Palestina es un sueño eterno

Un niño corre en Ramallah, Palestina. Foto: Julián Varsavsky
Un niño corre en Ramallah, Palestina. Foto: Julián Varsavsky

Un viaje a las tierras ocupadas de Cisjordania para conocer el apartheid del siglo XXI, donde la arquitectura es un arma de guerra.

I.

Ramallah, capital de un país que no “existe”

Estuve 25 años posponiendo un viaje a Palestina e Israel, a la espera de paz. En septiembre de 2023 todo estaba calmo y el Consejero de Seguridad Nacional de EE.UU. Jake Sullivan declaraba: “Medio Oriente está más tranquilo de lo que ha estado en las últimas dos décadas”. Entonces compré un pasaje. A la semana ocurrió el ataque de Hamas el 7 de octubre. Faltaban seis meses para mi viaje y suponía que para entonces, sería más seguro aterrizar en tierras bíblicas. Todo empeoró. Sin querer, me iré a “la guerra”.

Aterrizo en Jordania con el objetivo de entrar a Israel por tierra, pero antes me voy a dormir en una carpa al desierto de Petra, a 50 kilómetros de la frontera israelí. Hace días, la fuerza aérea de Israel reventó de un bombazo el consulado de Irán en Damasco, matando al general Mohamed Reza Zahedi de la Guardia Revolucionaria. La respuesta iraní me agarra en pleno desierto: al mediodía leo en el teléfono que Teherán ha lanzado 320 drones y misiles hacia Israel. Dentro de 9 horas pasaran sobre mi cabeza. Cae la noche y bajo el cierre de la carpa, a esperar los drones: no hay a dónde escapar en esta ruleta rusa donde la posibilidad de morir es muy baja, supongo.

Voy siguiendo la trayectoria de los drones por el celular: ya están pasando sobre Irak y en tres horas, surcarán los cielos jordanos. A las 2 a.m. escucho el primer “¡boom!”. Sé que Israel lanzará al menos, medio millar de misiles en mi dirección para interceptar los drones. Me he acostado vestido, por las dudas. El enjambre metálico ha llegado. A los dos minutos, otro “¡Boom!”. Y otro, y otro, y otro: cada vez más cerca. Son sonidos secos y cortos que no reverberaban, dispersándose en la amplitud del desierto. Hasta que uno hace temblar la tierra y me pregunto por primera vez en la vida: “¿este instante podría llegar a ser último?”

Temo que un dron con mala puntería caiga antes de su objetivo, sobre mí. O que un misil israelí erre el blanco y me aterrice encima. O que esquirlas de una intercepción exitosa me aplasten: millares de fragmentos caerán en esta zona de frontera.

La sensación dentro de la carpa es amarga y me sabe a arrepentimiento: los bombazos duran más de una hora. Cuando llega el silencio, asumo que estoy asistiendo en un desierto rojo, a una de las primeras muestras en la historia de un combate robótico masivo. Pero inocuo. Dos ejércitos teledirigidos y sin humanos al frente, combaten ferozmente.

La noche está fría y no salgo del refugio de tela a observar la batalla, temiendo ser descabezado por un fragmento de acero. Como cuando niño, estar bajo la sábana me da cierta sensación de seguridad. El combate intermitente dura horas. No sé cuántas: al final me duermo.

Al día siguiente, un jordano me muestra en su celular los videos de guerra de anoche: líneas de luces opuestas que se intersectan en un cielo nocturno sin nubes. Parece una batalla de videogame. De hecho lo fue. También me pareció ver una escena de la Guerra de las Galaxias, sin planos cortos.

* * *

El cruce por tierra a Israel está cerrado y tomo un avión a Tel Aviv. Al salir del aeropuerto, en la autopista los postes de luz están embanderados con la estrella de David. Hay profusión de banderas en autos y edificios: en uno de 8 pisos, una gigante baja de la terraza a la base. Las veo en farmacias, pubs, hoteles y edificios corporativos. Un señor religioso de rulito doble en tirabuzón la lleva como capa. Y ondea en un auto de policía, en la punta de un palo inserto en el paragolpes.

En una hora llego a Tierra Santa: debería emocionarme. Entro a una panadería y hay una bandeja con 25 donuts, cada una portando banderita clavada con escarbadientes. La ciudad cuyo influjo místico generó ocho Cruzadas, exuda nacionalismo. Israel está en guerra.

Camino hacia el hotel por la peatonal Jaffa y entre la multitud aparece un judío ortodoxo con una suerte de saco sport largo como un déshabillé, empujando un carrito con bebe. Atrás caminan la esposa de falda larga y dos niños. La imagen sería pura ternura, si al barbudo no le colgase en la espalda un fusil automático M-16 Made in USA con mirilla y repetición de tiro a 950 balas por minuto. La escena se repite cada 15 minutos: padre con fusil, bebé, esposa y críos a pie.

De cada 10 personas que cruzo -civiles o militares- al menos una está armada. Jerusalén es una de las ciudades más hermosas del orbe y la homogeneidad de su arquitectura de piedra encendida de amarillo este atardecer, transmite sosiego y un galante romanticismo: la gente pasea relajada haciendo compras. Pero aquí reina una falsa calma. Todos saben que a 75 kilómetros, en Gaza, hoy han despanzurrado a quince niños y hubo cien muertos. Y ayer, algo similar. No sé si a muchos les importa.

* * *

—¿Qué es lo peor que me podría pasar si viajo a Cisjordania, al West Bank, a una ciudad como Ramallah? –le pregunto a un argentino-israelí.

—Que un grupo islámico te secuestre. Pero hay lugares peores: Jenín y Nablus. Vos sabrás qué hacer…

Me tomo para decidir cruzar a Palestina. Y no veo mucho riesgo. Peligroso es Gaza. Anoche, un bombazo achicharró a cincuenta en tiendas de tela en una “zona segura” de Rafah, a donde se trasladaron empujados por la invasión israelí, los hijos y nietos de los palestinos que se habían refugiado en 1948 en el norte Gaza cuando los sionistas los expulsaron del actual Israel: Independencia para unos, Nakba (Catástrofe) para otros. El destino trágico de los gazatíes lo define un siniestro oxímoron: “mi refugio ya no me refugia y debo refugiarme en otro -más adentro en el refugio mayor- que igual no me refugiará, porque ningún refugio refugia a los refugiados en este infierno”.

Camino en la mañana a la estación de Jerusalén para ir a Ramallah -teórica capital de Palestina- y subo al bus 218. Me siento junto a una veinteañera muy maquillada que resulta ser árabe, domina un inglés impecable y no se calla nada. Me cuenta que con sus amigos judíos no habla de política “en absoluto”. Pero opina firme ante un extraño que le hace preguntas: “soy palestina y tengo status de residente israelí, porque vivo justo antes del check-point que da paso a Cisjordania, de este lado del muro. Podría votar pero no lo hago; no vivimos en un sistema democrático; es una democracia solo para judíos. Los militares entran todo el tiempo a mi barrio y se llevan gente”.

—¿Tenés amigos o familiares presos?

—¡Todo palestino los tiene! Y se los llevan cuanto ellos quieran, meses, cinco años, diez años. Aunque no hayan hecho nada, esa es la situación aquí.

La chica cuenta que su abuelo vivía en el Jerusalén medieval amurallado, pero los echaron cuando Israel tomó también la parte oriental de la ciudad en 1967. Hoy vive otra familia allí y una vez ella entró a ver la casa de sus orígenes. Sobre el conflicto opina que “el mundo cree que este es un problema religioso, pero nadie entiende que es político. Porque los israelíes también matan cristianos en Palestina y les confiscan sus tierras, igual que a nosotros los musulmanes. Acusan todo el tiempo a la gente de ´antisemita´ pero ellos mismos lo son; los palestinos somos semitas así que no podemos ser antisemitas. Y no odiamos a los judíos, los queremos. El problema no son los judíos, sino los sionistas”.

A lo largo de la carretera –media hora hasta la capital palestina– aparece el muro de concreto demarcando dos territorios. Al costado de la ruta un cartel rojo advierte en tres idiomas: “Este camino conduce al Área A bajo la Autoridad Palestina. La entrada para israelíes está prohibida, es peligrosa para su vida y va contra la ley de Israel”. Un extranjero sí puede ir a Palestina.

Nos acercamos a la divisoria y me intriga cómo serán los tecnologizados protocolos para cruzar una barrera tan caliente. Por aquí entran a Israel cada día -en sentido opuesto al mío- palestinos secuestrados sin orden judicial por las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF). Y en las aldeas y ciudades del “más allá” palestino, jóvenes son asesinados casi cada día a tiros o bombazos de dron bajo la acusación inapelable de “terrorismo”, esa categoría que deshumaniza y habilita la barbarie en nombre de la civilización.

Delante nuestro aparece el checkpoint Qalandia muy controlado por soldados con rifle, el cruce emblemático de los 188 que hay en Palestina. Es el equivalente al legendario checkpoint Charlie del Muro de Berlín. Lo cruzan a diario algunos miles de palestinos que van a trabajar a Israel y regresan por la noche, además de colonos judíos instalados en Palestina que van a Jerusalén a hacer compras, o al Muro de los Lamentos. A veces el cruce insume horas de espera en colas desde el amanecer: los judíos pasan sin esperar. Cada tanto la indignación se desborda y los palestinos chocan sin armas contra los militares, algo que es un peligro mortal para el que protesta. O alguno acuchilla a un militar vengando a su primo y lo acribillan: intentarlo equivale a un ataque suicida. Por el solo hecho de salir del auto en la cola, un palestino puede recibir un tiro, advierte un cartel. En 2017 una palestina de 41 años, madre de 9 chicos, hirió con un cuchillo a una soldada israelí y fue detenida. Las autoridades revelaron su declaración: “estaba deprimida por pelearme con mi marido y decidí este ataque para que las fuerza de seguridad me maten de un tiro, estoy harta de esta vida”.

Nos acercamos al cruce e imagino escenas como vi en el Paralelo 38 entre Corea del Norte y Corea del Sur, o algo similar a lo que era el Muro de Berlín. El checkpoint parece un peaje artillado y los soldados nunca quitan el dedo del gatillo.

Ya estamos en el portal como de “peaje” y el bus no frena: contra todo pronóstico, atraviesa el muro y entra a Palestina sin parar en aduana, como quien cruza de Ing. Maschwitz a Escobar por la Ruta Panamericana de la provincia de Buenos Aires. Y nadie nos pide pasaportes. En toda frontera del mundo exigen documentos. Aquí, Israel no controla quién sale de su país. Pero tiene lógica: no consideran que nadie salga al entrar a Palestina.

Israel sí controla quién entra a su tierra desde Palestina, aunque no le sella el pasaporte. Un israelí tendrá problemas legales al regresar a Jerusalén desde Palestina: al salir a Cisjordania cometió una ilegalidad. Igual no le sucede nada grave y casi ninguno cruza.

