Darién en Panamá hasta tierras Yaganes de la Patagonia, el intercambio le descubrió dimensiones más allá de la materia. Listo para coronar su despertar y en ruta hacia Oriente, las mochilas kogui de un caminante que se cruzó en Santa Marta le impactaron tanto, que resolvió desviarse para conocer a sus autoras.

Cuándo se va”, fue el saludo dado por el primer grupo de koguis, tres días caminando Sierra adentro por caminos de herradura. 

Porque yo soy indio y tú blanco”. 

Yo aparte y tú aparte”. 

Yo mayor- tú menor”. 

 

Pero Silfo no se quiso ir. 

Su persistencia abrió paso a la primera comuna hippie al interior de la Sierra Nevada. Durante casi veinte años, él y sus compañeros convivieron, hicieron familia y trabajaron tanto tierra como espíritu bajo la tutela de los koguis, aprendiendo de su cosmovisión y estilo de vida. 

Para que Palomino se convirtiese en el pueblo más hippie de la costa Caribe, tuvieron que huir los hippie kogui de la guerra en la montaña, ocupando el lado sur de la Troncal del Caribe. El barrio La Sierrita emergió en guadua y palma, transmutando para siempre el recuerdo de una cancha de fútbol comunitaria, donde ocurriera una de las últimas balaceras del conflicto. 

Vestidos de blanco, hablando en metáforas y con los dientes manchados de jayo, los hippie kogui trajeron una nueva identidad al pueblo. Eligieron el turismo responsable como sustento y medio de proteger el territorio, introdujeron la arquitectura orgánica y le dieron a Palomino parte esencial de su identidad moderna. Esa que atrae curiosos, artistas, mochileros y bohemios, fascinados de llegar a un destino donde los zapatos siempre han sido opcionales. 

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En una realidad paralela al interior del país, el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), empeñado en recuperar las zonas tomadas por el conflicto, utilizaba el turismo como parte de su campaña. Colombia empezó a perfilarse como país donde el único riesgo, era quedarse. 

Entre los viajeros más aventureros, corrió el rumor de las playas vírgenes de Palomino y los caminos que conectaban con una comunidad indígena que había mantenido sus costumbres. Quizás así y gracias a ello, fue que una mañana cualquiera el destino del territorio se viera inesperadamente atravesado por Rosa, la alemana, caminando hacia la playa.

En el verano de 2005, la primera turista extranjera vino y fue varias veces antes de aparecer, una tarde, en el terreno de Panchita Campos. Manuel, el sobrino que cuidaba el sitio intentó, sin mucha idea de lo que hacía, negociar a la turista el alquiler mensual de una estadía frente al mar. 

Dígame usted… ¡No! Dime tú y yo dije bueno, voy a hablar con la tía mía” – que resolvió en 10 mil pesos, el equivalente a $3, por mes. 

Al segundo mes me pagó 20 mil pesos ($6) y después dijo que 100 mil ($25). Mi tía decía ¡uy! ¿Y eso no será mucha plata? y yo ¡no! ella misma me está diciendo que me quiere pagar eso”.

Rosa regresó por temporadas, unas más largas que otras. Llegó sola, con amigos y un pastor alemán. Como si hubiese abierto un portal, los turistas extranjeros aparecieron cada vez más. Pasaron de largo del pequeño y conflictivo pueblo a orillas de la Troncal, para caminar dos kilómetros de rutas aún salvajes hacia una extensa playa, donde llegaron a demandar servicios que a nadie se le había ocurrido ofertar. 

La finca de doña Panchita mutó a El Camping de Rosa, el primer hospedaje registrado en Palomino, que alcanzó su peak de popularidad el día que recibió a más de 300 extranjeros en vigilia para presenciar un eclipse lunar. 

Paraiso tropical. Foto: Mavi Parra
Paraiso tropical. Foto: Mavi Parra

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La trigueña de pollera colorá huele a coco, lleva dulces en la cabeza y recibe a los visitantes con un batido de caderas y una sonrisa titilante. Colombia, la marca, es como un fruto fresco que se abre en las manos. Provoca morderlo de solo mirarlo.

Antes de ser el país de las bienvenidas, fue necesario que redefiniera su eslogan. 

En pleno marco del conflicto interno, como parte de las medidas del plan de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe Vélez, doce caravanas turísticas salieron, entre 2002 y 2003, a recorrer las carreteras que los actores armados habían demarcado como zonas de alto riesgo.  

“Vive Colombia, Viaja por Ella”, puso a cinco millones de vehículos a romper el hielo en la estrategia del turismo para impulsar la paz. La Ruta de los Tesoros del Caribe, saliendo de Barranquilla con destino a Santa Marta, Riohacha y Cabo de la Vela en la Guajira, recorrió asombrada la Troncal del Caribe ida y vuelta, pasando justo por el centro de un Palomino que seguía en plena guerra.

Al mismo tiempo, negociaciones entre grupos paramilitares y gobierno maniobraban diversos acuerdos. La historia oficial era que la paz en Colombia se estaba tramitando. 

Para 2006, el año después de la llegada de Rosa, todo el que tenía televisor tarareó el hit popero que dio en llamarse “Colombia es Pasión”. El año siguiente, europeos y norteamericanos se sintieron seguros de comprar pasaje a Colombia, donde el único riesgo sería no querer volver a casa.

