Un pueblo
En Guelatao de Juárez hay una laguna que, dicen, está encantada. Es verde como una sopa de espinacas. Los patos y los gansos son perfectos muñecos flotantes de una enorme tina rodeada de naturaleza. Casas bajas de adobe, con techos de teja de barro y timoratas umbrías encaracoladas se ciñen a incontables susurros silvestres. La escena, con las nubes caídas a la altura de las cabezas, anuncia la proximidad de un aguacero. El amague resulta ser una amenaza obsequiosa. Un corazón que hace palpitar la ladera de la montaña en la que se encuentra emplazado este pueblo oaxaqueño de menos de seiscientos habitantes. Decenas de campesinitos desfilan detrás de la apretada bruma. Se persiguen unos a otros, atados a la calidez de sus risotadas. Aparecen y desaparecen como lémures polícromos. Cualquier viso de rusticismo es perversión foránea, contaminación automática. El aire frío se disipa entre sahumerios de hoguera, chocolate y tortillas. Un tufillo mezcalero surfea el ambiente. Todos los niños son iguales. Solo varían sus volúmenes. Cada presencia se proyecta fulgurada entre la frescura de los helechos. Ninguno lleva ropa vieja o malgastada. Tampoco van descalzos. Algunos hablan en zapoteco o mixe, otros en español. Hay un buen gusto, una suerte de satisfacción que se puede leer sin caer en el aburrimiento. La niebla manipula, dirige los trozos de luz colados en el celaje. Intenta frenar, inútilmente, el exceso de sentimentalismo. Todo es tan concreto, tan real que, lejos de parecer impropio, más bien se asemeja a la inverosimilitud. Una atmósfera desarrollada específicamente para el visitante. Un teatro de seducción más que respirable, del que no se sabe quién es dramaturgo, quién espectador y quién personaje. La trasgresión es la mirada: todo sucede lentamente. Ningún movimiento, como por ley natural, sabe caer en la presura. La Sierra Norte exhala. Una pandilla de hojas secas sobrevuela la tarde. Los adultos parecen no existir y, si existieran, deben de estar sumergidos en el fondo de la laguna. Bien lejos de esta utopía. Un niño me agarra del pantalón. Al voltear veo su sombra serpenteada en el reflejo del agua. Una niña rebota su pelota de básquetbol sobre un sendero empedrado. Otro niño me mira, escondido detrás del tronco de un pino. Sus ojos son tan brillantes como el plumaje de los patos. Intento ver las cosas tal y como son, a pesar del arrobamiento. Aprender a utilizar los sentidos para descubrir el mundo es algo que puede llevar muchas vidas o, quizás, una sola infancia feliz. Muy feliz. Como las que desfilan, heterogéneas, ante mis ojos. Agarro una pequeña piedra carmesí y la arrojo a pocos metros de la orilla. Mientras la piedra vuela siento la necesidad de taparme los ojos. El ruido es hermético, pero ensordecedor. Abriendo mis dedos alcanzo a divisar la formación de un microscópico hongo de vapor. Algunos peces se zambullen en la sopa de espinacas. Un par de tortugas esconden sus cabezas. Los niños se congelan. Huyen sigilosamente, en puntas de pie. Allí cualquier puerta, cualquier camino es hogar. La lluvia se desata, suculenta. Mi rostro, salpicado de incomunicación, decide pegarse a la tierra húmeda. Mis manos alcanzan a tocar la efervescencia de la existencia. La vida toda está hecha de arcilla. Mi olfato sutura las intrigas del despunte de una noche frágil. Es la aparición de lo invisible: en Guelatao de Juárez hay una laguna que, más que encantada, vive fabulada y, al lado de ella, en lo que funciona como plaza principal, hay una inscripción que lo comprueba todo. Palabras talladas en un muro de cantera verde y rosa: el respeto al derecho ajeno es la paz. Benito Juárez, adulto y presidente, permanece sentado. Observándolo todo, con constitución en mano. Su figura supera los ocho metros de altura. Benito Juárez, niño y pastor, reposa con sus ovejas. Las acaricia. Puedo acurrucarme a su lado. Tocar sus manos perfectamente esculpidas. Las dos estatuas son de bronce. Aquí nació el Benemérito de las Américas, el 21 de marzo de 1806, cuando el pueblo se llamaba San Pablo de Guelatao. De aquí se fue para siempre, el 17 de diciembre de 1818, día en el que perdió una oveja y, para evitar el castigo que le propinaría su tío, se fue camino a la ciudad de Oaxaca, a buscarse un lugar en el mundo. El pueblo es un santuario para los políticos mexicanos. Cada 21 de marzo muchos vienen a ungirse con el agua verdosa del lago.
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