Etiquetas relativas: cómo se cambia el origen de las frutas que se comen en Europa

Una fresa madurando en Marruecos
Una fresa madurando en Marruecos

Se ha detectado que empresas españolas reetiquetan fresas marroquíes para aprovechar la marca “Huelva“. Casos similares se han reportado en Francia con otras frutas. Hemos viajado a España, Francia y Marruecos para investigar qué pasa con el origen de frutas que se venden en Europa, en especial las fresas.

 

Texto y fotos: Sofia Caruncho Llaguno (España), Paloma De Dinechin (Francia) y María Fernanda Romain (Marruecos)

Esta investigación se realizó con el apoyo de Journalismfund Europe

Trabajadora de la fresa en Huelva, España.
Trabajadora de la fresa en Huelva, España.

España

En el centro de Huelva, sur de España, el Mercado del Carmen resiste como puede el tirón de los centros comerciales. Las aceras están calientes por el sol y apenas hay gente. Dentro, en lugar del bullicio que se espera de un mercado provincial, silencio. Es 7 de enero. Un pasillo largo se abre paso entre calles interiores. Una, tres, seis persianas metálicas bajadas. Hay poco que vender. A 7 minutos en coche, El Corte Inglés rebosa de gente con bolsas rojas en las que se lee: REBAJAS. En el Mercado del Carmen, bajo los tubos de neón y el olor a humedad, los tenderos defienden lo suyo.

“Aquí las fresas de Marruecos no tienen nada que hacer“, dice Mari, tendera morena de unos 50 años, mientras agita las manos. 

Su puesto es el único abierto del primer pasillo. En el pasillo paralelo hay otros. El más grande tiene fruta y verdura y más clientes que los demás. “Después de la hepatitis del año pasado todo el mundo viene con lo mismo: ‘¿Pero son de Huelva? Que de Marruecos no quiero nada’“, dice la que atiende, rubia, de casi 60 años, con voz dulce. “Pasó con las fresas y las judías verdes. ¡Uy, imagínate el follón!“.

“Lo de la hepatitis A“ es un escándalo que estalló en marzo de 2024 gracias al portal comunitario RASFF (Rapid Alert System Feed and Food) y que señaló a Marruecos como culpable de regar sus campos de cultivo con aguas fecales. El Ministerio de Agricultura del país rechazó las acusaciones, calificándolas de “rumores e informaciones falsas“ que buscaban dañar la reputación de los productos agrícolas marroquíes. Además, advirtió que podría emprender acciones legales contra quienes difundieran estas afirmaciones. No obstante, en España el rumor pervivió. 

“El año pasado tuvimos que poner un certificado que decía que las fresas eran de Huelva“, dice Salva, otro tendero, y busca en el teléfono una foto del certificado: un póster muestra una caja de fresas y encima un lema que dice “100 % origen España“. Abajo, el logotipo de Fresón de Palos. 

La temporada comenzó en septiembre, arrastrando consigo una amenaza silenciosa: el agua. Ya entre mayo y junio de 2024 los agricultores habían sufrido una reducción del 25 % en el riego. Esta llegó a ser del 50 % a medida que el otoño se secaba. A la escasez de agua se sumó el frío. Temperaturas más bajas de lo habitual ralentizaron la maduración de la fruta y empujaron los precios hacia arriba. El campo, encogido, avanzaba a contramano del mercado.

En el Mercado del Carmen, el más importante de Huelva capital, la primera remesa de fresas llegó en diciembre, dicen; aunque febrero marca el verdadero inicio de la temporada. Las de hoy están dulces, aseguran. Riquísimas. “Pruebe una“. Son fresas locales: de Palos de la Frontera, de Lepe, de Moguer. Medio kilo cuesta 5,99 €. El kilo, 7,99.

En marzo de 2024 la Unión de Pequeños Agricultores (UPA) lanzó la campaña #YocomofresadeHuelva. El mensaje era claro: la fresa local es “sana, segura y sostenible“. Promueven un consumo transparente, respaldado por la etiqueta de origen. 

El secretario general de la organización, Lorenzo Ramos, quería reforzar los controles fronterizos para garantizar que a los productos importados se les exigieran las mismas condiciones que a los españoles. Eran las llamadas “cláusulas espejo“: normas que buscan nivelar la competencia y proteger al productor local. 

Como parte de la campaña, repartieron fresas en distintas ciudades del país. Este año suman un atractivo: una fresa gigante de peluche que saluda, baila y se hace fotos con los transeúntes. Una mascota para defender el campo.

Entre los secretos de la fresa onubense está la elección varietal. Plantar cada campaña no es solo una decisión técnica: es un reclamo de autonomía territorial. Según el Instituto Andaluz de Investigación y Formación Agraria (Ifapa), cada año las empresas desarrollan nuevas variedades adaptadas a la tierra y al clima de la región. Esto ocurre porque el sector del fresón paga a las Universidades de Florida y California entre 12 y 13 millones de euros anuales por utilizar sus métodos de selección y cultivo. 

En la temporada 2024 – 2025 se han cultivado más de 22: la Marisma lidera, con un 12,5 % de la superficie sembrada; seguida de la Red Sayra, con un 12,1 %. En el Mercado del Carmen, Salva habla de estas variedades como quien recita un catálogo con orgullo: “Algunas tienen patente y todo: la 231 o algo así es la más rica“. 

Huelva ya cuenta con más de una docena de variedades propias registradas. “La primoris es más dulce; la rociera, un poco más ácida, y la rábida, más suave“, dijo en una entrevista para El País Juan Manuel Arenas, encargado de producción de la empresa Fresas Nuevos Materiales. Desde hace más de dos décadas, Arenas lidera una investigación para depender menos de estos programas norteamericanos.