A principios de los 2000 y según cifras del Ministerio de Turismo, apenas 557 mil viajeros extranjeros se animaron a visitar el país. Para 2011 la cifra se cuatriplicó y 2019 cerró con el número histórico de 4,5 millones de turistas internacionales. 

Oficialmente, Colombia se puso de moda. Los turistas se volvieron intocables incluso en Palomino, que seguía en toque de queda una vez anocheciera. 

Atardecer en Palomino. Foto: Mavi Parra
Atardecer en Palomino. Foto: Mavi Parra

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En noviembre de 2016, El Diario de España reseñó a Palomino como la playa de moda de mochileros internacionales. Un par de meses después, mientras vendía sus artesanías en Panamá para variar del puesto que ocupaba en la playa de Palomino, María Jaramillo recibió el chisme de que esta se había convertido en la playa más visitada de Latinoamérica. 

¡¿Y usted qué hace acá?!”, le gritó el amigo que la acompañaba. 

Al regresar a casa esa misma temporada, María quiso ir a ver el mar. Se bajó de un carro en Palomino y lo primero que se le ocurrió es que tenía que haber un concierto o una manifestación, pero no. Toda esa gente era turista y no había ni palos para colgar tantas hamacas. 

A Palomino lo conocen más en el extranjero que el propio colombiano” asegura María Claudia fumándose un cigarro en el patio de su casa, donde está el único bar en la lista de principales atracciones de TripAdvisor. “Esto aquí eran temporadas en que ni se hablaba español”. 

Antes que la pandemia hiciera lo suyo, Palomino había logrado definir una temporada de franceses, suizos y alemanes, otra de estadounidenses y, brevemente entre diciembre y enero, una para los colombianos. 

Aunque los franceses siempre estuvieron”, afirma Claudio, cuyo nombre ha sido cambiado para no delatar a quien, en su momento, fuera el único distribuidor de estupefacientes autorizado en el pueblo. 

¿Sabes qué es muy loco?” pregunta María con un tono de voz tan ondulante como el humo de su cigarro. “Nosotros hemos tenido huéspedes que llegan recomendados desde su país. Desde que estaban en Holanda, planeando su viaje a Colombia, les recomendaron Palomino”.

Es un voz a voz exponenciado a nivel mundial. Huéspedes que han venido hasta tres veces en un mismo año. Hemos tenido aquí gente de Taiwán, Islandia, Tailandia… ¡Qué arrecho!”. 

Los rumores corren rápido entre los viajeros. 

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Concuerda cualquiera que algún encanto tiene esta tierra para atrapar a quienes llegan. Don Quinto recita, como si se tratara de un hechizo, que “el que viene a Palomino y se baña en el río, o se queda para siempre o se va, pero siempre vuelve”.

Una vez iniciado el proceso de negociación de la paz entre grupos armados y el gobierno en 2012, la zona se despejó ante los ojos de ávidos inversionistas. En un momento en que los planes de desarrollo de La Guajira se fundamentaban en su potencial minero, el avance del ecoturismo en la región ya era lo suficientemente fuerte como para poner resistencia. 

La firma oficial del acuerdo de paz trajo aún más turistas a Palomino. Para un pueblo desahuciado por el conflicto, los dólares fáciles y sin intermediario a cambio de comida y alojamiento, fueron mucho más atractivos que el prospecto de minar oro y carbón.  

En el pensamiento kogui, la dualidad es esencial para mantener el equilibrio. No habría hombre sin mujer, ni luz sin oscuridad. Como guiado por un decreto ancestral, el turismo llegó tanto para resguardar, como para depredar. 

Palomino. Senderos intransitables. Foto: Mavi Parra
Palomino. Senderos intransitables. Foto: Mavi Parra

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La hija mayor del mamo habrá de rondar los 30 años. Usa el vestido tradicional de las mujeres kogui: Una bata de algodón blanco arruchada en el pecho, con una manga solitaria cubriendo el hombro derecho. 

Su collar de shakiras dibuja un jaguar que muestra los dientes. Casi lo tapa el espeso pelo negro de Carolina, que lo mueve hacia atrás para que no le obstruya la pantalla del celular. 

De entre los 87 pueblos indígenas de Colombia, los kogui son de los que más conservan su estilo de vida tradicional. Gracias al aislamiento autoimpuesto, es poco lo que se han permitido modificar. Aún así en Sewiaja, donde vive Carolina, el sonido de un azadón blandiendo la tierra se sincroniza con la base de un reggaetón. 

Al ser un poblado “talanquera”, establecido ahí para resguardar la entrada a la Sierra Nevada y las comunidades más internadas en ella, la cercanía de sus habitantes al mundo occidental se nota en los detalles. 

El vestido tradicional de algodón blanco y mochilas tejidas al hombro permanece, mas algunos lo complementan con tenis o accesorios a gusto personal. 

Juan, el hermano adolescente de Carolina, lleva gorra negra con el signo de The Punisher volteada hacia atrás, mientras conversa en su Facebook con amigos de muchas partes. Por el chat me comparte música y uno que otro “que haces? [sic]”. Le gustan Dua Lipa y Carla Morrisson, pero también un poco la electrónica. Manda fotos y videos de su familia, como uno de sus primitos bailando merengue. El más pequeño de ellos celebra una mochila nueva. 

