Después de medio siglo del retiro español, la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) está sometida a una parálisis histórica entre la ocupación marroquí, el silencio internacional y una resistencia que sobrevive en el exilio y las ruinas.

Los campamentos de refugiados saharauis se ubican en la provincia de Tinduf, al suroeste de Argelia. En pleno desierto del Sáhara, aproximadamente 200 mil personas llevan 50 años entregadas a la espera: quieren volver al Sáhara Occidental, su tierra natal. Para contrarrestar la expulsión de su territorio, protagonizada por el Reino de Marruecos en 1975, el pueblo saharaui creó la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), un Estado reconocido en su mayoría por países del sur global, pero completamente ignorado por los del norte. Hasta 1975 el Sáhara Occidental fue la provincia número 53 de España, año en el que empezó el exilio. Hoy, sigue siendo el último territorio de África pendiente de descolonización, además de ser un conflicto de ocupación, persecución y opresión que no está presente en las agendas internacionales. Marruecos controla la mayor parte del Sáhara Occidental, mientras que el Frente Polisario, movimiento de liberación nacional y partido político saharaui, insiste en la independencia y la posibilidad de regresar a su país.

La similitud de la bandera de la RASD con la bandera palestina no es casualidad, ya que ambos pueblos luchan por su autodeterminación y reconocimiento como estados independientes. El uso de banderas afines refuerza este sentimiento de identidad compartida y aspiración a la soberanía. A los mismos colores (negro, blanco, verde y el triángulo rojo superpuesto) la bandera de la RASD incorporó una estrella y una media luna roja. La estrella simboliza la conformación como República Árabe y la media luna representa su carácter musulmán. Ahmed Baba, de 40 años, habla perfectamente español, aunque su lengua madre es el árabe. Vivió en España durante 12 años y tuvo que volver a los campamentos después de que su familia adoptiva en España muriera.

A diferencia de otros contextos musulmanes, el papel de la mujer saharaui se caracteriza por una mayor autonomía y liderazgo público. En la cultura saharaui, la mujer no solo es madre o cuidadora, sino también educadora, dirigente y transmisora de la memoria colectiva.

Las melfas que envuelven los cuerpos de las mujeres saharauis no solo son un escudo protector que ataja la rudeza natural del desierto, también son velos de historia tras los cuales late la memoria nacional.

Los campamentos de refugiados saharauis están organizados en wilayas que, simbólicamente, llevan los nombres de las principales ciudades del Sáhara Occidental: Auserd, Smara, Dajla, El Aaiún y Bojador. A su vez, cada wilaya se divide en dairas, equivalentes a barrios. Btisam Bamba, de 18 años, quiere estudiar español o francés además de seguir cultivando su gusto por la fotografía.

A la izquierda, un misil lanzado por Marruecos fue convertido en monumento en Rabouni, capital administrativa de los Campos de Refugiados. A la derecha, el enfermero Chibi Mah Kori, antes de ser voluntario en el Hospital Nacional Bashir Saleh, asegura haber trabajado como desminador durante 5 años. En los campamentos, el voluntariado sostiene gran parte de la vida cotidiana: médicos, maestros, ingenieros, militares y jóvenes formados fuera de los campos devuelven sus conocimientos a la comunidad.

Mujeres saharauis sostienen el retrato de un preso político durante una manifestación en la wilaya Bojador. A través de estas protestas pacíficas, exigen la liberación de los detenidos y reivindican el derecho de su pueblo a la autodeterminación. Marruecos mantiene control sobre el Sáhara Occidental, reprimiendo la disidencia y silenciando las voces que reclaman justicia. Europa, ante la ocupación y las violaciones de derechos humanos, mira para otro lado.

Maima Bamba, de 20 años, cuida a su hermana Fatma, de cuatro, diagnosticada con síndrome de Down. En un entorno donde los recursos sanitarios son escasos y la atención especializada casi inexistente, el amor familiar se convierte en el principal sostén.

Una mujer entre dos puertas: alegoría de un país atrapado entre el refugio y el olvido.

En la pizarra de su escuela, Hudna Bamba, de 12 años, escribe en árabe y español. En los campamentos, la educación bilingüe es una herramienta de resistencia cultural: el árabe reafirma la identidad saharaui, mientras que el español, legado del pasado colonial, se mantiene vivo en las aulas y en la memoria. La tasa de escolarización supera el 90%, un logro para una comunidad que lleva medio siglo exiliada en el desierto.

Hudna, después de la escuela, suele dedicar las tardes al dibujo con su hermana Fatma. En sus trazos hay un mapa de lo que significa crecer en el ostracismo.

Además de su casa, uno de los lugares favoritos de Maima Bamba, es una colina desde la cual se puede divisar el paisaje de la wilaya Bojador. Al igual que ella, decenas de miles de saharauis han nacido en los campamentos de refugiados y esperan algún día regresar, o por lo menos conocer, la tierra de sus ancestros.

Myja, de 17 años, baila en medio de una fiesta en la que solo participan mujeres. La celebración se planeó para decidir de forma colectiva el nombre de un recién nacido. Para los saharauis, el cuidado y ejercicio de sus tradiciones y costumbres son una forma de resistencia y de afirmación de la identidad.

Comedor comunitario en el Centro de Educación e Integración en la wilaya Smara. La ayuda humanitaria es fundamental para garantizar la supervivencia saharaui. La asistencia internacional, cada vez menor, proporciona recursos esenciales en un contexto donde la vulnerabilidad y la incertidumbre dificultan aún más la subsistencia diaria.

