| abril 2020, Por Daniel Wizenberg

Hay tres ciudades que se llaman Chicago

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Aquí se inventaron el primer reactor nuclear, el control remoto, la música House, el teléfono celular, la cremallera, el neoliberalismo, el brownie, Playboy, el lavavajillas, la rueda de la fortuna, la jornada de 8 horas y la aspiradora. Aquí Al Capone se adueñó de la mafia, Big Bill Broonzy compuso “Where the Blues Began”, Tesla impuso su corriente alterna por sobre la continua de Edison, el primer asesino serial de la historia diseñó un castillo para matar gente y Michael Jordan anotó 563 veces más de 30 puntos en un mismo partido. Aquí, en Chicago, desde donde Obama saltó a la presidencia tuiteando Yes, we can, la mitad de los infectados y 7 de cada 10 fallecidos por coronavirus son negros.

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El nuevo CEO global de la cadena de comida rápida más famosa del mundo, Chris Kempczinski, baja a comer unas tres o cuatro veces por semana al McDonald’s que está debajo de los headquarters de la compañía que dirige, en el 1035 de la Randolph Street, unos 20 minutos al oeste del Loop. Nunca pide hamburguesa. 

Su pedido siempre es el mismo: unos McEggs Delight sin bacon, un muffin de moras y una Coca Cola diet mediana. Me lo cuenta en pleno otoño de 2019 el manager de esa sucursal, la número 001 del mundo, William Román. 

Las máquinas para pedir autoservicio en la sucursal 001 y el mapa de fondo ilumina de dónde viene el menú.

William Román es un moreno de mediana estatura, va perfectamente afeitado, y parece diez años menos de los 40 que tiene. Nació en Chicago en el seno de una familia proveniente del estado mexicano de Guerrero. 

— Ya cuando lo veo venir, ahí nomás me acerco a la cocina a echar aguas. Cuando llega al mostrador le tienen lista su orden.

Kempczinski trabajó antes en PepsiCo y P&B. Llegó a CEO porque su perfil se ajusta a la visión de Fred Turner, declarado en 2004 presidente honorario tras 20 años en el cargo, y cuya frase insigne quedó esculpida en el suelo de mármol del lobby de la corporación: “Somos gente de negocios y nunca lo olvidamos”.

La frase esculpida en el mármol del lobby.

—Cuando bajan los corporativos siempre me dicen Hey! You are doing a great job. Es que varios de los que llegaron ahí arriba han pasado por mi rol y dicen que es el más importante en la compañía. ¿Sabes? Ser General Manager, ¡correr-una-tienda! ¡eso es lo más valioso que hay! 

El McDonald’s número 001, en la esquina de la Randolph Street, huele a papas fritas pero no es como las otras 37854 sucursales. Antes solo abría para empleados, desde hace dos años se abrió al público. Es espacioso, todo su frente es vidriado, cuenta con luz natural de día y cálida de noche. Hay mesas amplias, sillones grandes y sillas mullidas. Los empleados usan todos la misma camisa blanca con corbata negra y delantal a tono. Siempre entregan el pedido en la mesa. El menú cambia cada ocho semanas. En el de ahora hay McDijon Burger de Francia, McChicken polaco, McBurritos mexicanos, Chicken McMuffins de Alemania, Chips Ahoyl de Guatemala, 45 variedades de café que son los que se sirven en los McDonald’s de Australia y todo el bakery es el de las franquicias de Canadá. 

Arriba de la sucursal, en los primeros dos de los siete pisos de los headquarters, funciona la Universidad de la Hamburguesa. En el primero hay nueve cocinas, según William. Ahí se prueban los nuevos combos, se testean las nuevas máquinas y se diseña el prototipo de comida que luego se replicará en todo el mundo. En el segundo piso hay aulas: “Pues es donde vienen a entrenar los que quieren ser gerentes como yo”. En las otras cinco plantas hay oficinas.

La sucursal de William tiene récords en ventas por hora en la ciudad. Un poco porque es distinta a todas las demás, otro poco porque es la sucursal 001 y eso trae algunos turistas. Pero sobre todo porque aquí almuerza la mayoría de los empleados de la corporación. La empresa vende en el mundo unas 75 hamburguesas por segundo: 725 millones de toneladas de carne por año. Los corporativos prefieren otras cosas: “Somos el McDonald’s más exitoso en ensaladas, por cada 30 que venden otros locales nosotros vendemos 100. O me piden el Chicken McMuffin sin muffin, el pollo o la hamburguesa sin pan. Es gente que se cuida”.

William tampoco come hamburguesas. El único momento en que lo hace es cuando tiene que probar el nuevo menú.

— No quiero decir que no me gusten pero, ¿todos los días? Al principio cuando tenía 14 años sí, pero después siempre me traigo mi lonchera. Ayer traje pizza, otro día chilaquiles. 