El tejido de las mochilas es para las mujeres kogui un acto muy personal. Así como los hombres depositan en el poporo sus pensamientos, ellas hilan los suyos de la misma forma que la Gran Madre lo hizo al crear las montañas. 

Elaboradas de manera absolutamente artesanal, desde la extracción y elección de la fibra hasta el teñido y tejido final, cada detalle de la mochila significa algo. Normalmente se regala solo a los seres queridos, mas el boom del turismo la ha convertido en souvenir imperdible. 

Cuando Patricia Muñoz abrió una escuelita en su casa para atender a la comunidad kogui, con la que vivía hace más de 20 años, lo in de las mochilas financió la compra de útiles escolares. Entonces los koguis, extrañados ante el valor del dinero, negociaban una mochila que se puede vender por $50 a cambio de un par de baterías. 

Una vez la escuela empezó a funcionar, al principio sin nada de apoyo estatal, Patricia utilizó el turismo para obtener donaciones y mano de obra. Gracias a las mochilas y visitas organizadas a la comunidad, Sewiaja hoy cuenta con acueducto y suministro eléctrico por páneles solares. 

Colegios del interior del país formalizaron visitas pedagógicas a la comunidad y por una tarifa de entrada, turistas particulares visitaban el entorno guiados por alguno de sus habitantes. Quien quisiera una estadía más larga, tuvo la opción de intercambiar mano de obra por ello, al menos hasta que el turismo se masificara. 

Se volvió una carga muy fuerte”, cuenta Patricia. “Todo el día, todos los días a cada hora. Porque pago $6 me tomo el derecho de meterme a los salones de clase. Ahí es toda una invasión; no funcionó”.

Hasta hoy, los mayores de la comunidad se rehusan a formalizar el paso de turistas con tal de no masificarlo. Estrictamente hablando, uno solo debería de subir a Sewiaja con invitación de un miembro de la comunidad, pero no faltan los guías irregulares que ofrecen la visita como parte de sus paquetes de tubing, a pesar de ser totalmente ilegal. 

Por otra parte, el comercio de las mochilas resulta más sencillo de controlar, permitiendo que las mujeres que las tejen y sus familias, tengan sustento propio. En vez de ser el hombre quien negocia en un intercambio pocas veces justo, Patricia elimina los intermediarios, garantizando que lo obtenido por la venta de cada mochila, las cuales se cotizan altamente, se quede con cada tejedora y aporte a la economía familiar. 

Cuando hablamos del impacto del turismo en la región ella, que afirma haber llegado aquí antes que todo el mundo, no hace más que inflar el pecho y declarar que es “el precio que pagó Palomino por la paz”. 

El río Palomino. Foto: Mavi Parra
El río Palomino. Foto: Mavi Parra

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El 27 de diciembre de 2016, a las 7:00pm, Claudio llegó a Palomino. Lo invitó un amigo que hacía fiestas de música electrónica bajo el puente principal. Llegó a cachar la onda y le atrapó el ambiente de buena fiesta y relajo total entre un turismo joven, internacional y con ganas de disfrutar. 

Para mantenerse, decidió comprar y revender cocaína pues, “resultó que todo el mundo quería”. Quizás lo que ni Uribe ni el Ministerio de Turismo previeron en sus proyectos, fue la aparición del narcoturismo

Nadie sabe quién trajo consigo lo que varios llaman turismo del vicio, pero el caso es que de un momento a otro, el público principal cambió de aventurero blanco – gringo, como se le llama aquí a todo caucásico que no hable español – con binoculares al hombro, a gringo con cerveza en mano y ganas de fiesta. 

Para mí, [Palomino] es el Disneylandia de la gente que le gustan los estupefacientes”, opina María. “Por el precio, las facilidades y que el ambiente se presta: Es seguro, en cuanto a seguridad y es seguro, literal, que vas a conseguir y no te va a faltar”. 

En los cinco años que lleva en Palomino, es el turismo de fiesta el principal que ha visto y también el que le ha permitido, en buena parte, crecer su negocio hasta convertirlo en uno de los puntos obligatorios a visitar. 

La FBA, Familia Buena Ventura, es un bar, hostal y restaurante a cargo de una pareja venezolana, que se esfuerza en que todo el que llegue se sienta en casa. En un libro de huéspedes que María conserva desde sus inicios, un visitante afirma haber sido feliz en Palomino pues, “aquí se puede ser quien eres”. 

Reciben, como ellos mismos dicen, a las ovejas negras de la familia. Un turismo joven que llega a disfrutar, conocer, dispersarse y rumbear como si no hubiese mañana. 

El lugar te invita a eso: A experimentar”, afirma Roberto, la otra mitad de esta pareja de emprendedores. 

Para ellos, el atractivo de Palomino está no solo en sus paisajes espectaculares, sino también en una sensación de libertad que se extiende incluso a los tiempos de pandemia, cuando el tapabocas, pase lo que pase, continúa siendo artículo opcional. 

Diversas energías confluyen y en la agenda cultural de una temporada activa, uno encuentra tomas de ayahuasca, retiros de yoga, ruedas de tambores, circo en el barrio Donaires y raves en la playa. 

