Del bosque al volante

Trabajadores de la Cooperativa Chortitzer cargan las pieles de las vacas en un camión. Foto: Pablo Linietsky
Trabajadores de la Cooperativa Chortitzer cargan las pieles de las vacas en un camión. Foto: Pablo Linietsky

Parte del cuero que utiliza la industria automotriz europea proviene de Paraguay, donde su producción está asociada al despojo de territorios indígenas y a una de las tasas de deforestación más altas del mundo. Esta investigación expone esas conexiones.

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“Edifiquen casas, hagan planes para quedarse, planten huertos y coman del fruto que produzcan. Cásense, tengan hijos, búsquense esposos y esposas para que tengan muchos nietos. Multiplíquense. No disminuyan”.

El pastor Ricardo Fiesen recurre al texto bíblico de Jeremías 29 para comparar, según dice, la expulsión del pueblo de Israel con la historia de los seguidores de Menno Simons. “¿No les parece una apropiada palabra para nuestro contexto aquí? Los menonitas, que cayeron en esta nada”.

Fiesen pronuncia estas palabras en un pequeño escenario del Hotel Florida, en la ciudad de Filadelfia, capital del departamento de Boquerón, Chaco paraguayo. Es 6 de agosto de 2024, día en que se inaugura la ampliación que ha convertido a este edificio en el más alto de esta ciudad. Un símbolo de modernidad en una región a la que los menonitas llamaron -en su primera impresión- el “infierno verde”. Detrás del pastor, en la pantalla se lee: “Hotel Florida, un oasis renovado en mitad del Chaco Paraguayo”.

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Vista aérea de la región del Chaco central, donde prevalece una deforestación masiva en territorios nativos. Foto: Pablo Linietsky
Vista aérea de la región del Chaco central, donde prevalece una deforestación masiva en territorios nativos. Foto: Pablo Linietsky

De Asunción a Filadelfia hay cinco horas en auto. A medida que avanza la carretera, la vegetación y el paisaje se vuelven más áridos. Los tonos verdosos que caracterizan la capital del país y su entorno, los esteros, las palmeras que se levantan buscando el cielo y la humedad que arrastra el río Paraguay, se desvanecen y dejan lugar a tonos marrones y anaranjados que reflejan tanto el vacío, como la sequedad de la región que empieza. Aparecen cada varios kilómetros, en los costados de la carretera, grandes carteles que promocionan la actividad ganadera con fotos de animales de pelo reluciente mirando a cámara.

Todo en Filadelfia, epicentro del chaco paraguayo, luce en orden aritmético: una cuadratura perfecta de calles anchas y perpendiculares, una ciudad que, al caminarla, permite imaginar las líneas de su plano inicial. En Filadelfia viven poco más de 20.000 personas y, además de ser capital departamental, es la base de Fernheim, una de las tres colonias menonitas asentadas en el Chaco durante las primeras décadas del siglo pasado. La llaman la Alemania paraguaya. Los nombres de las calles, de los negocios y las farmacias, pueden ser complejos de pronunciar para quien no habla alemán: Hindenburg, Meister, Heinrich Unruh, Harbiner Strasse, Friedhof. Pero Fernheim se repite en cada esquina. Supermercado Fernheim. Farmacia Fernheim. Redes y servicios Fernheim. Todos, locales de la cooperativa menonita.

Las tres colonias menonitas se encuentran ubicadas a poca distancia entre sí, pero en distintas ciudades del Chaco. A 25 km de Filadelfia, en Loma Plata, se asentó el primer grupo, la Colonia Menno, de origen canadiense, que llegó en 1927 para fundar el centro administrativo de la Cooperativa Chortitzer. Pocos años después, en 1930, llegaron menonitas procedentes de Rusia y, a la par que fundaron Filadelfia, crearon la Colonia y Cooperativa Fernheim. Ya en 1947, después de la Segunda Guerra Mundial, menonitas alemanes se establecieron en lo que llamaron Neuland, Tierra Nueva, a 40 km de Filadelfia.

