Las noches de terror continúan

Foto: Giovanny Jaramillo
Un fantasma recorre Colombia: el fantasma del Paramilitarismo. Las fuerzas oscuras que se empecinan en prolongar la horrible noche, se han unido en una “santa alianza” para salvar a Colombia de un enemigo interno que cambia de nombre por voluntad del Señor de las Sombras: guerrilleros, terroristas, vándalos, castrochavistas, son algunos de los remoquetes que ha usado Álvaro Uribe Vélez y sus secuaces para estigmatizar a quienes se oponen a su proyecto de país. Las palabras han surtido el efecto esperado: los que están alineados con el ex, se consideran a sí mismos -y se hacen llamar- “gente de bien”. En consecuencia los otros devienen en enemigos de la “gente de bien” que deben ser “perseguidos y neutralizados” para conservar la democracia, el orden y las instituciones. En un país adormecido por el dolor de una guerra autopoiética, la “gente de bien” no tiene reparos en salirse de la ley para imponer el orden, su orden.
Hace dos semanas Cali es el epicentro del estallido social que sacude a Colombia. En los cuatro puntos cardinales hay concentraciones ciudadanas en protesta por el desastre nacional que ha causado décadas de gobiernos ciegos, sordos y mudos frente a la corrupción en todos los niveles del Estado, el incremento de la pobreza y el desempleo, las violaciones sistemáticas de Derechos Humanos y en general, el clamor de Los Nadie que reivindican el derecho a vivir en paz con justicia social.
Al menos cuatro de los puntos de concentración están en inmediaciones de los dos sectores más exclusivos de Cali: Ciudad Jardín y Pance en el sur, y Normandía, Santa Rita y Santa Teresita en el oeste. El primero es vecino de la Universidad del Valle (la Universidad Pública más importante del suroccidente colombiano) y el segundo colinda con barrios populares y empobrecidos como Terrón Colorado y Bajo Aguacatal. Con el paso de los días se han incrementado las tensiones entre manifestantes y habitantes de los sectores exclusivos que dicen sentirse “secuestrados” por los “vándalos”. Los roces han pasado de los insultos a la agresión física y a la amenaza.
La sexta noche de protestas, los residentes de Ciudad Jardín y Pance salieron armados, con escoltas y camionetas blindadas a bloquear el acceso a su barrio y listos para disparar si se sentían amenazados. Al día siguiente, en el oeste de Cali se registraron disparos en contra de los manifestantes desde edificios aledaños. Durante las siguientes noches, en distintos puntos de la ciudad se denunciaron camionetas de alta gama, en su mayoría blancas, desde las que dispararon indiscriminadamente contra manifestantes y la misión médica que atendía a los heridos que iba dejando la brutalidad policial. En todos estos episodios hay un común denominador: la fuerza pública no intervino.

Cali es la puerta al suroccidente colombiano, una región del país con una herencia indígena muy presente a pesar del racismo estructural que ha pretendido borrarla. El pueblo indígena ha sabido resistir y su sabiduría milenaria lo ha dotado de una capacidad organizativa admirable. Para preservar sus costumbres y proteger sus territorios conformaron la Guardia Indígena que en sus palabras “se concibe como organismo ancestral propio y como un instrumento de resistencia, unidad y autonomía en defensa del territorio y del plan de vida de las comunidades indígenas. No es una estructura policial, sino un mecanismo humanitario y de resistencia civil que busca proteger y difundir su cultura ancestral y el ejercicio de sus derechos. Surge para defenderse de todos los actores que agreden sus pueblos, pero solamente se defienden con su “chonta” o bastón de mando, lo cual le imprime un valor simbólico a la guardia”. En tanto organismo humanitario y de resistencia civil, la Guardia Indígena goza del reconocimiento de amplios sectores de la sociedad, y en muchas ocasiones ha acompañado movilizaciones ciudadanas, por fuera de sus territorios, en situaciones en las que la Fuerza Pública se presenta más como una amenaza que como una garantía para el ejercicio del derecho a la protesta social.
Cuando las denuncias de ataques sicariales contra los manifestantes y la misión médica se incrementaron, se hizo evidente que la Fuerza Pública había cedido el espacio para que otros “hicieran la tarea”, como afirmó el comandante de la Policía Metropolitana de Cali. Frente a este vacío de autoridad, la Guardia Indígena se desplazó hasta los puntos de concentración para intentar contener el accionar criminal en contra de la ciudadanía. En redes sociales hay numerosos videos que muestran cómo armados solo con un bastón de mando, persiguen y en algunos casos capturan a civiles armados que se identifican como miembros de la Fuerza Pública.
