Los Países Bajos conservan el control del mercado mundial de flores. Kenia, Colombia y Ecuador se han convertido en el vivero del norte a costa de condiciones de desigualdad: derechos laborales frágiles y marcos legales y ambientales más que permisivos mantienen el negocio europeo.
Cada día, a las seis de la mañana, Royal FloraHolland despierta como una estación de tránsito donde la costumbre ha convertido lo extraordinario en rutina. Sin apenas tocar tierra, millones de flores llegadas de todos los continentes entran al circuito de los intermediarios, que deciden su precio y su destino sin necesidad de tocarlas. Son flores de paso, sin patria, que en cuestión de horas dejan de ser mercancía para convertirse en ornamento, despedida o celebración. En Aalsmeer, a pocos kilómetros de Ámsterdam, las 77,5 hectáreas del complejo albergan el mayor mercado de flores cortadas del planeta, un centro logístico y comercial tan inmenso como efímero.
La subasta, con miles de compradores virtuales, marca el ritmo de la jornada y, en oleadas sincronizadas, pone en marcha los carritos eléctricos que atraviesan interminables pasillos cargados de flores llegadas de todos los continentes. El mosaico de colores se disuelve en menos de cuatro horas gracias a la meticulosidad mecánica de 3.500 trabajadores que se coordinan sin apenas comunicarse. El corazón logístico del comercio mundial de flores late cada día en un recinto hermético, iluminado por luces de neón y con escasos tragaluces. Las condiciones se regulan al milímetro para conservar intacta la mercancía frágil que, por aire y por carretera, se esparce en cuestión de horas hasta los mercados de Europa.

La industria de las flores sigue siendo uno de los motores económicos de los Países Bajos y, al mismo tiempo, un rasgo distintivo de su identidad, incluso frente a la imparable deslocalización de su producción hacia otros países. Cada día, centenares de visitantes recorren las pasarelas elevadas de Royal FloraHolland para contemplar desde arriba la coreografía de su gigantesca maquinaria logística. El recorrido guiado incluye visita a la antigua sala de subastas —hoy reducida a espacio decorativo y reemplazada por sistemas virtuales—, la posibilidad de simular una carrera en carretilla o de vivir una puja en un atril analógico gastado por el tiempo.
Pero entre las más de 23.000 especies de plantas y flores que cada año circulan por Royal FloraHolland, hay una que sigue reinando sobre todas. De los 10.300 millones de tallos comercializados el último año, 2.900 millones fueron rosas, aunque su producción local es ya minoritaria. En el año 2000, los Países Bajos cultivaban en invernadero más de 930 hectáreas de rosas, repartidas entre 765 productores. Veinticinco años después, la superficie ha caído más de un 80% y han desaparecido más del 90% de los productores. La producción nacional aún no es residual, pero avanza en esa dirección. Esa deslocalización progresiva ha transformado el papel de los Países Bajos: de ser un país cultivador han pasado a convertirse, sobre todo, en un centro logístico y comercial que redistribuye hacia Europa las rosas llegadas, principalmente, de Kenia y Etiopía.

