Dz’onot: Las formas que piensa el agua

Mientras el gobierno mexicano invoca a Kukulkán para justificar megaproyectos, el agua se contamina, los arrecifes se degradan y el Ejército ocupa el territorio.

Santiago May barre el cenote como quien rastrilla un recuerdo. No hay agua a la vista. Solo piedra húmeda, raíces flotantes y un silencio cavernoso. Su escoba avanza entre el barro y las piedras musgosas, hasta que se detiene frente a una formación extraña: una masa de roca con pliegues que, desde cierto ángulo, parece un cerebro.

Hay formaciones dentro de los cenotes que no se parecen a nada. Sin embargo, cuando las vemos, sentimos que las hemos visto antes. Un rostro demoniaco, una columna vertebral, una forma informe. Ninguna fue tallada. Ninguna fue imaginada. O al menos, no por alguien.

Los científicos lo explican desde la geología: agua cargada de minerales que gotea durante siglos, sedimentos que se acumulan, gravedades mínimas que dan lugar a estructuras. El carbonato de calcio precipitado.

Más allá de la física y la química, lo que esas piedras despiertan es una intuición más antigua: la sospecha de que la forma puede nacer sin intención. Que la materia, esculpida con tiempo y silencio, no necesita ideas para construir belleza.

Junto a una serie de cabañas con aire acondicionado se abre este hueco, una especie de pulmón mineral donde la tierra respira muy lento. Aquí no hay señal alguna del presente más allá de un goteo persistente que cae desde lo alto.

Ninguna de estas piedras fue hecha para ser vista.

No tienen frente ni reverso.

No tienen perfil.

Eso les da una dignidad particular. Porque lo que no fue creado para gustar, tampoco puede decepcionar. No representan nada. No fingen. Solo son. Y cuando un turista entra con su cámara, y dice: “¡Parece una escultura de Gaudí!”, la piedra no responde. Porque está más cerca del magma que del mármol. Y porque lo que está en juego no es el gusto, sino el tiempo.

Santiago no sale en ninguna foto. Los turistas le sonríen, le agradecen, a veces le piden que los retrate en el cenote. Luego suben las imágenes a redes sociales con hashtags como #blessed #cenotevibes #ancestralwater. Santiago May no dice nada. Solo recoge las toallas que abandonan encima del cerebro.

En la superficie, el hotel ofrece ceremonias mayas de limpieza espiritual. En el restaurante sirven ceviche de camarón y copas de Aperol Spritz. Hay bocinas que emiten cantos de pájaros aunque los pájaros ya no bajen.

Ahí abajo, donde el tiempo huele a raíz mojada, Santiago barre. Es, en términos administrativos, mantenimiento subterráneo. En los hechos, es el único que entiende lo que ocurre allá abajo.

Sabe que los cenotes son portales. El Xibalbá, el inframundo, no era un reino de fuego como en otras cosmogonías, sino un río de corrientes ensombrecido. Aquí entraban los muertos y los dioses. A veces, los vivos también bajaban. Cuando está solo, cree ver rostros en la piedra. Formas apenas insinuadas, una frente aquí, un párpado allá. No se mueve nada, pero todo parece a punto de hacerlo.

“El cenote guarda cosas”, dice convencido.

No secretos, ni espíritus, ni fantasmas. Guarda huellas. En forma de escritura. Una escritura mineral. Sin signos, sin sintaxis, pero con ritmo.

Las piedras del cenote no tienen autor.

Y sin embargo, nos narran.

Una gota de agua cae desde una estalactita cada cinco segundos. Cae siempre en el mismo sitio. Al principio, no pasa nada. A los meses, una mancha. A los años, una rugosidad. A las décadas, una forma.

Los cenotes son eso: páginas que se escriben hacia abajo. El agua dicta, la piedra memoriza. Si la escritura humana fue la manera de fijar lo efímero, la sedimentación es la manera que tiene el agua de recordar sin lenguaje.

¿Y qué recuerda?

Lo que cae con ella

ritual sin altar,

cada cinco segundos

una sílaba

que nadie escucha,

una línea escrita

en lengua calcárea.

y sigue

cayendo.

y sigue

cayendo.

y sigue.

Por eso, cuando una estalagmita se forma en espiral, o se bifurca como un nervio óptico, no es arte. Pero tampoco es azar. Es algo entre ambos.

Las paredes onduladas, las piedras que se escurren como dedos, no son producto del azar. Son pensamientos líquidos. La piedra no olvida lo que el agua le dice. Lo talla. Lo sostiene. Lo convierte en arquitectura. Así como los sueños se encarnan en la escritura, el agua convierte la oscuridad en forma.