Casa ubicada a las afueras de la ciudad de Neuland, una de las tres colonias menonitas del Chaco central paraguayo. Foto: Marta Saiz
Casa ubicada a las afueras de la ciudad de Neuland, una de las tres colonias menonitas del Chaco central paraguayo. Foto: Marta Saiz

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El hotel Florida pertenece a la colonia Fernheim. Está ubicado en el centro de Filadelfia, sobre la avenida Hindenburg. Frente suyo está la oficina de turismo y los museos de la Asociación Civil Fernheim. Sobre la misma calle se encuentra el supermercado Fernheim que tiene las dimensiones de un shopping que podría estar en cualquier capital de América Latina. Durante la ceremonia de inauguración del hotel pasa un camión que dice en letras grandes y en color rojo: Carnes Chaco. Es la marca de carnes de la cooperativa, que también se vende en el supermercado.

“El hotel Florida es un símbolo de la apertura de Filadelfia al Mundo” dice el Instagram del municipio. En el evento de inauguración de la nueva etapa construida del hotel están presentes la Ministra de Turismo de Paraguay, Angie Duarte, el intendente Claudelino Rodas y el presidente de la cooperativa Fernheim, Wilfried Düeck, entre otras autoridades de la cooperativa. La mayoría son hombres, altos, canosos, rubios y están vestidos de traje. Düeck dice, con una sonrisa cargada de orgullo: “¡Se despertó el gigante Chaco!”. Su discurso celebra el desarrollo de la región y también sirve de espectáculo. En un momento, hace subir al escenario a Santiago Crespo, un indígena que ofició como jefe de los obreros que trabajaron en la ampliación del hotel. “Los albañiles que trabajan en la zona, la mayoría son Nivacchê de Uj’e Lhavós –pueblo ubicado a las afueras de Filadelfia– y son excelentes profesionales. Nunca antes trabajaron en alturas”, dice, al presentarlo, asistido por risas y aplausos.

Después de la ceremonia, los invitados se saludan y contemplan cómo quedó la renovada fachada del hotel con sus series geométricas de ladrillos rojos. Detrás de todos ellos, con una mirada tímida pero orgullosa, se ubicó Santiago Crespo, el referente de los indígenas que trabajaron en el lugar. Cuenta que en la obra participaron 30 compañeros de su comunidad, que durante ocho meses estuvieron levantando paredes y trabajando sin parar en el calor intenso del chaco. El calendario marca que es invierno, pero hacen 30 grados de temperatura.

 “Todos somos indígenas los que trabajamos en la construcción. Hicimos la pared completa, estamos bendecidos, porque no pasó nada en nuestro equipo. La verdad que cuando hay mucho viento fuerte ahí sentimos miedo porque es muy fuerte el viento norte, por el polvo también es muy peligroso, pero gracias a Dios que no pasó nada. Todo salió bien. En nuestra comunidad todo es tranquilo y gracias a los Menonitas que siempre nos dan los trabajos. Me dieron todo, hogar, luz, agua”. Dice Crespo, rodeado de menonitas.

La celebración culmina con un almuerzo en el hotel. Hay mesas llenas de comida, quesos de distintas variedades, bandejas de fiambres, frutos secos y frutas desecadas. Hay tortas, alfajores y pequeños vasitos con postres hechos con crema fresca. Todos comen, brindan, ríen, celebran sin una gota de sudor, mientras el viento caliente sopla sin pausa afuera del hotel.

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“Mi compromiso con ustedes es traer a nuestros compatriotas aquí, para que se sientan orgullosos de este Paraguay bien hecho. Hecho por ustedes y construido con manos chaqueñas de la comunidad indígena. Filadelfia y el Chaco serán motor de crecimiento y desarrollo comunitario” dijo en su discurso la Ministra de Turismo paraguaya, Angie Duarte.

“Plantar huertos… eso hemos hecho, pero quizá el énfasis aquí está en las vacas. Aunque esas también se plantan. Este lugar ha quedado cada vez mejor, lo que demuestra que el Chaco ya no es un infierno verde, sino un lugar en el que da gusto estar. Aunque de repente el acento nos traiciona, aunque de repente no manejamos tan bien el guaraní, el del bolsillo sí (moneda nacional), pero el otro (idioma) estamos en deuda todavía, pero queremos ser paraguayos. No olvidar que somos luces para aquellos que sufren” concluye el pastor Fiesen.