La causa saharaui está cada vez más ausente del foco mediático. La infancia crece en un contexto de refugio prolongado y sin una solución política a la vista. Más del 40% de la población en los campamentos es menor de edad.

Las familias saharauis mantienen pequeños rebaños de cabras y camellos como sustento y símbolo de su identidad nómada. La vida en el desierto depende del ingenio y la resistencia. La carne de camello, fuente esencial de proteína y grasa en un entorno donde los recursos son escasos, puede conservarse durante largos períodos al ser secada o salada, lo que la hace ideal para las condiciones del Sáhara.

De mayo a septiembre, las temperaturas diurnas en el desierto superan los 45 °C a la sombra. La sensación térmica es avivada por el aire seco y los vientos que soplan como ráfagas de fuego.

Muchos pueblos como el Sáhara Occidental representan el patio trasero del capitalismo. Ozman Bamba, de siete años, juega en el patio delantero de su casa.

Para los saharauis, desplazados del litoral atlántico del Sáhara Occidental, el mar es una imagen lejana: metáfora del hogar perdido y de una vida interrumpida por la expulsión. Muchos de ellos provienen de comunidades pesqueras que dependían del océano para vivir: abundancia que un día les perteneció.

Isa Ahmed Sidi tiene 43 años. Trabaja varias horas a la semana en la daira Lmesi de la wilaya Bojador. Ella, junto a otras mujeres, es la encargada de recibir la ayuda humanitaria y repartirla de manera equitativa entre las familias. Por esta labor Isa recibe 2.000 dinares argelinos por mes (13 euros).

En el desierto, donde todo parece reducido a arena, viento y silencio, los tejidos son una forma de decir “aquí estamos”. Las telas saharauis hablan sin palabras: cuentan edades, estados de ánimo, momentos del día. Los estampados evocan olas, estrellas y plantas: retazos de paisajes soñados.

Los dátiles son uno de los pocos frutos capaces de resistir el calor extremo del desierto. Constituyen un alimento esencial en la vida cotidiana y espiritual, especialmente durante el Ramadán. Ofrecerlos es un gesto ancestral de hospitalidad. La henna, aplicada en uñas, manos y pies, tiene un valor celebratorio: las mujeres la usan en bodas y festividades como expresión de alegría, belleza y continuidad cultural.

A la izquierda, Bamba Ahmed Talem, de 74 años, posa con la serenidad del desierto y la sobriedad de su daraa azul. A la derecha, el pasado se preserva en una fotografía desgastada, donde sostiene a su hija Maima cuando era niña. Bamba es el único integrante de su familia que nació en el Sáhara Occidental y sufrió el desplazamiento de 1975.

Bamba prepara el té saharaui para toda su familia varias veces al día. Más que una bebida, es un ritual de encuentro y acogida. Servido en tres rondas “el primero amargo como la vida, el segundo dulce como el amor y el tercero suave como la muerte” según sus propias palabras.

La práctica del islam no solo estructura el tiempo individual de los saharauis, sino que acompaña de forma total los ciclos vitales de la comunidad.

A través de las pantallas los saharauis se conectan con el mundo y con su fe. La tecnología funciona como una ventana hacia La Meca: Al Jazeera es uno de los canales más vistos en los campamentos.

En un territorio donde cada movimiento demanda energía, tenderse sobre las alfombras es un acto cotidiano de equilibrio. En las casas saharauis, el suelo es un espacio de vida: allí se conversa, se come, se reza y se duerme. El contacto directo con las alfombras y las telas no solo brinda frescor, sino también un sentido de arraigo. Tumbarse es confiar en el espacio doméstico como refugio frente al sol implacable y las constantes tormentas de arena.

Cada hogar del campo de refugiados es barrido varias veces por día, una operación de limpieza física que no acaba nunca, pero que también implica la representación de la limpieza espiritual.

Cuando el sol empieza a bajar, el desierto recupera el movimiento. Niños y niñas salen a jugar frente a sus casas mientras los mayores alistan el agua para la noche y el día siguiente.

Maima, desde la ventana, muestra hojas de menta recién cortadas para el té.

Durante las horas más intensas del verano los saharauis permanecen dentro de sus casas. Entre las paredes de adobe y las telas que filtran la luz, el tiempo se vuelve lento y la vida se resguarda del calor, esperando que el viento traiga algo de alivio.

Todas las noches, los soldados del Frente Polisario vigilan las etéreas fronteras de la RASD. Entre 1980 y 1987 Marruecos construyó un muro de más de 2700 kilómetros que separa al Sáhara Occidental. Es una zona hostil con miles de minas antipersona y asedio constante de drones y artillería. Aunque hay un armisticio desde 1991, la tensión bélica sigue latente. El servicio militar no es obligatorio para el pueblo saharaui, pero los jóvenes acuden a él como una forma de ayuda a la construcción de sentido nacional.

La pantalla de un teléfono es el pasaporte hacia ese mundo que los saharauis no pueden visitar.

Para el pueblo saharaui, el viaje no es solo desplazamiento: es una forma de existencia. Su historia está marcada por el movimiento, primero como pueblo nómada del desierto, guiado por las estrellas y los rebaños; después, como pueblo exiliado, empujado por la guerra y la ocupación. Viajar, para los saharauis, ha sido tanto una necesidad vital como una herida colectiva.
Estas fotografías fueron tomadas entre mayo y junio de 2025 en los campamentos de refugiados saharauis ubicados en Tinduf, Argelia.