“Si seguimos haciendo exactamente lo mismo que ahora durante los próximos cinco años, yo ya no estaré aquí. Me gusta innovar, buscar cómo podemos hacerlo mejor. Pero con una condición: que el mercado sea justo”. Daniel van den Nouweland dirige desde Waddinxveen, a pocos minutos de Aalsmeer, la empresa Marjoland, el mayor vivero de rosas de Europa. Sus interminables 20 hectáreas de invernaderos funcionan como un laboratorio de innovación: máquinas equipadas con inteligencia artificial y cámaras de seguimiento clasifican hasta 10.000 rosas por hora, mientras un sistema climático de precisión coordina humedad y temperatura. La mayoría de los 250 empleados ya no trabaja entre las plantas, sino frente a pantallas, controlando a distancia el proceso. Desde dentro resulta imposible abarcar la magnitud del invernadero, donde un hilo musical comercial acompaña el ritmo pausado de la producción. Junto a la entrada se alinean diez jarrones con las variedades que cultiva la empresa. Destaca la más popular, Red Naomi, junto a otra de un naranja intenso bautizada con el nombre de su hija, Novi. “Ella la quería rosa”, bromea el director.
La trayectoria de Marjoland está marcada por la familia Van den Nouweland. “Está en mi ADN. Mi padre empezó en 1978 con un invernadero de una hectárea, primero con pepinos y luego con rosas”, recuerda Daniel. Mientras la mayoría de productores neerlandeses trasladaban su actividad a Kenia o Etiopía, la familia fue ampliando paso a paso hasta reunir en 2008 una parcela continua de 20 hectáreas, las mismas que hoy sostienen la producción. “Entre 1997 y 2005 doblamos la superficie cada pocos años, pero después de la crisis la energía y la mano de obra subió de precio. Ahora tenemos buenos beneficios y lo que queremos es mantener lo que tenemos”.
Van den Nouweland también llegó a plantearse trasladar la empresa a África y recorrió plantaciones en Kenia para observar de cerca cómo trabajan quienes habían dado ese paso. La experiencia le sirvió para reafirmar sus dudas. “Aquí pagamos impuestos muy altos por la energía, mientras que el queroseno de los aviones que traen las flores desde África no está gravado”, denuncia. A esa desigualdad fiscal se suman las diferencias laborales: “Para nosotros lo esencial es apostar por la calidad, porque el kilo más barato de rosas siempre se produce en África. No puedo competir en costes, solo en calidad”. Pero la decisión de permanecer en los Países Bajos es firme. La familia valoró la calidad de vida en el país europeo, pero también pesó otra convicción personal. “Allí la gestión del personal es muy dura y no es mi estilo tratar con mano dura a los empleados. Prefiero un modelo más flexible: rodearme de la gente adecuada y apoyarla. Eso puedo hacerlo aquí, pero no en Kenia”.
De los invernaderos de Naivasha a las subastas de Ámsterdam
A lo largo de la ribera del lago Naivasha, las empresas floricultoras han tejido con los años un manto inabarcable de polietileno que envuelve la orilla como un mar artificial. El agua dulce, la altitud del Valle del Rift y el sol ecuatorial dibujan un microclima perfecto donde las rosas florecen los doce meses del año. A 90 kilómetros al noroeste de Nairobi, esta región custodiada por seguridad privada sostiene un negocio de más de 4.500 hectáreas que ha convertido a Kenia en el gran vivero de flores de Europa. Solo en 2024, el país exportó 102.478 toneladas de flores cortadas, un 60% de las cuales eran rosas, por un valor de 72.090 millones de KSh (unos 470 millones de euros).
Neema trabaja en Kongoni River Farm, uno de los invernaderos del lago Naivasha con más de 700 empleados. Nació en Kakamega, un municipio del oeste de Kenia, pero lleva ya más de quince años en distintas empresas floricultoras. “Vine a Naivasha a visitar a mi prima y me quedé embarazada. Me casé y fui ama de casa, pero después necesité un trabajo. Así fue como terminé en las empresas de flores”. Pese a su experiencia en el sector, Neema, que no quiere utilizar su nombre real por miedo a perder su trabajo, desconoce por completo el destino de las rosas que corta por 7.200 KSh al mes. Unos 58 dólares.
Kongoni River Farm, empresa integrada en el VP Group, es uno de los gigantes florícolas de Kenia. El conglomerado no solo cultiva flores y hortalizas, sino que también cuenta con su propia división logística. Posteriormente, en 1998, la empresa fue registrada en Kenia, desde donde coordina cada semana la exportación de unas 550 toneladas de flores y verduras.
Según explica Neema, el uso de pesticidas sin protección marcó a toda una generación de trabajadores florícolas. “Hay muchas personas que resultaron afectadas. No se puede trabajar tanto tiempo como yo sin que te afecte. Muchas personas desarrollaron problemas de columna y respiratorios”, recuerda. Cada finca cuenta con una clínica y un médico semanal, pero esa atención responde más a los intereses de la empresa que a los de los trabajadores. “El doctor está obligado a ponerse del lado de la empresa. No reconocerá tus dolencias o síntomas porque quiere proteger su contrato con el vivero”.
"La narrativa de la ‘ayuda’ europea puede verse como una fachada: permite que la mayor parte del valor se capture en Europa —en las subastas, la logística y la venta minorista—, mientras países como Kenia terminan absorbiendo los costes".
Chenai Mukumba, Directora ejecutiva de Tax Justice Network Africa
En el pasado, muchos abandonaban el trabajo por problemas médicos. “Lo veía todo el tiempo. La gente renunciaba simplemente por razones de salud. Pero las leyes han cambiado y ahora tenemos muchos menos casos”. Hoy las condiciones, al menos en lo formal, han mejorado: “Ahora nos dan equipos de protección que antes no nos proporcionaban. Además, los importadores visitan aleatoriamente los viveros para evaluar las condiciones, así que normalmente intentan cumplir”.
Esclavitud moderna. Así define Booker Omole, activista político y Secretario del partido comunista keniano CPM-K las condiciones en las fincas floricultoras holandesas de Naivasha: “Los trabajadores enfrentan una precarización extrema. No tienen contratos fijos a largo plazo y ni siquiera pueden reclamar lo mismo que un empleado neerlandés, como un salario digno. En estas empresas, el salario mínimo se suspende casi en silencio. Las leyes laborales han sido discretamente suprimidas”, denuncia.