El edificio de la Universidad de la Hamburguesa con el McDonald´s debajo
El edificio de la Universidad de la Hamburguesa con el McDonald´s debajo

Como sus padres trabajaban todo el día, aprendió a cocinar a los 11 años.

— Pues si no, me moría de hambre. Oiga, hablando de hambre, ¿ya conoce Chicago? ¿Qué hace más tarde? Si gusta lo puedo llevar a conocer, podemos echarnos unos tacos.

William termina el turno y en vez de ir a su casa en el noroeste de la ciudad, pasa a buscarme por el Loop. Conduce el coche 0 kilómetro que está pagando en cuotas. También pidió un crédito hace poco para afrontar los 25 mil dólares de una apendicitis que su seguro de salud no le cubrió. Su salario no está mal pero no sabe si es el mejor entre sus colegas en el resto de Estados Unidos: “Depende de cada dueño de franquicia, no hay dos gerentes de local que ganen igual”. 

En todos lados la comida de McDonald’s sabe igual. La corporación exige a sus franquicias que se respeten estándares para hacer las hamburguesas, las papas fritas y los postres, pero para el pago de salarios para sus dos millones de empleados, no.

— Si hay un secreto para administrar un restaurante, es no gritar. Eso lo aprendí en la Universidad de la Hamburguesa.

William tiene el know-how norteamericano pero la amabilidad latina. La suya era una de las pocas familias mexicanas en una zona donde predominaban afroamericanos en el suroeste de la ciudad. Luego, cuando se independizó, fue a vivir al principal barrio mexicano de Chicago, Pilsen, a donde me lleva a comer tacos. 

Pilsen, en el oeste es un barrio fundado por checos que se fueron cuando llegaron los mexicanos en la década de los 70.  Hoy solo quedan las taquerías. Desde hace dos décadas, que comenzaron a llegar los hipsters, los mexicanos se han tenido que ir mudando hacia barrios más al oeste: el barrio se gentrificó.

Los mexicanos en esta ciudad son la comunidad más grande de ciudadanos de ese país en Estados Unidos después de la de Los Ángeles: 600 mil, el 75% de los hispanos de Chicago. En la década de 1990 la comunidad mexicana fundó La Villita, también llamada Little Village. Ahí Fanny Álvarez y Yadira Montoya coordinan el Foro del Pueblo: hacen campaña por candidatos del Partido Demócrata de corte socialista que sean latinos o prometan defenderlos, y luego hacen seguimiento si estos asumen el cargo, para que favorezcan a la comunidad. La cita con ellas también es en una taquería.

El Foro del Pueblo no articula todavía con organizaciones de otras comunidades. Tanto Fanny como Yadira tienen carreras universitarias y menos de 35 años: “Tenemos skills para ser individualistas pero creemos que el camino es colectivo”. Las dos mujeres están seguras de que la violencia de los pandilleros latinos de la ciudad es hija de la desinversión del Estado: “El resultado de que algunas personas sean más valoradas que otras”.

Unos tacos con el gerente de la sucursal 001

Cuando Fanny va a comerse unos tacos en La Villita jamás pide de pollo: “Pues porque el pollo no es muy para los tacos”. A William le encantan los de cecina “con todo”, como se le dice en México a ponerle cilantro y cebolla. Para tomar, agua de horchata, en los restaurantes mexicanos de Chicago no venden alcohol. 

La relación de William con México pasa por la comida. Y por la familia también, pero solo la cercana: hace 20 años que no va a la tierra de sus padres. Él prefiere no opinar de la violencia, ni la de Guerrero ni la de Chicago. Lo que más le gusta de esta ciudad son las libertades civiles, especialmente los de la población LGBTI.

Hace poco más de cuatro décadas los padres de William llegaron sin papeles a Estados Unidos y lograron instalarse. Cuando tuvieron hijos, les prohibieron hablar en otra cosa que no fuera inglés.

— Yo aprendí español cuando entré a Mc Donald’s, para entenderme con mis compañeros.

En la sucursal más importante de la cadena de comida más rentable, 75 de los 77 empleados son hispanos. “Los otros dos son africanos”, dice William.

— ¿De qué país vienen?

I mean, afroamericanos. Deben de vivir por el South Side.

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En 1983 Chicago ya era la tercera urbe más poblada de Estados Unidos. Entonces asumió Harold Washington, el primer alcalde afroamericano de la historia local y nacional. Su lema era “Chicago es una sola ciudad”. También se ha dicho, y probablemente así sea, que Chicago es “la ciudad del viento” o “la second city”. Pero no era ni es una, como decía Harold, sino tres: de aproximadamente un millón de habitantes cada una. La de los blancos, la de los latinos y la de los negros. También vive una pequeña minoría de asiáticos que como los demás se encerraron en un gueto comunitario: su Chinatown. Salvo excepciones, los blancos están del centro hacia el norte, los latinos del norte hacia el oeste y los negros del oeste hacia el sur. 

