De sonidos, ruidos y resonancias. Una crónica audible sobre el escuchar.
Los aviones
Los aviones sobrevuelan mi barrio, las cabezas de las casas y los edificios. También las de los perros y gatos que se pasean por las calles, las de las palomas, mirlas y copetones, y las de nosotros, los vecinos de La Cabaña, en Bogotá, Colombia.
Murray Schafer, un compositor y escritor canadiense, planteó tres características del paisaje sonoro (o soundscape, término que él mismo acuñó). Quiero oír si este sonido aéreo encaja en alguna de las tres o si guarda algo de ellas. Puede que las desborde. Ya veremos.
Para Schafer, los sonidos tónicos se producen de forma permanente o muy repetida y por esto suelen percibirse a nivel inconsciente. El tráfico. El oleaje. Fondo sobre el que bailan figuras sonoras.
Las señales sonoras sirven para advertir o comunicar algo, como timbres, sirenas y bocinas. Sonidos en primer plano.
Cuando las señales sonoras tienen un significado especial y pueden representar a una comunidad, se convierten en marcas sonoras, por ejemplo, el llamado de las campanas a misa o el llamado de voceadores en la calle.
Entonces, los aviones. Un sonido tónico, tónico, no es. ¿Cómo algo tan inmenso y pesado ―no hay que salir de la casa para oírlo― puede convertirse en un trasfondo, o en un hábito de escucha, casi inconsciente? Ya en innumerables ocasiones me he despertado de un sobresalto pensando que hasta aquí llegó todo: en cuestión de segundos el aparato en llamas atravesará el techo, la pared, mi cuerpo. Y rezo y me digo que no quiero morir, al menos no todavía.
Aunque se le concede lo siguiente: los sonidos de los aviones hacen “que todo lo demás adquiera un significado especial”, y con ese todo lo demás, me refiero al silencio. Especialmente cuando estoy viendo una película y debo pausarla mientras pasa el estruendo; claro que también está la opción de subirle el volumen con mucha rabia. Ahora imaginen cómo todos los volúmenes subidos de habitaciones, apartamentos, casas, cuadras o barrios forman otro estruendo de los mil demonios. Así que, como sonido (semi)tónico, influye de manera honda y omnipresente en nuestro comportamiento y, sobre todo, en nuestro humor. Lo dice Schafer, no lo digo yo. Queda claro, entonces, que todo sonido causa un efecto. Obra en quienes lo percibimos.
Como vimos, este (semi)fondo se vuelve figura, no hay manera de escucharlo inconscientemente. Mejor dicho, es un sonido que a toda costa desea figurar. Dormidos o despiertos, no podemos librarnos de él. Podría decirse entonces que sí, que el sonido de los aviones es una señal sonora, pero no por completo. No constituye en sí un mecanismo de alerta acústica, como los timbres, los pitos o las sirenas. No transmiten un mensaje a los vecinos del tipo “permiso que voy volando”, o “ya llegué”: solo nos dejan con los pelos de punta o ponen a prueba nuestra paciencia ―mientras escribo esta noche, han pasado sonidos a las 9:30, 9:34, 9:37, 9:55, 10:02, 10:06, 10:07, 10:09, 10:13, 10:20, 10:21, 10:23, 10:24, 10:26, 10:30… Hoy se están luciendo. 15 aviones en una hora―. Ahora, no todos suenan igual, y ese detalle lo acabo de descubrir.
Con respecto a la última característica, lo más probable es que los aviones tanto al despegar como al aterrizar emitan un sonido distintivo de nuestra querida comunidad de barrios aledaños al aeropuerto El Dorado. Solo nosotros sabemos que un edificio viejo puede vibrar al paso bajito de un avión. Solo nosotros sabemos el valor de las ventanas con doble vidrio. Y solo nosotros tememos acabar aplastados bajo los escombros de un avión, sin siquiera haber puesto un pie en él.