Desde la perspectiva de la Tax Justice Network Africa (TJNA), la creciente dependencia de países como Kenia para abastecer el mercado europeo de flores suele presentarse bajo el discurso de la “ayuda al desarrollo” y de la inversión extranjera beneficiosa. Sin embargo, advierte su directora ejecutiva, Chenai Mukumba, este relato puede funcionar como una coartada que legitima la extracción de valor y la externalización de costes hacia las naciones productoras. “La narrativa de la ‘ayuda’ europea puede verse como una fachada: permite que la mayor parte del valor se capture en Europa —en las subastas, la logística y la venta minorista—, mientras países como Kenia terminan absorbiendo los costes”, señala Mukumba.
El indicador más claro para cuestionar esa narrativa, añade, es examinar si la “ayuda” realmente contribuye a reducir la pobreza y la desigualdad en lugares como Kenia. “La asistencia que funciona debería fortalecer la resiliencia y la capacidad de los países receptores para diseñar e implementar estrategias de desarrollo propias, no perpetuar la dependencia”, subraya.
Mukumba enfatiza además que Kenia, Uganda, Tanzania y Ruanda pierden conjuntamente hasta 2.800 millones de dólares al año por las exenciones e incentivos fiscales, según un estudio de TJNA y ActionAid International. “Estas políticas reducen los ingresos públicos disponibles para salud, educación o protección social, de modo que son los ciudadanos más pobres quienes terminan cargando con el costo”, explica.
Aun así, su existencia alimenta una peligrosa competencia entre países: cada uno ofrece más ventajas fiscales para no quedarse atrás, erosionando su propia base impositiva y debilitando la financiación de servicios esenciales. Mukumba lo define como una “carrera hacia el abismo” que sacrifica el futuro de las comunidades locales a cambio de atraer inversiones a corto plazo.
En Kenia operan alrededor de 220 empresas floricultoras, pero solo 37 cuentan con certificación de comercio justo de Fairtrade Africa. “Ningún esquema de certificación, incluido Fairtrade, puede garantizar que no existan problemas en sus fincas”.
Monique Peters-Jong, asesora senior del sector de flores en Fairtrade International
Neema insiste en que solo puede hablar de las empresas en las que ha trabajado, pero, pese a las condiciones que denuncia, Kongoni River Farm, su empleador actual, es una de las 37 floricultoras del país con certificación de comercio justo de Fairtrade Africa. En Kenia operan alrededor de 220 empresas floricultoras. “Ningún esquema de certificación, incluido Fairtrade, puede garantizar que no existan problemas en sus fincas”. Monique Peters-Jong es Asesora Senior sobre el sector de las flores en Fairtrade International. “Siempre hemos sido conscientes y nos hemos manifestado abiertamente sobre los riesgos en las cadenas de suministro globales. El sector de las flores, en particular, plantea varios riesgos, y nuestros rigurosos estándares, junto con la capacitación, asesoría y apoyo programático en terreno ayudan a abordarlos”, expresa.
FLOCERT, el organismo certificador de Fairtrade, audita periódicamente a las fincas y puede realizar visitas sorpresa para comprobar su funcionamiento en un “día típico”. Cuando detecta incumplimientos, exige la aplicación de medidas correctivas y verifica su cumplimiento. Si los problemas persisten, las sanciones pueden ir desde la suspensión temporal hasta la pérdida definitiva de la certificación.
Desde la Tax Justice Network Africa, Chenai Mukumba considera que la certificación de comercio justo en la cadena de valor de las rosas plantea tanto ventajas como limitaciones. “Aunque puede promover una remuneración más justa, mejores condiciones laborales y una agricultura más sostenible, no necesariamente elimina las asimetrías en el comercio global”, advierte. Según la directora, estas certificaciones influyen en el comportamiento empresarial y económico al promover precios justos y pagar salarios dignos, pero teme que la certificación acabe siendo “un lavado de imagen respecto a la captura de valor y las pérdidas fiscales, especialmente si los beneficios recaen principalmente en multinacionales o grandes exportadores”.
“Estamos ante un momento clave para reformar las reglas del juego fiscal internacional. Durante años, estas normas han sido dictadas por la OCDE, con escasa participación de África. Un acuerdo global bajo el paraguas de la ONU podría inaugurar una arquitectura más justa, inclusiva y efectiva”.
Chenai Mukumba, Directora ejecutiva de Tax Justice Network Africa
En cuanto al traslado de empresas florícolas, Peters-Jong recuerda: “La reubicación de empresas florícolas en otros países comenzó en los años ochenta. En ese momento los costos aumentaban en el Norte y los empresarios buscaban nuevas áreas para cultivar flores. Algunas terminaron en África, en particular en Kenia, y otras se trasladaron al sur de Europa”. La asesora explica que “encontrar una buena ubicación para llevar a cabo sus operaciones es lo que hacen todas las empresas”. Asegura que muchas compañías ven en Kenia una oportunidad doble: crecer en mercados internacionales y, al mismo tiempo, sostener las economías locales con ingresos y empleos que mejoran el acceso a salud y educación. Pese a ello, Peters-Jong advierte que “existen riesgos al operar en países extranjeros”. De ahí que subraye que “lo más importante es que se cumplan nuestros rigurosos estándares, que incorporan criterios sociales, económicos y ambientales con el objetivo de nivelar las condiciones en el comercio global”.
Para Omole, en cambio, el diagnóstico es tajante: “El lema de las multinacionales es el lucro, no las personas. Si no logran un aumento sostenido de las ganancias en el núcleo imperial, dejan de ser patriotas incluso con sus propios países y recorren el planeta en busca de oportunidades. Eso fue lo que encontró el sector floricultor transnacional holandés: la posibilidad de reubicar sus operaciones, principalmente en Kenia”.
“Estamos ante un momento clave para reformar las reglas del juego fiscal internacional”, afirma Mukumba, en referencia a la reciente propuesta de una Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cooperación Fiscal Internacional. “Durante años, estas normas han sido dictadas por la OCDE, con escasa participación de África. Eso ha facilitado la pérdida de ingresos, la evasión fiscal y ha debilitado nuestra soberanía”, advierte. En su opinión, un acuerdo global bajo el paraguas de la ONU, con protocolos para gravar servicios digitales y resolver disputas tributarias, “podría inaugurar una arquitectura más justa, inclusiva y efectiva”. Solo así, sostiene, se podrá frenar la “hemorragia” de recursos y equilibrar las condiciones del comercio global de flores.
El último productor de rosas catalán