Las noches de terror continúan. Cuando cesa la brutal y desproporcionada represión policial, las camionetas aquellas se pasean a sus anchas por la ciudad imponiendo el terror y la muerte.
—No hay derecho a que la gente de bien esté secuestrada en sus casas por un grupo de indios que lo único que quieren es que les den todo regalado —dijo un señor mientras le ordenaba a su escolta que le comprara una botella de agua mineral Perrier.
—Es verdad, además que son gente muy desagradecida. Nosotros les damos trabajo, en diciembre les llevamos regalos; es más, hasta compramos sus artesanías. A esta gente no le importa morder la mano que les da de comer —respondió una muchacha justo antes de ordenarle a su empleada doméstica que recogiera la mierda del perro que paseaba.
Sábado, 8 de mayo, 10:00 AM. Residentes de los barrios Normandía, El Peñón, Santa Rita y Santa Teresita se reunieron en el Gato del Río -una escultura sin historia, elevada a icono de la ciudad de mostrar- para protestar en contra de lo que ellos consideran un secuestro a la “gente de bien”. Los asistentes se uniformaron con camisas blancas y rostros largos, marcharon ordenadamente por el andén y decían sin permitirse gritar: “¿Qué queremos? Paz ¿Cuándo la queremos? Ya mismo”. ¿Ya mismo? ¿Es una orden? Llama mucho la atención que esos mismos que exigen paz “ya mismo”, cuando les preguntaron si estaban de acuerdo con el proceso de paz con las FARC, respondieron No. Sin embargo se visten de blanco porque es el color de la paz. A eso reducen la paz, a un asunto cosmético, a una pose de “gente de bien” que escudada en el privilegio que otorga la desigualdad pretende imponer la paz como silencio, como uniforme, como coacción.
La marcha insípida recorrió menos de un kilómetro, hasta que se encontró con un cordón humano hecho por la Guardia Indígena para evitar confrontaciones con los otros manifestantes que llevaban días haciendo presencia en el excluyente sector.
—Ustedes no respetan ¿Qué se creen? —vociferó un camisablanca.
—No nos creemos, somos pueblo. Ciudadanos como usted, con los mismos derechos así le duela —respondió un guardia indígena.
—No jodás, esto es inaceptable —interpeló airado el camisablanca.
—Sí, es inaceptable que en un país tan rico como este haya tanta gente con hambre —respondió el guardia y agregó —¿Alguna vez ha aguantado hambre?
—Claro que sí, por culpa de ustedes no he podido salir a hacer mercado, los restaurantes están cerrados, los domicilios no funcionan ¡Ustedes nos tienen aguantando hambre!
Al día siguiente, en el barrio Pance y en Ciudad Jardín, al sur de la ciudad, se dieron cita los camisasblancas del sector pero no para marchar, sino para bloquear el paso de vehículos que transportaban indígenas que intentaban entrar a la ciudad. Atravesaron camionetas de alta gama a las que les taparon las placas y de manera coordinada civiles armados hicieron presencia en el sector. Cuando los indígenas se acercaron, fueron atacados con disparos de armas cortas y largas. Hay videos que muestran civiles disparando al lado de policías sin que estos se inmuten. El resultado: diez indígenas heridos, varios de gravedad y ningún capturado a pesar de que todo quedó registrado en video.
Varias fuentes me contaron que desde hace varios días, hay hombres ofreciendo $180.000 (aproximadamente 48 dólares) a algunos pandilleros de la ciudad para que vigilen y repelan cualquier amenaza en contra de “la gente de bien”. De igual manera, hay pruebas de que un grupo denominado “Cali Fuerte” se ha organizado para hacer “limpieza social”.
Frente a la situación, el Alcalde de Cali, la Gobernadora del Valle y el Presidente de la República le pidieron a la Guardia que se fueran de Cali, como si ellos fueran la amenaza. Respecto de los camisas blancas que dispararon han guardado silencio.
Los indígenas después de evaluar lo ocurrido, decidieron que por el momento se desplazarían a sus territorios para continuar la movilización. Se despidieron de la ciudad en medio de aplausos, lágrimas y sonrisas de un pueblo que les agradece su presencia en momentos en los que el fantasma del paramilitarismo recorre Colombia.
Suscripción
LATE es una red sin fines de lucro de periodistas que cuentan el mundo en español