El problema es que ahora el agua viene enferma.

Un estudio de la UNAM documentó que más de la mitad de los cenotes en Yucatán están contaminados. Las imágenes que evocan pureza, las postales de agua turquesa, los esloganes turísticos que dicen “conecta con lo ancestral” son apenas un barniz. Agua que alguna vez se usó para beber o para rituales ahora se ve obligada a procesar el desecho de hoteles, megagranjas porcícolas y desarrollos inmobiliarios furtivos.

Santiago lo sabe. Lo ha sentido en la piel. Algunos días, cuando baja con los trabajadores del hotel a limpiar los residuos que arrojan los turistas —bloqueadores, botellas de plástico, ofrendas de “buena suerte”— el agua le escuece las manos. Todo lo que cae en el cenote, todo lo que se filtra en sus paredes, no se queda ahí. No es un estanque.

El agua que gotea sobre la piedra no se queda ahí. Atraviesa la piedra porosa como si la Península de Yucatán fuera un cuerpo lleno de nervaduras húmedas. Lo que se derrama aquí, reaparece lejos, donde el turismo no imagina y la ciencia apenas alcanza.

Eso lo explica Nuria Estrada, bióloga marina que ha descendido una y otra vez al Arrecife de Puerto Morelos, donde los colores han empezado a desvanecerse. Nuria no trabaja con profecías. Trabaja con medusas que ya no llegan, con pastos marinos que se ahogan en nutrientes, con corales que se blanquean como palabras en piedra pulida por el tiempo.

“El problema de la contaminación no queda aislado a los cenotes. Al ser un sistema subterráneo interconectado, eventualmente desembocan en el mar, ya sea mediante fisuras o a través de ojos de agua submarinos”, explica con las aletas puestas, a bordo de una embarcación.

Hay expediciones en las cuales solo encuentra corales que parecen yeso, maniquíes del arrecife que alguna vez fue. Se queda en silencio mientras revisa sus fotos submarinas. Mira hacia el horizonte, donde las embarcaciones turísticas se mueven sin pausa, donde los visitantes flotan sobre el agua como si todo estuviera bien. Pero abajo, el arrecife respira menos. Ya no hay azules eléctricos ni púrpuras. Solo blancos. Como si alguien estuviera borrando con cloro la historia del mar.

Los cenotes están conectados por una red de túneles, cuevas y acuíferos. Esta red —conocida como el sistema kárstico— permite que el agua fluya bajo tierra a grandes distancias. Al no existir una separación clara entre la superficie terrestre y el subsuelo, todo lo que entra en contacto con la piedra caliza termina filtrándose.

Blanqueamiento de corales en el Arrecife de Puerto Morelos, Yucatán. Fotos: Nuria Estrada

Agroquímicos, antibióticos, aceite, microplásticos, residuos industriales.

Nada desaparece.

Simplemente sigue su curso.

“Todos los contaminantes afectan tanto a las praderas marinas como a los arrecifes de coral”, explica Estrada. “Y de esos ecosistemas depende directamente el turismo de Quintana Roo”, afirma.

Las praderas marinas —campos de pasto submarino que capturan carbono y albergan cientos de especies— actúan como pulmones del océano costero. Pero al recibir un exceso de nutrientes, desarrollan un fenómeno conocido como eutrofización: crecen algas y cianobacterias, disminuye el oxígeno y se asfixia la biodiversidad.

Los arrecifes de coral, por su parte, ya están debilitados por el calentamiento global y el blanqueamiento masivo. Si además reciben aguas contaminadas, su recuperación se vuelve casi imposible.

“La mala calidad de agua marina se vuelve una amenaza más para el ya frágil ecosistema coralino. Si esta degradación continúa”, advierte la bióloga, “se comprometerán los servicios clave que los arrecifes proveen, con consecuencias catastróficas para la biodiversidad y las generaciones futuras.”

En otras palabras: lo que cae en una gota sobre una piedra se convierte, en cuestión de meses, en una pérdida de arrecife, de trabajo, de mundo.

Corales en el parque nacional Arrecife de Puerto Morelos, Quintana Roo.

Cuando Santiago encontró esa masa rugosa en el centro del cenote, no dijo nada. Solo la observó. Le contó a un compañero del hotel. El gerente vino a verla. Le tomaron fotos.

No sabe si fue esculpida por la naturaleza o si es un truco de la percepción. Tal vez una cueva no necesita representar nada. Pero lo hace igual. Como si lo simbólico estuviera programado en su forma.