Palomino tiene turismo para todos”, afirma Oliveiro Rodríguez, desde el otro lado de su escritorio. “Turismo de varias clases: el que viene a buscar la droga, tristemente, hasta el turismo familiar que viene a disfrutar realmente un sano esparcimiento con su familia.” Como administrador del Hotel Chiuniü, prefiere enfocarse en este último pero admite que, aún así, está bien que haya espacio para “el desorden total, porque eso es lo que quieren algunos”. 

Para él, simplemente, se trata de no pisar talones y encontrar en qué se converge. 

Otros no están tan de acuerdo. 

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La oferta turística de Palomino, según Booking, va desde el hostal de mochileros a $4 USD la noche en habitación compartida, hasta un hotel boutique de $260 USD por habitación en una reserva natural de 80 hectáreas, donde dicen que se hospedó Bill Gates. 

En medio de eso hay hostales de fiesta, posadas familiares, ecolodges con spa, hoteles todo incluido y Airbnbs exclusivos. 

Un viernes por la noche la Sexta, la calle principal que dirige de la Troncal hacia la playa, reboza de vida. Una banda toca cumbias en un restaurante, en el siguiente hay otro grupo bailando salsa. Los artesanos muestran su trabajo entre restaurantes de sushi, shawarma, hamburguesas gourmet o pizzas a la leña. Hay algo para todos los gustos, tanto en música, como en gastronomía. 

Naty Botero, una cantante pop de rizos color cobre y pecas de sol en la cara, rescata precisamente ese boom gastronómico y cultural como una de las cosas positivas que ha visto en Palomino, desde que llegara huyendo de Bogotá en 2010. 

Si bien ella solo quería meditar, cantar y ser una hippie, la cosa no resultó tal cual. Terminó habitando y operando el hotel Casa Coraje a orillas del mar.

Varios de los videos en su canal de Youtube están filmados en Palomino. En ellos, canta tonadas poperas en torno al amor, la paz y la sanación. Casi siempre viste de blanco, sobre la orilla de la playa o el río, por donde camina acompañada de un grupo de indígenas. 

Según María, la artesana, desde que llegó Casa Coraje, Palomino hizo ¡boom! en lo turístico. Sus clientes fueron de los primeros en llenarle los bolsillos en épocas donde era ella la única que vendía algo en la playa. Al consultarle si es verdad, Naty se ríe modestamente. 

“Cuando llegué acá esto era un lote, no había nada. Empecé a construir esta casa mientras estaba con mi novio de la reserva One Love y ya supe que no me quería ir, así que compré lo mío para que no me tocara.” La que se suponía iba a ser una casa de yoga, se transformó gracias a las visitas de amigos de la alta alcurnia colombiana, en espacio de eventos y eventualmente hotel y restaurante. 

Para ella, el turismo ha contribuido a que en Palomino exista paz y desarrollo. “A pesar de todas las diferencias que hay en Colombia, aquí tenemos paz entre todos”, opina. 

Colombia ahorita está en el mapa porque antes estaba la guerra y nadie venía. Entonces la gente llega ¡y se encuentra con que las playas están limpias! (…) Soy pro de que venga el turismo, pues mantiene a la gente consciente de cómo debe mantener los sitios, porque si no, se acaba”. 

Antes había madresviejas aquí, ¿no es cierto?”, le pregunto, señalando la zona de su propiedad que hoy ocupan reposeras, una cabaña y un kiosko de masajes.

Aquí no había madres viejas pero había árboles y definitivamente ya no los hay”, responde.

Yo lo que creo es que si quieres algo virgen te toca ir a la mitad del monte”, comenta mientras almuerza el colorido plato preparado por su chef. 

Con consciencia y educación podemos llegar a los lugares y volverlos bien, pero el ser humano es depredador, llega a los lugares y los acaba.”

Cuando Naty compró sus tierras, hace 7 años, cumplió el sueño de vivir frente al Caribe. Lo que nunca se imaginó fue que ese mismo mar le robaría parte de su propiedad. 

Un muro gris rompe abruptamente la continuidad de la arena de playa, intentando actuar de barrera a un mar Caribe que le choca de frente. Donde antes había cientos de metros de arena, hoy no queda ninguno. La erosión costera desencadenada tanto por el cambio climático, como por la acción humana, le ha quitado 12 metros de terreno a Naty en el último año. 

En las últimas dos décadas, se cuentan más de 70 metros de playa entre los desaparecidos. 

El mar está bravo”, responde al respecto. “Muchos dicen que es porque acá llegó demasiada gente (…) Ponemos los muros porque el mar se va comiendo todo e intentas pararlo. No es que estemos privando a la gente de pasar ¡Es que no hay playa!”, me dice. 

Es muy triste que los hoteles ya no van a existir en unos años. Ya no va a existir nada, a menos que hagan unos espolones”, afirma refiriéndose al proyecto que la Asociación de Hoteleros local, de la cual ella misma forma parte, busca con ansias aprobar. 

Hace 20 años la primera línea de playa no estaba ocupada por hoteles, sino por fincas familiares y terrenos de pastoreo, posicionados tras una línea de madresviejas y uvitos de playa – especies endémicas que actúan como barrera ante la fuerza del mar, cuando este choca con el área continental. 