El certificado de las fresas en España
El certificado de las fresas en España

 

Todavía hace frío. Las calles de Moguer están mojadas y, en los márgenes del centro, empiezan a aparecer ellas: caminan de a dos, con las manos en los bolsillos y la cabeza cubierta con pañuelos. Las llaman “las marroquinas“, aunque no todas vienen de Marruecos. Algunas viven desde hace años en el pueblo en que nació Juan Ramón Jiménez. Otras, en Palos de la Frontera, a unos 10 kilómetros. Algunas avanzan hacia la calle Alonso Niño, donde una tienda vende desde carcasas para móvil hasta ropa barata. 

Allí, los clientes se agolpan frente al mostrador para hablar con el dueño. Le piden que les consiga una cita para darse de alta en la bolsa de empleo. Él recoge los documentos con una mano, con la otra marca el número, pone el teléfono en altavoz —la voz de una funcionaria responde del otro lado—, toma el ratón del ordenador, abre el calendario, deletrea apellidos y confirma.

En los papeles, las reglas están claras. El Convenio Colectivo del Campo en la provincia de Huelva —vigente desde enero de 2021 hasta diciembre de 2025— establece que los recolectores de frutos rojos deben trabajar 39 horas semanales, con posibilidad de sumar hasta 10 más si la campaña lo exige, sin superar las 9 horas por día. 

Las horas extra y los festivos deben pagarse al 150 % del salario diario. También garantiza 30 días naturales de vacaciones retribuidas. En cifras, se traduce —de forma aproximada— en 60,51 euros por jornada, 9,30 la hora, 16,28 si es extra. Pero depende del puesto, del tipo de contrato, de la antigüedad. Y, por supuesto, de que alguien lo respete.

En la práctica, no siempre ocurre. El colectivo Jornaleras de Huelva en Lucha denuncia año tras año irregularidades en la contratación de mujeres extranjeras para la recogida de fresas. Su nombre aparece con frecuencia en redes sociales, donde difunden testimonios anónimos, casos que no suelen llegar a tribunales. Un acusado constante: la empresa Cuna de Platero, parte de la asociación Freshuelva. “Ayer entramos a las 7 de la tarde y salimos a las 6 de la mañana. No nos pagan horas extra ni nocturnidad“, escribe una trabajadora. El grupo publica luego la respuesta oficial del Organismo Estatal de Inspección de Trabajo y Seguridad Social: una resolución que archiva la denuncia “en base a su deber de sigilo profesional“. Ana Pinto, única persona a cargo del colectivo, acompaña la imagen con un mensaje: “Denunciamos a nombre del sindicato. Y nos piden que lo hagamos a nombre del trabajador. Pero saben que nadie quiere hacerlo. Y se archiva la denuncia“.

***

A la vera de la carretera que une Moguer con Palos de la Frontera, los invernaderos se extienden como un mar blanco. Túneles largos de lona suben y bajan siguiendo el terreno, formando silenciosas ondulaciones de plástico. Hace viento. Hace sol. Huele a sal. Las rejas de acceso a los campos están cerradas. Solo una queda entreabierta. Detrás, un autobús con la parte trasera rotulada: “BALDIFRESA“. El logotipo muestra una fresa abrazada por una cinta blanca.

Un camino de albero —la tierra amarilla típica de Andalucía— se abre paso entre las hileras. Al fondo, un carro tirado por un mulo avanza con lentitud. Lo conduce un hombre moreno que lanza un grito suave: “¡Eh, ea!“. Es el encargado del campo. Dice que viene de la India, dice que lleva veinte años trabajando en Baldifresa, que tiene varias explotaciones en la zona, aunque no dice cuántas. “El autobús es para mover a los trabajadores de un campo a otro“, explica.

Hoy son diez. La mayoría viene de Marruecos, pero hay búlgaros y rusos. Usan carretillas de una sola rueda con las que recorren los surcos. Cuando ven una fresa madura, se agachan, la cortan con las manos y la depositan en cajitas plásticas de medio kilo que cargan delante. 

“Me cansé de comer fresa“, dice una trabajadora. “Al principio comía todo el tiempo, pero ya no como nada“. Otra cuenta: “Cuando se acaba aquí, me voy a Segovia, que pagan mejor“.

Así se cultiva la fresa: en dos tiempos. Primero se plantan las matas en zonas frías como Segovia, donde el clima induce un proceso llamado estratificación. El frío ralentiza el metabolismo de la planta, que acumula azúcares en forma de almidón y enzimas antioxidantes. Luego, las plantas se trasladan al sur. En Huelva, con más horas de sol, esas enzimas se activan y transforman los almidones en azúcares simples: glucosa, fructosa. El dulzor final empieza mucho antes de que la fruta se vea roja.

Todo está medido. El frío, el sol, el color, el peso. Todo menos el cuerpo que se agacha, el cansancio que no figura en ninguna etiqueta.

En su sitio web, Fresón de Palos explica por qué sus fresas tienen ese dulzor inigualable. Lo atribuyen a sus tierras arenosas, asentadas sobre calizas terrosas, más de 1200 hectáreas cultivadas bajo un “suave clima“ y con agua de “excelente calidad para el regadío“. Son —dicen— las condiciones perfectas para obtener un fresón de “tamaño, textura, color y sabor inigualables“.

Una verdulería en el Mercado del Carmen
Las fresas  en uno de los puestos del Mercado del Carmen en Huelva. 