A Joan no deja de sonarle el móvil. Se acerca Sant Jordi, fiesta nacional de Cataluña, y los medios no quieren dejar escapar la historia del último productor de rosas catalán. El agricultor es un hombre pragmático, sin vocación de abanderado, manos ásperas y frases cortas. Prefiere hablar de los injertos llegados de los Países Bajos, de la humedad que no falta a primera línea del mar Mediterráneo o de la luz que entra en su invernadero de 2.000 metros cuadrados, antes que prestarse a la retórica de la resistencia.
Sabe que las 20.000 rosas que podrá recoger para la fiesta del 23 de abril representan una muestra marginal de los siete millones de tallos que se venderán ese día. Por eso, y por la resignación que le produce el abandono institucional hacia el sector florícola catalán, ni siquiera quiere destacar su identidad. “Nos utilizan para hablar sobre la rosa de aquí, pero nosotros no lo queremos. Es hipócrita vender Sant Jordi como un símbolo catalán y abandonar a los productores. El símbolo debería ser la rosa de aquí, pero si no la hay, mejor no decir nada. Son rosas, y punto”. Sus flores se mezclan sin etiqueta con las millones que llegan desde Ámsterdam, pero sobre todo de Ecuador y Colombia.

Cataluña pasó de producir el 80% de las rosas de Sant Jordi a depender casi por completo de las importaciones desde Ecuador y Colombia.
Joan Pons es uno de los tres hermanos al frente de Flors Pons, el vivero familiar que sobrevive en Santa Susanna, a un paso de la Costa Brava. Hace años le ofrecieron trasladarse a Kenia para dirigir allí un invernadero de rosas. Él prefirió quedarse en el Maresme, en el terreno que su abuelo había empezado a cultivar setenta años atrás con claveles y hortalizas. Primero llegaron los gladiolos, las gerberas, los lirios, y más tarde las rosas, que acabarían convirtiéndose en el corazón simbólico de la empresa.
“Antes éramos muchos”, recuerda Joan mientras camina entre las hileras de su invernadero. Hace cuarenta años, en la comarca de Santa Susanna, Maresme, había cerca de cuarenta hectáreas de rosas. “Ahora quedamos nosotros, con apenas dos mil metros cuadrados”. Su voz mezcla orgullo y resignación. Sabe que en los años setenta y ochenta Cataluña llegó a cubrir hasta el 80% de la demanda de Sant Jordi. Este año solo recogieron unas veinte mil rosas. “El coste es muy alto y el florista se ha acostumbrado a comprar la rosa de Ecuador o de Colombia, que siempre sale igual, como en una eterna primavera. La de aquí solo la quieren para Sant Jordi”.
Joan conoce el negocio como pocos, no solo porque lo haya aprendido con los años, sino porque lo vive con una dedicación íntima. Describe sus flores con la misma delicadeza con que las toca. A tres semanas de la fiesta, los sépalos apenas empiezan a abrirse y él los ayuda con los dedos, como si acompañara su crecimiento. Pese a esta dedicación, habla con cierta admiración de los procesos automatizados de las producciones de flores neerlandesas. En Santa Susanna, en cambio, el trabajo sigue siendo manual: los tres hermanos se ocupan de cada tarea, desde la recolección hasta el reemplazo de los plásticos de polietileno, con el apoyo de tres trabajadores procedentes de Gambia y Senegal.
El Maresme fue durante décadas un enclave fundamental de la horticultura de la región. En sus campos se cultivaban flores, frutas y hortalizas que convirtieron la comarca en un referente agrícola en Cataluña. Esa tradición, sin embargo, se ha ido desdibujando a medida que el crecimiento urbano y turístico ha arrasado con el territorio, relegando las explotaciones agrícolas a espacios cada vez más marginales.
El microclima de la costa mediterránea todavía favorece el cultivo: más calor que en el interior, menos heladas, menos viento y un agua de baja salinidad que evita tratamientos de osmosis. “Es muy buen terreno. Por eso aún aguantamos”, señala Joan. Pero las condiciones naturales ya no bastan. La falta de apoyo institucional y la presión urbanística han ido arrinconando la agricultura hasta volverla residual. El paisaje que de niño eran campos de flores se ha convertido en bloques de apartamentos y hoteles turísticos. “Aquí en Santa Susanna ya hace años que se expropió terreno agrícola para ampliar zonas turísticas. Al final nos ven como cuatro cultivadores que molestamos. El PIB viene del turismo y el campesinado es miseria. El día que tengamos que importarlo todo nos daremos cuenta del error”.
La familia Pons continúa más por obstinación y por estima a la tierra que por rentabilidad. “No nos enriquecemos. Nos mantenemos. Somos diez personas trabajando y de esto vivimos todos. En cambio, un hotel puede tener trescientos trabajadores, pero los beneficios se los reparten tres”, compara Joan. Santa Susanna es un municipio de apenas 3.000 habitantes que entre mayo y octubre de 2024 recibió 180.000 visitantes. Pese a la insostenibilidad de la situación, la proyección es la de seguir ampliando las plazas turísticas y viales para atraer más visitantes.
Luces y sombras de Tabacundo, capital mundial de la rosa
En el camino, el paisaje dominado por montañas resecas de las que emanan nubes de polvo empieza a coparse de invernaderos. Tabacundo es un pueblo con alrededor de 21.000 habitantes que pertenece al cantón Pedro Moncayo de la provincia de Pichincha, queda a 60 kilómetros al norte de Quito (Ecuador) y se levanta a 2870 metros de altitud. Su economía ha estado basada en la agricultura y la ganadería, pero a partir de los años ochenta se volcó a la producción de rosas. Fueron determinantes en ese impulso la altitud, el clima templado y la disponibilidad de luz solar por hasta 12 horas diarias. Pero como señala el informe Las flores del mal: las floricultoras y su crecimiento acelerado, de la organización Acción Ecológica, también factores como la captación de mano de obra barata y el monto de inversión bajo en comparación con otros países. La mayoría de trabajadores gana el salario básico de 470 dólares (el costo de la canasta familiar básica es de 813 dólares), y cultivar una hectárea de flores en Ecuador cuesta 350.000 dólares, mientras que, por ejemplo, en Israel se requieren 600.000 dólares, y en Países Bajos 1.300.000.

En el cantón Pedro Moncayo, el 60% de las empresas incumple normas básicas de seguridad social y derecho a sindicalización, según la FENACLE.
Hoy a Tabacundo se lo conoce como la “capital mundial de la rosa”. De acuerdo a un informe del primer semestre de 2025 de la Asociación Nacional de Productores y Exportadores de Flores del Ecuador (Expoflores), el 75% de la producción de rosas se concentra en la provincia de Pichincha, y del total de la producción de flores a nivel nacional, el 77% corresponde a rosas, lo que para el final de 2024 ubicó a Ecuador como el tercer exportador a nivel mundial luego de Países Bajos y Colombia. Ese año y por primera vez, las exportaciones superaron los 1000 millones de dólares, “un hito muy importante que marca la línea a seguir”, señala Alejandro Martínez, presidente de Expoflores, organización privada fundada en 1984. Los tres principales destinos comerciales son Estados Unidos, la Unión Europea y Kazajistán.
A medida que nos acercamos al centro de Tabacundo, a los costados de la carretera empiezan a aparecer todas las señas de una localidad entregada a la floricultura: invernaderos desvencijados de alguna empresa que cayó en la quiebra, quioscos modestos que ofrecen ramos de 25 rosas por un dólar, galpones donde se vende todo lo que requiere la industria: tractores, bombas de fumigación, pesticidas, herramientas y equipamiento, materiales de empaque y mucho plástico.

Se calcula que en Tabacundo se producen entre 4 y 5 millones de tallos diarios de unas 400 variedades de rosas. Entre las plantaciones grandes destacan las de la empresa transnacional Denmar. Posee más de 250 hectáreas y emplea a más de 3000 trabajadores, mientras que las pequeñas funcionan, en muchos casos, apenas con los miembros de una familia. De acuerdo a Forbes Ecuador, Denmar es la segunda empresa que más ingresos registra en el país, con 63 millones de dólares al año, lo que es solo la mitad de lo que ingresa Utopia Farms UTF, la primera en la lista con 106 millones.
Campo adentro no solo sorprende el paisaje copado por invernaderos, sino también el olor acre en el ambiente debido al uso intensivo de pesticidas. Según el estudio Exposure to Pesticides and Health Effects on Farm Owners and Workers in Latin America, publicado en la revista científica JMIR Publications, la exposición constante a abonos, fertilizantes, fungicidas, insecticidas y herbicidas se asocia a múltiples alteraciones en diversos sistemas, entre ellas pérdida de memoria, deterioro cognitivo, disfunción menstrual, abortos espontáneos, cáncer al sistema linfático, de próstata, de mama, leucemia; además de enfermedades respiratorias y de la piel. Paralelamente, el tener que trabajar entre 8 y 10 horas diarias de pie, las posturas forzadas y los movimientos repetitivos, con frecuencia generan dolores crónicos de espalda, síndrome del túnel carpiano y lesiones del manguito rotador. Es usual, además, que la presión constante para lograr una alta productividad ocasione estrés laboral.
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En el centro del pueblo funciona la sede de ASOTFLORPI, Asociación de Trabajadores Florícolas de Pichincha, fundada en 2012. Marcia Lema, una mujer de 58 años, fuerte y grande en todos los sentidos, cuyo rostro aguerrido se suaviza gracias a sus tiernos ojos verdes, es la presidenta y fundadora. “Yo trabajé como supervisora en una plantación grande durante 10 años”, dice Lema. “Ahí vi mucha gente que se enfermaba y que tenía problemas para que le afiliaran al seguro social. Como suelo decir, es una esclavitud escondida, por eso nació la idea de crear la asociación, para apoyar al resto de compañeros”.

