El país más feliz del mundo

Foto: Franca Levin
Foto: Franca Levin

En las islas del Pacífico Sur, Vanuatu lidera el índice del planeta feliz, pero convive con una amenaza constante: desastres naturales, precariedad estructural y un presente marcado por las huellas coloniales. Entre volcanes activos, migraciones laborales y la sabiduría de mujeres como Jocelyn y Brenda, este relato explora cómo se vive —y se sobrevive— en un país donde la armonía no es marketing: es una forma de organización colectiva frente a la incertidumbre.

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La isla de Lelepa es de esos satélites que rodean a Efate, la isla principal de Vanuatu y donde está su capital Port Vila. Una aldea de algunos cientos de habitantes se extiende sobre la orilla este de la isla mientras todo el resto es naturaleza salvaje. Viven de lo que la tierra o el mar ofrecen, y ocasionalmente la propina de algún grupo de turistas. El guía es Billy: un grandote con inglés afrancesado que nació en la isla cuando todavía era territorio colonial compartido entre británicos y franceses.

—Esta planta que ven acá la usamos para el dolor de muela. Se ponen las hojas en una olla con agua hasta el hervor. Cuando enfría, haces una bolita con las hojas y te lo ponés en la boca. ¿Ven? ¡En Vanuatu no necesitamos dentistas!

Por si algún desprevenido no entiende el mensaje, Billy revienta en carcajada dejando al descubierto más huecos que piezas dentales.

Foto: Franca Levin
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Desde el año 2006 el New Economics Foundation desarrolla un estudio llamado Happy Planet Index, que si lo traducimos sería “Índice del Planeta Feliz”. Es un coeficiente que evalúa el bienestar de los habitantes de un país en relación con el impacto ambiental. A diferencia de los rankings divulgados por Naciones Unidas con los países nórdicos acaparando los primeros puestos, el Happy Planet Index 2024 colocó a Vanuatu en el primer lugar. En sus propios términos, es el país del mundo que mejores niveles de bienestar alcanza en relación al costo ecológico de su desarrollo.

Para ubicar a Vanuatu en el mapa hay que buscar una lupa o hacer mucho zoom, ya que apenas se distingue entre las aguas del Pacífico Sur. Los 12 mil kilómetros cuadrados de superficie se distribuyen en 82 islas, de las cuales una minoría tiene tamaño suficiente e infraestructura para ser habitada. Los vanuatenses celebran con orgullo el reconocimiento internacional de “país feliz”: hay carteles con el eslogan y el tema se cuela en conversaciones con insistente frecuencia. Sin embargo, hay otro ranking que también es protagonista y del cual se habla muy poco: Vanuatu es uno de los países con mayor vulnerabilidad a desastres naturales.

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La humedad es un pegote denso. Una suerte de chicle de vapor que sube por la nuca y te hace globito en la cabeza. El aeropuerto de Luganville, la segunda ciudad más grande de Vanuatu con casi 18,000 habitantes, podría resumirse en mostradores vacíos, ventiladores que giran con la monotonía propia de los protocolos y el silencio que apenas se quiebra con el revoleo de alguna valija.

Nada. Nadie. Silencio.

Una brisa desinflada acaricia los pastos altos del campo que rodea el aeropuerto.

Miro hacia el costado y en la única sombra hay siete tipos sentados gobernados por el espíritu de la siesta. Los miro fijo dando por obvio mi interés en su servicio. Uno de ellos me grita sin amagar la complacencia tradicional hacia el turista.  

—¿Quiere ir al centro?

—Sí, ¿cuánto sale el taxi?

—Mil vatu.

Casi 10 dólares me parece mucho para un trayecto de diez minutos. Agradezco, doy media vuelta y empiezo a caminar hacia la ruta. Espero, como me ha pasado incontables veces, que el taxista me persiga, insista, rebaje el precio y nos vayamos todos contentos.

Nada. Nadie. Silencio.

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Cuando llego a un país nuevo, no paro de sonreír. Un poco por la adrenalina propia de la novedad, pero más que nada para romper el hielo con la gente. Lo diferente de estas primeras horas en Vanuatu es que no soy la única. Al principio pensaba que respondía a una exagerada galantería, pero las sonrisas se multiplican como los memes en internet cuando un famoso mete la pata.   