Múltiples testimonios, incluyendo una denuncia presentada en 2017 por el Comité Ambiental de Turismo local a Corpoguajira, la máxima autoridad ambiental del departamento, señalan que varios de los establecimientos que hoy gozan con vista al mar incluyeron entre sus planes de construcción el relleno de madresviejas y tala de árboles. 

Por más que la ley de Planes de Manejo Ambiental establece que en áreas de humedales “no podrán efectuarse actividades de desecación, cerramiento o adjudicación de bienes baldíos”, la entrada que ostentan varios de estos hoteles y casas exclusivas, situados sobre zonas de protección establecidas por la propia Corpoguajira, demuestran que una cosa es la que se pone en papel y otra la que se aplica.

A Palomino han querido ponerle la etiqueta Eco, pero en un sitio donde la basura se acumula porque el camión solo pasa dos veces por semana, la mayoría apenas alcanza a certificarse como tal ante algún sitio de Internet. 

Realmente fue creciendo tan rápido que cuando quisimos abrir los ojos, Palomino ya era lo que era” – declara Cindy Cotes, jefa de la oficina de turismo del Municipio de Dibulla. “Otros destinos demoran para crecer, aquí no demoró mucho (…) Hay que reconocer que hubo poca institucionalidad”. 

Sin un Plan de Ordenamiento Territorial actualizado, los terrenos que hoy son hoteles siguen muchos ocupando, ante la ley, un uso de suelo rural. Si cambiara el ordenamiento a categoría suburbana, como intentó hacerlo un pasado alcalde hasta que fuera frenado por la propia comunidad, se abriría el paso a la ocupación industrial; pero que quede como rural significa que el Estado no tiene obligación de instalar los servicios públicos de los que hoy carece Palomino.

Cindy señala que esto obstaculiza la recaudación de impuestos y, aunque la Alcaldía ha querido formalizar a los prestadores y establecimientos en los últimos años, cada día se les hace más difícil. 

Puede que Palomino esté en el foco de la proyección turística nacional, pero a nivel de sus calles de tierra, sigue siendo tan solo un peculiar corregimiento dentro de uno de los departamentos más históricamente olvidados por el Gobierno colombiano.

Aquí de pronto llegó la gente, construyó sin licencia, sin permiso, sin uso de suelos y es un tema que se le vino dando manejo, pero hubo un momento en el que se salió de las manos”, explica Cindy con su tapabocas en la barbilla, mientras come un racimo de mamoncillos. Es joven, lo que seguramente le da la energía para llevar año y medio en su cargo, intentando formalizar un lugar que, según ella, no tiene muchas ganas de que eso pase. 

No hay mucha confianza del sector [turístico] hacia la administración. Es entendible, pero yo siempre les manifiesto que debemos trabajar articuladamente.”

¿Te parece entendible esa desconfianza?”, le pregunto, ante lo cual su voz se quiebra, un tanto nerviosa. “Lo que pasa es que han venido creciendo, quizás solos y… O sea, no los entiendo. O sí, los entiendo pero no les acepto. No justifico porque siempre hay que confiar para poder continuar…”, responde, a medida que busca retomar la confianza mantenida en toda la conversación hasta ahora. 

Por el hecho de que te haya pagado mal alguien no puedes generalizar a que siempre va a ser lo mismo”, sería su posición personal, como representante institucional, ante la historia archiconocida de La Guajira como foco de corrupción nacional

Palomino. Vestigios de la pandemia por coronavirus. Foto: Mavi Parra
Palomino. Vestigios de la pandemia por coronavirus. Foto: Mavi Parra

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Un dicho popular en la zona enseña a “no dar papaya”. Es el consejo número uno con el que se encuentran los turistas en la costa y se refiere a no dejar nada demasiado “apetecible” a un fácil alcance. 

Colombia, si bien ha cambiado su situación interna e imagen externa en los últimos 20 años, sigue siendo un país complicado. Palomino, en su condición de enclave turístico, pasó a ser una zona donde relativamente todo está bien y el turista puede caminar tranquilo, siempre y cuando no dé papaya, ni sepa o pregunte demasiado. 

Si bien diversos medios colombianos registran cifras, hechos y acusaciones al respecto, en la burbuja que es Palomino hay temas que, simplemente, no se tocan. 

El secreto a voces es que aquí no manda la institucionalidad, sino una ley paralela. Organizaciones fuera del Estado, a las que nadie quiere ponerle nombre y que, para efectos de esta crónica, tampoco importa que lo tengan. 

Con las firmas de los acuerdos de desmovilización y la llegada del turismo a la zona, quienes se hicieron con el mando del territorio a punta de extorsión y bala, mutaron sus modus operandi para adaptarse a los nuevos tiempos. Gracias a los múltiples turistas extranjeros atraídos por sus bajos precios y acostumbrados a consumirla en casa, la cocaína continúa moviéndose de fiesta en fiesta.

Para que Claudio pudiese venderla, tuvo que pasar por amenazas y reuniones varias, hasta que las autoridades no oficiales decidieran darle permiso de traficar, a nivel de calle, el producto más exportado de estas costas. 

Con los extranjeros está todo bien: Vienen, disfrutan, comen, brincan, saltan, se drogan y se van”. Todos lo saben y nadie se atreve a ponerlo en duda. 

El fenómeno no es exclusivo de Palomino. La presencia de grupos paramilitares en la Sierra Nevada de Santa Marta es el gran elefante en medio de la habitación que todos prefieren, simplemente, no mencionar. 