 

El encargado de Baldifresa tiene otra explicación: “Para que tengan ese color, les echamos azufre. El calor las pone rojas“.

Cuando las carretillas se llenan, las cajitas transparentes pasan a unas bandejas grandes con el logo de la empresa. Luego, tras una inspección y selección, se acomodan en cajas de madera. En la etiqueta se puede leer: origen España (Huelva); categoría II; tipo de producto en cuatro idiomas: fresones / fraises / strawberries / erdeieperek; calibre:18 mm y más; cantidad: 2 kg. Después, el código EAN, o código de barras. Si empieza por 84, son de España. Si empieza por 611, de Marruecos. Pero aquí no hay fresas de Marruecos.

Para mejorar la trazabilidad y reforzar la seguridad alimentaria, la Diputación Provincial de Huelva celebró en abril de 2024 el II Congreso sobre Etiquetado Inteligente en la localidad de Hinojos. Junto a la startup Naturcode, se presentaron avances tecnológicos que prometen decirle todo al consumidor: origen, calidad, sostenibilidad. Las etiquetas, equipadas con RFID o NFC, funcionarán como una huella digital del alimento. Los planes de contratación para este servicio oscilan entre 450 y 1550 euros al año.

Francia

Aquí donde el silencio del campo solo se rompe por el zumbido lejano de los tractores crecen algunas de las fresas más buscadas del mundo. En Saint-Sardos, en el suroeste de Francia, unos 80 kilómetros al norte de Toulouse, una de las regiones agrícolas más fértiles del país, hay fincas familiares que pasan de generación en generación a la confluencia de los ríos Garona y Lot. 

Xavier Mas en su oficina
Xavier Mas en su oficina

 

En la finca de Luc Mas, de 25 años, con una mirada azul y sonriente típica del sur de Francia, tres generaciones están trabajando la tierra. 

Luc se une a su padre, Xavier, un hombre de 55, que trabaja en silencio. Con cuidado, va juntando cartones de fresas, cada uno marcado en las esquinas por un corazón rojo, como un sello de afecto. Dentro las fresas relucen, rojas y brillantes, se adivinan jugosas al mirarlas. Mientras padre e hijo amontonan las cajas rebosantes, se ve una silueta a lo lejos, inmóvil pero atenta. Es el abuelo Louis, de 81, fundador de la finca. Está jubilado, pero nunca se aleja demasiado. Su nieto lo mira con ternura y bromea: “Es el inspector“.

Pero detrás de esta imagen de tradición familiar, el sector vive una crisis. En agosto de 2024 Philippe J., un comerciante mayorista de Romorantin en el departamento de Loir-et-Cher, fue condenado en primera instancia tras haber reconocido la falsificación de origen de productos. “Metí la pata, lo asumo“, declaró ante el tribunal. 

Vendió como francesas 4500 toneladas de fresas procedentes de España y Alemania. Xavier Mas calcula que la falsificación le habría permitido generar un beneficio adicional de 2 euros por kilo, lo que equivale a casi 9 millones de euros. La falsificación de origen incluye además 278 toneladas de frambuesas y 194 de arándanos. 

La sanción impuesta: una multa de 100 mil euros y la obligación de publicar la condena en la prensa especializada. El comerciante apeló la sentencia y se espera un segundo juicio. 

“Las ganancias son enormes y las multas ridículas. Es un escándalo“, denuncia Mas, presidente de la AOPN Fresas y Frambuesas de Francia, que representa a casi la mitad del sector a nivel nacional. 

La mecánica es simple: basta cambiar etiquetas o envases para que fresas de Marruecos o España parezcan de origen francés. 

 

Adeline Gachin, presidenta, en las oficinas de la Oficina Nacional Interprofesional del Kiwi francés (BIK), en Toulouse. 
Adeline Gachin, presidenta, en las oficinas de la Oficina Nacional Interprofesional del Kiwi francés (BIK), en Toulouse.

 

En el corazón de la ciudad rosa, Toulouse, la sede de la interprofesional del kiwi francés es una oficina modesta pero llena de carácter. Las paredes están cubiertas de carteles que proclaman: “¡Kokorikooo!. Orgullosos del kiwi de aquí“ o “Se puede ser de aquí y ser exótico“.

Desde su oficina en el segundo piso que da sobre un patio verde, Adeline Gachin, directora de la asociación, podría hablar durante horas de las variedades del fruto verde; pero algo la amarga. Cuenta de la última carta anónima que recibió en marzo:

“Hoy tienen todo por ganar con la trampa, y nada que perder, nosotros queremos que sea lo contrario“. Lleva una chaqueta con un kiwi bordado en el pecho y otro en la espalda. Buceadora aficionada junto a su marido, ama a la naturaleza tanto como odia las mentiras. 

“No puedo más. Hay una empresa conocida que falsifica [el origen de los] kiwis desde hace años“.

Gachin la denunció a principios de año. El kiwi, por ser un fruto fácil de almacenar, es el más afectado por esta práctica. Se conoce de seis condenas entre 2015 y 2018 por falsificación de origen, cinco de ellas contra miembros de su propia asociación, la interprofesional del kiwi francés (BIK).

“El kiwi es solo el árbol que esconde el bosque“, afirma. Una campaña nacional de control de kiwi había tenido lugar lo cual explica que haya más condenas en el sector del kiwi, según Gachin. 