Sonrisas anchas, dientes blancos que encandilan cuando refleja el sol, pómulos inflados sin hialurónico ni cremas de free shop. Es como si tuvieran tanzas imperceptibles atadas desde las orejas para estirar los cachetes. La otra opción, menos elegante, es que el consumo de kava está más extendido de lo que pensaba. La kava es una bebida ancestral emblemática de varios países del Pacífico Sur que se obtiene a partir de las raíces de una planta, tiene gusto a tierra y efectos psicotrópicos. Aunque hoy en día es posible ver mujeres consumiéndola, tradicionalmente ha sido reservada para celebraciones y fraternidad masculina. Caminando por las calles de la ciudad, es posible ver las botellas de agua amarronada en los mostradores de comercios.

Para conseguir un taxi prácticamente no hay que hacer ningún gesto. Los Kia Picanto pululan por las cinco cuadras que podrían considerarse el centro de Luganville y frenan apenas divisan un peatón en medio del tránsito. Un rastudo con camisa floreada va al volante y acordamos 5 dólares para el viaje de 10 km. El tapizado interior totalmente de leopardo me recuerda los atuendos de Moria Casan. La sonrisa, esta vez un poco amarillenta, se cuela por el espejo retrovisor.

Las visas temporales para trabajar en Australia son muy populares para quienes venimos de Uruguay, Argentina o Chile, pero también para gente del Pacífico Sur. Año a año cientos de vanuatenses viajan al gigante de Oceanía para hacer los trabajos más físicos y peor pagos.

—Estuve en Shepperton juntando manzanas —dice apenas empezamos a hablar de canguros perdidos.

—Ahh mirá, yo viví cerca un tiempo. ¿Te gustó Australia?

—Sí, es muy lindo. Y se hace mucho dinero.

—¿Pudiste ahorrar?

—Claro, con lo que ahorré me compré el taxi. Es lo que hacen todos, porque en Vanuatu no hay oportunidades. Van a Australia, ahorran, y al regresar compran un taxi o ponen un negocio. Con eso te salvas para toda la vida.

El reporte del Happy Planet Index 2024, establece que se mide el éxito de cada país para asegurar el bienestar de sus habitantes actuales y futuros. Se llega a un coeficiente producto de trabajar con las variables de expectativa de vida, autopercepción de bienestar y la huella de carbono. 

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En la isla Tanna, al sur del archipiélago, la naturaleza se lleva puesta cualquier intento de infraestructura. Los barrancos se desmoronan si pasan varias camionetas juntas, la selva avanza ciega a las señales de tránsito y el ronquido del volcán activo más accesible del mundo te recuerda constantemente que la amenaza está agazapada, pero latente. Los caminos se improvisan rodeando troncos caídos, cruzando ríos raquíticos y llevando al límite la ley de gravedad al filo de la montaña. No hay transporte público ni motos ni autos ni siquiera ómnibus desvencijados de otra era, solo algunas 4×4 de modernidad obscena y caminantes sin suela.

Foto: Franca Levin
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El GPS del celular marca 2 horas 35 minutos hasta la playa. Las gotas de incipiente transpiración dejan en evidencia que la botellita de agua de un litro va a ser absolutamente insuficiente. Paso frente a la escuela y en la canchita de fútbol hay niños de 8 o 9 años jugando su propia final del mundo. Se enojan, insultan al compañero que perdió la pelota, corren descalzos y las nubes de tierra retumban en el aire con cada tranque.  Doscientos metros más adelante va ella, de chancletas gastadas que dejan dos huellas continuas en el medio de una calle sin vehículos. Tiene puesto un vestido naranja, un morral le atraviesa el medio del pecho y carga una gran botella de agua turbia con pedazos de tierra y pasto nadando al ritmo de su paso hamacado. Se detiene en una sombra y habla a la distancia con unos vecinos de una casa en obra. Grita con las manos en la cadera intentando recuperar el aliento, pero sin dejar de imponer respeto. El encuentro es inevitable así que improviso una tímida sonrisa para seguir mi camino, pero ella no me suelta tan fácil.