Al este de la urbe está el lago Michigan, que tiene el tamaño de Croacia: uno de los cinco grandes lagos americanos. Desde el Millenium Park, en el centro, y desde las playas del norte se lo puede disfrutar: hace olvidar que es una ciudad metida en el medio de Estados Unidos. 

Fernando Díaz edita el Chicago Reporter: un diario que investiga el racismo hace 40 años. Sus oficinas están al lado del Chicago Board of Trade  (donde cotizan el valor global de la soja, el trigo y la carne) y el Banco de la Reserva Federal (donde cotiza el dólar). Fernando me recibe en su enorme sala de redacción donde convive con un pequeño staff de menos de una decena de colegas. Tiene familia en el municipio de Morón, en el conurbano de Buenos Aires y ensaya una comparación: “Al menos en el conurbano de Chicago no vas a ver calles de barro”. Para él, el problema de Chicago es primero racial y después político. 

A pesar de que se derogó hace tiempo una antigua ley nacional que prohibía a los afroamericanos habitar zonas como el norte de Chicago, la discriminación ahora es indirecta y el fenómeno se llama redlining, trazaron una línea roja que parte en dos la ciudad: “Si alguien que renta su casa en el norte tiene que elegir entre un blanco y un negro en las mismas condiciones, difícilmente va a elegir al negro” explica Díaz. 

Ni los Obama vivieron en el norte, siguen teniendo su residencia y están armando un museo familiar por el Hyde Park: en el borde norte del sur, a la altura de la Universidad de Chicago. En una conferencia que dio en octubre de 2019, Michelle Obama recordó: “Cuando nosotros llegamos, varias familias blancas se fueron”. 

El 75 por ciento de los blancos de Estados Unidos vive en barrios blancos. En  varias encuestas aseguran que aun cuando les guste una casa, su precio sea justo, la zona sea bonita y haya buen acceso a bienes y servicios; no la comprarían si en el barrio viven muchos afroamericanos.

Agustín Chiarella, un politólogo argentino que se está especializando en desarrollo económico e informalidad laboral en la Universidad de Illinois, me cita en Little Italy, cerca del Mc Donald’s 001. Para construir esa universidad desplazaron una comunidad latina hacia el conurbano: “la gente con menos recursos de aquí desde hace mucho tiempo, y en una tendencia que crece, cada vez necesita viajar más tiempo”, dice. Y explica que el desarrollo inmobiliario se expande de manera radial desde el Loop, el único punto de contacto entre las 3 Chicago: “en un sistema de transporte cuya calidad es muy discutible, la gente no se puede mover fácilmente en transporte público de Oeste a Norte y viceversa, siempre hay que pasar por el Loop”. 

Para Chiarella en la organización espacial racial de la ciudad influyeron tanto la política como los bancos que siguieron las leyes del mercado sin romper con la discriminación y hasta reproduciéndola. Aún cuando hay alcaldes progresistas que quieren introducir cambios el límite es una matriz racista consolidada. Por eso Chiarella coincide con Fernando Díaz en que en Chicago primero viene la segregación racial pero después es económica y espacial: “Es eso lo que expresa el redlining”. 

Si el redlining corta la ciudad de forma transversal, la Red line del metro elevado (por eso le dicen “ele”) lo hace de manera longitudinal: atraviesa la ciudad de sur a norte. Si se la toma en el centro se puede ver que del lado que va al norte casi todos son blancos y que del lado que va al sur casi todos son negros. 

La mitad de los afroamericanos de Chicago viven en 20 de los 77 distritos de la ciudad. La periodista Natalie Moore nació en uno de esos 20 barrios y cuando tuvo un poco más de posibilidades se mudó, como los Obama, al Hyde Park. Escribió un libro sobre el South Side en donde concluye que “el problema negro” es un asunto inventado por los blancos, un tema de la supremacía blanca: “los negros no elegimos segregarnos”. 

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Nadie vive ahí, en la sede de la Sweet Water Foundation, a 10 minutos del Loop en coche y 20 en la línea roja: en Englewood, sur de Chicago. Pero es una típica casa americana. Dos plantas y un sótano. Sala y cocina grandes en la planta baja, tres habitaciones en la planta alta, un taller en el sótano. Hay un porche delante donde se podría poner una silla mecedora y un patio atrás donde se pueden hacer barbacoas. Así eran las casas del barrio cuando había un barrio. 

Una de las casas recicladas de la Sweet Water Foundation.

Por la mañana todo el equipo se reúne para tomar café.  Es raro que el director de esta fundación, el arquitecto Emmanuel Pratt, no cierre esos desayunos recordando sus 3 R. “Rutina-Ritual-Reflexión: creen una rutina, háganla ritual, piensen en lo que hicieron y vuelvan a empezar. Rutina-Ritual-Reflexión. Rutina-Ritual-Reflexión”. 