La vida de Marcia Lema es un encadenamiento de lucha y superación. Dejó de trabajar en aquella finca donde era supervisora porque sufrió un derrame cerebral, y desde entonces vive con problemas cardíacos e hipertensión arterial. A sus 45 años empezó a estudiar Derecho para poder defender a los obreros florícolas. Hizo estudios en Quito y en Venezuela, y se graduó de abogada a los 50 años. Ha sido asambleísta ciudadana y representante de las organizaciones sociales de su cantón, pero su mayor lucha se ha concentrado en las desventuras de los trabajadores, lo que un día, ya fogueada en las causas legales, provocó que atentaran contra su vida.
Actualmente son miembros de la asociación unos 2500 obreros. Más combativa que bien estructurada, la asociación ha recibido financiamiento de organizaciones internacionales, pero el mayor ingreso ha venido de un aporte mensual de 2,50 dólares que algunos de los socios hicieron alguna vez. Hoy todo está en riesgo, ya no hay fondos internacionales y los socios ya no entregan su aporte mensual. Pero Marcia Lema no decae. “Eso es lo que me anima, estar en acción, porque si me quedo entre cuatro paredes, me deprimo y caigo”.
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La mayoría de demandas de las que se hace cargo ASOTFLORPI tienen que ver con la presión que ejercen algunas empresas para que sus empleados renuncien forzadamente. “A personas que ellos consideran de edad avanzada, 40, 45 años; a gente con problemas de salud desarrollados en las mismas plantaciones, les hacen la vida imposible para que renuncien”, explica Lema. “Lo que buscan es no tener que pagar sus derechos de salud, derechos por antigüedad, liquidaciones”.
Las causas se vuelven más complejas en caso de despidos intempestivos. “Muchas veces las empresas no aceptan que despidieron a los trabajadores, y dan largas para los pagos pendientes; entonces entra la asociación para plantear juicios”, dice Lema. “Solo esperamos hasta la segunda audiencia, si no se presentan, identificamos los bienes que tienen, para embargarles; bloqueamos cuentas, nos vamos hasta las últimas consecuencias, y a veces sí, a la cansada deciden pagar”.
En el trajín de ASOTFLORPI hay algunos casos emblemáticos. Destaca el de Rosinvar. La empresa fue fundada en 1986 y hacia 2014 era reconocida como una de las más exitosas del cantón Pedro Moncayo. De acuerdo a la revista local Líderes, tenía entonces 400 empleados. Ese año ganó el primer premio en la Feria Internacional Flowers Expo Moscú por sus flores de tallo largo (entre 50 y 100 centímetros, tan apetecidos en Rusia); el tamaño del botón (6,2 centímetros, cuando el promedio es de 5,4 centímetros), el gran número de pétalos, la consistencia de sus colores (el más requerido es el clásico rojo oscuro de las variedades Explorer y Freedom), la calidad del follaje, y los 22 largos días que en promedio duran en un florero. Aleksandr Glebov, propietario de la empresa rusa Biflorica, cliente de Rosinvar, decía que «como existe Coca-Cola para las bebidas, en Rusia existe Rosinvar para las rosas».
Tres años más tarde, Rosinvar se declaró en quiebra. “Hubo una época en que las empresas se declaraban en quiebra, les botaban a los trabajadores y no respondían por nada”, dice Marcia Lema. Con el apoyo de ASOTFLORPI, los trabajadores formaron un comité que luego se transformó en sindicato, y se tomaron tres fincas de Rosinvar. Fue en aquella época cuando Lema fue objetivo de un atentado. “Íbamos en un carro con un compañero para reunirnos con los trabajadores que estaban en una de las plantas de Rosinvar”, recuerda, “y de pronto se nos puso al frente un carro azul pequeño con dos tipos que intentaron dispararnos, pero gracias a Dios se encasquilló la pistola y no salió ningún tiro”. Lema dice saber quién estuvo detrás del atentado, pero prefiere no hablar del tema. “Y así han tratado de silenciarnos de diferentes formas”.
El estudio Condiciones de trabajo y derechos laborales en la floricultura ecuatoriana, realizado por la Federación Nacional de Trabajadores Agroindustriales, Campesinos e Indígenas Libres del Ecuador (FENACLE), señala un índice de incumplimiento del 60% en el cantón Pedro Moncayo respecto del derecho de sindicalización, afiliación al seguro social (IESS) y pago del salario mínimo. Varias empresas utilizan la modalidad de contratos temporales, usualmente por tres meses, para las épocas con mayor demanda (San Valentín, Día de la madre y Navidad). Los contratos pueden incluir la afiliación al IESS, dice el estudio, pero las gestiones burocráticas toman tanto tiempo que el contrato finaliza sin que se haya concretado el trámite. Entre los reclamos más comunes también consta la falta de pago por horas extra. Y algo que preocupa especialmente a las empresas es la eventual conformación de sindicatos. “Las organizaciones sindicales fueron permitidas por las empresas al inicio de la producción florícola -años 90-. Sin embargo, posteriormente fueron duramente reprimidas”, añade el estudio.
“Los informales difícilmente van a vender directamente a un importador o a un mayorista, sino a los intermediarios, que seguramente los van a extorsionar para que bajen los precios, no les van a pagar a tiempo o incluso no les van pagar nunca".
Alejandro Martínez, Expoflores