El Samu'u o Palo Borracho es uno de los árboles más característicos de la región del Chaco en Paraguay. Foto: Marta Saiz
El Samu’u o Palo Borracho es uno de los árboles más característicos de la región del Chaco en Paraguay. Foto: Marta Saiz

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Los menonitas son un grupo religioso cristiano que surgió en el siglo XVI durante la Reforma Protestante en Europa. Su nombre proviene de su referente, Menno Simons, un sacerdote católico neerlandés que adoptó las ideas anabaptistas, un movimiento que abogaba por el bautismo de adultos, la separación entre Iglesia y Estado y la no violencia. Debido a estas creencias, fueron perseguidos, lo que les obligó a buscar refugio en otras latitudes.

“Encontré la tierra prometida”, se lee en las paredes del Koloniehaus o Museo de la Colonia, inaugurado en 1980, cuando Filadelfia celebró los cincuenta años de su fundación. Según el propio relato de la colonia, los menonitas llegaron a una tierra vacía e inhabitada. Aseguran que nadie les había informado de la existencia de más de una decena de pueblos indígenas que vivían allí antes de su llegada. También cuentan que los colonos compraron las tierras a Carlos Casado, empresario español-argentino que poseía los títulos de más de cinco millones de hectáreas en el Chaco –adquiridas de forma dudosa tras la Guerra de la Triple Alianza, un momento en el que Paraguay quedó devastado–.

“En la región de asentamientos de los menonitas canadienses viven unos 300 indígenas. Son muy pacíficos y trabajan bien… Desde que los menonitas han venido junto a ellos, ha mejorado su vestimenta”, se lee también en el museo. A las 11:30 una sirena se escucha en las colonias menonitas. Es una alarma, un pitido agudo y penetrante. A las 14.30 vuelve a sonar. En el transcurso de esas tres horas todo cierra. 

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Ganado bovino en la entrada de la Cooperativa Chortitzer. Foto: Marta Saiz
Ganado bovino en la entrada de la Cooperativa Chortitzer. En treinta minutos, la vaca que entra viva sale dividida en paquetes y pieles que viajarán por todo el mundo. Foto: Marta Saiz

En la ciudad de Loma Plata, a 20 minutos en auto desde el Hotel Florida, en la entrada al frigorífico un camión espera con más de veinte vacas en su acoplado. Apenas se pueden mover y mugen entre los barrotes verdes, blancos y rojos que forman la marca “Frigo Chorti”. Las vacas tienen la mirada perdida: en treinta minutos estarán empacadas en cajas y paquetes que recorrerán medio mundo.

La fábrica pertenece a la Cooperativa Chortitzer. Como las demás, esta colonia desarrolló la actividad agropecuaria como uno de sus principales pilares económicos. Especialmente la producción e industria vacuna.

La ruta que conecta el centro de la ciudad de Loma Plata con el frigorífico es corta, bien definida y lo suficientemente ancha como para que dos camiones con doble acoplado, cargados de ganado, circulen simultáneamente sin dificultad. Al enorme frigorífico entran y salen trabajadores vestidos de blanco y manchados de sangre. Llevan las caras cansadas.

En el interior, la fábrica funciona a la perfección: en una de las salas más grandes, cadenas de hierro sostienen a las vacas que acaban de ser ejecutadas con un disparo en la cabeza. Debajo de ellas, en diferentes postas, cada trabajador cumple un rol de corte distinto. En la primera parada le quitan la piel. Después empiezan la separación de piezas. Según la parte de la vaca que les toque desmenuzar, tienen grandes cuchillos o sierras eléctricas como las que se usan para talar un árbol. Algunos se encuentran en andenes más altos o más bajos, otros están atados del techo con arneses: durante horas ven desfilar vacas muertas frente a sus ojos.

Quienes trabajan en este sector del frigorífico han perfeccionado la capacidad de evitar ir al baño. Algo que sus empleadores cuentan orgullosos: “el hombre es un animal de costumbre”, aseguran. Solo 30 minutos pasan desde que la vaca ingresa hasta que sale trozada en cajas blancas que dicen, con letras rojas, FC Frigo Chorti, ChortiBeef o Embutidos Chorti. Esteban Arriola, encargado de documentación de exportaciones de la Cooperativa Chortitzer, explica: “Como Paraguay es un país pequeño, el 80% de la carne va al exterior, del cuero el 100% y de las vísceras entre el 95% y el 98%”.