Él no es científico ni chamán. Pero no puede dejar de pensar que esa piedra piensa. Que está soñando algo. Que lleva siglos absorbiendo las historias de la tierra, las voces de los muertos, el sonido de los pasos que se alejan. Que en algún punto del futuro —cuando nadie escuche, cuando el mundo se haya hecho un rumor sordo— ese pensamiento se va a liberar. Va a hablar.

Santiago trabaja para una empresa que obtuvo el terreno por medio de convenios gubernamentales. No tiene acciones. No tiene voz en las decisiones. Pero es el único que se detiene ante cada estalactita como si saludara a una vieja amiga.

No estudió geología, pero sabe leer la piedra. No conoce de política, pero sabe lo que es repetirse la historia.

—Antes, mis bisabuelos trabajaban en las haciendas. Ahora dicen que esto ya no es hacienda. Pero los dueños cambian, y el trabajo queda —dice.

Cuando le pregunto por el desarrollo del gobierno, se encoge de hombros. En un país donde lo sagrado se convierte en paquete turístico, y lo vivo en mercancía extractiva, él es una anomalía: trabaja para el sistema, pero no le pertenece.

Y ahí está. A las seis de la mañana. Antes que nadie. Con su escoba, su cubeta, su forma existir.

Bajo tierra.

Entre gotas.

En 2022, la Fundación para el Debido Proceso (DPLF) publicó el informe Agua Amenazada: Informe sobre la grave contaminación del Anillo de Cenotes en la Península de Yucatán, firmado por Rodrigo Llanes Salazar y Ka’ya Rejón Márquez. Lo que documenta es más contundente que cualquier metáfora.

“En el agua del Anillo de Cenotes se ha detectado la presencia de plaguicidas altamente peligrosos por encima de los límites máximos permisibles de las normas oficiales mexicanas y los estándares internacionales. Tal es el caso del DDT, lindano, heptacloro, endosulfán, aldrín, paratión, glifosato, metoxicloro, entre otros. […] Muchos de estos plaguicidas están prohibidos en otros países”.

Es decir, la leche materna en comunidades cercanas a cenotes contaminados contiene restos de veneno. El agua que parece pura está cargada de químicos cancerígenos y neurotóxicos. Y lo más grave: no se ve. Pero mata.

“Más del 40% de muertes de niños menores a seis años son causadas por enfermedades gastrointestinales provocadas por patógenos transportados por el agua subterránea. Por ello, […] la temporada de lluvias en la región también es conocida como ‘temporada de diarrea’”.

En la ciudad de Mérida, que presume desarrollo inmobiliario acelerado, ya no basta con perforar pozos. Incluso el agua que se extrae de más de 30 metros no es segura:

“En 2014, el entonces secretario de Medio Ambiente de Yucatán, Eduardo Batllori, informó que, debido a la contaminación del acuífero, para conseguir agua limpia las personas debían obtenerla de pozos con hasta 30 metros de profundidad”.

Pero mientras los pozos se perforan más hondo, las granjas industriales siguen vertiendo aguas residuales sin tratamiento alguno sobre la tierra kárstica:

“Los estudios científicos han documentado que los desechos de estas industrias contienen numerosas sustancias tóxicas, bacterias coliformes, nitratos, plaguicidas, metales pesados y amonio, que provocan daños a la salud humana, de otras especies y del ecosistema”.

El informe expone la raíz estructural del problema: la herencia de un modelo económico basado en el despojo.

“Las comunidades mayas han pasado de ser peones del sistema henequenero a trabajadores explotados en proyectos turísticos y agroindustriales”.

Y el Estado, lejos de frenar la expansión de esta maquinaria, incumple sistemáticamente su obligación de consulta:

“Ninguna de las granjas ha sido consultada de manera previa, libre e informada […] y un alto porcentaje carece de Manifestación de Impacto Ambiental”.

Frente a eso, el informe es categórico: propone que el Anillo de Cenotes sea declarado “zona libre de granjas” y que se suspendan todas aquellas que “no cuenten con MIA o donde se hayan documentado daños graves al medio ambiente”.

Desde 2022, el Comité Maya Kana’an Ts’onot exige que los cenotes sean considerados sujetos de derecho, no decorado para turistas.

“Solicitan al presidente que impulse una iniciativa para reconocer a los cenotes como sujetos de derecho, y se dicten todas las disposiciones necesarias para hacer efectivas las obligaciones relacionadas con los derechos de la naturaleza”.

Mientras tanto, Santiago sigue barriendo. Bajo él, el agua acumula toxinas. No necesita leer el documento para saber lo que pasa. Lo ve en el silencio del cenote. Lo ve en la piedra que empieza a blanquearse. Lo ve en el goteo que suena como si el subsuelo pidiera una tregua.