Para los turistas, no dar papaya es un consejo de supervivencia y aplica tanto a tener cuidado dónde muestras tu celular, como a quién se le pregunta dónde conseguir drogas. Los que no pueden ser nombrados siguen presentes de alguna u otra forma. 

En octubre de 2020, un comunicado de su parte apareció en los principales medios colombianos. La noticia podría haber sido tema país, pero en Palomino nadie se dio por enterado. Rumores del papel de estas organizaciones en el turismo abundan, mas ninguno tiene manera de ser comprobado. 

Tanto para turistas como locales, hay cosas que, simplemente, es mucho más fácil obviar.

Una pareja se toma una foto al atardecer en Palomino. Foto: Mavi Parra
Una pareja se toma una foto al atardecer en Palomino. Foto: Mavi Parra

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Nosotros como locales debemos poner las reglas de nuestro destino. ¿Cómo se hace? Asociándose, juntándose, tomando decisiones juntos. Pero aquí eso no se logra” – dice Marta Arellano, propietaria de uno de los pocos eco-hoteles con el derecho de llamarse así. 

Para Marta, el crecimiento del turismo refleja la idiosincrasia de un territorio que habita hace 19 años. “No la ancestral, sino la idiosincrasia colonizadora, donde la fuerza que mueve y desarrolla es el dinero”. 

Su visión no parece ser mayoritaria. 

Ha discutido con todos sus vecinos cercanos por las construcciones de muros en sus propiedades: Tanto quienes intentan detener el mar a punta de cemento, como los que ahora le impiden el paso a un grupo de babillas- una especie de caimanes pequeños- que llegaban de un humedal cercano a comer peces en sus lagos de loto. 

De las tres hectáreas de la finca La Sirena, solo 300 metros cuadrados albergan construcción. Planificada en base a los principios de la permacultura y la sostenibilidad, el resto del terreno lo ocupa un bosque comestible. 

El agua sale de su propio pozo y la residual se utiliza para regar los jardines. No hay pozos sépticos sino baños secos y la red de energía es ciento por cientosolar. 

Cuando el mar llegó hasta dos de sus cabañas, decidió demolerlas. A los vecinos les dice, y esto me pide que lo anote en mi libreta: “Compraron agua, perdieron, deben mover su frontera.”

Tales fronteras no solo afean la foto y dificultan el acceso libre a la playa, sino que generan diversas consecuencias ambientales, como el haber lapidado definitivamente el desove de tortugas marinas. 

Donaires recuerda con gracia los tiempos en que llegaban en hordas a anidar; tantas, que se metían hasta en las casas en plena madrugada. Su instinto indica que sus huevos han de ser depositados en el mismo lugar donde nacieron, viva ahí quien viva ahora. De 2009 a 2015, último año en que Corpoguajira otorgó datos al respecto, Palomino pasó de ser la playa de mayor importancia en la zona para el desove de tortugas marinas, a presenciar, con suerte, uno o dos desoves por temporada. 

Las tortugas marinas son indicadores de la salud de un ecosistema. Si la playa está en buen estado las tortugas vienen. Si la playa tiene mucha intervención, está muy contaminada o erosionada, la tortuga no viene”, afirma Alexis Lozano, biólogo y residente. 

Puede que el turismo haya actuado como barrera de protección, pero no ha estado exento de ocasionar degradación. Para Don Quinto, quien vio a los dueños de los hoteles desplazar pescadores de la playa para liberar espacio para el turista, la tradición del pueblo ha cambiado profundamente. Así como ya no se pesca igual que antes, tampoco se vive como en la época previa a la llegada de tanto extranjero.

Los turistas llegaron y sí es cierto, tiene sus pro y sus contra, lo reconozco. Ha aparecido empleo, hay construcción, pero nosotros teníamos mucha tradición y aquí ya no se hace nada, eso se ha acabado”, cuenta, recordando los ruidosos carnavales y fiestas callejeras que según él, ya no pueden ocurrir porque “el vecino que es cachaco llama a la policía, y hay que bajarle porque no puede dormir”.

Para Carolina, administradora de un hotel frente al mar y habitante de Palomino desde hace más de quince años, este ha cambiado en múltiples sentidos. De una economía simple, el turismo pasó a aumentar el costo de vida. Atraídos por la oferta de terrenos a precio de regalo, inversores en su mayoría extranjeros instalaron sus negocios, para posterior arrepentimiento de quien vendió demasiado barato. 

Sentada junto a ella en un bar a orillas de la playa, Elizabeth, que se describe como casi palominera a pesar de su ascendencia wayuu, no sabe bien a qué lado de la balanza inclinarse. Por un lado, le molesta ver cómo las playas han quedado para el uso casi exclusivo del turista y no de los locales, pero por otro, aplaude la oferta laboral que llegó con ellos y permitió, entre tantas cosas, que las mujeres también salieran a trabajar. 

La relación del turista con los locales es en los hoteles”, dice Carolina. “Lo que le gusta al turista no le gusta al local. A los locales nos gusta el vallenato y la champeta, a los turistas su música crossover. La interacción social, como tal, no existe”. 

Otra Carolina, de apellido Jaramillo y dueña del restaurante Suá, cuyo menú busca rescatar la diversidad gastronómica de la zona, opina que más que la gente y sus culturas, lo que ha llamado la atención de Palomino ha sido su biodiversidad y la oportunidad de inversión capitalista. 