—¿A dónde vas amiga? ¿A la playa?

—Ehh, sí… supongo que sí.

—Yo también, así que vamos juntas charlando

A pesar del gorro, la transpiración se le cuela por los costados de la cara. Cambia la posición del morral y pasa el botellón de una mano a otra cada cinco metros. Si le hago una pregunta que requiere cierta profundidad detiene su paso, cierra los ojos y separa levemente los brazos del cuerpo. No sé si busca las respuestas con alguna concentración espiritual o intenta recuperar el aliento para volver al ataque de verborragia. Cuando toma impulso tira tres o cuatro máximas por minuto, de esas que dan la talla para estampar una remera o convertir un tweet en viral. Cobran todos: el gobierno por ineficaz, los hombres por vagos, el patriarcado por injusto, los colonizadores ingleses y franceses por haber derramado tanta sangre y hasta los chinos que venían a mejorar las rutas y no hicieron nada.

Foto: Franca Levin
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Jocelyn habla como si estuviera dando un discurso frente a cientos de militantes, aunque seamos nosotras dos caminando por la espesa selva. Habla de las mujeres de las aldeas, de que los hombres las abandonan sin pagar manutención y ellas no vuelven a estudiar después de tener hijos.

—Acá las mujeres no saben sus derechos. Yo voy y se los explico, ningún gobierno puede sacarnos nuestros derechos.

Todavía falta una hora y el sudor del mediodía se siente como lava cayendo por la espalda. Frenamos en una sombra para descansar y le comparto las últimas gotas de agua fresca de mi botellita de aluminio. De ahora en más solo contamos con el caldo de tierra y pasto que carga Jocelyn bajo su brazo. En medio de nuestro descanso pasan tres mujeres de generaciones distintas cargando cañas en las cabezas y machetes en las cinturas. La más veterana se pone a charlar sin dejar la carga en el piso.

—El hijo de ella se fue a Port Vila, tiene un trabajo importante -me dice Jocelyn con un tono que tantas veces le escuché a mi abuela para hablar de sus nietos.  

—¿Ah sí? ¿Y de qué trabaja?

La señora me sonríe mostrando los únicos tres dientes que todavía le quedan en pie. “Government” dice, y los ojos se le llenan de un orgullo sin idioma.

Seguimos camino y mi celular pierde señal, no sé dónde estoy ni cuánto falta. Ya ninguna habla. El silencio gana terreno para reservar cualquier gasto de energía innecesario. De a poco empiezan a aparecer casas y animales, imagino que estamos llegando a su aldea. Niños y ancianos saludan a Jocelyn con los machetes en el aire cuando pasamos cerca de su cosecha. De repente tres niñas corren a su encuentro, se le cuelgan, saltan, gritan.

—Son mis nietas. Vení, vamos a sentarnos.

Su marido Sam está sentado en una silla de plástico a la sombra del gran Banyan[1], es el jefe de la aldea. Tiene una radio portátil pequeña de la que parece salir el relato de algún evento deportivo. Las niñas corren por otra silla para Jocelyn y yo me siento en la lona del piso. Jocelyn da algunas órdenes más y una adolescente con trencitas aparece con un plato de comida para mí.

—¿Te gusta la sopa? Esa es tradicional de Vanuatu, de coco y batata. Todos los alimentos los cosechamos acá. Después de comer las nenas te llevan a la playa.

Foto: Franca Levin
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El volcán Yasur ruge a un par de metros y de él nace un río de aguas calientes que pasa por detrás de la aldea para desembocar en el océano. Hay zonas donde meter un dedo puede ocasionar quemaduras importantes, así que Brenda me lleva casi a la desembocadura, donde las profundidades termales conviven con las olas frías del océano Pacífico. Sumergirte en esas aguas da la sensación de un cuerpo disociado: entre las piernas y los brazos hay una diferencia de 35 grados. Nos sentamos en unas rocas en la mitad del río y, de alguna manera, es lo más parecido a una ducha de agua caliente que tengo en 20 días.