Emmanuel nació hace 42 años en Virginia. Es alto, morrudo y lleva dreadlocks. Si Michelle Obama dijo que la enorgullece “haber surgido del sur”, a Emmanuel lo enorgullece haber llegado aquí hace 5 años. Dice que vio una oportunidad para “regenerar el vecindario” y así cambiar el paradigma de la meritocracia en Estados Unidos. 

Todo lo que hacen gira alrededor de dos ejes: intervenir el espacio, recuperar su estatus público y capacitar jóvenes del sur. Cultivan, construyen, siembran, debaten. Para Tanya, la artista del equipo, este es un experimento en el que abunda algo que en Chicago escasea: empatía.

Emmanuel sostiene que el problema de Chicago es conceptual: “Hace falta liminalidad”. El etnógrafo francés Arnold van Gennep hablaba a principios del siglo XX de liminalidad para explicar los ritos de pasaje: “son momentos entre: dentro y fuera del tiempo”.  Lo liminal está despojado de la normalidad y siempre es comunitario: una renovación simbólica de la estructura social.

La Sweet Water Foundation es un movimiento simbólico que ocupa cada vez más espacio físico: lotes vacantes del barrio en los que Emmanuel y su equipo interdisciplinario de 17 personas ya reciclaron dos casas abandonadas, armaron talleres de carpintería, un laboratorio de Acuaponia y montaron la primera granja en Chicago desde el gran incendio de 1871, con una huerta inmensa para la agricultura urbana. Combinan arquitectura con carpintería, jardinería y arte. Se financian con la venta de lo que producen pero también con donaciones individuales, grants y premios. El usufructo de los baldíos lo gestionan con la municipalidad.

Emmanuel estudió Arquitectura en la Universidad de Columbia y Diseño Urbano en Harvard. Luego se especializó en la Acuaponia. Le dieron el Premio MacArthur al liderazgo. Emmanuel no grita pero habla fuerte. A veces parece un pastor, a veces un jefe, a veces un CEO. Es quien decide si los chistes son buenos. Nunca se retira de un lugar en silencio: siempre hay un frase final, una instrucción, una moraleja, una llamada a la acción, un cierre para su intervención. Suele quedar un breve silencio en el ambiente cuando se va. Es un tipo accesible pero determinante, amable pero imperativo. Su gente lo quiere por una razón sencilla: armó una comunidad.  Y está viendo todo el tiempo cómo ampliarla. 

En la Bienal de Arquitectura de 2019 Emmanuel conoció a una artista palestina, Vivien Sansour, y la invitó a cocinar a la SWF. “En Palestina, como en el sur de Chicago, tenemos que reinventarnos en un contexto de asedio y de violencia. Conectarnos más entre las personas y con el lugar”, asegura Vivien mientras sirve en platos hondos la molokhia, una sopa que cocinó con hierbas que crecen en un bosque destruido por Israel. 

—Estos ingredientes, como lo que se cosecha en la granja de esta fundación, recuerdan que antes de haber nada, hubo vida —dice la artista palestina. 

— Hay que cultivar remedios contra la amnesia a la que nos han forzado —le responde el arquitecto de Virginia.

En el período de entreguerras mundiales se dio la llamada “gran migración”: millones de afroamericanos se desplazaron del sur de Estados Unidos hacia el centro y norte del país escapando de la violencia racial y buscando oportunidades en los cordones industriales. 

Antes de esa “gran migración”, Englewood era un lugar donde la gente accedía a los beneficios del American way of life: había tiendas de todo tipo, escuelas, hospitales, parques. Pero los blancos escaparon. Dejaron sus casas con las ventanas tapiadas y sus terrenos librados a los yuyos: actualmente hay al menos 235 baldíos, centenares de casas sin dueño, ni un solo 7Eleven.

En los últimos 40 años ha habido en Chicago un éxodo de afroamericanos, sobre todo de clase media. Hoy son 350 mil menos que en 1980.

Un terreno baldío abandonado en Englewood, sur de Chicago.
Uno de los cientos de terrenos baldíos abandonados con casas tapiadas en Englewood, sur de Chicago.

Cada temporada en la Sweet Water Foundation seleccionan a una decena de jóvenes aprendices y todo el equipo se avoca a ayudarlos. En una de las charlas finales de este otoño Emmanuel quería demostrar que a la SWF viene gente de todo el mundo, incluso de lugares recónditos. 

—¿Alguno de ustedes sabe dónde queda Argentina?

Cuatro de 18 levantaron la mano. Max fue uno de ellos. Tiene 21 años, la sonrisa tímida. Dicen que se parece a Eddie Murphy de joven. “Está al oeste de Brasil”, arriesga. Y como me ve tomando mate me da charla: “Ví una foto de Messi con esa cosa”.  Por Messi un día googleó “Argentina”.