Una vez en Palestina, nueva sorpresa: nadie nos inspecciona ni registra quién entra al territorio. Porque el peligro les llega a ellos en vehículos militares extranjeros, cuya entrada no pueden impedir por una abismal asimetría de fuerzas. Es como si camiones militares chilenos entraran todos los días a pueblos de la Patagonia argentina y se llevaran gente sin explicación. La Autoridad Palestina tampoco controla quién sale de regreso a Israel. De hecho, ni siquiera están en la frontera. Porque no tienen ningún poder: de un lado y del otro, manda Israel.

Llegamos y me bajo del bus. Camino por el centro hacia la emblemática placita Al-Manara con sus cuatro leones blancos y un pilar en el centro, donde los palestinos se juntan a protestar y muy rara vez, a celebrar algo.

Camino media hora hasta un barrio sobre una suave colina con un pequeño edificio gubernamental para entrevistar a Dr. Mohamed Odeh, nacido en Nicaragua hace 69 años. Me recibe con hospitalidad de beduino del desierto y me hace pasar a su oficina. En su escritorio tiene una banderita palestina y otra amarilla de Al-Fatah, más un busto de Yasser Arafat. Sus padres tuvieron que abandonar Jerusalén en 1948 ante el ataque sionista y por eso él nació en Centroamérica. Estudió medicina en Cuba y fue guerrillero de Al-Fatah, la fuerza líder de la OLP creada por Yasser Arafat. Combatió contra Israel en El Líbano en la guerra de 1982. Allí lo hirieron varias veces y perdió un ojo: lo tiene más claro que el otro. Hoy pertenece al ala más dialoguista de la Autoridad Palestina y ha pasado acaso miles de horas conversando con israelíes pacifistas intentando construir puentes para que la historia no se repita una y otra vez. Habla un apacible castellano:

—El mayor problema en Cisjordania es que nos secuestran todos los días, sin ser de Hamas, sin estar armados, sin arrojar cohetes, sin ejercer resistencia violenta. Nosotros tomamos en 2016 la decisión política de dejar las armas. Desde el año pasado hasta hoy, Israel ha matado un millar de palestinos en Cisjordania y tiene a muchos más secuestrados en Israel, la mayoría de Al-Fatah, también a gente sin militancia y a otros de Hamas. La política de Israel es secuestrar palestinos y tenerlos indefinidamente presos, sin causas judiciales. Los torturan y maltratan para doblarlos. Si de cien apresados, uno solo acepta ser espía a cambio de dinero y libertad, el trabajo habrá tenido éxito.

—A simple vista, uno llega a Palestina y el urbanismo produce una sensación de encierro: los bordes de la ciudad con sus murallas me remiten a un campo de concentración. ¿Usted lo siente así?

—Hoy Cisjordania es una cárcel controlada por Israel que adentro tiene más cárceles. Para movernos de una ciudad palestina a otra, está lleno de checkpoints que Israel cierra cuando quiere, por horas, solo para hacernos la vida imposible. Luego los abren y nos dejan pasar sin siquiera controlarnos: no es por razonas de seguridad.

Subimos al auto de Odeh y en 20 minutos llegamos al borde de la ciudad, al pie del muro divisorio con Israel. Es el campo de refugiados Al-Amari, un rejunte de edificios de unos 4 pisos surcados por un laberinto de callecitas muy angostas, casi todas peatonales donde no cabe un auto. Aquí se hacinan 9000 personas en 92.000 m². Ya van tres generaciones de aquellos expulsados a sangre y fuego por las fuerzas “independentistas” sionistas desde aldeas y ciudades como Lod, Jaffa y Haifa.

En el portal de entrada nos espera Taufik Abdel Rahman -ingeniero graduado en Cuba en los años 80- y cuenta que, en un principio, aquí no hubo otra cosa que tiendas, durante años: el plan era regresar a casa pronto.

Los Rahman fueron siempre de familia numerosa, lo usual en el mundo árabe. Se exiliaron durante la Nakba desde la aldea Lod que estaba en la zona del aeropuerto Ben Gurión en Tel Aviv: “nuestro pueblo fue destruido por completo pero se siguen sembrando uvas ahí; fue una de las 534 aldeas arrasadas por los sionistas, que ya no existen.

Taufik cuenta que en el año 2000 mataron a su hermano Himad. Hoy él es dirigente de su campo de refugiados que, a simple vista, parece un barrio periférico como cualquier otro. Pero ellos lo consideran un lugar de paso, a pesar de los años.

Caminamos por el laberinto peatonal y mi anfitrión cuenta que aquí vivió una mujer judía por 50 años, una marroquí casada con un palestino: “no tenemos un problema religioso con Israel, sino político; esa mujer judía jamás fue molestada por nadie aquí”. Taufik dice que el mayor padecimiento en Al-Amari son los operativos de Israel deteniendo y matando.

—¿Cuándo entraron por última vez?

—Anoche. Se llevaron a varios.

—¿Y la última vez que mataron?

—Hace dos meses, el 4 de marzo en el portal de entrada donde te citamos. Se llamaba Mustafa Abu Shalbak de 16 años. Pasó una patrulla y tú sabes cómo son los chicos, quizá les arrojaron una piedra… y los militares le tiraron a matar, ellos nunca tiran a las piernas: le dieron un tiro en el cuello y otro en el pecho. Esa misma semana, en pueblos cercanos, mataron a un chico de 16 años y otro de 13.

Desde su creación en 1948 Al-Amari ha sufrido la muerte de 40 personas a manos del ejército israelí. En este momento tiene unos 60 detenidos en cárceles de Israel.

Entramos al edificio de tres pisos de la Sociedad Palestina para el Cuidado: no es un hospital, sino una sala grande de salud con servicios básicos y consultorios. Subimos al último piso donde tienen un albergue. Hoy lo ocupan 40 gazatíes que trabajaban en Tel-Aviv de manera temporal cuando comenzó la guerra: los metieron en un bus esposados y los arrojaron a Ramallah. Ahora son nuevos refugiados en un viejo campo de refugiados. A sus familias en Gaza -hijos y nietos de los expulsados en 1948- les han destruidos las casas y buscan refugio en precarias tiendas de tela donde cada tanto, cae una bomba y muchos mueren quemados. Ya llevan tres y cuatro generaciones siendo humillados, despojados, asediados, hambreados, desplazados, masacrados, exiliados ad infinitum. ¿Cómo es posible que “Auschwitz” sea el argumento para justificar todo esto y se acuse de “nazi” al que lo critique? ¿Puede una víctima de racismo ser racista? Por supuesto: no hay contradicción. Por el mero hecho de haber sido perseguido, nadie se convierte en antirracista. Ser víctima de crueldad no hace de nadie un ser “pura bondad”, ni más tolerante: la víctima es eso y nada más. El resto dependerá de la totalidad de su historia y su educación, algo en lo que el sionismo ha sido magistral.

Al ver que hay un periodista en la sala, un gazatí se acerca a mostrarme en su celular fotos de los escombros de su casa bombardeada hace un mes: “en este edificio vivían 80 personas incluyendo mi esposa, hijos y nietos. Les avisaron por teléfono que iban a bombardear y les dieron 3 minutos. En el minuto 4 cayó la bomba y perdimos todo. Israel hace eso por dos razones: si sospechan que podría haber alguien de Hamas -en ese caso no avisan- o si necesitan abrir espacio para pasar con los tanques. Ellos le avisan a una sola persona y ni siquiera controlan si todos han salido. Mi barrio completo fue aplanado”.

Un hombre canoso de ojos muy claros se acerca a mostrar su drama documentado en el celular: es la foto del cadáver de su hijo en un ataúd sin tapa -la misma cara del padre 20 años más joven- muerto el 13 de octubre por un bombardeo en su casa. Ninguno de ellos habla inglés: solo nos miramos.

Subo con Taufik a la terraza del centro de salud y veo la superpoblación de edificios como un panal de abejas que se termina de golpe en el asfixiante muro israelí con sus torres mortales desde donde les disparan, en el borde mismo del barrio. Y diez cuadras más al fondo, se levanta el asentamiento de colonos judíos Pisgot -siempre en los altos, bandera muy visible- donde judíos de ultraderecha hacen su vida del lado palestino del muro, detrás de un alambrado electrificado, sin cruzarse jamás con los locales:

—Nosotros no podemos ni acercarnos y tienen caminos exclusivos para ellos. Esta es una política demográfica, saben que tenemos muchos hijos y quieren evitar ser minoría en el futuro –dice Taufik intentando no naturalizar lo que es a todas luces natural aquí.

Salimos de Al-Amari y Taufik me acompaña unos metros. En el camino se detiene a saludar a un transeúnte y conversan un rato en árabe. Se despiden y mi acompañante me explica: “su hermano era científico nuclear y fue degollado por un agende israelí en 1982”.

II.

Belén no es tierra de paz

Junto a los muros de la Jerusalén medieval pregunto por “the bus to Belen” y nadie entiende: se dice Bethlehem. Subo al nro. 231 y a los 15 minutos estamos pasando el checkpoint que divide lo que para los palestinos son dos países y para los israelíes, uno.

Imagino que Jesús tardaría 2 horas a pie desde su lugar de nacimiento hasta El Calvario. Si de verdad resucitó, acaso podría volver a nacer y sería palestino: no podría visitar el lugar de su crucifixión. A menos que Israel le otorgara un certificado de buenísima conducta y se empleara como obrero, personal de limpieza o vendedor. En Belén viven miles de cristianos cuyo mayor anhelo sería conocer Jerusalén, besar el Santo Sepulcro y después morir. Lo más probable es que se queden con las ganas por siempre jamás. Con suerte, algunos irán ya de ancianos.

Cruzamos a Palestina y ya estoy rodando dentro de lo que -ya es evidente- nunca será un Estado palestino pleno. Y nadie me ha palpado de armas, ni scaneado el cuerpo o la mochila donde podría haber una bomba, ni pedido siquiera el ticket del bus: a este país que no es Palestina, entra el que se le antoja. Siempre que antes le hayan permitido ingresar a Israel. Y solamente sale, aquel que a Israel se le antoja. Sería difícil de imaginar un desacuerdo impuesto, más desigual. 

Abandono el bus y camino al bar frente a la iglesia de la Natividad, levantada donde habría estado el pesebre de la celebridad mayor de Belén hace 2024 años. Allí me espera Fayez Saqqa, hombre alto y canoso de 71 años, dirigente de Al-Fatah, partido de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), hoy al frente de la Autoridad Palestina (AP) que tiene el poder en Cisjordania.

Fayez se define miembro de un movimiento de liberación nacional cercano al concepto de izquierda socialista: “No soy ultranacionalista ni religioso y comprendí de joven que la solidaridad internacional a nuestra causa siempre vino de la izquierda; en la OLP conviven líneas que van de la izquierda a la derecha”. Está casado con una española y estudió geología en la Universidad Complutense de Madrid: habla con un acento madrileño apenas raro.

Un shebab en el muro que divide Israel de Palestina. Foto: Julián Varsavsky
Un shebab en el muro que divide Israel de Palestina. Foto: Julián Varsavsky

Su padre fue dirigente sindical en Galilea y su madre ama de casa que iba a misa los domingos: “Soy de una familia católica; estoy bautizado y mis hijos también; aquí en Belén la mitad son cristianos y en la OLP hay muchos de ellos, además de ateos y musulmanes”. Sus padres vivían en Nazareth -hoy Israel- cuando fuerzas israelíes los expulsaron en 1948 y vinieron a Belén donde nació Fayez, un poco a la manera de Jesús.

