Manifiesto Late (II)

Soplones, de Goya (1799)

A los custodios de tesoros subterráneos,

neurólogos de la palabra,

alquimistas del lenguaje,

seres férreos, tímidos pero radicales,

14 de marzo de 2018.

Queremos decirles:

Sólo tenemos la mente, habitación del vacío.

La Tierra es un inmundo basural. Lo sabemos. Y no queremos limpiarla. El miedo encabeza la lista de sensaciones invisibles. Lo sabemos. Y no nos importa. El silencio, a veces, es la única respuesta. Lo sabemos.

Somos lástima, somos carne, somos papel. Repositorios de la memoria.

La acción de mostrar, en sí misma, es una consecuencia natural de la dificultad de hablar. Mostrar es un acto de simulación introspectiva, mirarse en un espejo cóncavo. Mostrar no es rebelarse: consecuencia natural de arrastrar una langosta.

Combatimos las contradicciones contemporáneas abarrotadas de banqueros anarquistas cooperativistas, punkis librepensadores racistas y homofóbicos, socialistas utópicos circuncidados: consumidores compulsivos en La Habana, guerrilleros con votos en el Opus Dei.

Gestionamos las imposibilidades y la inverosimilitud: votamos porque un enano travesti sea general del ejército Israelí o para que el próximo presidente de Estados Unidos sea una pornoecofeministavegana.

¿Cuántas veces late un corazón en un año? Google, ¡oh Google!, dice: 100 mil veces por día. 35 millones de veces en un año. ¿Qué pasa, entonces, entre un latido y el siguiente? ¿Qué sucede en ese momento que no hay vida?

El año no se detiene: naranja azul en la Vía Láctea. Sigue su rumbo maldito. Infarto en una sala de redacción sin desfibrilador. Estetoscopio en un supermercado. Cuerpo desnudo de una bailarina dentro de una copa de balón vieja y picada. En este tipo de rendijas residimos.

Estamos ad portas de cumplir un año ¿de vida? El primero. Los lenguajes nos son ajenos. Nuestros.

Hemos elegido vivir este microscópico período sin repetirnos.

No queremos ser corresponsales de france vingt-quatre, ni portavoces de oenegés, no queremos ser desmembradores de palabras. La producción en cadena nos repele.

Somos los que están en los cuartos de calderas con el agua hasta los tobillos. Somos la víscera de ese cuerpo que nadie quiere ver desparramado en la calle. Sobrevivimos al naufragio de nuestros padres. Vamos en picada. Nuestra única propiedad es la imaginación.

Nos alejamos de nosotros mismos e intentamos vivir en un mundo que quiere matarnos antes de morir. Lo sabemos. Diógenes de Sinope, el filósofo perro, salió corriendo por el ágora con un gallo desplumado demostrando a Platón cuál era el hombre socrático, definido como bípedo implume.

Un año es todo: un asteroide que colisiona con la cabeza de un dragón de mar. Es nada: la redacción de un verso cúbico en las costillas odiadas. Un año es un año. Una palabra de tres letras.

Inventamos una máquina del tiempo contemporánea: creemos en el instante. Escribir es permitir lo denegado. El mundo miente desde la verdad y la gente siempre cree lo que quiere creer. Porque la gente siempre se estafa a sí misma para conseguir lo que quiere, sin saber lo que quiere.

Es muy fácil: estamos en un abismo. La humanidad se cree muy fuerte porque tiene la fortaleza de las ruinas: cónclaves de onanismo.

Sabemos que no vale la pena mirar a los ojos porque nada ni nadie devuelve la mirada. Nuestros ojos nos ven y nosotros los miramos. De frente.

Sabemos que el sentimiento de toda bandera y toda frontera es una terrible enfermedad y que no hay cosa en el universo que viaje más rápido que un virus.

No vamos contra nadie, o bueno, sí, contra el tiempo que lo que mejor sabe hacer es arrugar.

En un año nos convencimos de que la finitud es emética y por eso hemos resuelto, para siempre, dejar nuestras almas pendiendo de hilos sobre charcos de cielos revueltos.

Frente al dominio del universo material, ponemos en sus manos nuestras mentes.

No nos queda mucho en este mundo.

Les dejamos una sonrisa benevolente.

La carcajada de un duende.

Friends to this ground!

Cordialmente,

El Consejo Editorial.

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