Le toca dar su presentación de Power Point. Emmanuel le pide a Max que no lea la diapositiva cuando habla, lo felicita cuando le hace caso, le pide más ritmo cuando titubea. Max está practicando oratoria con el slide show que armó durante la mañana ayudado por Sam y David. 

— Empieza por aquello que te moleste más —lo había motivado David para que Max largara el primer slide.

— Estoy cansado de que comparen Chicago con África. 

Max en la cabecera, progresando en su presentación
Max en la cabecera, progresando en su presentación de la Sweet Water Foundation

Max tiene solo dos alertas activadas en el celular: una le avisa las novedades del Real Madrid y la otra las del Arsenal. Nada del Chicago Fire al que una vez fue a ver y volvió decepcionado. No alcanza la plata para cargarle plan de datos al celular y tampoco tiene WiFi en la casa, así que sabe aprovechar el tiempo en la SWF para hacer descargas. 

— Casi nunca puedo verlos en vivo, pero Cristiano Ronaldo juega mejor las finales que Messi. A mí me sale mejor imitar a Ronaldo.

En un contexto donde casi todos los que participan de la SWF o alguien de su entorno ha quedado en medio de un tiroteo callejero, Max entrena disparos con la pelota. Se descargó una app, DribbleUp Smart Soccer Ball, que sin tener que estar conectado a Internet le mide la velocidad de los tiros y le sugiere dónde pegarles a los balones para que salgan para determinado lado con determinada fuerza. También se baja videos de partidos de Messi y Ronaldo, y estudia en detalle cómo lo hacen sus ídolos.

— Messi es impredecible. La pelota hace combas y él impacta siempre en sitios diferentes. Ronaldo es más fácil de imitar porque le pega recto —explica Max.

Si fuera por él, estaría todo el día hablando de Messi y Ronaldo, pero debe irse antes de que se haga de noche. Se pone arriba del buzo de StarWars otro buzo pero de Batman y una campera. Va a esperar el bus con unos otoñales -5°C que al rato derrapan en -10°C. El piso está helado, ayer nevó y Max solo calza unas zapatillas de lona. Tiene una hora de viaje. Se preparará unos huevos revueltos, su madre volverá tarde de trabajar. 

Uno de los talleres que armó Emmanuel en los terrenos vacantes

Hace 3 años no pudo entrar a la universidad. No explica si no aprobó un examen, si ni lo dio, si fue porque no le alcanzó el dinero o el promedio de calificaciones del secundario. Solo dice, como un futbolista a la prensa tras perder un partido, que “se hizo lo que había que hacer pero lamentablemente no se pudo”. 

Los que trabajan en la SWF me explican un poco más. Sería algo así: a Max le movieron el arco, si fuera Messi, la comba podría compensar; pero Max no es Messi. Emmanuel es importante para él porque es de los pocos que le dicen que el problema no es suyo, que no debería ser necesario pegarle como Messi para progresar.

La pizarra en la que Emmanuel piensa el flujo de trabajo con su equipo.

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Chicago acumuló más de 400 homicidios en 2019 y si bien la tendencia está bajando, en los últimos 15 años hubo más muertos por la violencia en la ciudad que  caídos en las guerras de Afganistán e Iraq juntas. Así y todo hay 63 ciudades todavía más violentas en Estados Unidos. Desde los grandes medios y los sectores conservadores del país se suele encuadrar y reducir el problema de Chicago a un “problema de pandillas”.

En 2018 la policía de Chicago armó un catálogo de pandilleros, pero la mayoría de los escrachados no tiene sentencia firme o ni siquiera una causa judicial en marcha. Casi todos son afroamericanos y estar en ese libro, al margen de si realmente estaban en una pandilla o no, les complica conseguir un trabajo, reinsertarse.  

La primera producción original en la historia de Amazon Prime fue en 2016 una película de Spike Lee. Era sobre Chicago: Chiraq, mezcla de Chicago e Iraq. La trama propone una solución al problema del South Side: que las mujeres hagan una huelga de sexo bajo un movimiento llamado “No peace, no pussy” (Si no hay paz, no hay coño) para que sus hombres hagan las paces entre sí. La película no es muy buena pero con algo -opina la periodista argentina Lucila Rolón cuando me la encuentro en Chicago- da en la tecla: la culpa de la violencia en Chicago es de los hombres.  

6

Es 30 de octubre de 2019. Promedia el otoño y ya hace mucho frío. No es un día más: Donald Trump visita por primera vez la “second city” desde que asumió la presidencia. Además de los docentes, que enfocan su queja en lo local más que en lo nacional, hay, separados, unos mil manifestantes más. La mayoría son jubilados y jubiladas de piel blanca. Es un lunes por la mañana, laboral, en la ciudad de Estados Unidos con la brecha más amplia entre los ingresos de los hogares de una familia blanca y los del resto de la población.  