Cada día, debe llenarse un camión con 500 cueros destinados a la sede de Cencoprod (empresa que aglutina las tres cooperativas menonitas: Chortitzer, Fernheim y Neuland). Desde esa planta procesadora de cueros, ubicada en Villa Hayes, los productos se exportan al mundo bajo el sello distinguido del Wet Blue, un proceso que consiste en transformar la piel cruda en un cuero húmedo, aún no teñido ni secado.

Antes de que el camión con las pieles que todavía chorrean sangre recorra los 400 kilómetros que separan el frigorífico en Loma Plata de la sede de Cencoprod, Arriola se muestra orgulloso del material obtenido: “Dadas las condiciones climáticas, tenemos uno de los mejores cueros del mundo porque casi no hay insectos ni bichos que puedan perforarlo. Aproximadamente el 80% se envía a Italia, que es el mercado más exigente. Ahí, principalmente, se utiliza en fábricas automotrices como Ferrari y Lamborghini para elaborar el cuero de sus autos, mientras el resto se va a Brasil, México y Canadá, a fábricas de muebles, sofás y sillones”.

Ahora bien, para criar vacas en esta región se están talando bosques a una velocidad mayor que en cualquier otro lugar del mundo: 279 mil hectáreas al año, el equivalente a más de 380 campos de fútbol cada día. Este desmonte no solo sirve para que los animales puedan forjar sus pieles de alta calidad, sino que también permite que funcione la carnicería: para obtener todos y cada uno de los derivados cárnicos, se necesita una caldera que es alimentada a leña.

“La caldera se alimenta con leña de bosque nativo, que todavía es un recurso bastante abundante y económico. La usamos para producir calor para todas las líneas de agua caliente dentro de la fábrica, pero principalmente para la parte de subproductos, cocinar todos los desechos, sacar aceite y producir harina de huesos”, explica Arriola, mientras, detrás suyo, pasan toneladas de leña que mantienen vivo el fuego.

Paraguay tiene más de 13 millones de vacas, el doble que de habitantes. La mitad de estos animales se encuentran en el Chaco, al occidente del país. Esta región tiene el mismo número de vacas que habitantes en todo el país: más de seis millones. Foto: Marta Saiz
Paraguay tiene más de 13 millones de vacas, el doble que de habitantes. La mitad de estos animales se encuentran en el Chaco, al occidente del país. Esta región tiene el mismo número de vacas que habitantes en todo el país: más de seis millones. Foto: Marta Saiz

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Según establece la Ley Forestal paraguaya, todas las propiedades rurales de más de 20 hectáreas ubicadas en zonas forestales deberán mantener el 25% de su área de bosques naturales sin modificar, es decir, sin desmontar. Pero la práctica dicta otra cosa: ese porcentaje lo distribuyen en los márgenes del terreno y no como una sola unidad, lo que afecta no solo a las comunidades indígenas adyacentes, sino a la biodiversidad que los protege.

Solo en lo que va de este siglo, Paraguay perdió una tercera parte de sus bosques, 5,2 millones de hectáreas: una zona dos veces más grande que Suiza. Esta situación se viene denunciando desde hace varios años por parte de organizaciones no gubernamentales internacionales. En 2020 y 2021, investigaciones de la ONG Earthsight revelaron que empresas automotrices europeas compraban a curtiembres italianas cueros paraguayos para los tapizados de sus vehículos de lujo. Esas curtiembres italianas, a su vez, compraban el cuero a compañías paraguayas implicadas en la deforestación masiva e ilegal del Gran Chaco. Este bosque, considerado como el segundo ecosistema forestal más importante de Sudamérica, perdió 4 millones de hectáreas en los últimos 15 años.