“Como en cualquier otra industria y en cualquier parte del planeta, aquí existen empresas informales que no cumplen con la ley”, reconoce Alejandro Martínez, presidente de Expoflores. “Pero no se puede generalizar. La obligación de toda empresa es afiliar a los empleados al IESS aunque el contrato sea temporal. En el caso de las fincas con certificación Flor Ecuador, las afiliaciones se hacen el mismo día del contrato, pero puede haber empresas informales, o incluso que estén formalmente constituidas, pero que tratan de evadir la ley”.
La certificación Flor Ecuador es una iniciativa de Expoflores que surgió hace 23 años para garantizar prácticas sociales y ambientales adecuadas a las exigencias de los mercados internacionales. “La mayoría de mercados y de importadores del mundo exigen certificación, que la flor venga con una trazabilidad real de que estás cumpliendo con los parámetros mínimos en cuanto a sostenibilidad social y ambiental. Eso es lo que nosotros motivamos”, explica Martínez.
De otro lado, la informalidad comprende un amplio espectro que va desde la evasión de impuestos hasta la posibilidad de involucramiento en actividades ilícitas como el narcotráfico, pasando por lo más usual: el incumplimiento de derechos laborales y las responsabilidades sociales y ambientales, y el riesgo de problemas fitosanitarios debido al control insuficiente de la calidad de las flores.
“Las empresas afiliadas a Expoflores, que cumplen la ley, cubren casi el 70% de las 5900 hectáreas de producción que hay a nivel nacional”, asegura Martínez, “y si vas a esas fincas, vas a ver que la gente se siente bien, que recibe su salario a tiempo, que está cuidada, que se alimenta bien”. Las informales abarcarían por lo menos el 20% de la industria, “y esa cifra ha venido creciendo”, añade Martínez, quien además considera que el derecho de los trabajadores a asociarse y a reclamar cuando las empresas incumplen con cualquier tipo de normativa es indiscutible.
Por eso en el caso de Rosinvar, para ASOTFLORPI era importante que se conformara el sindicato. Finalmente, gracias a la causa legal impulsada por la asociación se llegaron a vender las propiedades de la florícola, y en 2020 algunos de los empleados pudieron “cobrar entre 10.000 y 80.000 dólares de lo correspondiente a liquidaciones”, asegura Lema. Algunos de ellos utilizaron ese dinero para instalar sus propias pequeñas plantaciones.
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Carmen García tiene 45 años, desde 2005 ha trabajado en tres empresas medianas, siempre como clasificadora, ese puesto dentro de la rama de la poscosecha donde se verifica la calidad de las flores y se las organiza de acuerdo a sus variadas características.
Con un deshojador se quitan las hojas y las espinas del tallo. Luego se los clasifica por tamaño, se verifica si tienen torceduras o señas de maltrato, si cargan bichos o presentan enfermedades: arañas, trips, botrytis, oidio. Las rosas impecables van para exportación; las imperfectas quedan para el mercado nacional. Las clasificadoras hacen informes sobre las anomalías identificadas, para que un técnico supervisor determine qué pesticida debe aplicar en mayor cantidad para contrarrestarlas. Hecha la clasificación, las “embonchadoras”, arman ramos de 25 flores (bonches, como se dice en la industria), y así salen a la venta. Carmen García ha trabajado como clasificadora durante 20 años, siempre de pie. “Es muy cansado, sobre todo en temporadas altas, los ojos se te nublan, se te acalambran las manos y a veces se te puede pasar una flor con araña o algo así, y viene el supervisor y te reclama. La presión psicológica es muy fuerte”, dice.
El principal reclamo de García es la falta de pago por el trabajo extendido. “En la poscosecha no hay horarios, usted sabe cuándo entra pero no cuándo sale. Deberíamos trabajar ocho horas diarias, con una de descanso para el almuerzo, que es el único momento en que podemos sentarnos, pero trabajamos 10 o más y no nos pagan ni una hora extra, pero por un día que faltes te multan con 40 dólares”. Si pudiera escoger, si tuviera los recursos, Carmen dejaría su trabajo y montaría un negocio propio. “No sé de qué, de lo que sea con tal de no tener un jefe que me grita a cada rato”, dice.
María Cuyo, de 43 años, trabaja en florícolas desde 2007 y actualmente es compañera de Carmen García en la misma empresa. Es embonchadora, recibe las flores que su colega clasifica y arma bonches que envuelve con láminas de cartón. Tiene una fisura en el pie derecho y ambas piernas llenas de várices. “Es por tantas horas que pasamos paradas”, dice. Sin embargo, no todo es malestar. María y sus compañeras se apoyan para que los días sean más llevaderos. “Somos un grupo pequeño, y aunque no paguen horas extras, ahí pasamos juntas. Solo cuando el ingeniero viene de mal humor, nos molesta todo el día”.
Mario Tangoa tiene 62 años. Durante 13 años trabajó como fumigador en tres empresas medianas. Se jubiló hace cinco. Se dedicaba a rociar con una mezcla de dos o tres químicos los bloques de cultivos de acuerdo a las afectaciones que presentaban las rosas. En grupos de tres trabajadores utilizaban cada día 1000 litros de pesticidas. Trabajaba solo cuatro horas diarias, de tres a siete de la mañana. “A esas horas los bichos duermen, había que agarrarlos dormidos”, dice. Las jornadas no podían ser más largas para evitar una exposición mayor a los químicos. “Pese a que nos daban todo el equipamiento y se preocupaban de que estuviéramos bien protegidos, se te metían los productos”, dice Tangoa. “Al final de la jornada sentías dolor de cabeza, mareo, pero no tenía problemas respiratorios. Ahora que tengo mis años siento cómo me afecta cuando me agarra una gripe”.
A Segundo Fernández la pandemia de Covid-19 le cambió la vida. Es albañil, pero al quedarse sin trabajo en esa época, a sus 57 años tuvo que dedicarse a cultivar rosas. Montó, en el terreno de su casa, en la comunidad San Juan Loma, muy cerca de Tabacundo, una plantación de 2500 metros cuadrados donde trabaja solamente con su esposa. Desde entonces la suya es una más de aquellas pequeñas empresas que se registran con razón social de persona natural y no con personería jurídica de empresa florícola. Roza la informalidad, pero aun así es parte del sistema. Hacerlo, sin embargo, tiene su costo. “Los informales difícilmente van a vender directamente a un importador o a un mayorista”, explica Alejandro Martínez, de Expoflores, “sino a los intermediarios, que seguramente los van a extorsionar para que bajen los precios, no les van a pagar a tiempo o incluso no les van pagar nunca. Eso sí sucede, no se puede negar”.
En temporada baja, a Fernández le pagan 20 centavos de dólar por tallo, es decir que un bonche de 25 flores lo vende a 5 dólares. “Pero nos han dicho que allá -en Estados Unidos- los que reciben las flores pagan un dólar por tallo, y que luego ellos venden a 10 dólares cada tallo”, dice. En época de San Valentín, por cada tallo le pagan entre 50 centavos y un dólar, y asimismo en el destino de exportación el precio se multiplica proporcionalmente. De cualquier forma, quien recibe el pago más bajo siempre es él. “Mucho no se gana, se trabaja para tener nuestro pan del día, los que ganan son los intermediarios”.