Entre los docentes está Mary, tiene 33 años y trabaja desde hace siete en una escuela cerca de Englewood. Lleva una cartulina en la que escribió: “El 80% de las escuelas que cerraron están en el sur”. Los docentes de las escuelas públicas se quejan hace años y hacen huelga hace 8 días. Mary está indignada: “Las escuelas se financian con impuestos de cada barrio, si el barrio paga pocos impuestos y los números no cuadran, las escuelas son consideradas no rentables y cierran”. Ha habido años como 2013 en los que cerraron 30 escuelas de un golpe.

La última vez que Trump visitó Chicago fue en la campaña presidencial de 2016: se tuvo que ir sin dar su discurso por el revuelo que se había armado entre quienes lo repudiaban y los militantes que lo defendían. Ahora solo unas diez personas van a gritar a favor. “Chicago es vergonzosa”, dice el presidente en la convención nacional de policías que lo hizo regresar a Chicago. El jefe de policía local, Eddie Johnson, se fue antes de que el presidente llegara.

Después Trump se traslada al downtown para descansar en su Trump tower. Entra y sale de su edificio sin que los manifestantes se den cuenta. La torre está frente a la emblemática torre del diario Chicago Tribune, que hace poco mudó sus operaciones a las afueras de la ciudad y transformó las salas de redacción de su antigua sede en apartaestudios que alquila por unos miles de dólares para compensar la caída en las ventas de diarios. 

Como todas las “Trump towers” que hay en el mundo, esta es un hotel inmenso del que cuelga una marquesina gigante con el apellido del presidente. Está sobre el río Chicago. El tour más famoso que se hace por ese río verde intenso es el que por 40 dólares recorre la ciudad en 3 horas. Los guías son estudiantes de Arquitectura haciendo pasantías. Cuentan cómo después del gran incendio de 1871 la ciudad se fue para arriba, hacia el cielo primero gracias al arquitecto Daniel Burnham, y hacia el norte después.

Los guías del tour también recomiendan con muy buen criterio comer la pizza deep-dish en Lou Malnati’s y el crocante pollo frito de Harold’s, un restaurante de dueños afroamericanos nacido en 1950, cuando tenían prohibido abrir en el norte y los afroamericanos no eran admitidos en bares de blancos.

Donald Trump tiene a Chicago atragantada porque la ciudad lo declaró persona no grata en 2017 y por ser “ciudad santuario” desde 1996, y por tanto no se acopla a las redadas contra inmigrantes latinos. Además, el millonario presidente dice que la policía no hace bastante contra las pandillas. En un tramo de su discurso gesticuló e hizo onomatopeya de disparos, a lo Jair Bolsonaro, homenajeando a los polícias de la masacre de Dayton: “Boom, boom”. 

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Eddie Johnson se fue, la alcalde lo acusó de fallas éticas graves y lo echó, pero antes le respondió al presidente: “Es verdad que tenemos desafíos en el sur y en el oeste, pero tenemos más de 70 distritos más seguros que Manhattan”.  

Todos los lugares seguros de los que hablaba el ex jefe de policía están del centro hacia el norte de la ciudad, como Glencoe, uno de los diez distritos suburbanos más caros de Estados Unidos. Donde el ingreso familiar es de unos $171 mil dólares al año: siete veces más que en el sur. 

Cuando el canal de televisión que más miran los hispanos en Estados Unidos, Telemundo, fue a conocer el secreto de la felicidad en Glencoe, una agente inmobiliaria del barrio les respondió: “Es una comunidad tranquila alejada del ajetreo de la ciudad, con abundantes parques, buenas escuelas, varias clínicas y cerca de las playas del Lago Michigan”. Todo lo que falta en el sur.

7

Caen las primeras nevadas de 2019 en la décima mejor universidad del mundo, a donde los ministros de economía de Pinochet, Bolsonaro y Videla vinieron a estudiar neoliberalismo con Milton Friedman: la Universidad de Chicago, la frontera entre el sur y el norte. El campus es un pequeño barrio de unos 2 kilómetros de largo por 400 de ancho con un amplio boulevard central: el Midway. Cada 300 metros en las calles laterales del boulevard hay guardias de seguridad privada armados. Cada 100 metros hay un teléfono con una sirena arriba, para llamar “en caso de emergencia”. En las puertas de entrada de las facultades un cartel advierte: “Prohibido ingresar con armas de fuego”.

El edificio principal de la Universidad de Chicago

Evan Carver, quien enseña sobre urbanismo y participación ciudadana en esta universidad llegó recientemente de Berlín, después de haber vivido e investigado allí. Opina que “la división entre la Berlín occidental y la oriental implicaba un desafío relativamente más sencillo de resolver que el que enfrenta Chicago, porque el problema no era racial”. Para Carver, a pesar de que en Berlín subsisten problemas de integración, el enfoque general es el adecuado y podría servir en Chicago: “un Estado más activo, con mayor inversión en generar espacios que asignen recursos para compensar la desigualdad y que integren a las partes divididas”. 