Vista de dron de la carretera que separa Filadelfia de Campo Loro en el Chaco paraguayo. En ella se pueden ver las zonas deforestadas usadas –principalmente– para la ganadería, así como las áreas verdes de bosque nativo. Foto: Pablo Linietsky
Vista de dron de la carretera que separa Filadelfia de Campo Loro en el Chaco paraguayo. En ella se pueden ver las zonas deforestadas usadas –principalmente– para la ganadería, así como las áreas verdes de bosque nativo. Foto: Pablo Linietsky

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En la localidad de Villa Hayes, a las afueras de Asunción, un camión repleto de cueros nauseabundos da luz de giro para entrar a la planta procesadora de cueros más importante de Paraguay. En su página web, Cencoprod se define como una alianza entre las cooperativas más grandes del Chaco Paraguayo: “productores en el campo, dueños de los frigoríficos y dueños de la planta procesadora de cueros”, lo que se traduce en una garantía de máximo cuidado al cuero. Cencoprod recibe 3000 cueros diarios, 375 por hora, 6 días a la semana. El camión ya está en la planta, los chorros de sangre quedaron atrás, en la ruta, marcando el destino final de las vacas.

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En Paraguay hay más de trece millones de vacas, el doble de habitantes. La mitad de esas vacas están en el Chaco, zona declarada Reserva de la Biosfera por las Naciones Unidas. En estas inmensas tierras calurosas y amarronadas, que abarcan casi el 60% del territorio nacional, viven cerca de 200.000 personas, distribuidas en trece comunidades indígenas y tres colonias menonitas.

A mediados del siglo XX se comenzó a cultivar algodón y, más recientemente, soja con semillas modificadas para resistir el estrés hídrico –en 2024 la sequía en esta región alcanzó niveles críticos con reservas totalmente secas o al 10% de su capacidad–. Bajo este territorio –equivalente en tamaño a Reino Unido–, también se habla de la exploración de yacimientos de petróleo, gas y litio.

Esta tierra es el hogar de los Ayoreo Totobiegosode, una de las últimas poblaciones indígenas no contactadas del mundo, fuera de la Amazonía. “Las únicas barreras sociales que cuestionan o interpelan el modelo extractivo son las comunidades y organizaciones indígenas. No hay movimientos sociales relevantes ni sindicatos. Tampoco hay partidos políticos con una agenda medioambiental”, explica Óscar Ayala, abogado paraguayo especializado en derechos humanos y derechos indígenas e integrante del equipo jurídico de la organización Tierra Viva. Él es quien asesora y representa a los Totobiegosode en su litigio contra el Estado paraguayo para proteger sus tierras.

El pueblo Ayoreo se divide en varios grupos de los cuales algunos viven en aislamiento voluntario. Esto significa que al menos una generación no ha tenido contacto con la sociedad mayoritaria, por lo que todo lo que comen, beben y su modo de refugiarse, lo encuentran en el monte. La demanda para proteger sus tierras se remonta a inicios de los años 90, cuando se pidió al Estado paraguayo el reconocimiento del Patrimonio Natural y Cultural Ayoreo Totobiegosode (PNCAT). De las 550.000 hectáreas solicitadas, solo 140.000 están aseguradas.

A pesar de una medida cautelar de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), se ha constatado la ocupación ilegal del territorio por terceros, además de la amenaza constante de incendios forestales, que ocurren con frecuencia y cuyo humo llega hasta ciudades ubicadas a cientos de kilómetros. “Frente a esto, no existen medidas de protección eficaces. Hoy, la única garantía de protección para los Totobiegosode es la norma de la CIDH”, puntualiza Ayala.

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Entre los indígenas que viven en comunidades aisladas y el exterior -gobierno, visitantes, menonitas, misioneros, etc.- hay una mujer que es un puente. Verena Regehr-Gerber es una antropóloga suiza que se instaló en el Chaco paraguayo hace más de 40 años, a donde llegó a trabajar con las comunidades indígenas.

Verena tiene 83 años y vive sola, en Neuland, una de las tres ciudades creadas por los menonitas. Su casa luce como un museo: hay todo tipo de obras hechas por las comunidades Ayoreo, Nivaclé y Guaraní. A partir del vínculo estrecho que ha logrado establecer con las comunidades la antropóloga se convirtió en un puente importante a la hora de visibilizar y difundir de manera respetuosa el arte indígena. Colabora con la venta de modo desinteresado y todo lo que obtiene se lo entrega a quienes producen la pieza. Lleva una libreta en la que anota detalladamente y con paciencia qué objeto vendió, cuándo y a qué precio, para luego entregar el dinero exacto a los indígenas.