En 1982 fue guerrillero de la OLP y combatió a Israel en la guerra del Líbano, y luego contra las milicias falangistas de ultraderecha libanesa: lo hirieron de bala dos veces. En una ocasión tardaron horas en llevarlo a un hospital y estuvo a punto de morir desangrado.

Le comento que toda lucha tiene un plano simbólico y vi eso en una Jerusalén embanderada con la estrella de David, donde un simple banderín palestino está prohibido. Aquí en Belén ya he cruzado a Palestina pero sigo viendo enormes banderas de Israel: “Por ejemplo arriba de ésa colina con hogares amurallados”.

Fayez señala con el brazo: “Estás viendo la colonia israelí Gilo; ellos siempre buscan el punto cumbre de la topografía y plantan bandera. Ese monte era el pulmón verde de Belén, yo iba de pequeño a hacer barbacoas a un pinar; en 1996 lo confiscaron para construir la colonia; mi familia tiene terrenos un poco más abajo, 7000 m² de olivares. Y ya llevamos 12 años sin recoger una aceituna; no nos dejan entrar por ser ´zona de seguridad´; no puede acercarse nadie, aunque nuestra tierra está a cientos de metros de la colonia. Hacia donde vayas en Belén, verás las 23 colonias judías con 150.000 habitantes. Ellos van rodeándonos y comiendo tierra por todos lados. En esta provincia somos 300.000 personas pero la AP tiene bajo su control apenas el 13% del territorio”.

Según la Convención de Ginebra, si un país ocupa a otro, no puede transferir población: Israel ya instaló 144 asentamientos con 720.000 colonos rodeados de 3 millones de palestinos.

Fayez detiene la marcha y dice que “esa estrategia de ir avanzando sobre la población palestina es la razón por la cual a mi familia no le permiten cultivar su tierra: para que queden abandonadas. Luego no será de nadie y pasará al Estado, no al palestino sino al israelí. Y sobre esos olivos centenarios implantarán una nueva colonia que necesitará un área más amplia de seguridad y bases militares. El plan B a todo esto es menos sofisticado: los colonos echan a balazos a agricultores y pastores que viven en soledad. Les queman las casas haciéndoles la vida imposible hasta que se van. Luego viene el Estado con buldóceres y demuele todo para que no regresen”.

Caminamos sin apuro por una ciudad que, salvo en su sector comercial, irradia un sosiego pueblerino. Casi desde todo lugar veo el muro divisorio entre los dos países que en verdad son uno. Mide 8 metros de alto, pintado con frases en árabe, otras como Free Palestine y alguna en alemán que dice “Yo soy un berlinés”. Hay murales que glorifican a jóvenes y niños muertos, y algunas torres de vigilancia ennegrecidas de hollín por las molotov que les arrojan en vano.

—Esta calle iba hasta Jerusalén; yo cruzaba caminando de joven, era un paseo. Ahora han puesto el muro y no se puede ir; tú sí puedes porque eres extranjero, pero yo no: soy palestino –dice Fayez y calla indignado.

Mi anfitrión señala en el muro una torre cilíndrica con ventanal panóptico polarizado: nunca sabemos si nos miran.

—Desde esa que ves ahí han asesinado a varios palestinos, incluyendo un niño de 12 años que tomó una piedra para tirarla y lo mataron con la mochila del colegio puesta. Ten cuidado porque estos disparan antes de preguntar, no les tomes fotos, dice Fayez con naturalidad antes que con tono de resignación. Nuestro paseo por un urbanismo diseñado en función del control para separar a dos pueblos, continúa bordeando el muro. A veces nos alejamos un poco. Pero de cerca o lejos, siempre reaparece en la topografía de colinas y largos horizontes: su concreto abarca toda la frontera oeste -que es frontera en un solo sentido- salvo allí donde hay cercas electrificadas.

Del lado palestino del muro, los militares israelíes tienen prerrogativas legales de las que carecen del lado israelí: la licencia para matar aquí es casi total. Así, el muro separa también dos sistemas legales.

¿El muro es la frontera final para la hipotética solución dos Estados? No: todo el tiempo se construyen colonias que se consideran definitivas. Es una frontera dinámica que Israel va corriendo por imposición. A la larga, el objetivo sería que se vayan casi todos o queden muy pocos, fáciles de domar. El modelo que parecen tenerles destinado es el de las reservas aborígenes de EE.UU., también aplicado en Sudáfrica durante el apartheid. Esto no será fácil: el mundo ya no acepta mucho estas cosas y los palestinos procrean más que los israelíes. El plan sería que alguna vez los colonos igualen en cantidad a los palestinos en Cisjordania: por eso mandan allí a los muy religiosos que no usan anticoncepción.

* * *

Arquitectura y urbanismo son para Eyal Weizman -autor del libro Tierra Vacía- la solidificacíon de la política: incluso constituyen armas de guerra. Como en la Era Medieval, Palestina tiene murallas. Sobre todo una de 708 kilómetros al estilo chino para separar a palestinos de israelíes.

La Gran Muralla israelí entre Palestina e Israel es del siglo XXI. Opera como avanzada, defensa y separador. Pasaron cerca de 4000 años entre la primera muralla y la última en esta región anegada de sangre. Pero los hombres se siguen matando por la tierra como en tiempos bíblicos.

Hay aquí un segundo tipo de muralla, más corta: las interiores en Cisjordania. Y entre estas hay dos variantes: A) aquellas con las que se amurallan a sí mismos los colonos protegiendo sus avanzadas en tierras ajenas. B) Las que construye Israel para aislar pueblos y ciudades palestinas: casi cada centro urbano en Cisjordania tiene murallas alrededor. Es inédito en la historia que las fortificaciones no las levanten los de adentro, sino gente de extramuros con lógica penitenciaria.

Cada nueva colonia israelí en Cisjordania es fortificada, en este caso por necesidad de los de adentro, ya que no son bien recibidos en tierras expropiadas: el mapa de Palestina está estriado de murallas. También hay ciudades palestinas amuralladas. El paradigma es Kalkilia, cuyos 60.000 habitantes están encerrados perimetralmente en un muro circular moderno con una sola entrada. Al estar en Cisjordania, Kalkilia queda del lado palestino de la muralla mayor. La suya fue levantada por Israel -contra la voluntad de los habitantes- acotando aún más la posibilidad de movimiento: un lugareño sale o entra, si un soldado israelí lo autoriza. Como una ciudad medieval, tiene una sola puerta y la controla Israel: un único militar puede cerrarla con candado y no sale ni entra nadie. El IDF puede de cumplir la orden de cerrar de toda Cisjordania en 20 minutos, simplemente colocando un Jeep en la ruta de entrada a cada pueblo o ciudad.

Así viven hace décadas y todo será peor. Hasta que un día el ocupado se rebele otra vez e Israel encuentre la excusa o la razón para alizar ciudades completas, como ha hecho en Gaza. Este parece ser el destino trágico de los palestinos: ser aplanados poco a poco en un permanente Apocalipsis de profecías autocumplidas.

Cruzamos con Fayez un gran portal de madera en forma de arco sobre la calle: en lo alto, la estructura tiene arriba una llave de metal acostada de 12 metros de largo. La “llave del retorno” es un monumento: cada familia guarda aquí, en el campo de refugiados Aida, la llave de la casa que les quitaron al exiliarse. Se instalaron en las afueras de Belén en 1950 al ser expulsados por el ejército israelí desde 27 pueblos y ciudades como Jerusalén, Walaja, Khirbet-El Umur, Qabu, Allar, Deir Aban y Maliha Beit Nattif.

Fayez tiene un compromiso: me saluda y se va. Entro al Centro de la Juventud de Aida y conozco a Said, encargado de relaciones públicas y traductor de inglés. Le propongo caminar el laberinto de callejuelas entre edificios de varios pisos y salimos a la calle. Algunas miden un metro de ancho: no hay intimidad y el aire no corre en verano. Alguna vez, allí donde hay una casa o edificio, hubo una carpa.

Said cuenta que en 1998 el Centro de la Juventud fue demolido por Israel y no funcionó hasta que lo volvieron a levantar en 2004. Su obra de arte cumbre es la “Llave del retorno”, la más grande del mundo.

Los palestinos devienen verborrágicos al contar sus padeceres. Se desbordan en parrafadas que parecen saber de memoria: se les han grabado de tanto contarlas sin que a nadie le importen: “Mi papa nació en este campo y yo también, hace 26 años. Pero soy de Jerusalén y nunca he estado allí en mi vida, aunque sus suburbios comienzan a 6 kilómetros de aquí. No nos permiten salir. Mi abuelo vino de allí durante la Nakba y murió sin volver a casa; creían que sería temporario, pero luego de 77 años nadie ha regresado. Aquel día fatídico, mis abuelos estaban cocinando y él le dijo a ella, ´no apagues el fuego que en una hora volvemos a comer; había un ataque de los israelíes, muchos tiros, se decía que había masacres en todos lados; se fueron por prevención; cerraron la casa y lo único que trajeron fue la llave; por eso la “llave del retorno” representa tanto para nosotros, que estamos atrapados aquí. Los sionistas quemaban casas y atacaban a todo el mundo para que nos fuésemos; mi familia vivía alrededor de la Ciudad Antigua. Hemos visto fotos que nos mandó gente de la ONU, la casa está igual; cuando me la mostraron, la reconocí aunque nunca la había visto; me di cuenta de inmediato por descripciones de mi abuelo. Hay colonos viviendo en mi casa. Y no cambiaron nada, las flores son las mismas como las dejamos, los árboles. No sabemos de qué país vinieron y están usando nuestra casa; viviendo nuestra vida, no sabemos quiénes son, cada vez que pienso en nuestra casa, pienso que hay extraños viviendo nuestra vida, golpeando nuestra puerta y disfrutando la libertad que Dios supuestamente nos dio. Pero nos arrojaron a este campo sin los derechos humanos más básicos; nos han hambreado por años, nos han mantenido viviendo en la pobreza. Vivimos peleando, siendo asesinados; es increíble cómo el oprimido devino en opresor”, dice Said con una suavidad digna y firme que oculta la sutileza de un llanto sin lágrimas.

—Un tío abuelo mío ucraniano fue parte de todas esas miles de personas europeas que llegaron a Israel –le comento a Said.

—Por el solo hecho de que tus abuelos hayan sido judíos, no solo te dejan viajar a Israel; te hubiesen invitado gratis de adolescente -a ver si te podían convertir en colono- y aun hoy podrías irte a vivir allí y te darían trabajo y casa muy barata y confortable, si aceptas ser colono acá en Belén; aunque no tengas ninguna raíz en esta tierra. Tenés infinitos derechos más que yo, que sí soy de acá. ¿Si esto no es apartheid cómo se llama?”