Carver participa de un panel de debate sobre el sur postergado junto a Emmanuel Pratt. Cuando a Pratt le toca hablar provoca a los asistentes, casi todos estudiantes blancos de menos de 22 años: “¿Cuántos de ustedes han ido al sur alguna vez?”. Nadie levantó la mano. “¡Pero es que el sur comienza aquí a 200 metros!”, se quejó.

En la crisis actual del coronavirus la Universidad de Chicago se hizo cargo de pagar alimentos y su distribución para las familias que los necesiten en el sur. Además, el hospital de la universidad es uno de los que cuentan con más y mejores recursos. Ahí empieza la ciudad blanca. Al sur de la Universidad de Chicago solo está el South Side Hospital que ya colapsó, hace unos meses el MetroSouth Medical Center cerró sus puertas por no ser rentable. 

En algunas cuestiones de salud pública, como en el derecho a la interrupción legal del embarazo, Chicago es de avanzada. Pero “las condiciones de la comunidad afroamericana, los agujeros en su red de seguridad, la diferencia de oportunidad, y el racismo institucional que ha conducido a estas inequidades durante años se están reflejando en los números del coronavirus” dice la responsable de la Salud pública en la ciudad, Allison Awardy. 

Entre Streeterville, en el centro, y Englewood, en el sur, hay 30 años de diferencia en la expectativa de vida.

8

Es una ONG que parece un medio y un medio que parece una ONG: City Bureau organiza Public Newsrooms (salas de redacción públicas). “No sabemos bien qué sale de ahí pero algo sale. Son espacios de catarsis, aprendizaje, para hacer conexiones, para que la gente se conozca en el vecindario”, dice Ellie, que ayuda a Andrea, una de las fundadores, a organizarlos. 

Una vez por semana llevan un invitado a un café o a una biblioteca de un barrio latino o afroamericano y hablan de coberturas posibles, de los problemas de la zona, hacen actividades en grupo, comen algo. “Es que hay una grieta entre el periodismo y las comunidades”, dice Ellie, que tiene 25 años y nació en Lima, pero sus padres se mudaron a las afueras de Washington DC cuando ella tenía 10.

¿Entonces llenás el casillero de “hispana” en los formularios?

– Lo pienso bastante y no sé qué soy. Soy blanca, mi padre es mestizo y mi madre blanca de Pennsylvania. Hay un sistema racial raro. Como sabes, aquí los hijos de latinos simplemente por ser latinos, son no blancos. No quiero ignorar los inmensos privilegios que vienen con tener herencia blanca o parecer blanco en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, cuando comparo mi experiencia con, por ejemplo, la de mi pareja: un chico rubio de Michigan con los ojos azules y un apellido anglosajón, hay un mundo de distancia. Dudo cuando veo ese casillero de “hispana”, porque esencialmente me está preguntando por “si” o “no”.

Vino a estudiar Geografía en la Universidad de Chicago y se quedó a vivir. Piensa que llegó a una ciudad “interesante y densa”. Le gustan los mapas porque están hechos de sociología, historia, política y porque están diseñados. Y ella ama diseñar. En el periodismo encontró un espacio para dibujar nuevas cartografías: “Un mapa es una manera de conocer un lugar”. 

La sede de City Bureau está 100 metros al sur de la Universidad de Chicago. Sus fundadores: Bettina, Darryl, Andrea y Harry tienen menos de 35 años y creen que el periodismo “solo tiene sentido si tiene un impacto concreto y local”. Están buscando un lugar para mudarse pero mientras comparten con un estudio de jóvenes abogados una oficina en un galpón en el que también hay una bicicletería, un periódico progresista, un instituto de investigaciones periodísticas y un pequeño bar. 

Harry no es hispano como Ellie pero tiene un muy buen nivel de español y entiende algo de quechua porque vivió un tiempo en Bolivia cuando estudiaba Antropología. Desde ahí saltó al Periodismo: “Puede ser un espacio de reparación, puede sanar, en general a toda la sociedad, y a las víctimas en particular”. 

Su reflejo etnográfico para hacer periodismo consiste en buscar qué deseo y qué memorias operan, por ejemplo, en los barrios donde los jóvenes se hacen gangsters: “Antes las pandillas eran muy fuertes, organizadas como los carteles de drogas; pero ahora no es así, hay algunas fuertes, pero sobre todo son banditas pequeñitas en las esquinas, cuadrillas que disputan mujeres, orgullo, territorio o identidad. No es una disputa por un gran negocio de narcotráfico. Y en los miembros de esas pandillas opera una memoria de presión social.” 