Rodrigo Cachipuendo corre con mejor suerte. Trabajó mucho tiempo como supervisor de cultivo en varias fincas grandes de Tabacundo, y desde hace 10 años tiene su propia plantación en la parroquia Cangahua, cantón Cayambe, colindante con Pedro Moncayo. Es un negocio familiar de media hectárea donde tiene sembradas 50 000 plantas de unas 10 variedades. Su esposa es experta en poscosecha y su hijo se encarga de las ventas. La experiencia les ha permitido vender directamente a importadores y mayoristas. Muchas de sus flores llegan a Rusia, que desde que entró en guerra con Ucrania logra abastecerse a través de Kazajistán. “Sí es rentable el negocio”, dice Cachipuendo. “Lo importante es tener órdenes fijas. En temporada alta vendemos 50.000 tallos al mes y nos pagan 40 centavos por tallo, pero otros compradores pagan hasta 1 dólar el tallo. Con esas ganancias ya se puede vivir todo el año”.
Acaba la jornada. Hacia las cinco de la tarde las carreteras que conectan las localidades de esa zona florícola se llenan de trabajadores que, mochila al hombro, caminan hacia los centros poblados o esperan sobre la acera el transporte que los llevará a sus casas. Dentro de poco, en algunos invernaderos se encenderá la luz roja que estimula la floración, y la montaña se verá colonizada. Mañana será el mismo día.
Floricultura en la sabana de occidente
El Teatro Municipal de Facatativá (Colombia) enciende las luces del escenario. Se desata una ovación a trescientas manos. Diez minutos pasa la nonagenaria documentalista colombiana Marta Rodríguez observando a su público. Después de 37 años la película “Amor, mujeres y flores” fue restaurada y reestrenada. Marta ¿cómo hizo para grabar dentro de un cultivo? Le preguntan. Muchas veces uno no tiene que decir lo que está haciendo, responde.

Rosa Vera, de 53 años, pide proteger su verdadero nombre. En la penumbra de la última fila del teatro cuenta que le faltan 4 años para jubilarse “de la flora”. Una eternidad, remarca. Después de 30 años de ininterrumpido trabajo sus extremidades superiores, desde los hombros hasta los dedos, sufren diferentes tipos de averías para las cuales no existen ni milagros.
Alba Gallego, de 58 años, agarra el micrófono: esta película es de 1988 y toda esa explotación, pobreza y mala salud de los trabajadores no ha cambiado: hoy es peor. Aunque ya no trabaja en la industria, su experiencia de 8 años la dejó marcada para toda la vida no solo con problemas en sus rodillas, sino con varias amenazas paramilitares por la intensa actividad sindical desempeñada en aquella época.

Pedro Vidal trabaja en la industria desde los 16 años. Tiene 56 y espera con un estoicismo muy parecido a la amargura los 6 que le faltan para jubilarse. También pide reservar su nombre. Cuenta con dos cirugías de hombro, varias venas varicosas y un problema gástrico crónico después de intoxicarse, con 150 personas más, al degustar una comida infectada que la empresa brindó para celebrar el final del año 1988. Esa noche llenamos el Hospital San Rafael, comenta risueño.
Facatativá queda a 44 kilómetros al occidente de Bogotá. El territorio es mayormente plano con ondulaciones que, salvo algunos cerros y montañas, no superan los 2600 m s. n. m. En la década del 70 diferentes empresas de Estados Unidos y Europa aterrizaron en esta fértil sabana para transformarla en una especie de meca de la producción de flores. Más de medio siglo después, es en esta tierra en la que se cultivan algunas de las mejores rosas, claveles y crisantemos del mundo.
El documental de Marta Rodríguez congrega varios testimonios, sobre todo femeninos, de personas que abandonaron sus labores campesinas para convertirse, sin saberlo, en obreros explotados y enfermos. También retrata los procesos organizativos y la lucha que estas personas abanderaron en la década del 80 para conseguir mejores prestaciones sociales. Una lucha que sigue vigente. La directora intercambia opiniones con su público a propósito del estado actual de las cosas. Alguien asegura que la nueva fuerza laboral proviene o de indígenas de la costa caribe o de migrantes venezolanos “porque ya nosotros sabemos que no es bueno trabajar ahí”.

—A principios de año se dio una reunión entre empleadores y trabajadores para establecer el precio del almuerzo. El año pasado era de $1750 (0,38 euros) y ellos querían subirlo a $1950 (0,43 euros). A todos nos pareció una subida excesiva y así lo hicimos saber hasta que nos dijeron que si seguíamos molestando por el valor nos iban a quitar el catering definitivamente. Así operan: a punta de amenazas, asegura Rosa.
—En 1996 hubo una huelga y el chiste es que nos tiraron gases que no surtieron el efecto esperado por la policía porque los compañeros y las compañeras de la flora que estábamos allí resistiendo, al estar expuestos diariamente a peores venenos, desarrollamos inmunidad. Si usted se sube a una ruta de trabajadores de la flora puede percibir el olor a químico. Se pega a la ropa, a la piel, a los ojos y de ahí para adentro a cualquier órgano, dice Alba.
—Todos los trabajadores tenemos 4 horas mensuales libres para temas médicos, pero yo, por mi antigüedad, tengo 3 más. Si me paso de ese tiempo empieza el descuento salarial. Con tantos males todos terminamos haciendo malabares con el tiempo libre y la salud para que, a fin de mes, llegue la plata completa. También, después de cada festivo nos alargan la jornada 45 minutos, según ellos, para equilibrar el tiempo semanal, dice Pedro.
“Mientras explotan a las personas, también van explotando el medio ambiente”.
Blanca Mora, jubilada de la industria
Rosa y Pedro trabajan para la empresa Jardines de los Andes, una de las más grandes de la zona que alberga a 4000 empleados. Cortan, desbotonan, encanastan, empiolan y desyerban miles de flores diariamente: lunes y martes 8 horas, miércoles, jueves y viernes 7.5 y sábados 5. El gremio lo componen más mujeres que hombres y cada vez son más los contratos tercerizados o a término definido que implican la abdicación total de la empresa con respecto a la seguridad social del trabajador.
—En noviembre los cultivos se llenan de guajiros, casi todos indígenas Wayuu. El boom de la producción de flores es en febrero por el San Valentín. Como las empresas ya saben que la gente de acá no se entusiasma con ese trabajo, entonces optaron por irse hasta allá y convencer a gente pobre con transporte, comida y hospedaje. Al principio los ponen en hoteles, pero después los meten en contenedores y los dejan ahí hacinados hasta la cosecha. Esa gente se estalla trabajando por muy poco a cambio y cuando les cortan el vínculo laboral, muchos quedan por ahí, lo que ha causado problemas sociales en el pueblo, dice Blanca Mora, de 64 años, jubilada de la industria después de 44 años de trabajo.