—Te aseguro que jamás aceptaría uno solo de esos privilegios que me darían si les ocultara lo que pienso; porque sería aprobar, de hecho, las injusticias que sufre tu familia. ¡Nunca!

Said me mira sin decir nada, no sé si me cree. Al rato dice que dos directores de este centro juvenil fueron arrestados -uno por 4 meses- por hablar con la prensa, sin juicio ni cargos. “Es realmente peligroso, pero podés publicar igual”.

—¿Creés que volverás alguna vez a tu tierra? –pregunto sintiéndome cruel porque sé la respuesta. Said lo piensa largo.

—No lo sé. El mundo denuncia el fascismo de Israel, la Corte Internacional de Justicia le dice que pare y no para; estamos viviendo una de las peores ocupaciones que suceden en la tierra, mezcla de apartheid con genocidio, pero aún nos mantenemos de pie. Necesitamos recuperar nuestros derechos humanos; estamos rodeados por tres mares, pero yo no he visto el océano en mi vida, no tengo la chance de salir, mi mayor sueño era -ya no tenemos más sueños- tocar el mar y la arena. Mi mayor ambición era esa, pero ahora es tener mi libertad, que nadie me frene en mi propia tierra. Vivimos en una de las mayores prisiones del mundo, atascados en este campo. Lo construimos dos años después de la Nakba; antes, mi abuelo vivía en cuevas aquí. Hoy nos matan y destruyen. Estamos viviendo lo mismo que en 1948; la diferencia es que antes no había cámaras; lo mismo que contó mi abuelo, me está pasando a mí. En Gaza no tienen alimentos, les destruyen sus casas. Vemos todo eso repetido una y otra vez, dice Said y los dos hacemos silencio para escuchar el zumbido de un avión militar. Pero él ya no puede parar de gatillar palabras mientras mira al cielo con impotencia:

—Cada día nos sobrevuelan amenazantes. También con drones, uno de los peores sonidos que existen; nosotros no controlamos el cielo ni la tierra aquí; todo lo controlan ellos, incluso el ciberespacio y el subsuelo: no podemos usar nuestra agua; no nos dejan excavar; y como el proveedor es una empresa israelí, cortan el agua cuando quieren: no controlamos lo que está abajo, ni en la superficie ni en el cielo. Nos dominan en todos los niveles.

           * * *

Seguimos caminando al azar con Said entre edificios de 4 o 5 pisos del campo de refugiados y por la calle veo casi solo niños, en cantidad: el simple vista confirma la estadística de que los árabes se reproducen más que los israelíes, un tema de preocupación para el sionismo: a la larga, serán minoría en tierras bíblicas. Por eso la obsesión de una mayor y cada vez más laxa inmigración para instalarla en las colonias, siempre en la altura, asumiendo que habrá conflictos y asedios: es el regreso a la lógica del castillo.

Frente a una escuela hay un cartel indicando el lugar donde el 10 noviembre de 2023 mataron a Mohammad Ali Aziyya de 17 años. Said señala con el dedo la perspectiva de una calle donde, apenitas, asoma al final el contorno de una torre de vigilancia adosada al muro: el virtuoso francotirador apuntó cuidadosamente -casi sin ángulo- para pegarle un tiro en el pecho al adolescente mientras se asomaba desde la terraza de su casa, observando un arresto militar al atardecer. Estaba estudiando: oyó ruidos y se puso a filmar con su teléfono. No hubo combate. Al encontrar a su hijo sangrando, el padre llamó una ambulancia de la Media Luna Roja que fue retenida afuera del campo por los militares. El padre lo subió a un auto y lo sacó él mismo: pero lo detuvieron y le quitaron a su hijo herido. Y no lo llevaron al hospital, sino al cuartel militar junto con los detenidos que estaban secuestrando. Luego fueron a casa de Mohamed a “buscar armas” y la dieron vuelta de arriba a abajo, destruyendo muebles. Al padre le dijeron: “si tu hijo vive, te dejaremos verlo otra vez, pero en prisión”. Pero no vivió. Ni lo llevaron al hospital. Los dos muertos anteriores en Aida habían sido en 2014 y 2015, chicos de 12 y 14 años asesinados por francotiradores desde las torres: los militares no necesitan cruzar la frontera ni molestarse en entrar al campo para matarlos. No ocurre muy seguido, pero sucede: un soldado se ceba y caza un palestino como quien mata una paloma por aburrimiento.

Said advierte que no me acerque a esa torre. Varios israelíes me recomendaron no ir a Cisjordania por el terrorismo palestino. Pero a mí los palestinos me cuidan.

—¿Cuál es el margen de esperanza que te queda Said?

—Cuando en 1967 Israel controló Cisjordania, ya la perdimos, antes de que yo naciera. Con los Acuerdos de Oslo en 1995 terminamos de perder toda esperanza de volver; solo nos daban el 21% de nuestra tierra y ese fue el último clavo en el ataúd. Esta es una tumba para las esperanzas. En este campo de refugiados tenés dos opciones: volverte loco por la situación o ser creativo. Tenemos una alta tasa de educación; somos 6000 personas en menos de 1 km2. Aquí no hay fábricas ni tiendas, tenemos 43% de desocupación; la única salida es la educación y por eso hay aquí muchos doctores, ingenieros, profesores; yo tengo un título en psicología, soy entrenador deportivo y estudié literatura. Aquí hay muchos artistas, un director de cine, escritores, poetas; estudiamos varias cosas para tener oportunidades. Acá, o te volvés loco o estudiás. Antes sembrábamos la tierra aquí justo al lado, pero con la llegada del muro nos la quitaron, la confiscaron y quedó del otro lado. No quieren que cultivemos bajo ningún concepto. Allí teníamos talleres para hacer muebles y era un área natural de recreación.

—O sea: los echaron de sus tierras y casas, y una vez instalados aquí, les expropiaron las tierras de cultivo. Y si resisten, los matan.

—Aquí nos hacen la vida un infierno; cada mañana me levanto diciendo “sobreviví un día más, tengo la suerte de estar vivo hoy”. No estamos armados en este campo, pero vienen cada vez que quieren, porque estamos cerca de la base militar; subí a la terraza y la vas a ver.

—¿Si subo y les tomo una foto me pueden disparar?

—No creo, sos extranjero.

—¿Y si no se dan cuenta? Yo vi por la calle palestinos blancos y rubios.

—Quién sabe. Aquí el soldado que mata sigue su vida como si hubiese matado a una mosca; yo no tuve infancia, nos matan y matan a gente alrededor desde que somos niños, siempre viví lleno de miedo y gritos, de ataques; mataron a amigos míos; uno murió frente a mí, no pude hacer nada; por eso yo quise estudiar medicina, pero no pude. Fue durante una demostración pacífica cerca de la otra torre. Hoy en día yo abro la ventana de mi casa y veo a los soldados mirándome desde ahí, ven mi cuarto, mi cocina, mi baño; les veo la cara con rasgos occidentales, a veces africanos. Nos vigilan y apuntan con armas como diciendo: “te estamos mirando todo el tiempo, no resistas”. En Jenín hay más resistencia, pero les destruyen el campo de refugiados; ellos generan miedo para que no resistamos, de lo contrario, nos destruyen todo; los que resisten con armas, simplemente están decidiendo ellos mismos cuando van a morir, así no le permiten a Israel elegir cuando los van a matar; y les hacen castigos colectivos, van al campo y destruyen la infraestructura, matan civiles, muchos se unen a la resistencia porque no pueden vivir así; aquí luchamos por ganar una vida humana normal con dignidad, libertad y respeto; otros resisten de otra manera; nosotros, preservando nuestra cultura con la educación y arte; esto es parte de la resistencia a una de las ocupaciones más brutales y fascistas que existen en la tierra, no nos consideran seres humanos, es muy difícil encontrar el camino, peleamos pacíficamente.

—¿Tenés amigos judíos?

—¡Muchos! Ellos han venido aquí y nos enseñaron que hay una gran diferencia entre un judío y un sionista. Ellos no viven en Israel y son pro-palestinos. Una vez más: este no es un problema religioso, sino político. Acá hay opresor y oprimido, a mí no me importa si alguien es judío, musulmán o cristiano, sino cómo actúa. En Tel Aviv el 60% de la población es atea, pero aún creen que Dios les dio esta tierra.

                                                        * * *

Volvemos al centro juvenil y subo por una escalera caracol hacia la terraza en el piso 5, aun impresionado por un video que acabo de ver con Said del asesinato de un adolescente desde la torre que está justo cruzando esta calle. Es una escalera de cemento entre paredes de ladrillos sin revocar. Subo con miedo: voy a quedar expuesto. No hay enfrentamientos hoy. Pero me consta que los soldados no los necesitan para disparar. Si quieren, pueden. La escalera en caracol y el temor se conectan en mi cabeza y aflora un recuerdo, un relato familiar que remite a estas dos cosas. Mi tío abuelo Aarón había invadido Francia desde Inglaterra en 1944 en el desembarco de Normandía y su tarea fue ir cazando francotiradores nazis ocultos en azoteas. Una vez, iba subiendo una escalera caracol como esta, silenciosamente, tras un nazi que estaba en el último piso. De repente oyó “clic”: alguien había cargado un rifle a sus espaldas. En un acto reflejo, Aarón giró 180 grados, disparó y mató al que lo iba a matar. El muerto se llamaba Elber. Lo sé porque tengo su casco en mi casa con el nombre en tinta blanca. El pensamiento fue una asociación inconsciente.

Llego a la azotea y me voy asomando, de a poco. Las torres tienen vidrios negros así que no sé quién mira. No sé si miran. Trato de pensar qué piensa ese que me clavó los ojos: “ese hombre parece extranjero y si está en esa terraza, seguro es amigo de los palestinos y entonces mi enemigo”. ¿Se le cruzará por la cabeza disparar? ¿Estará mirando el celular?

Me relajo y observo que a los pies de la torre, en el muro que encierra el campo por dos de sus lados, alguien escribió la palabra “hope”. Otro dibujó un círculo gigante de la paz, aquí donde no hay eso ni esperanza. Hacia la derecha, sobre una colina, veo la colonia Har Homa con sus propias murallas y bandera en lo alto, el sitio dominante para la casta superior. Y a un costado, el cuartel militar israelí, siempre al acecho. Observo la estructura de este sub-barrio de Belén, prácticamente rodeado por un muro infranqueable con cámaras como una cárcel urbana, sin una torre central panóptica, sino siete perimetrales que ofrecen una mirada multiperspectiva. Esto es un gueto. Tiene una salida hacia Belén: no estamos encerrados. Pero es el diseño de un campo de concentración con presencia militar las 24 horas.

Desde 1967 casi un millón de palestinos han sido encarcelados por Israel. En Aida se cuentan por centenares y más de 80 están presos hoy, dos de ellos desde 1993: Nasser Abu Srour y Mahmoud Abu Srour. Durante la Segunda Intifada sufrieron incursiones militares con toques de queda: salir de casa era estar sujeto a francotiradores. Estar en casa tampoco era seguro por la fragilidad de las paredes. Los militares allanaban y tiraban abajo medianeras desde adentro con un bombazo para agujerear casas y pasar a otra por túneles, evitando el riesgo de las estrechas calles. Esto generaba heridos y muertos en casas vecinas.