Pero no solo cuida la cultura y el arte de las comunidades. Su trabajo principal comenzó a principios de los años 90, cuando empezó a trabajar con los Totobiegosodes para presentar al gobierno nacional su reclamo de tierras. “Desde aquel tiempo estoy acompañándolos y ahora mi hija –también antropóloga- trabaja con esto”. Entre sus objetos preciados muestra grandes imágenes satelitales del Chaco y las zonas deforestadas. Enseña cuán extenso es el territorio y explica: “todas las manchas blancas es lo deforestado. Es por la ganadería y por el nuevo boom del algodón”.

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Entrada a la comunidad de Campo Loro en un día árido en el Chaco central. Según cuentan sus habitantes, el nombre proviene precisamente por la cantidad de ejemplares de estos animales en la zona. Foto: Marta Saiz
Entrada a la comunidad de Campo Loro en un día árido en el Chaco central. Según cuentan sus habitantes, el nombre proviene precisamente por la cantidad de ejemplares de estos animales en la zona. Foto: Marta Saiz

La frase “Llegamos a la tierra prometida” recibe a los visitantes en la entrada del museo Koloniehaus, considerado uno de los principales atractivos turísticos de Filadelfia. Los menonitas que viven allí aún conservan el alemán, pero se esfuerzan por hablar castellano con un claro acento paraguayo. Dentro del museo, el guía cuenta cómo sus antepasados llegaron a un «territorio vacío», y asegura que «gracias a sus buenos haceres» lograron ofrecer una vida mejor a las comunidades que vivían allí. Con una sonrisa, el joven de ojos celestes y cabello rubio y lacio, menciona un dicho que es popular entre sus pares: «cuando a un indígena le das pan, no quiere volver al monte».

La dinámica de ocupación de tierras en el Chaco ha acentuado un sistema de clases, donde las comunidades indígenas y las colonias menonitas ocupan lugares muy distintos en la jerarquía social y económica. Evangelina Picanerai, es lideresa ayorea de la comunidad de Campo Loro, ubicada a tan solo 40 kilómetros de Filadelfia, pero el mal estado de la ruta de tierra, llena de pozos y agrietada por la sequía, hace que el trayecto entre los dos puntos dure hasta dos horas, aún en camioneta 4×4.

Alrededor de Campo Loro un extenso terreno deforestado. Evangelina explica cómo las comunidades indígenas, históricamente desplazadas y desposeídas de sus tierras, siguen siendo víctimas de la exclusión social y económica. Sus padres, que vivían en Faro Moro, mucho más al norte y alejado de la capital departamental, tuvieron que mudarse allí por las dificultades para buscar trabajo, víveres y agua. La lideresa está sentada en el interior de una estancia de madera que hace las veces de escuela y centro cultural, un pequeño espacio de apenas ocho metros cuadrados, cuyas paredes están adornadas con dibujos infantiles de animales y plantas autóctonas. Afuera, bajo un techo al aire libre, varias mujeres exhiben sus artesanías tejidas, venderlas cuando llegan visitas es su único modo de ingreso de moneda paraguaya.

Evangelina Picanerai es lideresa ayorea de la comunidad de Campo Loro. Desde allí denuncia las prácticas de deforestación y despojo que se están llevando a cabo en el Chaco, y el peligro que esto supone para sus parientes no contactados. Foto: Marta Saiz
Evangelina Picanerai es lideresa ayorea de la comunidad de Campo Loro. Desde allí denuncia las prácticas de deforestación y despojo que se están llevando a cabo en el Chaco, y el peligro que esto supone para sus parientes no contactados. Foto: Marta Saiz

En agosto de 2024 varias comunidades vecinas denunciaron el riesgo de genocidio de sus parientes en aislamiento voluntario en la zona de Faro Moro. “Un exterminio justificado en aras del desarrollo”, asegura Evangelina. A su lado, Ronald Picarenai cuenta cómo la deforestación no solo pone en peligro a sus parientes no contactados, sino también a los pueblos que dependen del bosque para sobrevivir: “Para el pueblo Ayoreo el bosque es nuestro mercado. Gracias a Dios todavía tenemos animales silvestres para cazar, pero la tortuga, que es nuestra comida tradicional, ya no se encuentra tan fácilmente y tenemos que recorrer kilómetros para buscarlas”.