De acuerdo con Marion Girardot, responsable de comunicación de la DGCCRF, Dirección General de Asuntos del Consumidor y Control del Fraude, las fraudes sobre el origen afectan en especial a las frutas y hortalizas de gran volumen, cuyas producciones francesas y extranjeras se solapan y cuyas variedades son similares: melones, tomates, melocotones, peras, fresas y kiwis.

En 2024 se realizaron cerca de 10 mil controles sobre el origen de los productos alimentarios en Francia. La tasa de anomalías ronda el 30 % – una cifra elevada, “aunque conviene precisar que los controles son selectivos y, por tanto, no representan la totalidad del mercado“, según la responsable.

La presión no nace en el campo. Nace en los pasillos refrigerados de los supermercados. Según Adeline Gachin, directora de la interprofesional del kiwi, son las grandes cadenas las que tensan el sistema hasta que se rompe. “Presionan a los productores por cumplir con los contratos aunque no sea una buena temporada, quieren hacer promociones lo más interesantes posibles y esto empuja a los productores a las trampas“, dice. 

Los compradores desean proponer ofertas interesantes, promociones y según Adeline Gachin “les basta que haya una factura de origen Francia“, sin más preguntas. Cuando una cadena encuentra fresas o kiwis supuestamente franceses a precios por debajo del mercado, todos saben – y callan- que probablemente no lo sean. “El que compra una factura con origen Francia es, en teoría, una víctima… aunque sé perfectamente que sabe lo que hace“. “No puedo dar nombres“, dice. 

“Quiero un camión completo“, exige el comprador. El productor, incapaz de llenar el pedido por sí solo, se enfrenta a una disyuntiva: perder el contrato o completar la carga con fruta extranjera. En temporada baja, cuando incumplir el volumen pactado puede implicar sanciones, muchos ceden. Una pegatina. Un número. Gestos mínimos que cambian el origen de una fruta.

“Las grandes cadenas no tienen miedo“, dice Gachin. “Van tranquilas. Saben que no les va a pasar nada“.

El sistema se adapta. Encuentra su equilibrio. La ley, en cambio, siempre llega después. La AOPN, que representa a buena parte del sector de frutas rojas en Francia, ha decidido presentarse como parte civil en los casos de fraude. También analiza lotes sospechosos buscando trazas de pesticidas prohibidos. Pero el margen es estrecho. Las condenas son pocas. Las consecuencias, blandas. “Los infractores reinciden porque el riesgo es mínimo“, dice Emeline Vanespen, directora de la asociación. 

Y el sistema los deja volver. Incluso condenados, muchos productores siguen dentro de las asociaciones. Siguen vendiendo. Siguen facturando. “No queremos reemplazar a la justicia“, justifica Gachin. Pero la justicia, muchas veces, no aparece.

Dos juicios de los últimos años bastan para mostrar los agujeros. En Valence, en 2019, un mayorista fue condenado por falsificar el origen de la fruta. El tribunal ordenó publicar la sentencia en cinco revistas especializadas y 60 mil euros de multa. No cerró, sigue vendiendo kiwis. En Privas, un año después, un comerciante vendió más de 400 toneladas de kiwis italianos como franceses. La investigación cruzó camiones, facturas, actas oficiales. El resultado: 70 mil euros de multa. La empresa, Ardèche Bio, sigue operando.

Mientras tanto, Francia insiste en su modelo. En el sabor. En la Gariguette, una variedad alargada, dulce, levemente ácida, que Xavier Mas cultiva desde hace veinte años. “Aquí no competimos por precio“, dice. 

Compiten por la ética. Por trazabilidad. Por sostenibilidad. Usan 50 moléculas fitosanitarias; en Italia, se permiten 300. Invierten más de 50 mil euros por finca en herramientas de protección sin químicos. Lámparas UV, feromonas, barreras biológicas.

El Ministerio publica un precio oficial todos los días. Lo complementa con una cotización diaria por teléfono. Pero ese sistema, ya débil, se hunde con una sola operación fraudulenta. “Es dramático“, resume Mas, en su oficina llena de cajas y carteles promocionales. En uno se lee: “Fraisetival de Saveurs“. “Frestival“ de Sabores.  

“No todos deben pagar por unos pocos“, insiste Vanespen. Pero el fraude no es una excepción: es una línea de producción paralela. A menor precio, con menos controles, con la etiqueta equivocada.

Xavier Mas en la primera zona de producción de fresas en Francia
Xavier Mas en la primera zona de producción de fresas en Francia

La única esperanza, por ahora, parece estar en un laboratorio. En Toulouse, la empresa Eurofins ha desarrollado el método ISOTOPE: un análisis capaz de identificar el origen geográfico de una fruta a partir del suelo, el agua, el clima. Su fiabilidad ronda el 80 %. El programa cubre kiwis, peras, albaricoques, manzanas, melocotones. La interprofesional del kiwi participa: paga 20 mil euros al año. La de la fresa no. 

El coste es alto. La voluntad, escasa.

“Por ahora, solo nos sirve para construir indicios“, reconoce Gachin. “Pero esperamos que algún día se acepte como prueba judicial a nivel europeo“.

Mientras tanto, las fresas viajan. Cambian de manos, de códigos, de origen. Y la etiqueta sigue diciendo: Francia.

Marruecos

La mayoría de las fresas que se cultivan en Larache, en el noroeste de Marruecos, salen del país por Tánger. Desde su puerto moderno —Tánger Med, uno de los mayores de África— parten cada semana contenedores refrigerados rumbo a Europa. Pero para llegar a los campos, hay que tomar la carretera. 