Aida quedó devastada luego de las Intifadas con su infraestructura dañada, incluyendo las escuelas: los buldóceres alisando el terreno derrumbaron 29 casas para abrir paso a la tropa. Esas excavadoras Caterpillar D9 son reconvertidas por Israel en arma de guerra blindada -teleoperada si hace falta- con ametralladora y lanzagranadas. El IDF lo apoda Doobi -osito de peluche en hebreo- y ha destruido miles de casas palestinas, incluyendo una en Rafah donde en 2003 aplastaron con la pala mecánica a la activista judía norteamericana Rachel Aliene Corrie de 24 años. La militante por la paz fue pisada marcha adelante y atrás, a conciencia según testigos, al interponerse ante la máquina para que no derrumbara una casa. La justicia actuó como casi siempre: el culpable fue “inocente”. El funeral palestino de la chica judía fue masivo. En 2024 Rafah fue arrasada otra vez: puros escombros entre las dunas y el mar.

Parado en el borde de la terraza, mirando esa colmena humana que es Aida, observo la torre militar, lo pienso un rato y me digo: “una foto no vale una vida”. Por pequeña que sea la posibilidad. Me doy media vuelta y bajo las escaleras.

Salgo a la calle y me interno en el laberinto. Ignoro hacia dónde debería correr si entraran patrullas israelíes arrojando gases. Pueden venir en cualquier momento: lo hacen cada semana. ¿Y si quedo atrapado en un callejón sin salida?

A metros del muro me topo con una pizarra en la vereda que dice: “Casa de artesanías: estás pasando por el Campo de Refugiados Aida, el lugar más rociado del mundo con gas lacrimógeno; entre y mire cómo yo uso los cartuchos de lata que nos tiran y los convierto en una hermosa pieza de arte; llevate una pieza de Palestina a tu casa”. 

Entro y me recibe el artista Akram al-Wa’ra. Explica que las casas de alrededor cubren sus patios internos con una red metálica contra las bombas de gas que les tiran seguido: “así el gas les entra menos”. Vende mapas de Palestina, platos de Free Palestine y una réplica del muro de la infamia tallado en chapa. Casi no hay turistas por la guerra en Gaza y se dedica a esto desde 2014 cuando los israelíes arrojaron aquí centenares de bombas de gas Made in USA: Akram decidió convertir los cartuchos en arte y sustento para seis hijos. Ha producido 10.000 piezas y opina que no solo las armas pueden defender al pueblo: también el arte.

El artesano toma un cartucho Multi-proyect riot Smoke 37-38 ml y lo coloca en mi mano: “con esto no podés respirar ni ver”.

—¿Los has sufrido muchas veces?

—Los huelo todo el tiempo; los tiran y están en el aire durante horas.

—¿Cuándo fue la última vez?

—Tres semanas atrás; los tiran desde el otro lado del muro, a veces sin siquiera molestarse en venir acá. Los tiran por nada, cuando están aburridos.

III.

Hebrón, un apartheid con fundamento bíblico     

Entre Jerusalén y Hebrón hay apenas 28,3 kilómetros, pero un universo de distancia. Allí en tierra palestina, hace 4000 años -así, a ojo- el mismísimo Abraham compró “por 400 ciclos de plata” una cueva para la tumba de su esposa Sara, según el Libro del Génesis. Después lo habrían enterrado a él y a dos generaciones más. Musulmanes, judíos y cristianos consideran que así fue y nadie ha molestado a esos muertos desde entonces en la Tumba de los Patriarcas, hoy un gran templo. Si es que están ahí.

Espero un bus al West Bank, a Cisjordania, Palestina. Quiero ir a Hebrón. Subo al bus y salimos a la autopista que bordea La Gran Muralla Israelí, de concreto en ciertos sectores y de alambre de púa en otros, separando en teoría a dos territorios. De este lado es Israel y del otro, en los hechos, también. Aunque allá sea Palestina, igual Israel construye colonias. Estoy yendo a la célula madre de las colonias judías, la más ultra y religiosa: la sangrienta Kiryat Arba enclavada en Hebrón, una bravuconada arquitectónica como no hay otra en estas tierras bíblicas azotadas por Dios.

En mi bus solo hay judíos: soldados que harán guardia en Hebrón y colonos. Bordeamos la ciudad palestina y el bus ingresa a lo que parece la entrada a un barrio con seguridad privada: entramos a Kiryat Arba, vedada a todo árabe. Me bajo en un parque para una cita con el londinense Joel Carmel de nacionalidad y religión judía, miembro de la ONG de ex soldados Breaking the Silence.

Joel es un flaquito de modales muy british a lo David Bowie -Lic. en Ciencias Políticas- que no podría asustar ni a un niño, a menos que portase un fusil M-16: eso hizo aquí en 2015. Es tan buen comunicador que responde las preguntas cuando las pienso, antes que se las diga:

—Tuve una muy buena educación judía en Londres, hice mi viaje iniciático de adolescente y decidí venir a vivir a Israel; cumplí el servicio militar otorgando permisos a palestinos para cruzar a trabajar a Israel. Un día oí que habría una operación de mapeo de casas en un pueblo y pedí ir. Salimos 1 a.m. en un Jeep con mucha adrenalina, como en una aventura de campamento de verano. Paramos frente a una casa, el Comandante golpeó y gritó: “hagan bajar a todos por la escalera, quiero ver a la familia completa”. El que abrió fue muy obediente y vi a una familia común. Preguntamos nombres, dónde trabajaban, miramos documentos e intimidad. Eso es un mapeo: ver cómo es cada casa por dentro y quién vive. Luego vas a la siguiente. Ahí había chicos de 6 a 8 años. Yo no era parte de esa unidad ni hablaba árabe, pero quise comunicarles a los niños que no les haríamos nada. Los busqué con la mirada y les quise regalar una sonrisa. Pero ellos no me devolvieron la sonrisa, aterrorizados, llenos de odio. Esa noche algo se rompió en mí. Yo tenía ese concepto de que los militares estamos ahí por razones de seguridad para proteger a nuestra familia y amigos. Pero yo estaba en la noche despertando chicos para llenarlos de miedo. Me dije: “qué tiene que ver esto con la seguridad, quizá estamos radicalizando a esos niños”. El Comandante nos había dicho: “vamos en la noche porque así les demostramos quién es el jefe; levantándolos, levantamos al pueblo completo”. Ellos lo llaman “hacer presencia”. Así los tenemos bajo control todo el tiempo: plantamos banderas, ven soldados en la entrada de su pueblo las 24 horas, reciben chequeos al azar y si querían ir a un hospital a otra ciudad, a veces esperaban dos días afuera de mi base hasta que les diese el permiso. Nunca pude olvidar la cara de esos chicos. Mi mujer quedó embarazada y pensé “¿cómo será criar un niño en Palestina?”. Me uní a Breaking the Silence donde juntamos las piezas para mostrar la película completa que permita ver cómo funciona el sistema de ocupación, desde el punto de vista del perpetrador. La mayoría de la sociedad israelí no sabe bien lo que sucede aquí.  

—Ustedes le colocan un espejo en la cara a la sociedad.

—Sí. Es muy difícil verse: nos educan en la narrativa de que somos las víctimas, esa idea de “hacemos lo que podemos, desafortunadamente tenemos que comportarnos así”.

Joel me ha citado en el lugar más horrendo de Kiryat Arba. No es que sea feo el parque con pinos y concreto: su simbolismo no condice con la calma que lo rodea. Cada 10 minutos pasa algún hombre de kipá y rulito largo en cada sien con fusil al hombro, a veces empujando un carrito de bebé más cinco críos y esposa.

—Los colonos a veces son agresivos, me voy a poner esta Go-Pro en el hombro por si pasa algo -dice Joel intranquilizándome mientras me quiere tranquilizar. Yo he visto ya la foto de Yehuda Shaul -fundador de la ONG- con la cara sangrando por un ataque a puños aquí. Me preocupan mucho más las armas largas.

Estamos en el Meir Kahane Memorial Park dedicado a un rabino nacido en Brooklyn, fundador del partido de ultra-ultraderecha Kach catalogado “terrorista” y prohibido en Israel, luego de que consiguiese un escaño en 1984. Proponía penalizar el sexo entre judíos y no judíos, y expulsar a todos los árabes de Israel y Palestina. En 1990 lo mató un egipcio en un hotel de Nueva York. Pero su influencia creció con el martirologio. Kiryat Arba y este parque son una muestra. En una entrevista le habían reclamado que su plan de un “Gran Israel” con todas las tierras bíblicas implicaría una guerra perpetua. Y dijo: “Habrá una guerra perpetua con o sin Kahane”. Dicho y hecho.

A la sombra de un árbol, Joel cuenta que un devoto fiel de Kahane fue Baruch Goldstein, aquel médico norteamericano que en 1994 salió de su casa en Kiryat Arba de uniforme militar, entró a la Tumba de los Patriarcas, esperó a que 500 musulmanes besaran el suelo con la frente y les descargó por el culo 140 tiros de fusil de asalto Galil matando a 29 e hiriendo a 125. Ya sin balas, le reventaron el cráneo a golpes de extinguidor.

Caminamos al fondo del parquecito. En el suelo sobresale un catafalco, una tumba rectangular cuya inscripción me eriza y enerva. A mis pies, la tumba de Baruch Goldstein. Y tiene piedritas encima, el homenaje judío a sus muertos. El epitafio reza: «Al santo Baruch Goldstein que dio su vida por el pueblo judío, la Torá y la nación de Israel”. El remate es una cita bíblica: “Manos limpias, corazón puro”. Miles han peregrinado aquí y besan la tumba, como otros al Santo Sepulcro.

Mi amigo londinense arremete, decidido a superar mi umbral de asombro:

—¿Ves esa casa en la colina dos cuadras más arriba?

—¿La de techo rojo?

—Sí. Ahí vive Itamar Ben-Gvir, hoy Ministro de Seguridad de Israel. Cuando asumió como diputado en 2021 hubo escándalo: en una entrevista de TV se había visto su living con la foto de Goldstein. La tuvo que quitar porque eso es ilegal y declaró que él ya era “un hombre nuevo”. En el pasado estuvo preso por incitar al racismo. Hoy ya nadie va preso por eso.

Muy cerca vivió hasta 2015 el gran rabino de Kiryat Arba, Dov Lior, el que desprecia a negros y árabes y en 2012 llamó a Barak Obama un «kushi de Occidente”, el término despectivo hebreo para insultar a un afrodescendiente. Y pidió instalar más asentamientos en Cisjordania «para erradicar la jungla» y limpiar el territorio árabe de “jinetes de camello”. Y en 2014 emitió una autorización religiosa que permite la destrucción total de la Franja de Gaza “de ser necesario” habilitando el carácter ético de matar civiles en masa en caso de guerra, incluyendo a bebés y niños “si está claro que van a crecer para hacernos daño”. Su pupilo Ben-Gvir escaló en el Poder Ejecutivo y la “profecía” se cumplió. Este líder espiritual de Judea y Samaria nació en Polonia en 1933 y sobrevivió al Holocausto. A Baruch Goldstein lo llamó “un mártir más santo que todos los santos mártires del Holocausto”. Aunque Meir Kahane murió, perduró su ideología: sus discípulos están en el poder.