Campo Loro debe su nombre a la multitud de loros que sobrevolaban sus cielos cuando sus primeros habitantes llegaron, guiados por las misiones evangélicas. Hoy, cerca de 300 personas viven allí, en pequeñas casas de ladrillo que comparten varias familias. En los alrededores, todavía quedan quienes viven bajo techos de chapa sostenidos por maderas. En el corazón del pueblo el edificio más imponente es la iglesia, testigo y reflejo de la huella latente de aquellas misiones.

Ronald explica que los grupos misioneros buscaban en la selva a los ayoréos no contactados, y que algunos miembros de la comunidad ya convertidos colaboraban en esa tarea. Aquellos encuentros forzados sembraron tensiones irreconciliables entre quienes fueron arrancados de su mundo y quienes, en el nombre de Dios, los llevaron a otro.

“Todavía conservo el deseo de volver a la selva. Pero todas las tierras pertenecen a los blancos”, dice Mateo Sobode, otro de los habitantes de Campo Loro, reconocido en la comunidad y también internacionalmente gracias a la película documental Apenas el sol, de la directora Arami Ullón, en la que se relata la memoria e historia del pueblo Ayoreo, un antiguo pueblo nómada que se movía entre Paraguay y Bolivia.

Mateo Sobode, vecino de Campo Loro, es reconocido internacionalmente por su película documental Apenas el Sol. Foto: Marta Saiz
Mateo Sobode, vecino de Campo Loro, es reconocido internacionalmente por su película documental Apenas el Sol. Foto: Marta Saiz

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“Los pueblos indígenas en Paraguay siempre fueron nómadas. Se quedaban en un lugar un tiempo y luego se movían. Y éramos felices”, dice Bianca Orqueda, una joven que es la primera cantautora Nivacchê de la comunidad Uj’e Lhavós. Ella cuenta cómo su comunidad Nivaclé ha quedado relegada a un barrio a las afueras de Filadelfia, cuando en los años noventa se les desplazó de la capital. “No querían que nos vieran. Los menonitas nos quieren tener bien escondidos, pero que sigamos siendo su banco de personal, la mano de obra de todos los trabajos que no quieren hacer”.

Diez minutos en auto separan el centro de Filadelfia del barrio donde se encuentra la comunidad donde vive Bianca. De ese barrio también son los albañiles que trabajaron en el Hotel Florida. Las calles de tierra dividen las parcelas donde se alzan casas de ladrillo de una sola altura. Caminando por una senda angosta, entre árboles teñidos de gris por la constancia del polvo, se llega a una zona donde hubo un lago que ahora está completamente seco. Ningún menonita se asoma por la zona.

Bianca Orqueda es la primera cantautora Nivacchê de la comunidad Uj'e Lhavós, ubicada a las afueras de Filadelfia. Antiguamente, esta comunidad estaba ubicada en tierras que hoy pertenecen a la colonia Fernheim. Foto: Pablo Linietsky
Bianca Orqueda es la primera cantautora Nivacchê de la comunidad Uj’e Lhavós, ubicada a las afueras de Filadelfia. Antiguamente, esta comunidad estaba ubicada en tierras que hoy pertenecen a la colonia Fernheim. Foto: Pablo Linietsky

Bianca hace referencia a lo que muchos saben en el Chaco: la existencia de marcadas clases sociales: menonitas, latinos (paraguayos no indígenas) e indígenas, que son el último eslabón, aquellos a los que desplaza la deforestación, aquellos que trabajan dentro de las empresas cárnicas, aquellos que salen manchados de la sangre que desangra sus tierras. “En los territorios más alejados, donde el agua es una problemática muy grande y la comida es de difícil acceso, ahí es donde los blancos se aprovechan y los liderazgos de las comunidades se ven obligados a vender sus árboles sagrados”, dice Orqueda.