Sentada frente a un fuego que se mantiene siempre encendido, me cuenta la historia de su llegada en 2007 y los esfuerzos hechos por rescatar el patrimonio cultural, gastronómico y ambiental de un pueblo que creció de manera abrupta. 

Si bien el ecosistema tuvo milenios para adaptarse a su diversidad y convivir en armonía, a las gentes que aquí confluyen aún les cuesta esa tarea. 

El que nos saluda, lo saludamos”, dice César, uno de los compadres que acompaña a Don Quinto en la terraza de su casa, “pero ellos en lo de ellos y nosotros en lo de nosotros”. Sentado a su lado y mostrándome fragmentos de un chat grupal en su celular, Don Quinto interviene para leer un mensaje que habla de no utilizar químicos para bañarse en el río. 

“¡Cómo se va a sacar eso el turista si ya salió de su casa con los químicos puestos!”, responde con ironía. Su voz se agudiza para imitar un modo de hablar que no es el suyo al decir “¡Ay! No haga casas de material – concreto – porque el material no sé qué no sé cuánto, una casa de madera es típica, yo soy cuidador del bosque, me gusta el bosque”, el tono burlón desaparece y vuelve a ser el suyo, exclamando que si uno hace una cabaña de madera no está conservando el bosque. 

Cortar madera es acabar con la flora y fauna, porque los animales también se retiran. En la medida que se talen maderas, el entorno queda más afectado todavía”, agrega César, citando como ejemplo claro el caudal de los ríos, que hace 60 años ponía a los habitantes del pueblo a navegar en cayucos y hoy, se pueden cruzar caminando. 

Foto: Mavi Parra
Una costa devorada. Foto: Mavi Parra

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Va a venir, aguacero-aguacero-aguacero que pudre. Y después viene, verano-verano-verano que seca todo” – vaticinó el mamo Pedro José a Silfo, adentro en la montaña, cuarenta años antes que cualquiera hubiese escuchado sobre el calentamiento global. 

Con la desaparición de la playa, el turismo en Palomino se encuentra hoy en estado de calamidad pública. Los hoteleros abogan por espolones, pero la propia Capitanía de Puerto afirma que aún quedan estudios por hacerse para definir esta como la solución adecuada. 

En una reunión entre el gremio hotelero y un asesor en gestión de riesgos en la que resulto colada, una de las asistentes pregunta qué pasaría si construyeran ahora mismo los espolones, sin autorización alguna, como ya lo intentara hacer alguien hace un par de décadas. “Nadie pidió permiso para poner las llantas, se pusieron hace 20 años y apenas hace un año se presentó la procuraduría” – dice, refiriéndose a un par de espolones improvisados que se alzan para proteger la mitad oriental de la playa de los efectos de la erosión. El asesor afirma que no es la idea y desvía la conversa. Otro asistente declara que, si no se hace nada pronto, perderá todo: “un hotel entero”. 

Entre los propios habitantes de Palomino, el proyecto de los espolones genera controversia. Para algunos, si esa es la solución para recuperar la playa y con ella el turismo, que ahora llega por gotas y temporadas cada vez más cortas, pues que se haga. Para otros, el impacto ambiental producido no solo por los espolones, sino por la maquinaria necesaria para construirlos, es demasiada sobrecarga para un territorio tan delicado. 

Carolina Jaramillo y Alexis Lozano se organizan, junto a otros miembros de la comunidad, en un Comité Cívico. Es este el más reciente de sus múltiples intentos de crear instancias defensoras del territorio que habitan hace más de una década. 

En un comunicado emitido en octubre de 2020, el Comité declara sus intenciones de, “bajo la tutela de nuestros Hermanos Mayores, velar por esta montaña y por el bienestar y dignidad de la comunidad”. Sus acciones, si bien se encuentran en definición, abogan por el accionar ciudadano en torno al respeto por la biodiversidad y la multiplicidad cultural del territorio. 

Sentado de piernas cruzadas en una silla de plástico, Jesús Cortés, otro miembro del Comité quien cambió las dos hectáreas de su Reserva Natural Chundúa por un carro hace más de 20 años me explica, hablando de tal manifiesto, que espera que quien visite Palomino sepa, al menos, a qué lugar llega. 

Como intermediarios entre la sociedad civil y la institucionalidad, buscan, inspirados por el espíritu ancestral de los nativos del territorio, que el turista aprenda a respetar el lugar en el que está.

Caminando por su terreno me muestra por nombre propio cada fruto, árbol que lo entrega o pájaro que lo come. Cita a Ghandi cuando dice que cree en un futuro posible y me relata su versión de los hechos, la historia de colonización de un territorio que, a la vez, parece haberle colonizado interiormente a él y muchos otros más. 

No es el único en hablarme de soluciones y futuros esperables a un presente que se desmorona. Las corrientes intensas del mar palominero son y han sido siempre bravas, pero hoy amenazan con fuerza los tótems del turismo movilizador de gentes, estructuras y economía. 