La cuestión es que caen dentro de esta característica como a medias. Schafer nos dice que una vez que se ha identificado una marca sonora, merece ser protegida. Y esto es porque tiene un significado cultural o histórico. Y, bueno, realmente lo que sucede es que, por cosas del destino o del azar, vivimos en este grupo de barrios marcados por un ruido que produce algo así como una histeria colectiva de puertas para dentro. No está en nuestras manos proteger este sonido, pero sí es verdad que forma parte de nuestra identidad y memoria local: cuando miro al cielo desde otro punto del planeta y veo, allá a lo lejos, un avión, pienso en cómo a mi barrio lo atraviesa todos los días ese sonido gigante de insecto metálico, y me pregunto si otro vecino, gato, perro, desde otro lugar, estará mirando hacia arriba y pensando que nosotros sí sabemos lo que es verle la barriga a un avión, con las alas y la cola llenas de luces, si es de noche. Nos une el sentimiento de pequeñez ante tanta grandeza miedosa y a la vez fascinante.
Los Red Hot Chilli Peppers cantan:
And music is my aeroplane
It’s my aeroplane
Esto suena lindo, sobre todo porque ellos hacen música. Es una metáfora efectiva: me atrevo a hablar por mí y por todos: la música nos eleva, nos lleva a otros lugares ―actúa como aparato intergaláctico, aunque no sepamos a qué suena el cosmos ni cómo es una galaxia en persona o un planeta lejano. Hay músicas que nos hacen sentir sumergidos, o como si estuviéramos dando un paseo en la montaña; otras nos hacen desear la ondulación del baile y la caricia―.
Ahora, la metáfora no funciona en sentido contrario: los aviones no son música para mis oídos, ni para los oídos de nadie. Aunque aquí no debería hablar por todos. Un avión podría sonar lindo si te recuerda ese viaje perfecto, si en ese avión viene llegando alguien que amas; ahora, si se está yendo, sonará como el infierno. En fin, es un sonido que carga gente: la trae y la lleva imaginariamente, y en físico, claro, por el mundo, entre los mundos.
Las campanas
Las campanas, la verdad, no suenan din don dan, o tolón tolón, o talán talán, suenan a metal, sí, pero no din don dan, tolón tolón, talán talán: es nuestra manía por traducir lenguajes, y en eso nos quedamos cortos. Yo vivo a dos cuadras, largas, de una iglesia. Y por vivir a dos cuadras largas de una iglesia, no necesito poner despertador. Son tres llamados del Señor: uno a las 6:28 am, el siguiente a las 6:45 y el último, a las 6:58. Confieso que nunca me levanto al primer llamado, tampoco al segundo, y casi nunca al tercero.
Suenan a estridencia, a inminencia, a demencia. O sea, de levantarse, hay que levantarse, solo que a nadie le agrada que le digan cuándo. Aun, no me desagradan del todo. Si un día dejan de sonar, me preguntaré si le pasó algo al monaguillo, una muerte, una enfermedad. Si dejaran de sonar, ¿yo empezaría a madrugar? Las misas, ¿quedarían desiertas? Si dejaran de sonar, ¿quién escribiría sobre las campanas?
Alguien me dijo que era una grabación: ilusa, ¿crees que una persona va a subir todos los días a hacer sonar la campana? Y yo: sí.
Cada timbrazo suena distinto, comienza con un dioan dioan dioan, varias veces; luego otro más agudo; y viene esa misma retahíla aguda, pero como encarnizada, como un desespero campanario: veo al monaguillo ―o a la señora eterna enamorada del cura― dándole a la cuerda con ahínco, asola la campana como carne y, cuando se da cuenta, se ha pasado hace rato de los dioan dioan dioan lícitos, pero ya qué.
Y luego un solemne taaan
Con cada aviso se suma un nuevo taaan final:
taaan taaan
taaan taaan taaan
Para ilustrar el poder de este sonido, diré que alguna vez me hizo escribir el siguiente poema:
Ya se puso la tarde ocre y llorona. Detrás del monte aparecen relámpagos ciegos, se oyen truenos sordos. Detrás. Debajo. Entre. Alrededor. Sonaron campanas.
El río subterráneo va creciendo en altura, aumenta su cauce, no en violenta inundación se rezuma de esa tierra, como lamiéndola. Tics jugosos. Soporto largamente los ricos cambios del paisaje, aunque antes de que se apague el cielo, querré provocarme algo arrasador: un temblor de varios grados en la escala de Richter valiéndome de una maquinita zumbante: querré penetrar mi cámara magmática para desatar un geiser. Sonaron campanas. Take me to church. Obro en mí.