—El mes pasado una trabajadora de 24 años estaba cortando tallos y de un momento a otro comenzó a gritar. El reguero de sangre era impresionante. Pues se bajó un dedo de una mano y no la dejaron salir enseguida, sino hasta que terminara el turno. En enfermería la vieron y le dijeron que la culpa era de ella por mala manipulación de elementos. La chica no tenía contrato directo con la empresa. A los nuevos los amenazan diciéndoles: si no les gusta váyanse que afuera hay cien personas con ganas de trabajar, cuenta Rosa.
—Mientras explotan a las personas, también van explotando el medio ambiente. Antes esta sabana estaba llena de cultivos de papa, maíz, cebada, hortalizas y otro montón de cosas. Ahora casi todo tiene que ver con las flores. Yo nunca vi a mis papás o a mis abuelos comprar yucas, ni zanahorias, solo salían a recorrer el campo y llegaban no con una o dos libras, sino con arrobas enteras, dice Pedro.
—Imagínese toda el agua que hay por acá: toda la usan ellos. A veces hay racionamientos o cortes de agua y ellos siguen con su servicio normal, sin ninguna interrupción, mientras el pueblo queda jodido un día entero sin agua. Para colmo, la tierra que usan ya está inservible porque tanto tiempo encerrada, sin rayo de sol ni oxigeno y, además, fumigada con esos químicos… no nos digamos mentiras: ya esta tierra está muerta. Lo que queremos nosotros es que las empresas no se expandan más, pero es imposible porque compran a buenos precios y la gente simplemente se va con su plata. Eso es otra forma de desplazamiento forzado ¿no?, pregunta Rosa.
En febrero, el mes en el que la rosa se pone más costosa debido a la elevada demanda internacional, un ramo de 24 tallos, cultivados en la sabana de Bogotá, puede llegar a costar unos $50.000 (11 euros) en el mercado local, valor ínfimo con respecto al que el tallo alcanza en ciudades como Nueva York, Madrid o París donde son comercializados, de acuerdo al comprador, por valores que pueden alcanzar los 15 euros. Así, un ramo de 24 rosas colombianas puede sobrepasar fácilmente los 300 euros en el norte global: el salario mensual de trabajadores como Rosa y Pedro.
Entre los municipios vecinos de Facatativá y Madrid se concentra el 79% del área nacional dedicada al cultivo de flores. Medio centenar de pequeñas, medianas y grandes empresas con un ejército de 40.000 obreros copan 5407 hectáreas, el equivalente a 28 mil campos de fútbol juntos. El 65% de las personas que trabajan en la industria son mujeres y el túnel del carpo es una de las enfermedades más frecuentes, aunque todo el mundo sabe que es el cáncer el que lleva consigo la mesura de la mortalidad: varias de las voces protagonistas del documental “Amor, mujeres y flores” ya no están. Detrás de la hermosura de cada rosa hay una vida marchita o dolores muy grandes.
Y es que la mitología y la historia no mienten: Afrodita, la diosa griega del amor, se enamoró de Adonis, un mortal exaltado con una belleza superior. Pese a las advertencias de Afrodita a propósito del peligro que tenía el oficio de cazador de Adonis, en una jornada cualquiera un jabalí le causó una herida letal. Cuando Afrodita escuchó los gritos de dolor de su amado se dirigió hacia él, pero llegó tarde: Adonis había muerto. Fue tanto el sufrimiento de la diosa que sus lágrimas se mezclaron con la sangre del difunto dando origen a las rosas rojas y, así, al nacimiento del amor.
Ya en el siglo III, el emperador y militar romano Claudio II lideró un decreto que consistía en la prohibición del matrimonio para sus soldados porque creía que el amor los debilitaba en el frente de batalla, pero había un sacerdote que se oponía a ese designio y, en silenciosa desobediencia, siguió casando a los enamorados. Al ser descubierto, el sacerdote fue arrestado y decapitado el 14 de febrero del año 270. En el siglo V, la Iglesia Católica institucionalizó la festividad del valiente sacerdote cuyo nombre era Valentín.
—Trabajar con algo tan lindo como las flores y detrás de su producción tanta oscuridad. Las mujeres que trabajamos con la flora dejamos en los cultivos nuestra belleza para que las disfruten otras, concluye Blanca.

Para nadie es un secreto que el amor cuesta, pero lo que sí queda tras bambalinas es que ningún centavo de esa cadena llega a los bolsillos de los que día a día hacen posible una de las demostraciones de cariño más antiguas de la humanidad: regalar una rosa a quien se ama. Por eso, desde 2002 se celebra en la sabana de Bogotá el Día Internacional de los y las Trabajadoras de Flores. Es el 14 de febrero, el mismo día que una rosa vale más que mil palabras, pero mucho menos que el esfuerzo y sacrificio usados para producirla.

Esta investigación se ha desarrollado gracias al apoyo de Journalismfund Europe.
Ha contado con la colaboración de los periodistas Oyunga Pala (Países Bajos) y Darius Okolla (Kenia).