                                                           * * *

Caminamos por la ruta y salimos de Kiryat Arba por el portal opuesto. Cada pocas cuadras cruzamos checkpoints y la presencia militar va en aumento, hasta llegar a la Tumba de los Patriarcas. Es un largo edificio pétreo de 20 metros de alto como una caja de zapatos almenada donde se levantan dos torres. Lo habría construido el rey judío Herodes hace 2000 años para resguardar personajes bíblicos: sería el templo en uso más antiguo del mundo. En su jardín conversan cinco civiles de barba y rifle con mirilla.

Joel no pierde su flema británica para contar las cosas más terribles:

—Luego de la masacre de 1994 los habitantes de Hebrón fueron confinados en su casa dos meses. Podían salir solo a comprar comida. ¡Fue una locura! Un colono cometió la masacre y encerraron a los palestinos, mientras los israelíes andaban por la calle. Al levantarse el encierro, la circulación urbana había sido modificada. Y la Tumba de los Patriarcas dividida: una parte musulmana, otra judía, evitando que se crucen. El edificio es sagrado para ambos: comparten patriarcas y mito de origen. Pero el más fuerte se quedó con los cenotafios principales: Abraham, Sara, Jacob y Lea. El más débil recibió a Isaac y Rebeca. El edificio está envuelto como en cintas de regalo de 50 metros con la bandera israelí. La entrada la controla el IDF.

Seguimos a pie hacia el “barrio fantasma”. Cada 10 minutos escucho pasar un invisible jet ultrasónico. Joel aclara: “la Fuerza Aérea hace sus ejercicios de combate sobre Cisjordania día y noche, otra manera de marcar presencia”. Hace dos días arrojaron un bombazo a una casa en Jenín.

El día de la masacre de Hebrón murieron decenas de personas en las protestas posteriores, aseguran los palestinos: junto al templo y en el cementerio donde enterraban a los muertos. Y esa misma noche les quitaron 520 comercios de la calle principal, clausurados hasta hoy. Muchos palestinos siguen convencidos de que la masacre fue planeada con cierto respaldo oficial para consolidar la presencia judía en la ciudad. Al menos el resultado ha sido este.

                                                                * * *

—¡Hola Joel! ¿Cómo estás? –grita desde la vereda opuesta con tono cínico, un barbiespeso treintañero con jean y kipá. Y agrega: “Deberías avergonzarte de ser de Breaking the Silence”. Nos deja en paz y retoma su discusión a gritos con un egipcio molesto porque no lo dejan ver la tumba de Abraham.

Joel sabe que habrá problemas: “vamos a seguir caminando todo lo que podamos, pero este tipo va a tratar de interrumpir; es empleado de la organización fascista Imtirtzu dedicada a difamar y sabotear a ONGs como la nuestra y difundir la versión extremista del sionismo”.

—¿Están armados?

—Espero que no.

Avanzamos por una calle desierta y en la esquina hay un puesto militar para impedir el paso a todo palestino. El soldado no me devuelve el saludo, ni pide identificación: no parecemos.

Hay banderas israelíes en los techos. Las calles adyacentes están bloqueadas con espirales gigantes de alambre de púa. Joel parece tranquilo, pero yo me doy vuelta a cada rato: me preocupa el hirsuto.

Comienza una mini-clase sobre apartheid urbano:

—Esta es la calle Shuhada -de Los Mártires-, renombrada Rey David y conocida como “calle del apartheid”; todos sus edificios son tiendas con su puerta de hierro soldada con una traba. Lo hizo el IDF desde que prohibió el paso de palestinos, sean musulmanes, ateos o cristianos. En 1996 esta calle fue cerrada al tráfico de autos palestinos y años más tarde, se les prohibió directamente transitar o vivir. Esto implicó expropiarles 1512 tiendas familiares y las casas, que fueron todas vaciadas. Hay otras calles a donde los dejan entrar, solo a pie (igual tienen vedada allí la actividad comercial). En otras no les clausuraron los negocios pero como no les permiten usar autos allí, nadie iba a comprar y cerraron. Son varios kilómetros de calles prohibidas o de uso limitado para palestinos.

El modelo urbanístico de apartheid se configura desde la Segunda Intifada -2000 a 2005- cuando Hebrón devino muy peligrosa para los 220.000 palestinos y los 800 colonos custodiados por 650 militares. En un ataque en una ruta mataron a un soldado israelí que vivía en este barrio y cuando trajeron el cuerpo para el funeral, hubo un pogromo contra casas y tiendas palestinas. Incendiaron la Municipalidad y un Waqf, institución musulmana de caridad. La turba ingresó a la Kashba -barrio palestino hoy vaciado- vandalizando todo. Un judío mató a una palestina de 14 años de un balazo: su condena duró tres meses.  

Así aumentaron las restricciones para evitar fricciones, limitando solo a palestinos. Por miedo, falta de clientes y prohibiciones, el centro administrativo y comercial de Hebrón fue vaciado. Yo camino por acá porque soy extranjero y Joel por israelí. Pero aquí no pisa un palestino. El ex centro es un barrio fantasmagórico donde no vive ni camina casi nadie. A esto el ejército lo llama “zona esterilizada”.Los exiliados dentro de su propia ciudad no han vuelto a la zona en que vivieron por siglos. El plan es judaizar Hebrón ocupándoles las casas.

Joel explica que la fragmentación urbana con fines biopolíticos la comenzó Igal Alón, un líder del Partido Laborista: “no es un problema de izquierda o derecha; el colonialismo lo comparten todos los gobiernos israelíes; cuando hubo alguno más socialista, no lo fue con los palestinos”.  

Caminamos por lo que fue el mercado de especias -no huele a nada- y estaciona un auto blanco del que bajan dos barbudos. Uno es Yonatan Shay, el que discutía con el egipcio. Sin duda son admiradores de Goldstein y miro si algo les sobresale oculto en la ropa. Como buen fascista, Yonatan no escucha: solo grita e interrumpe. Su compañero graba la escena y Joel también.

—¿Así que estás haciendo un tour con Breaking the Silence? Deberías oír al otro lado, ellos nunca dejan oír al otro lado.

—Yo quisiera escucharte –le digo.

—¿Cuándo terminás?

—En una hora. Nos vemos acá.

—Ok, nosotros no recibimos dinero a diferencia de ellos, que quieren deslegitimizar nuestra presencia en Hebrón. Dicen que cometemos delitos contra palestinos y no es verdad; cuando los judíos venían a comprar acá, los mataban; por eso se cerraron las tiendas.

—Quiero oír las dos voces. Pero ahora quisiera terminar de escuchar a Joel. Sé respetuoso.

—Te respeto, pero quiero decirte que no creas sus mentiras, ellos no pueden mostrarte un solo video de la violencia de los colonos que sustenten sus argumentos, ni ninguna estadística sobre sus terribles teorías.

—¿A qué hora nos podemos encontrar?

—Pero quiero agregar más: ellos no son sionistas; son antisionistas. ¿Vos crees en Dios Joel? ¡Dicen que somos fascistas! sigan caminando que yo los voy a seguir, y cada vez que Joel diga una mentira, voy a interrumpir.

—Yonatan, acabamos de hacer un trato; te dije que te voy a escuchar –insisto con amabilidad.

—Ustedes tienen un presidente maravilloso, Javier Milei. ¿Qué pensás sobre él?

—He is ok –le miento por precaución.

—Milei es maravilloso; quiere mudar la embajada argentina a Jerusalén. ¿No te parece maravilloso?

—Sí sí. ¿Entonces nos vemos luego y no nos interrumpís más?

—Estoy obligado a interrumpir; yo no te molesto, seguí hablando con él. Breaking the Silence y Peace Now tienen cero legitimidad, reciben dinero de la Unión Europea para promover una campaña antisemita. ¿He sido violento con vos Joel? Deberías cerrar la boca.

Luego de quince verborrágicos minutos, el insufrible moscardón nos toma unas fotos sin permiso y se va. Me deja su tarjeta para que lo llame. Joel agrega que hemos tenido suerte porque al tipo le gustó la idea de la entrevista: “una vez vine con diplomáticos ingleses y no se nos despegó un instante durante horas; se me hizo imposible hablar”.

Como en Jerusalén, aquí la arquitectura no es de ladrillos, sino grandes bloques cincelados color crema que se doran al atardecer. Es piedra centenaria -a veces milenaria- que refleja etapas y estilos. Pero a la historia se accede mejor por la palabra. Y Joel la domina: “los judíos emigraron desde aquí hace dos mil años y en el siglo VII llegaron los musulmanes. Cuando España expulsó a los judíos en 1492 algunos vinieron a Hebrón, cerca de sus patriarcas. Convivieron bien con musulmanes y cristianos. Al final del siglo XIX se crea el sionismo y empiezan a venir más judíos, marcados por una idea nacionalista que generó rechazo en la comunidad judaica local: les creaba problemas con los vecinos. Esto derivó en 1929 en los primeros choques interreligiosos: hubo 133 judíos y 116 palestinos muertos en la región. En Hebrón 67 judíos fueron degollados incluyendo mujeres y niños, un shock tremendo para la comunidad. Ese crimen lo habrían cometido nacionalistas palestinos llegados de otro lugar. También hubo 350 judíos ocultados y salvados por sus vecinos musulmanes. Los sobrevivientes se fueron a vivir a Jerusalén. En 1967 Israel ocupó Cisjordania y al año siguiente, el gobierno militar de ocupación le dio permiso a un rabino con 60 estudiantes a venir 48 horas a hacer una festividad en la Tumba de los Patriarcas, una locura por el nivel de provocación que significaba cuando acababan de derrotar a los palestinos en una guerra: se instalaron en el cuartel militar tres años. Luego crearon Kiryat Arba. Esos colonos se decían herederos de los expulsados en 1929. Pero en 1997 un descendiente del líder judío de Hebrón del siglo XIX descubrió que estas tierras estaban a su nombre y las donó a los palestinos: harto del nacionalismo sionista que rompió la armonía intercultural en Hebrón, rechazó que los judíos ´reinstalados´ allí tuviesen algo que ver con los exiliados de 1929. El peso de los militares pudo más y la donación no fue reconocida”.       

—Joel, vos decís que esta arquitectura de control evita fricciones y muertos. Lo trágico es que es cierto. 