En diciembre de 2024, durante una de sus primeras apariciones en la conferencia matutina, la presidenta Claudia Sheinbaum, deslizó una frase que buscaba ser símbolo, pero terminó como síntoma:

“El Tren Maya es Kukulkán caminando por la selva, vinculando los mayas de antes y los de ahora.”

Lo dijo frente a las cámaras, como si la locomotora pudiera reencarnar a una deidad ancestral. La frase circuló como consigna poética del megaproyecto: el dios serpiente sobre ruedas.

Lo que serpentea por la península no es una deidad benigna, sino una infraestructura pesada que corta la selva y horada el subsuelo como una jabalina.

La retórica del tren como puente entre mundos contrasta con la realidad que documenta el informe Agua Amenazada, publicado antes de la llegada de Sheinbaum al poder. Ya entonces, el diagnóstico era preciso:

“El acuífero peninsular es tan vulnerable que incluso una alteración en su recarga, tránsito o descarga puede provocar afectaciones graves e irreversibles. Cualquier megaproyecto sin evaluación integral representa una amenaza directa”.

Kukulkán no camina: el hormigón avanza.

Y lo hace sobre un ecosistema subterráneo —el Anillo de Cenotes— que no fue hecho para sostener toneladas de carga. Que no pidió rieles.

Santiago escuchó que en los tramos del Tren Maya más cercanos, los pilotes están perforando cavernas similares. Que el cemento cae en estas estructuras sin mayor remordimiento. Que algunos ingenieros no saben —o no les importa— que están sellando la respiración del subsuelo. Un amigo suyo que trabaja en el tramo 5 le contó que, durante una perforación, algo ocurrió. El taladro se atoró. La caverna colapsó. “Como si se tragara la máquina”, le dijo.

Santiago no pregunta más. Solo barre el fondo del cenote como si quitara polvo de los huesos de la tierra. Barre sin cesar. Barre como si con cada escobazo pudiera liberar algo atrapado. O prevenir que despierte.

Kukulkán, mientras tanto, avanza en forma de convoy, arrastrando vagones de retórica patrimonial y dejando grietas en la selva.

Mientras el gobierno mexicano invoca a Kukulkán para justificar megaproyectos, el agua se contamina, los arrecifes se degradan y el Ejército ocupa el territorio.

Epílogo

Desde que comenzó la construcción del Tren Maya, el sureste mexicano dejó de ser un corredor turístico y se convirtió en un territorio bajo ocupación militar.

En los caminos de Yucatán, Quintana Roo, Campeche, Tabasco y Chiapas los soldados están en todas partes. No en retenes temporales. Están instalados en hoteles, campamentos, en la última línea de arena de la Península. Controlan tramos carreteros, operan maquinaria, vigilan zonas arqueológicas, escoltan funcionarios y limpian los márgenes del megaproyecto, asfaltan y pintan líneas en la carretera.

La raya es recta.

La carretera está limpia.

La orden se cumple.

A simple vista, parece orden.

Una operación de limpieza del paisaje maya.

Durante la campaña de 2018, el expresidente Andrés Manuel López Obrador prometió que los militares regresarían a sus cuarteles. Dijo que su gobierno no repetiría la militarización de los sexenios anteriores. En cambio, los convirtió en constructores, empresarios y fuerza operativa central del Estado. La presidenta Sheinbaum heredó ese esquema sin pestañear.

El Ejército opera parte del tren, administra tramos clave, y mantiene presencia activa en zonas rurales donde nunca hubo cuarteles. La Guardia Nacional aparece en cada desvío, cada ramal, cada nuevo desarrollo inmobiliario. Y detrás, un aparato de propaganda justifica su presencia con la excusa de proteger “el desarrollo del sureste”.

El mensaje es claro: el sur no es para los que viven ahí. Es para los que invierten, para los que llegan en vuelos chárter, para los que reservan con tarjeta.

Y para los que lo vigilan.

La militarización no llegó por emergencia.

Llegó por diseño.

Y nadie en el poder tiene intención de revertirla.

Lo que prometieron desmantelar, lo institucionalizaron.

Hoy no hay margen para la ingenuidad: los soldados no se irán.

Porque ya no están de paso.

Están a cargo.

Los cenotes se contaminan, los corales se mueren y los pueblos mayas siguen sin ser consultados. El sureste está blindado. Pero no contra el colapso ecológico: contra el disenso.

Y mientras el sureste se militariza para proteger turistas, trenes y contratos, Santiago May custodia el goteo sobre la piedra. El último acto de soberanía que queda.

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