Desde una hamaca en el patio de una casa, a solo metros de ese mar furioso, Jorge Dib se mece jocoso y me lanza retazos de su tiempo en el territorio, su estrecha relación con los indígenas y un montón de información más que, a primera escucha, me suena casi inconexa. Días después, desgrabando en detalle una conversación de horas, el sentido de su relato se revela como la hebra de fique que conforma una gran mochila. 

Nada que no venga con permiso dura”, dice, mientras traza la línea histórica del lugar que habita hace 28 años y que, vaticina, tiene todo para ser un prototipo de sostenibilidad mundial. 

Aquí todavía somos hijos de la madre y vamos a convertir todos esos problemas, en soluciones. Le vamos a exportar al mundo que, así como turista es una categoría que no se ha terminado de definir, entonces se puede reinventar”. Cómo, no termina de dejármelo claro, pues habla en metáforas y saltando de un tema a otro, pero asegura estar trabajando en plural para crear una nueva categoría de turismo sostenida sobre lo ancestral, que tome en cuenta los mecanismos actuales e “incorpore el espíritu a la materia”. 

Me sería fácil dejar toda esta charla pasar, si no hubiese visto su presencia muda en el documental Los Doce, acompañando a un par de miembros de la comunidad Wiwa, invitados a participar en una reunión única en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. 

En noviembre de 2017, Jorge sirvió de traductor oficial de uno de los 12 líderes espirituales de naciones indígenas del mundo, convocados para crear, a través de rituales y en pensamiento y espíritu, un nuevo paradigma en el que los humanos vivimos en armonía con la naturaleza y entre nosotros mismos.

Para Oliveiro, que es mucho más terrenal, Palomino está inclinado a ser una de esas situaciones en las que el turismo termina acabando con un lugar. Lleva cinco años y medio trabajando en la zona, intentando liderar asociaciones de hoteleros y eso le da la confianza para afirmar que uno de los problemas más serios de Palomino, es que hay tantas variedades de personas y personalidades diferentes, que no es fácil ponerlos de acuerdo – “de esa manera es imposible hacer comunidad”. 

Es uno de los más motivados en fomentar la aprobación del proyecto de los espolones para salvar al turismo de desaparecer “y que millones de pesos en valores aquí invertidos se vayan a perder”. Declara a su vez ser mucho más “eco”  hoy que antes, aunque prefiere dejar el tema medioambiental a los científicos, pues según un estudio que presentara a la alcaldía en 2020, para salvar la playa de Palomino toca intervenirla “con 10 espolones, mínimo”. 

Hacerlo, permitiría resguardar todo el trabajo que el turismo entrega a Palomino – del cual, por cierto, no existen cifras oficiales pues, según él, “la Alcaldía nunca nos ha acompañado para hacer un censo”. 

Para Andrés Murillo, Capitán de Puerto de la Dirección General Marítima (DIMAR), las amenazas de Palomino vienen tanto por el cambio climático, como el atmosférico, los aumentos en la potencia de los huracanes y las intervenciones humanas al entorno. Por lo mismo, considera los espolones “una de las veintitantas obras de protección costera que hay” y que se podrían hacer, instando a pensar en otras soluciones. Según sus propias palabras, el estudio entregado por Oliveiro y los hoteleros está incompleto y a estas alturas del partido, expirado. Aboga por seguir investigando la mejor manera de salvar la playa, sin generar un impacto negativo a largo plazo, como ya se ha visto en la cercana ciudad de Riohacha donde la instalación de espolones a medias amenaza con desaparecer tres barrios

Por su parte, Deiver Pinto, ingeniero ambiental de familia palominera, opina que más allá de la erosión costera, toda la situación física de Palomino es delicada. Desde el río que recupera terreno en los meses de lluvia intensa, a la precariedad de los pozos sépticos de un pueblo saturado de gente y sin alcantarillado, hasta los problemas de acumulación de residuos – todo indica que en cualquier momento podría ocurrir un desastre. 

Mientras tanto Matthieu, un francés de 32 años, se siente realizado por estar inaugurando un hostal en el pueblo que terminó atrapándolo, luego que la pandemia pausara su viaje por Sudamérica. Lina, bogotana, encontró en un mes y medio aquí su propio paraíso sanador tras una cuarentena demasiado larga y una ruptura amorosa y Steven, un británico que a los 62 años aún no le pierde el gusto a la fiesta, asegura que es en Palomino donde planea seguir envejeciendo; disfrutando de amigos que, tras varias visitas y muchas resacas, se han vuelto familia.

En lengua kouguian el nombre Taminaca, el principal poblado kogui en la cuenca más alta del río Jukumeizi, también significa Palomino. Como si fuera un reflejo en un espejo, Taminaca bordea la laguna glaciar donde, para los kogui, desemboca el río que nace del mar. 

Poco después de mi última visita, el mamo Agustín partiría hacia allá a un Concejo de Mayores. No me dio detalles al respecto, solo me encomendó que los tuviera en mis pensamientos. El viaje de días y la reunión que le siguió, serviría para conversar sobre el estado de la naturaleza en sus territorios y qué medidas habrían de ser tomadas para detener la devastación. 

En este caso, el pensamiento actúa como ofrenda de buena intención. Un aporte más a los múltiples rituales de pagamento que los koguis se ven en necesidad de hacer a la naturaleza, intentando equilibrar la deuda dejada por los hermanitos menores, que toman y toman sin que se les ocurra pedir permiso. Mucho menos devolver lo extraído. 

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