—Claro. Hebrón es un lugar muy peligroso para los judíos. La solución no es traer más colonos y soldados, sino sacarlos; esta es una ciudad palestina. Yo quisiera poder venir a la Tumba de los Patriarcas presentando mi pasaporte al salir de Israel. El argumento de la seguridad es explotado por los colonos; saben que hay animosidad entre los pueblos y lo que hacen es generar más odio. Luego dicen: “vean, vienen a matarnos; necesitamos más soldados y gente”. Eso sirve para ir tomando más tierra. A un bebé judío de 10 meses -Shalhevet Pass- lo mató en 2001 un francotirador en su cochecito desde afuera de una colonia. Luego, el padre del bebé se unió al grupo terrorista Bat Ayin y fue preso por planear dinamitar una escuela de chicas palestinas en Jerusalén. Hebrón es muy inseguro para traer mujeres y niños. Es hipócrita cuando dicen “Hamas usa escudos humanos”: acá se hace lo mismo. Instalaron colonias en terrenos bajos contradiciendo medidas elementales de seguridad. El objetivo es ocupar el centro y demostrar quién manda, sin importar que sea muy inseguro. El argumento es “Hebrón es nuestra porque somos los descendientes de Abraham”.

El calor del mediodía me taladra la gorra y Joel señala una galería donde soldados toman refrescos a la sombra: “esa es la casa de Anat Cohen, una mujer muy violenta; esa imagen es constante en Hebrón; cuando yo hacía aquí el servicio militar, lo mejor que nos podía pasar era que un viernes un colono nos invitara una cena caliente; frente a la comida del ejército, era un lujo. Ellos nos regalan café y pasteles. Si al día siguiente hay una pelea entre un colono y un palestino y el israelí se sobrepasa violentamente, tendríamos que intervenir. Pero si estuvimos cenando con ellos anoche ¿a quién vamos a defender? Los colonos son civiles que terminan dándole órdenes a los militares. Y si alguna vez no los obedecemos, se tornan muy violentos y nos llaman nazis”.

Anat Cohen vive en la colonia Beit Hadassah pero además ocupa una casa en la calle Shuhada que le quitó a la familia Dweik. Es justamente en la vereda opuesta a donde estamos parados. La fanática mujer se considera ejemplo de maternidad prolífica para alcanzar una victoria demográfica en su guerra contra los palestinos cristianos y musulmanes. Tiene 65 años y sus hijas siguen su camino. Anat es hija de Moshe Zar, miembro de la organización Gush Emunim catalogada “terrorista” por la justicia israelí: en 1980 colocaron bombas en los autos de tres alcaldes palestinos que perdieron manos y piernas.

Anat Cohen aparece en videos rompiendo cámaras que documentan su extremismo, robando teléfonos al que filma y violentando casas ajenas. Su área de militancia es la calle Shuhada que fue ya limpiada de palestinos, aunque no así otras cercanas. Una de sus actividades es atacar a niños incluso en de edad preescolar que van a la escuela: les pega cachetazos y les tira piedras. Es curioso cómo la idea de lapidar, sigue muy presente en Medio Oriente.

Doña Cohen además apedrea las casas de los últimos habitantes del casco antiguo de Hebrón, quienes han tenido que sellarlas con mallas metálicas contra los objetos que les arrojan. A veces los colonos salen a la calle en grupos y golpean palestinos ante la mirada de los militares.

Una de las últimas habitantes del barrio antiguo es Jameela Salaymeh con su familia, quien ha sido arrestada cuatro veces. Una vez estaba limpiando el frente de su casa y unos colonos le arrojaron ácido. En otra ocasión fue atacada por la hija de Anat Cohen quien la golpeó y le arrancó el hijab para empujarla por las escaleras. Luego 150 colonos rodearon su casa y la amenazaron durante 3 horas, lapidando las paredes. Cuando ella posteó días después el video del ataque, una veintena de militares entraron a su casa y la golpearon con la culata de una pistola. Varias veces los colonos se metieron en su antigua casa de piedra del periodo otomano e intentaron quemársela. También le cortan los cables de electricidad. Ella vive en stress, pero no está dispuesta a irse.

Ya estamos cerca del cruce al sector palestino y desde unas mezquitas que no veo, suena a coro el llamado lánguido y lloroso del muezzin, ese cante jondo que es el génesis del flamenco. Quiero ir a ver el sector de la ciudad hacia donde expulsaron a los árabes. Joel dice que me tiene que dejar: “vos pasá; yo no puedo, el gobierno de Israel no me lo permite”. Nos despedimos y camino por la calle desolada.

Llevo dos horas en el centro de Hebrón, entre la arquitectura en la que vivieron sus habitantes. ¿Se puede llamar “ciudad” a un conjunto de edificios sin gente? Solo he visto soldados patrullando y colonos que bajaron desde Kiryat Arba a la tumba de Abraham. Para ver la vida actual debo seguir por la fantasmal calle hasta el emblemático checkpoint 56 que separa los sectores H1 de H2: del otro lado viven los palestinos, los echados de aquí y los que ya estaban allí. Iré solo. 

Camino cuadras deshabitadas hasta una de esas puertas giratorias con barrotes y enrejados que cortan calles a todo lo ancho. A un palestino, atravesar uno de estos 86 puestos de control de la ciudad le costaría un balazo, si no obedeciera la voz de alto, similar a lo que sucedía en el Muro de Berlín. En Cisjordania hay medio millar de checkpoints que Israel cierra y abre a gusto. Aquí esos cortes fragmentan además el flujo interno urbano.

En Hebrón uno ya está en Palestina. Pero como yo venía caminando por una calle vedada a palestinos estaba -de facto- en Israel. Voy a “reentrar” a Palestina -aunque no haya salido- y los militares israelíes no me pedirán nada: “¿qué importa la seguridad de los del otro lado, si son palestinos?”. Cruzo la puerta giratoria con libertad. Si yo fuese un Baruch Goldstein podría liquidar a quien quisiera. No veo a los militares: deben estar en el conteiner de metal en el centro del cruce. Pero distingo cámaras y un rifle lanzagranadas aturdidoras y cegadoras -a 3 metros de altura en el enrejado- allí donde nadie podría subir. Es un Roa Yora, una espectral arma teleoperada desde algún lado, como las que Hamas tumbó al entrar a Israel desde Gaza. Me tienta fotografiarla y no me atrevo.

Ya estoy del otro lado y renace la vida, ese caos bullanguero de los mercados árabes.

En 1994 tras los Acuerdo de Oslo, Cisjordania fue dividida en tres áreas: A: gobernada por la Autoridad Palestina (18% del territorio). B: bajo control civil de los palestinos pero con la seguridad compartida entre ambos (22%). C: bajo mando absoluto de Israel donde los palestinos están sujetos a la ley militar israelí y los colonos se rigen por la ley civil (60%).

No es que este acuerdo agradara a los palestinos, pero era la ley del más fuerte, lo poco que pudieron conseguir: esa teórica devolución de Cisjordania que se planeaba en aquella mera “hoja de ruta”, ya venía mocha. Además no se cumplió.

Hebrón -226.000 habitantes- fue subdividida a su vez en dos partes. H1: bajo control de la Autoridad Palestina (bastante limitado). H2: controlada totalmente por Israel (aunque este sea el corazón mismo de Palestina).

Esta división sigue, pero los israelíes van corriendo los límites de su sector H2. Además invaden H1 cuando gustan, gaseando, deteniendo, demoliendo y matando. El sector H2 protege a los 800 colonos viviendo entre palestinos que tienen su derecho de circulación muy limitado. 

La ONU declaró que las colonias judías en Cisjordania son el «principal obstáculo para la paz y amenazan la solución de dos Estados». Por esa razón, Israel las expande todo el tiempo. Y de facto, todo Hebrón está bajo control de Israel. Los palestinos tienen muy limitada la circulación, incluso en su sector H1.

Según la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, en 2019 había 111 puntos de control y obstáculos militares en Hebrón, 60 de ellos en el casco antiguo en 1,5 km2. Hay maestros que para ir a trabajar deben atravesar seis cruces. Y si a los soldados se les antoja no abrir alguno, los chicos se quedan sin clase.

En toda Cisjordania los palestinos son sometidos a la ley militar y losjudíos a la ley civil israelí, en teoría. En los hechos, un colono puede atacar a un palestino y este no tiene derecho defenderse. Y tienen impunidad para hacerles casi lo que quieran. Esto implica una vida muy dura y violenta para los palestinos y otra más tranquila para los colonos. Quieren terminar de expulsar a los palestinos del casco antiguo y conectar con caminos las seis colonias de Hebrón, prohibiéndoles el paso por esa franja que atraviesa casi toda la ciudad. Unos pocos resisten hasta ahora. Todo palestino con dinero suficiente para mudarse del insoportable sector H2, lo hace. Hebrón está siendo vaciada de palestinos desde adentro hacia afuera, del centro a la periferia.

Los colonos más extremistas tienen inmunidad legal casi total, tanto por ser funcionales al plan originario de colonización sionista, como porque según la perspectiva israelí, un judío no debe atacar a otro judío y nunca matarlo: hay una especie de pacto defensivo originado del holocausto nazi, a partir de que todo judío era víctima potencial de asesinato. La sentencia de exterminio genera una solidaridad muy fuerte, aun entre judíos muy diferentes ideológicamente, por la amenaza existencial. Esto ha llevado a un sistema de apartheid que quizá muchos israelíes no puedan ver. Por eso, si se les pone un espejo en la cara mostrándoles el genocidio en Gaza, se espantan y reaccionan irracionalmente: “usted es nazi”.

Hebrón es un infierno, una ciudad laboratorio del control digital de masas con centenares de cámaras de reconocimiento facial. Cada palestino es monitoreado todos los días y la mayoría scaneado, palpado, identificado y mirado con desconfianza por centenares de jóvenes con rifle. Aquí la situación es peor de lo que era en la bloqueada Gaza antes de la última guerra: allá los controlaban desde afuera. En Hebrón los carceleros están adentro, en la esquina patrullando y entrando a cualquier casa como rutina. Los ojos del Gran Hermano israelí están en todos lados, vigilando de cerca y a distancia, desde el territorio y el satélite, frente a la ventana y dentro de cada teléfono y red social. Un simple posteo contra Israel puede implicar años de cárcel.

En el mercado de carnes conozco a Badee Dwaik, un palestino que estuvo preso 22 veces y se define “luchador pacífico por los derechos humanos contra la ocupación”. Dice que nadie puede entender el apartheid al que los somete la dictadura militar israelí, hasta que viene a Hebrón. Al ser un cincuentón, Badee ya nació ocupado y considera que jamás fue libre.

Un hombre se acerca impulsando con gruesos brazos su silla de rueda y se detiene al reconocer a Badee: “Salamaleko”, se saludan mutuamente. El hombre es Kamal Abdeen y quedó paralítico por un balazo del doctor Goldstein. No habla inglés pero Badee traduce:

—Yo tenía 20 años y había ido a rezar temprano en la mañana a la Tumba de los Patriarcas, había mucha gente y muy pocos lo vieron entrar al asesino uniformado; recuerdo perfectamente cuando comenzaron los tiros y no me quedó claro si venían desde afuera o adentro del templo; todos se tiraron al suelo y cuando me di vuelta a ver qué pasaba, una bala me entró por acá –dice señalándose el cuello donde hay una leve marca–; me desperté cuatro meses más tarde en el hospital y no he vuelto a caminar.