 Un trabajador en los campos de fresas marroquíes
Un trabajador en los campos de fresas marroquíes

 

El viaje hacia Larache cruza una línea de colinas verdes, donde la ruta se estira como una cinta polvorienta. A los costados, surgen aldeas blancas que aparecen y desaparecen como fantasmas. Marruecos cambia de cara: edificios agrietados, fortalezas abandonadas junto al mar, y puestos donde se mezclan frutas brillantes, camisetas falsificadas del Real Madrid y zapatillas de segunda mano. Detrás de cada cajita de fresa que cruza el Estrecho de Gibraltar, hay un paisaje que no figura en las etiquetas.

Larache, situada en la costa noroeste del país, está detenida en el tiempo. Su medina, pequeña, desordenada y viva, conserva la mística visual árabe. Las plazas de palmeras con azulejos de colores intensos y fuentes con poca agua, se intercalan con la arquitectura de algunas tiendas que recuerdan el pasado colonial: Hotel España, Café Cervantes, Café Madrid. Cientos de personas caminan con prisa por las calles angostas del centro, mientras algunas se detienen a pesarse por 3 dirhams (28 céntimos de euro) en balanzas electrónicas en el medio de la peatonal. 

En la terraza de un bar frente a la Place de Libération, donde una treintena de hombres miran cómo el Barcelona golea al Dortmund, bajo la lluvia tenue, está Abdeslam Seroukh. Lleva anteojos rectangulares, la nariz redonda, el pelo grueso, canoso y rizado. Viste un traje gris oscuro y pide un agua natural. Se define como “actor asociativo“ en Larache: organiza reuniones entre vecinos y actividades culturales. Ha visto cómo la ciudad ha ido transformándose al ritmo de la agricultura intensiva.

“Larache es una ciudad atlántica con clima mediterráneo“, explica con voz baja. Y dice que la combinación climática le otorga ventajas únicas a Larache: un suelo fértil, lluvias generosas y un entorno natural ideal para la arboricultura y el cultivo de frutos rojos. Allí nacen las fresas que después se venden, mayoritariamente, a Europa.

Según Amine Bennani, presidente de la Asociación Marroquí de Productores de Frutos Rojos, en el país el sector abarca más de 14 mil hectáreas en todo el territorio. Hay plantaciones en Berkane, Dakhla, Agadir, Larache, así como en la región de Meknes. 

Los arándanos ocupan la mitad, seguidos por las frambuesas (4600), las fresas (2800) y, en una franja muy menor, las moras (200). Solo en Larache hay más de 2 mil hectáreas cubiertas por plásticos y túneles bajos: debajo hay frutos rojos creciendo.

España —el mayor productor europeo— dedica más de 7 mil hectáreas solo a la fresa, y Estados Unidos supera las 20 mil. Marruecos no compite por volumen total, pero sí por ventaja de calendario: al tener un clima más cálido, puede cosechar antes y vender fuera de temporada, cuando los precios son más altos.  

En 2024 Marruecos exportó más de 200 mil toneladas de frutos rojos a 54 destinos internacionales. No es un gigante mundial, pero sí un proveedor clave para Europa en los meses en que el continente aún no produce lo suyo. Lo que no puede producir España en invierno, lo compra aquí.

Pero esas frutas casi no se consumen localmente. “Tenemos fresas, frambuesas, arándanos y también ‘paille-paille’, una fresa silvestre pequeña“, dice Seroukh, “pero la mayoría se exportan. Lo que queda son los frutos que no cumplen los estándares de exportación; se venden en los mercados, en los cafés, en las pastelerías“. 

A veces, los jugos con fresas se ofrecen en pequeños locales mezclados con leche o zumo de naranja. Sin marca, sin etiquetas, en bandejas o a granel. A precios muy por debajo del mercado europeo.

“El clima, es el clima“, dice Seroukh. “El clima acelera el proceso de maduración. Eso ha convertido la región en un punto clave para los compradores europeos. La competencia con España, Francia y, ahora Egipto, es feroz“. Especialmente con España, es tan desmedida que “algunos compradores españoles adquieren aquí la cosecha, la reetiquetan y la exportan como si fuera de origen español“. Muchas de las estaciones de empaque o empresas exportadoras en la zona son propiedad de españoles, o funcionan mediante alianzas con socios marroquíes.

Detrás del auge de este cultivo, el sistema marroquí revela una red mucho más compleja. “La cadena de valor tiene varios eslabones“, dice. “Está el fellah, el agricultor que riega, pide créditos, trabaja su tierra. Luego están las unidades que compran a estos trabajadores, se encargan del embalaje y venden el producto. Y luego, los que exportan o distribuyen. Claramente, los agricultores a gran escala se han enriquecido, mientras que los de pequeña escala siguen siendo simples jornaleros“.

En el aire, flota un silencio agrio. En el norte del país, algunos trabajadores pueden ganar hasta 500 dirhams por día (alrededor de 50 euros), pero incluso con esa paga, muchas veces resulta difícil encontrar mano de obra dispuesta a recolectar bajo condiciones exigentes.

“Algunas familias rurales han mejorado“, matiza Seroukh, “han podido invertir en la educación de sus hijos. Pero también se han vuelto más dependientes del mercado internacional, sobre todo del español“. 

Desde tiempos fenicios, la economía de esta región ha estado ligada al mar y a la tierra. Hoy, los frutos rojos han desplazado a los cítricos, la caña de azúcar, los productos secos. Las cosechas cambian con las modas del mercado, con lo que se vende más allá. “El Festival de los Frutos Rojos ya va por su tercera edición“, recuerda Seroukh. “Eso dice mucho“. Es un evento anual para promocionar la industria de frutos rojos en Marruecos, y reúne a agricultores, investigadores, proveedores y entusiastas de los frutos rojos para compartir conocimientos, tendencias y mejores prácticas en el sector.