Este sonido nos despierta el cuerpo, hace que los vecinos acudan a la cita matutina, y vespertina: no he mencionado que los tres llamados se replican sin falta en la tarde: 5:28, 5:45, 5:58. En la tarde hay, sin embargo, un tono distinto: no sé si sea porque el sol ya dio su vuelta ilusoria y porque me gusta más el crepúsculo que el alba: es un llamado a la noche, a entrar en la noche. A dejar de hacer lo que sea que se esté haciendo, abrir la cortina, dejarse tocar por la luz que poco a poco se vierte en la piel, como un agua dorada, esa misma luz que da contra los vidrios de los edificios altos de la ciudad y parece incendiarlos, desde mi ventana.
El sábado la campana ya está en las últimas, casi es el séptimo día, los tres avisos tañen sosos, indevotos.
Aunque el domingo recupera todo su ímpetu.
Estoy milagrosamente despierta antes del primer llamado. El monaguillo, la señora ―o la grabación, no quisiera―, tiene casi una hora más para la encomienda. Los feligreses con dos llamados tienen.
7:15
Alcanzo a distinguir unos doce dans (¿o tans?), quizás uno por segundo; luego unos doce dins, con la misma cadencia, y viene entonces el enloquecido dindandindandindandindandindandindan… Contar cada partícula sonora, imposible, solo me queda la sensación de su paso, a lo largo de un segmento, por el aire.
7:28
Se repite la convocatoria, aunque esta vez el din-din din-din se me antoja con una variación: din-din din-din ―cuán imprecisos pueden ser nuestros sentidos, o es que se van afinando cuanto más se ahonda en un estímulo que nos cautiva―.
Y así todo el día; hoy hay cuatro misas. 4 X 2 = 8. Ocho llamados. Quizás me dé por hacerle caso a alguno de tanto llamar, ahora que no puedo no oírlos.
♪♫ For whom the bell tolls Time marches on ♫ ♪
Las campanas también doblan por los muertos o los recién casados. Sin embargo, jamás las oigo por ninguno de estos dos motivos, puede que haga oídos sordos a lo que no me interesa, o a lo que me causa dolor; puede que nadie se case o se muera por las inmediaciones de mi barrio. ¿Dije que jamás las oigo o que jamás me asomo a verificar?
Lista de verificación:
Sonido tónico: depende de quién lo escuche. También le gusta figurar, pero a veces se pone de fondo y los oídos hacen como si nada.
Señal sonora: definitivamente. Todo lo que suena, implica movimiento, todo lo que se mueve, suena. Y este sonar avisa de algo. Puede influir en el comportamiento: pasos ligeros, movimientos mentales, poros abiertos, pupilas dilatadas.
Marca sonora: es un sonido único para las cuadras aledañas a la iglesia, y seguro alcanza para todo el barrio. Habrá quienes querrán conservarlo por los siglos de los siglos; de todos modos, el sonido se conserva a sí mismo en su hegemonía, asume que a todos les atañe. Habrá otros vecinos que deseen callarlo, sobre todo si sufren de insomnio o se fueron de fiesta. Habrá quienes dejaron de creer, o nunca han creído, en el rito católico y el sonido les punza el oído; o que, al encontrarse más allá del bien y del mal, no les produzca más que indiferencia. Lo cierto es que es historia.
En ambos casos, a los sonidos del avión y la campana no tuve que buscarlos: ellos fueron a mi encuentro. Traspasan las paredes de lo grandes que son, pasan hasta por sobrenaturales, porque sus ondas me traspasan también, me estremecen la imaginación y los sueños. Me encantaría recordar cómo se sentía vivir sin los aviones ni las campanas durante la pandemia. Podría decir que simplemente era ausencia de sonido; sin embargo, no es tan simple: quisiera saber si es así con todo: que no nos damos cuenta el momento en que dejamos de oír, ver, palpar, saborear algo y que solo en su resurgimiento es que existe de nuevo en nosotros: pero no es tan simple: es probable que también ese volver pase desapercibido, y que lo que vivifique ese algo sea fijarnos decidida y delicadamente en él.