Son las nueve de la noche en Uj’e Lhavós. El encargado de turno cierra las vallas que dan la entrada a los vehículos a la comunidad. Nadie ingresa o sale, a menos de que se busque la llave en la casa del encargado y este la entregue. Alegan razones de seguridad. Lo cierto es que la ciudad de Filadelfia tiene en las afueras a una comunidad indígena encerrada durante las noches, por medio de tejido de alambre en todo el contorno y tranqueras que cierran el paso en las calles: esas típicas puertas de madera que encierran a las vacas en los campos devastados del chaco paraguayo, también encierran a los indígenas en el interior de su comunidad.

A menos de dos kilómetros, en el centro de la ciudad de Filadelfia, no hay estado de sitio: hay bares inspirados en el lejano oeste, juegos de bowling, casas de comidas típicas de otros lugares del mundo, farmacias, supermercados, museos y la imponente presencia del edificio más alto de la ciudad: el Hotel Florida.

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A las afueras de Vicenza, en el noreste de Italia, Arzignano se despliega en el corazón del valle del río Chiampo, una región fácilmente reconocible en el mapa por su densa concentración de curtiembres. Aquí el cuero se respira. El olor es penetrante y complejo, una mezcla de lo orgánico y lo químico que se impregna en la nariz. El aroma es acre. Se siente picante y deja una sensación rasposa en la garganta. Es el resultado en el aire de los procesos que combinan sulfuro, amoníaco y cromo.

Son dos kilómetros de calles industriales los que alojan el flujo constante de camiones que transportan el cuero celeste –debido al proceso Wet Blue–. Ese cuero es empaquetado cuidadosamente en pallets. En la puerta de la fábrica Conceria Cadore, el destino del cuero se entrelaza con su origen, etiquetas azules con letras blancas que delatan su procedencia remota: Cencoprod, Paraguay.

Pareciera que todo el cuero de Paraguay termina aquí. Según la investigación de Earthsight, eran dos curtidurías las principales receptoras de cuero vacuno procedente del Chaco paraguayo: Pasubio y Grupo Mastrotto. Especialmente Pasubio, que vende cuero a marcas como BMW, Jaguar, Audi, Land Rover, Porsche y muchas otras. Tras la investigación de la ONG británica, la empresa italiana asegura que decidió no comprar más cuero procedente de Paraguay. “Logramos un acuerdo con la organización Survival en 2023. El Grupo Pasubio se compromete a defender el territorio ancestral del pueblo indígena Ayoreo Totobiegosode y ha decidido excluir de sus proveedores cualquier cuero relacionado con la deforestación del PNCAT”, explica Francesca Cariglia, gerente de sostenibilidad de Pasubio. “Tenemos procedimientos para verificar el área de origen. Hemos enviado a todos nuestros proveedores de cuero una evaluación sobre temas ESG, incluida la trazabilidad”.

Por su parte, desde Gruppo Mastrotto, no hay respuesta acerca del origen del cuero de su industria automotriz. Un dato a destacar en relación a Paraguay, es que Rino Mastrotto, fundador del grupo automotriz, fue Cónsul Honorario de Paraguay en Vicenza. Es casi imposible hacer una trazabilidad fiable en un país como Paraguay que todavía no ha ratificado el Acuerdo de Escazú. Por lo tanto, el país no está obligado a dar información accesible y transparente acerca de las decisiones que toma sobre el medio ambiente como, por ejemplo, quienes violan las licencias ambientales o cómo garantizar mecanismos judiciales ante casos de fumigaciones o deforestación.

El Chaco paraguayo es el lugar donde nada le hace sombra al calor intenso. Las altas temperaturas ayudan a que las pieles de las vacas no sean atacadas por larvas o insectos, fenómeno que produce no solo el mejor cuero del mundo, sino el más barato.

Algunas empresas producen un cuero con trazabilidad controlada. Foto: Bruna Casas
Algunas empresas producen un cuero con trazabilidad controlada. Foto: Samuel Nacar

 *Este reportaje es parte de una investigación que fue posible gracias al apoyo de Investigative Journalism for Europe (IJ4EU) fund y Journalismfund Europe. Un proyecto de Revista Late.

Con la colaboración de Mónica Bareiro en Paraguay. 

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