Pero la temporada tiene límites. Las fresas marroquíes solo pueden entrar a la Unión Europea sin pagar aranceles hasta el 31 de marzo de cada año. Pasada la fecha, la industria enfrenta penalizaciones que buscan proteger la producción europea. Como consecuencia, muchos exportadores están apostando por la fresa congelada, un mercado menos lucrativo, pero con más margen operativo a lo largo del año.

Cuando la producción es alta, los precios bajan. Cuando la demanda internacional crece, suben los precios en los mercados locales. Pero lo que se exporta no es lo que se vende aquí. Son productos distintos, con nombres distintos, con destinos distintos.

A veces, en los productos aparecen enfermedades. Plagas. Y crecen las habladurías desde el otro lado del Mediterráneo. “Cada año, o cada dos años, algún distribuidor español dice que las fresas marroquíes tienen algún problema sanitario“, dice Seroukh. “Pero nunca se ha demostrado. Durante esos rumores, los distribuidores siguen comprando. La calidad está reconocida a nivel internacional. Nunca hemos tenido problemas de salud aquí por eso“. 

Para él, el problema no es técnico. Es de comunicación. “Los productores trabajan a puertas cerradas. Eso alimenta rumores, especulación. Deberían hablar más con los medios, con la gente. Ser más transparentes“. Sin embargo, las denuncias continúan. 

Y mientras las gotas empiezan a golpear el metal de la mesa y la multitud grita un gol en la televisión de fondo, Seroukh apura su botella de agua y guarda silencio. 

Las fresas seguirán su camino. Y Larache también.

***

Chouafaa está a unos 60 kilómetros de Larache. Llegar allí requiere casi una hora en coche por caminos de tierra seca que serpentean entre campos de cultivos interminables. El sol de abril cae denso sobre el parabrisas y el calor pegajoso se cuela entre las ventanillas cerradas. 

A los costados del sendero polvoriento se pueden ver invernaderos, canales de riego, personas que esperan en sus bicicletas a la sombra y parcelas valladas sin nombre. No hay señalizaciones precisas. De tanto en tanto, algún cartel indica la entrada a una finca. Los caminos son tan estrechos que apenas cabe un vehículo. Muchos de ellos no conducen a ninguna parte, se pierden antes en algún sembradío. 

En medio de este paisaje sin coordenadas, Chouafaa aparece sin anuncio alguno. Allí, cuando la temperatura se vuelve insoportable, comienza para muchos la jornada laboral. 

Un muchacho no mayor de 20 hunde las manos agrietadas entre las hojas de uno de los campos de un agricultor que produce para una gran compañía estadounidense. Selecciona cada fresa con precisión y las acomoda con lentitud en una caja de cartón.

Antes de iniciar la jornada, los trabajadores deben lavarse las manos, cambiarse de ropa y dejar fuera todo accesorio. Cada quien carga su carro y cosecha solo lo que ha sido encargado. 

Un encargado del campo, que prefiere no dar su nombre, explica que cumplen con certificaciones internacionales como Global G.A.P. y SMETA, y que son auditados hasta tres veces por año. “No se puede empezar la exportación sin un análisis aprobado“, dice. 

No sabe cuánto se paga por kilo, ni a qué país va lo que cosechan: “Nosotros producimos. Lo demás lo maneja el intermediario“. Tampoco sabe si se reetiqueta. “No tenemos idea. Nuestra relación termina en el punto de recolección“.

***

Para encontrar El Aouambra hay que volver hacia Larache. Se retrocede por la carretera, unos 20 kilómetros, y luego, al cruzar una vieja estación de gasolina, se toma un desvío hacia el interior de los campos. A los costados se repite el mismo escenario: cultivos, cultivos, cultivos. 

En esta zona, como en gran parte de la región, se trata de fresas, pero también de frambuesas y arándanos. De pronto, en medio del mosaico rural, se levanta una nave de metal pulido, que parece más un laboratorio de biotecnología que una planta de procesamiento agrícola. 

En El Aouamra, a unos 40 kilómetros al sur de Larache, se erige una nave de metal pulido que parece más un laboratorio de biotecnología que una planta de procesamiento agrícola. El aire huele a plástico nuevo y a desinfectante. Allí, en una rutina repetida con precisión de reloj suizo, operan las instalaciones de Fruits Congel du Nord (FCN), una de las mayores compañías marroquíes dedicadas a la producción y congelación de fresas.

La entrada al edificio es un umbral vigilado con severidad: quienes trabajan dentro deben llevar trajes blancos. No se permiten anillos, collares, pendientes ni uñas esculpidas. Cada empleado debe cubrirse con guantes, gorros y mascarillas, especialmente aquellos con barba. La higiene, aquí, es una doctrina. “Tenemos más requisitos que en Europa“, asegura su director general, Masrar Jalal.

Jalal ronda los 50 años. Lleva el cabello corto, viste camisa por fuera del pantalón de vestir y tenis blancos, nuevos. Habla con seguridad. Ha convertido FCN en un punto neurálgico de la industria marroquí del fruto rojo, con una planta que procesa tanto fresas frescas como congeladas. 

“Invertimos en maquinaria de última generación. Todo el proceso está controlado. Desde la llegada de la fruta hasta su congelación final“.