Badee me invita a la oficina de la ONG Human Rights Defenders que fundó con su amigo Imad, hermanados desde la Primera Intifada -1987 a 1993-: arrojaban piedras y molotovs. A Imad le tirotearon la pierna y se acerca rengueando mucho, a saludarme.

Subimos una escalera caracol hasta su escritorio y nos aliviamos el calor del Medio Oriente con agua fresca y ventilador. Badee ametralla con la palabra:

—Este es el único lugar de Palestina donde los colonizadores están en el corazón de la ciudad; vienen de todo el mundo y roban nuestra tierra; dividieron la ciudad. Otro compañero, Sidán, vive cara a cara con ellos; las divisiones que hicieron en las calles separan a muchos familiares que viven cerca y no tienen conexión directa, obligándolos a largos rodeos. Nos rompieron la vida social, económica y psicológica. Mi casa está a 7 minutos de acá pero no puedo ir por el camino corto. ¡No puedo caminar por mis calles! Y solo nos dejan transitar el área en que vivimos; a veces queremos ir a otro sector y nos lo prohíben. Uno tiene que demostrar que vive en un barrio para que lo dejen entrar. Si me voy de mi casa 4 días y regreso, dicen que no vivo allí y me bloquean la entrada. Los hijos de Imad trabajan en otra ciudad y cuando vuelven, luego de unos días, no los dejan pasar y no pueden visitarlo. Este es un sistema que inventaron los nazis contra los judíos y ahora lo aplican ellos. ¡Pero no fuimos nosotros los que matamos a los judíos en Europa!

—Contame tu historia política.

—Pertenezco a una familia de resistencia a la ocupación, mi padre estuvo preso. Cuando tenía 15 años me encarcelaron. A los 19 otra vez, por tres años. Me sometieron a 29 días de tortura física y psicológica; me esposaban con las manos atrás y me ataban las piernas; la primera vez, durante 72 horas continuas, salvo para ir al baño y comer. Me tenían sentado en el suelo en un banquito fijo muy incómodo con la cara vendada por un paño muy sucio. Venían por detrás, me sacudían y arrojaban contra una mesa. A un preso de Hebrón le hicieron eso y murió del golpe en la cabeza. Y ponían música muy fuerte mientras cambiaban la temperatura de muy fría a muy caliente. Una vez se me congeló el cuerpo y tuvieron que traer un médico, yo temblaba. Me colgaban de los talones o con los brazos atados al techo. Una vez debí acuclillarme una hora con las manos atrás: si me caía, me golpeaban. Querían saber quién cooperaba conmigo en la resistencia, de qué partido era. Me liberaron en 1996. Perdí un gran amigo en 2002, lo mató un francotirador desde un techo, disparaban al azar a las tiendas y a la gente.

Bajo de la oficina de Badee a la calle, a media cuadra del checkpoint donde no tomé la foto. Le pregunto qué pasaría.

—Andá ahora que no hay nadie.

—¿Estás seguro? ¿Y las cámaras?

—Yo le he tomado fotos.

Dudo un rato, pero confío. No hay cartel que lo prohíba. Me acerco y le disparo una vez a esa arma espantosa, sin disimulo. Y vuelvo hacia Badee, quien de golpe dice: “a tus espaldas viene un soldado con fusil; no hagas movimientos bruscos”. En un impulso preventivo, le entrego disimuladamente mi teléfono a Badee. Imagino que me lo querrían revisar. El militar llega y me exige ir a la oficinita debajo del Roa Yora y Badee se aleja, temiendo su detención número 23.

Al llegar me rodean cinco con fusil M-16, casco, chaleco antibala y walkie-talkie de antena larga. Toman foto de mi pasaporte y la envían. Me apoyo con un hombro contra la pared y trato de mostrarme calmo, aunque sé de lo que son capaces. Al relajarme, descubro que estoy temblando un poco. Me despego rápido de la pared y me paro rígido para que no se note. De la vergüenza paso a la preocupación: “van a creer que oculto algo”.

Me preguntan por qué la foto y suelto una verdad a medias: “me fascinan los robots”. Se sorprenden, pero parecen creerme. Me tienen detenido media hora y no pasa nada. Les propongo borrar la foto y uno de ellos lo hace. No estoy, en rigor, preso: todo sucede en la calle, en un pasadizo angosto y techado, sin escapatoria. La orden llega por radio y un soldado mulato –acaso un africano- la escribe en el traductor del teléfono: “no podés entrar más a Israel”.

Si uno está en Palestina y los militares no le permiten entrar a Israel, se pasaría el resto de la vida allí, como muchas personas con pasaporte palestino: no los autorizan cruzar ni a Jordania (toda salida la controla Israel).

Digo con tono dócil -dada mi vulnerabilidad- que tengo pasaje desde Tel Aviv. Llaman al jefe y al rato llega un “indulto”: me conceden seguir camino. Quieren que me vaya a Israel pero de ser así, perderé mi teléfono. Les digo que no quiero pasar y se desconciertan. Los convenzo de que quiero turistear. 

Camino de regreso esa cuadra peatonal desierta, oigo taconeo de botas y giro apenas la cabeza: me siguen tres de ellos. Al instante suena un “clic” metálico muy nítido: uno ha quitado con el pulgar el seguro de su M-16: queda listo para disparar, índice en el gatillo, la bala en la recámara a un centímetro del percutor, deseosa. Doy tres pasos, contengo la reacción y me alcanza otro “clic”, un poco más cerca. No solo en Gaza el IDF mató 160 periodistas: en Yenín asesinaron a Shireen Abu Akleh del canal Al Jazeera por solo mirar para contar. Todo eso relampaguea en mi cabeza y dudo si dolerá un tiro en la espalda, esa quemazón. ¿Oiré el tiro? Lo espero por 20 segundos y truena un tercer “clic”: el escalofrío hormigueando en la nuca. ¿Se atreverán?

Ese “tun tun” en el pecho, el instinto de correr, la sensación de electricidad estática en la piel bajo el cabello. Si corro, podría cebarlos; o darles la excusa: igual me fusilarían. En un segundo, el mundo podría apagárseme y ni me enteraría el cómo. El corazón bombea ordenándome “¡rajá!”. El sereno cerebro dice “frená”. Mi sangre fría reprime el reflejo y la razón gana la cinchada interior: sigo a paso muy lento, como si no hubiese oído nada. Doblo la esquina y me acuerdo de respirar.

Ellos saben que entendí, que escuché muy bien. Ahora sé que no iban a matarme. Aunque les excitaba la idea. O lo harían sin culpa, en otra circunstancia. ¿Y si hubiese entrado en pánico y corría? El protocolo ordenaría perseguirme: es usual que eso derive en balazo. Quizá mi vida penduló sobre esa línea vaga que separa la ley militar del capricho personal de cada soldado. Me estaban testeando. O habrán recibido la orden de amenazarme.

Justo antes de este episodio, yo le comentaba a Badee sobre mi foto fallida a la torre de vigilancia en Aida: por primera vez -habiendo trabajado en 58 países- temí por mi vida si tomaba una: me la reprimí.

Le expliqué que mi tío abuelo Aaron Vaindraj –héroe de la Segunda Guerra Mundial– viajó desde Argentina a combatir a los nazis que mataron a parte de mi familia. A esos muertos los encontré en la lista en el Museo del Holocausto en Jerusalén: los Varsavsky y los Vaindraj de Ucrania. Luego Aarón fue diplomático israelí en Argentina y quizá secuestró a Adolf Eichmann: era un joven con experiencia de guerra y por esos días estuvo inhallable; cuando desapareció el nazi, él se fue y no volvió más.

—¡Qué paradoja! -le dije a Badee- hoy temo que un militar israelí me pegue un tiro ¿Para esto luchó Aarón? ¿Por instalar el apartheid en Hebrón? La verdad, no lo sé: nunca lo conocí.

En ese instante llegó el soldado de la amenaza de muerte.

              * * *

Deambulo por el centro comercial de Hebrón, aun shockeado, buscando a Badee. Tardo media hora en reencontrarlo: me había estado siguiendo largo rato, pero no quería hablarme hasta estar seguro de que no me seguía un soldado israelí. Cualquier mínimo incidente le podría costar meses o años de cárcel. Nos despedimos a los apurones: yo no quiero que me vean con él y viceversa. Debemos cuidarnos.

Hebrón me deja un regusto agrio y el resonar de un mensaje percusivo que aun reverbera en todo mi cuerpo. Fue un sonido pandillero y sutilmente atronador, más explícito que cualquier frase oral. Se traduce así: “volá de acá y no vuelvas más; sabé que si quiero, te mato. Y no me pasará nada”. Como no le pasó al asesino de Shireen Abu Akleh.

A diferencia de la periodista palestina, soy un eslavo blanco y alto con pelo claro que no pasaría por árabe. Quizá me catalogaron “judío” por el apellido. Estos rasgos otorgan aquí cierta protección. Lo compruebo al irme de Hebrón. Primero entro a la Tumba de los Patriarcas y veo los catafalcos de Abraham y Sara, “padre” y “madre” de las tres religiones monoteístas que malviven aquí. Me detengo en el salón de la masacre de Goldstein: lo imaginaba más amplio. No hay hacia donde escapar: imagino a estas esponjosas alfombras absorbiendo las burbujas sangre. Luego camino hacia el checkpoint junto al complejo abrahámico que permite salir a la calle: una soldada aburrida pregunta si soy musulmán. Con solo decir “no” -y mi portación de cara- paso sin mostrar pasaporte. Todo palestino es rebotado aquí. Así desemboco a una calle “esterilizada”, exclusiva para israelíes y extranjeros.

Me siento en la parada del bús y converso con una señora judía de falda oscura larga y pañuelo atado en la cabeza. Vive en una colonia y dice que “los palestinos son habitantes temporarios acá, nosotros somos los aborígenes, aquí se han encontrado platos escritos en hebreo de 4000 años: la arqueología demuestra que todo esto es nuestro”. Y agrega que un palestino mató a su padre en una calle cercana, hace años. Le pregunto si cree que todo lo que dice el Antiguo Testamento es literal y responde “por supuesto”. Y da por hecho que Jehová abrió el Mar Rojo para que escapen los judíos de Egipto y que sin dudas, Abraham está enterrado a 100 metros de aquí. Badee me dijo con total firmeza que en el catafalco están los huesos del primer patriarca. Y también Joel. Sabemos que el conflicto es por la tierra, profundizado por lo religioso. Mucha gente ha matado y matará por la Tumba de los Patriarcas. Aunque no hay la menor evidencia de que esos huesos estén ahí. Ni siquiera de que hayan existido los personajes. Pero prima el peso inercial de la costumbre, el repetir el gesto de otros. Quizá la frase más lúcida de Karl Marx fue aquella de que “la tradición de todas las generaciones muertas, oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Y dijo que “la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa”. Mark Twain mejoró la frase:“la historia no se repite, pero rima”. Este conflicto comprueba el mito griego del eterno retorno.

Oigo ruido de motor. Se termina la espera y subo a un privilegiado bus, solo para judíos. Regreso a Jerusalén sano y salvo, sin pasar por ningún burocrático y humillante control militar. Es un bus “esterilizado”.

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