Harry se refiere además a que la manera en la que el Estado y los medios de comunicación narran a determinados grupos puede ser asumida por estos a pesar de ser estigmatizante. Para la psicoanalista oriunda de Chicago Nicole Tefera, “la cobertura mediática genera traumas”. Su colega argentino Julián Ferreyra opina que “aún a sabiendas del carácter negativo de diversas etiquetas, motes o prejuicios, si ese es el único modo que a alguien se le ofrece para constituirse como un miembro de la sociedad, aunque paradójico es posible que lo asuman, una profecía autocumplida, un crimen perfecto que Freud denominaba neurosis de destino y que no sería posible sin las complejas maquinarias comunicacionales que lo posibilitan”. 

Reunión del equipo de City Bureau

– Harry, decís que el periodismo puede sanar y de hecho en algún momento hubo una justicia reparadora en la ciudad. Pero eso sucede en sitios donde hay o hubo guerras, ¿qué guerra hubo en Chicago?

– Para mí hay una guerra, lenta, indirecta pero muy real, del Estado contra los jóvenes negros del sur de Chicago. No solo la policía, la distribución de recursos: comida, medicina, educación y vivienda, es un muestra de eso. De esa guerra hay muchas batallas.

La policía de Chicago usa la fuerza 14 veces más contra jóvenes negros que contra blancos y solo el 7% de las 247,150 denuncias de violencia institucional en las últimas 3 décadas contra policías han terminado en un castigo contra los agentes denunciados. A partir de producir historias con datos como estos compilados en el proyecto CPDP.co, y de capacitar periodistas en ese sentido, es que nació City Bureau en 2015. Hoy, dicen, están más enfocados en ser un “laboratorio que propicie nuevos medios y otras nuevas intervenciones, que en intervenir directamente”. 

– ¿La de la comunicación es entonces una de esas batallas?

– Claro, porque “Si sangra, es título”. Solo se consultan fuentes policiales, no se siguen las historias y no importa nada: a una madre le asesinan al hijo y encima tiene que leer en el diario al día siguiente que el chico era un supuesto delincuente.

Para Bettina “los periodistas quieren salvar el periodismo, pero eso no es necesario”. City Bureau es vanguardia entre los medios sin fines de lucro de Estados Unidos porque no invirtieron la pirámide, hicieron una nueva: “El objetivo es simplemente que la gente adquiera herramientas para cambiar su comunidad”. 

Darryl quiere “que todo el mundo sea periodista”. Por eso en otro de sus programas, Documenters, capacitan a ciudadanos para que vayan a cubrir reuniones de oficinas públicas y elaboren un reporte. Bettina sitúa Documenters sobre la idea de que ya no se trata de usar a la comunidad para hacer periodismo, sino de usar el periodismo para hacer comunidad: “Y si haces periodismo, como tú en este momento, pregúntate qué se puede aprender de lo que estás contando”.

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Darryl Holiday, otro de los fundadores de City Bureau, entrevistó a la alcaldesa de Chicago, Lori Lightfoot, en el Chicago Poverty Summit. Lightfoot hizo historia en 2019 por ser la primera alcaldesa afroamericana, mujer y gay en la historia de Estados Unidos. Le dijo a Darryl que tiene un plan para erradicar la pobreza. Él le preguntó cuál y le recordó que una de cada diez personas viven en extrema pobreza en la ciudad, que el 76% de los estudiantes dependen de la comida que les dan en la escuela y que hay 16 mil estudiantes sin hogar. La alcaldesa se comprometió a  impulsar un plan de viviendas. 

Al arquitecto Emmanuel Pratt no le gustan los master plans: “Cada vez que no quieren hacer algo, proponen hacer todo”. Y dice que la clave es cambiar la conversación: “Hay que transformar los espacios vacíos en espacios, hace falta una actitud radical para volver a generar comunidad”. Él y Jía, su compañera, creen que la crisis del coronavirus es la oportunidad perfecta para volver a la economía esencial. En la pizarra de la planta baja de una de las casas recicladas escribieron en grande la definición de diccionario de la palabra “radical” y una frase: “Hay que pasar de la emergencia a la convergencia”. 

Otra posible respuesta a la alcaldesa se puede encontrar en un libro que se consigue en la librería del Art Institute de Chicago, entre catálogos de Andy Warhol y Edward Hopper: The End of Chiraq. Es una antología de ensayos y poemas con la firma de jóvenes afroamericanos del South Side. Uno de los textos, firmado por un tal Aneko Jackson, se titula “Flores de concreto”. Dice: “el árbol que debería protegernos solo nos tapa el sol”, pero también que la fortaleza de su comunidad radica en “transformar la basura en arte”, en “nuestra capacidad de hacer crecer flores en el concreto”. 

*Este reportaje fue posible gracias al Digital Path to Entrepreneurship and Innovation for Latin America de ICFJ (International Center for Journalists).  
Gracias a Vanessa Rodriguez y Cassandra Balfour de ICFJ, todos los miembros del equipo de City Bureau y de la Sweet Water Foundation, Agustín Chiarella, Mago Torres y David Eads. 

 

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