La trazabilidad es absoluta, insiste. Cada lote pasa por controles sanitarios y de calidad, supervisados por un equipo de ingenieros agrónomos. Ellos se encargan de monitorear a los productores contratados, de asegurarse de que cumplan con las listas de pesticidas permitidas por la legislación marroquí, europea y estadounidense. Cualquier desviación, y se corta el vínculo. Antes de aprobar a un productor, la empresa exige análisis de agua, suelo, trabajadores y fruta. “No se puede exportar sin esos análisis. Y cuestan 600 euros por semana. Por productor“, asegura.

En marzo de 2024, los controles portuarios españoles alertaron en dos ocasiones, mediante el Sistema de Alerta Rápida para Alimentos y Piensos (RASFF), de la presencia de hepatitis A en fresas provenientes de Marruecos. 

Bastó para desatar una tormenta mediática y regulatoria en el país africano. Según Jalal, las autoridades marroquíes impusieron nuevos controles semanales, tanto en estaciones como en los campos. 

“Pagamos muy caro por un único incidente que, en realidad, no se repitió“, dice. “Fue explotado por los medios. Pero no se volvió a encontrar nada. En los análisis posteriores, España tampoco detectó nada“. 

Desde entonces, muchos exportadores marroquíes, incluidos ellos, se vieron obligados a frenar, en gran medida, la producción de fresas frescas. “Tuvimos que parar. No podíamos asumir ese nivel de exigencia. Empezamos a concentrarnos en la fruta congelada“.

En la planta, el recorrido de la fresa es meticuloso. Tras la recepción y las primeras pruebas, las frutas pasan a una cámara refrigerada, luego se les retira el cáliz, se desinfectan, se clasifican y se congelan en una cámara a -30ºC. Solo las frutas de calidad superior se destinan al mercado fresco, un segmento reducido a cuatro meses al año (entre diciembre y abril), con precios altos y requisitos aún más rigurosos. Si la fruta no alcanza el estándar visual o de sabor, va al congelado.

Sobre el reetiquetado de fresas marroquíes en Europa, Jalal se encoge de hombros. “La fruta es de origen marroquí. Así que no lo veo, no es posible“. Decir que las fresas marroquíes se venden como si fueran españolas o francesas le parece increíble: “Son excusas para frenar nuestra producción y dejar de comprar fruta de Marruecos“.

Pero esto sucede hace, por lo menos, una década. España y Francia han señalado en repetidas ocasiones problemas sanitarios en los productos marroquíes. Jalal no se detiene en esas denuncias. Prefiere hablar de eficiencia, de control, de reputación. “Nos auditan sin previo aviso. Tenemos la certificación BRC, A +. No cualquiera la consigue“. 

“Lo único que podemos hacer“, dice Jalal, “es continuar trabajando para mejorar la calidad y la seguridad de lo que producimos. Así, lograremos mantener la confianza de nuestros clientes“.

En el silencio parroquial de la planta, las fresas son ensambladas como piezas de un sistema perfecto. Y mientras las cajas selladas desaparecen en la bodega fría de los camiones, lo que queda no es solo el eco de la maquinaria en funcionamiento, sino el silencio espeso de lo que no se dice.

El certificado BRC sirve para que distribuidores y grandes superficies cualifiquen a sus proveedores y garanticen la seguridad, calidad y legalidad de sus alimentos.
El certificado BRC sirve para que distribuidores y grandes superficies cualifiquen a sus proveedores y garanticen la seguridad, calidad y legalidad de sus alimentos.

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Andrés Góngora ha pasado años lanzando alertas que nadie quiere oír. En Almería, España, donde los invernaderos se extienden como océanos de plástico, este agricultor y secretario general de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) en Almería, aprendió a reconocer el fraude no en los tribunales, sino en los pasillos del supermercado. 

Lo que denuncia no es un error, ni una anécdota administrativa: es un sistema. Uno en el que las fresas viajan con pasaporte español, aunque hayan nacido a cientos de kilómetros, bajo el sol del norte de África.

“El supermercado ejerce una presión en los precios cuando aparece más producto español del que realmente hay“, explica con resignación. Los importadores que compran fruta marroquí, la reetiquetan y la venden como si fuera española, no solo engañan al consumidor —insiste—, también rompen el equilibrio del mercado. La fresa barata, con costes de producción más bajos, se camufla como local. Y con eso, todo el sector pierde poder de negociación. “Nos afecta a nivel económico porque el supermercado negocia precios a la baja argumentando que hay fresa española más barata“.

Pero su denuncia va más allá de los números. Lo que está en juego, dice, es la confianza. El fraude erosiona la credibilidad del etiquetado, y con ello, la del sistema alimentario. 

Han visto etiquetas españolas pegadas sobre las originales marroquíes. Han hecho reclamos en tiendas donde se promocionaban fresas locales que, al mirar la etiqueta, venían de África. 

La respuesta, siempre, es que se trató de un error humano. “Dicen que no perjudica a nadie, porque no ha habido contaminación o problemas de salud. Simplemente un error de información“.

Aunque han presentado decenas de denuncias al Ministerio de Agricultura, a Consumo, a consejerías autonómicas, nada cambia. “Nunca nos dicen el nombre de la empresa infractora ni la cuantía de la sanción. Nunca sabemos qué pasa“.

El silencio de las autoridades le resulta indignante. “No hay voluntad de esclarecer. Lo esconden, lo tapan“, asegura. La falta de transparencia no solo impide actuar, también deja al fraude flotar en la impunidad. “Nos hemos acercado mil veces, hemos hecho pedidos de información, pero no nos los remiten“.

Para Góngora, el fraude es doble: al consumidor, que cree apoyar al campo español, y al productor local, que no puede competir con quien compra barato y vende barato. 