Brenda tiene una falda a rayas horizontales y una musculosa floreada; acá nadie se saca la ropa para meterse al agua. Trabajó para el gobierno, hace artesanías, cultiva la huerta y es la traductora para los turistas que cada tanto aparecen preguntando por el culto a John Frum: una creencia surgida durante la Segunda Guerra Mundial que espera el regreso de un mesías vestido de militar estadounidense, cargado de bienes materiales y promesas de prosperidad. Si bien los cultos cargo han perdido popularidad con los años, en este rincón de Vanuatu todavía se aferran a la divinidad de los aviones y botellas de Coca-Cola. 

Brenda dice que esas son cosas de hombres y se desentiende. No tiene interés en hablar de la creencia que puso a Tanna en el foco de discusiones antropológicas en alguna universidad privada a miles de kilómetros. Tiene seis hijos y hace años que el marido ni aparece por la isla.

—A veces pienso en dejar a mis hijos a cargo de una vecina para ir un tiempo a Australia, así podría ahorrar y terminar de construir mi casa.

Las palabras de Brenda son un suspiro apenas perceptible cuando al volcán se le da por llamar la atención. La fertilidad del suelo es tan alta que si tiras una manzana al otro día tenés un árbol, pero en los ojos de Brenda no se percibe agradecimiento cuando mira en aquella dirección.  

—¿Has subido al volcán?

—No, no me gusta ir.

—¿Por qué?

—Porque mi hermano murió ahí, hace muchos años. Él estaba arriba y erupcionó más fuerte de lo habitual, le cayó una roca volcánica encima. Dicen que ahora es seguro, pero yo no confío.

—¿Les da miedo que el volcán erupcione y se lleve toda la aldea?

—No pensamos en eso… además, ¿a dónde vamos a ir?

Brenda gira la cabeza y se queda mirando el horizonte. Las olas del Pacífico golpean con furia más adelante, pero a nosotras nos llegan apenas unas corrientes frías y superficiales. No quiero ni preguntarle por los peligros que pueden venir de este lado.

En caso de tsunami, el único lugar con altitud suficiente para resguardarse es el volcán.

Foto: Franca Levin
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En la isla Pele, vecina a la principal Efate, viven unas 300 personas. Algunos cruzan a la isla principal para trabajar, otros sobreviven con el turismo que llega a cuentagotas. No hay kioscos ni restaurantes ni electricidad ni médicos ni juzgados ni agua corriente. Lo que sí hay son niños pescando con una cuerda atada a una botella, huertas entre palmeras, mujeres maniobrando ollas comunitarias y un jefe que pone orden cuando hace falta.

La historia de John y Fabiola es simple y hasta trillada para quienes nos criamos consumiendo telenovelas latinoamericanas: una infidelidad entre adultos casados. Pero en Pele, lo privado no se resuelve puertas adentro. La reconciliación es colectiva y se ejecuta a cielo abierto.

La ceremonia se lleva a cabo en una playa tan perfecta que podría ilustrar un folleto turístico. Sobre la arena seca y fresca por la generosa sombra de los árboles arman cuatro montículos con kilos de arroz, azúcar, verduras, alfombras tejidas, sobres con dinero y hasta chanchos atados de las patas. Cada paquete representa una restitución simbólica a los engañados y sus familias. Porque cuando se le falta el respeto a un individuo, el daño se extiende a sus padres, hermanos, abuelos, tíos y primos.

No hay vestimentas tradicionales, danzas minuciosamente ensayadas ni souvenirs a la venta. Solo palabras serias, pausadas, dichas en un bislama entrecortado del que entiendo lo esencial: familia, paz, unidad, castigo, no hablar más y kastom, el sistema de valores que ordena la vida desde que terminaron las guerras tribales y el canibalismo.

Repartidos los bienes, secadas las lágrimas y apretadas las manos, solo queda una cosa por hacer: el almuerzo compartido. Pareciera que la armonía puede ser una forma colectiva, y a veces impuesta, de felicidad.

Foto: Franca Levin
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[1] Árbol nacional de Vanuatu. Es el centro de reunión en las aldeas y donde se toman las decisiones importantes.

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