“Como agricultores, es una falsificación. Así como se falsifican bolsos o ropa“. La trampa es sutil, pero eficaz: quien reetiqueta, gana cuota de mercado. Vende más. Gana más. Y desplaza a quien produce cumpliendo las reglas.

“No se pueden distinguir las fresas marroquíes de las europeas“, asegura. Hay variedades genéricas, como el fresón, que se cultivan en ambos lados del mar. Y es cierto, añade, que muchas de las empresas que producen en Marruecos también lo hacen en España. Eso facilita el juego de espejos. El productor es el mismo, pero la etiqueta cambia.

En este paisaje difuso la verdad se diluye como el jugo de una fruta madura. Nadie ve el momento exacto en el que la pegatina se despega y otra ocupa su lugar. Pero Góngora sabe lo que deja esa maniobra: precios hundidos, agricultores debilitados, consumidores engañados. Y silencio institucional sobre frutos que mienten sobre dónde vienen.

Lo firmaron en Bruselas tras un debate oficial: el Reglamento (UE) nº 1169/2011 exige que si la omisión del país de origen puede inducir a error al consumidor, el origen debe indicarse expresamente. No es una sugerencia: es una obligación. Y el Reglamento (CE) nº 178/2002, piedra angular de la legislación alimentaria, define con solemnidad lo que debería ser un derecho básico: saber de dónde viene lo que comemos, quién lo ha tocado, qué fronteras ha cruzado.

En la práctica, las historias de fraude no siempre quedan al alcance de la ley. En Marruecos, la mano de obra es más barata (el salario mínimo agrícola es de 215 euros) y las exigencias medioambientales, sobre todo las referidas al uso hídrico, son menos estrictas que las europeas. Esto ha permitido que el acuerdo de asociación entre la Unión Europea y Marruecos, en vigor desde el año 2000 y modificado en 2012 para liberalizar el comercio agrícola y pesquero, favorezca el crecimiento de la agricultura marroquí. 

Este pacto ha impulsado la exportación de productos agrícolas marroquíes a Europa, sobre todo de frutas y verduras, multiplicándose las importaciones en un 400 % desde su firma, según datos de la Federación Española de Asociaciones de Productores Exportadores (Fepex).

Además, Marruecos se ha beneficiado de la relación estratégica con España. En 2017 el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo español incluyó al país vecino en su lista de Países con Actuación Sectorial Estratégica, lo que significa que España promueve el desarrollo de empresas españolas en sectores clave de Marruecos. Un ejemplo son las infraestructuras hidráulicas, como las desaladoras para riego, en las que se ha invertido considerablemente desde que Pedro Sánchez asumió la presidencia de España en 2018. 

El Gobierno español ha aprobado tres préstamos para la construcción de desaladoras y potabilizadoras por un total de 260 millones de euros, que serán devueltos por organizaciones públicas y privadas marroquíes. Además, se han destinado 850 mil euros en ayudas a proyectos relacionados con el agua en Marruecos, con un enfoque en la sostenibilidad y la cooperación internacional.

Todo este entorno de favorecimiento mutuo entre Marruecos y la UE facilita la circulación de productos agrícolas marroquíes, incluidos los que contienen residuos de pesticidas, aunque la normativa europea permita la comercialización de productos cultivados con sustancias prohibidas en países terceros, siempre y cuando los residuos no superen ciertos límites. De esta forma, las fresas marroquíes pueden llegar a los mercados europeos sin que se detecten problemas graves. 

Según el RASFF de la Comisión Europea, las alertas sobre alimentos provenientes de Marruecos han disminuido considerablemente en 2024, comparadas con las que se habían emitido, por ejemplo, en 2021. Aunque la mayoría de las alertas son de bajo nivel, algunos casos siguen marcando preocupación.

Si las fresas marroquíes son procesadas y transformadas en la UE ( en mermeladas o productos con valor agregado), la ley permite que sean etiquetadas como “elaboradas en la UE“, aunque su origen siga siendo africano. Este vacío legal sigue alimentando el fraude en los etiquetados, mientras la competencia desleal y los precios bajos siguen favoreciendo la industria del reetiquetado.

***

Ya no hay sol. En las afueras de Huelva, los invernaderos se funden con la llovizna de la primavera, que cae como una sábana fría sobre los campos. En el suelo, las hojas de fresa parecen respirar con el movimiento ligero del viento. Las manos que hoy recogieron fruta ya están de vuelta en casa. Algunas duermen, otras cocinan, levantan a sus niños, o llaman por teléfono a sus familias en Marruecos, Bulgaria o Rusia. Algunos kilómetros más allá, en los supermercados de la ciudad, las mismas fresas descansan limpias en bandejas de plástico, brillando bajo la luz artificial de un estante, como si hubieran crecido ahí mismo.

Desde Francia, las alertas vuelven con acentos distintos pero con el mismo tono: etiquetas falsas, sanciones simbólicas, un sistema que funciona en silencio. En ambos países europeos, la estafa no ocurre en los campos, sino en las oficinas. No es la tierra la que miente, sino quienes especulan con las ganancias. 

Las etiquetas indican un origen. Pero el verdadero origen de cada fresa está detrás de la historia que no se cuenta. Está en la garganta seca del joven marroquí que se agachó mil veces esta mañana para elegir las más bonitas. Está en la presión de un productor que aceptó producir para otros con tal de trabajar. Está en la resignación del vendedor de una pequeña tienda que prefirió obviar los detalles antes de perder el poco margen que le queda.

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