En la frontera entre Ucrania y Polonia, Przemyśl acoge refugiados que enfrentan el desarraigo de la guerra. Mientras tanto, en Cracovia las protestas denuncian la indiferencia de las potencias y el costo humano del conflicto geopolítico.
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Gritos de ira inundan la calle Kazimierza Wielkiego, en Przemyśl: una tempestad entre una heladería y una tienda de moda. Mykola, de 42 años, camina con la carriola donde su hijo duerme enroscado bajo mantas. Un cigarrillo cuelga entre sus dedos. Un arete de calavera pende de su oreja izquierda. Sus dientes amarillentos relucen un instante al morderse el labio con el nerviosismo de quien siempre está alerta.
Delante de él, un hombre polaco se planta con los puños apretados y los ojos encendidos de rabia. Sin mediar palabras claras, su voz estalla.
—¡Regresa a tu país!
Mykola se detiene. El tono es hiriente, seco, como un cuchillo al aire. Su expresión no cambia, pero el gesto lento con el que suelta la carriola muestra una determinación que no busca pelea, pero tampoco retrocede. A su lado, su esposa desvía la mirada, intentando disipar la tensión con el silencio. La calle se detiene junto con ellos; los transeúntes, atrapados en la tensión, no se atreven a intervenir.
Minutos después, con las manos temblorosas, Mykola enciende otro cigarillo en la plaza Niepodległości, conmemorativa de la independencia polaca.
—¿Cuál es la situación entre polacos y ucranianos? –le pregunto a través del traductor a ucraniano de mi teléfono.
—Desgraciadamente, esa persona asumió que soy ucraniano. Me gritó que debo regresar a mi país y defenderlo en la guerra contra Rusia.
—¿Por qué abandonó Ucrania?
—Lo que está pasando en Ucrania es realmente terrible. Los rusos nos están matando. Estoy aquí legalmente, puedo vivir aquí, y no puedo servir en el Ejército porque tengo problemas de salud. Le deseo a esta persona que la guerra nunca llegue a Polonia, porque si algo así sucediera, probablemente él tampoco iría a defender a su país. Por las cosas que me dijo, podría haber llamado a la policía y lo habrían detenido.
—¿Desde hace cuanto tiempo vive en Polonia?
—Hemos vivido aquí desde el comienzo de la guerra, durante casi dos años y medio. Es terrible porque han ido demasiado lejos con ataques en territorio civil. Mueren mujeres, niños y ancianos. Todos estamos esperando que la guerra acabe lo antes posible.
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A las 21:00 horas, en el cruce de Medyka, el silencio tiene el filo del invierno. Un grado bajo cero muerde las manos de quienes aguardan con los rostros hundidos en bufandas gastadas. En la frontera ucraniana, el tiempo se acumula como una herida abierta. Más de mil días de guerra se apilan en mamparas iluminadas por focos fríos. Los números se presentan en silencio, sin un anuncio, sin una voz que los recite: 280 mil combatientes muertos —200 mil rusos y 80 mil ucranianos—.
Bajo el mismo techo, una serie de fotografías documentales se despliega sin orden aparente. No son imágenes de esperanza ni retratos de rostros firmes; son instantáneas de escombros humeantes, edificios colapsados y calles heridas. La guerra, ahí, no tiene caras, tiene formas: el ángulo de un edificio desplomado, el cráter que rompe el asfalto, el humo que trepa al cielo como un lamento perpetuo.

Pero hay ojos también. En algunas fotos, entre las ruinas, aparecen miradas congeladas por la lente, rostros de quienes sobrevivieron solo para quedar atrapados en una mampara. Sus pupilas parecen buscar una salida más allá de la fotografía, un escape que no existe. La guerra no es solo datos; es imagen también.
Kharkiv o Leópolis no necesitan presentación. En cada fotografía, los edificios son esqueletos ennegrecidos, las ventanas abiertas que gritan algo que nadie quiere escuchar. Los autos, reducidos a metal doblado y plástico fundido, parecen insectos aplastados en calles adoquinadas.
Junto a las fotografías, una invitación: Laza — lazarhelp.in.ua. Letras claras, funcionales, impresas sobre el mismo polvo de las ruinas. Un lema apenas contenido en el cartel: “BRAVERY IS STRONGER THAN BOMBS”.
El autobús es un contenedor de respiraciones. Afuera, la neblina se aferra al parabrisas, y dentro, la luz blanca de una lámpara fronteriza entra como un bisturí. Corta con precisión las caras cansadas. Nadie habla. Nadie mueve más que los ojos. Cada suspiro parece tener el peso de una confesión.
Ahí, en esa frontera que mezcla valentía y ruinas, está ella. La soldada ucraniana se mueve con precisión mecánica, revisando pasaportes como si fueran cartas marcadas en un juego donde ella dicta las reglas.
No es heroica ni brutal, simplemente hace lo que se espera de ella: abrir, examinar, apilar, decidir. A veces duda un segundo más de lo necesario, como si detrás de cada documento pudiera escuchar una mentira. La guerra la ha convertido en un mecanismo, pero también en una frontera viva, en alguien que ya no mira, sino que clasifica.
Se detiene frente a una mujer. Ucrania en el rostro, Reino Unido en el pasaporte.
El documento tiembla en los dedos de la mujer, pero la soldada no vacila.
—Pasaporte.
Lo toma, lo examina con el gesto impasible de quien ha visto demasiados nombres y demasiados destinos inciertos. Levanta la vista. Su mirada es un muro. Más rígida que la certeza de que todo puede cambiar con un simple gesto de su mano.
En el autobús nadie habla, nadie protesta. Las miradas se clavan en el suelo, en el respaldo del asiento de enfrente, en cualquier lugar menos en ella. El hombre detrás de ella murmura algo inaudible mientras busca en su abrigo.
—No puede pasar. Vuelva por donde vino.
La voz de la soldada no sube de tono. Él intenta discutir, pero su voz se apaga antes de empezar. Mientras baja su equipaje del autobús, detrás de ella, las fotografías son su ejército invisible. Su dedo señala la dirección opuesta. Afuera, el silencio no se rompe. Nadie se atreve a llenar ese espacio con palabras. Nadie cruza sin su permiso. Nadie cruza sin pagar el peso de las fotos y los muertos. La guerra vive en ese espacio, y ella es su guardiana.

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En Medyka, la neblina desciende como un telón gastado, cubre el paisaje con una opacidad terrosa. Las luces de los postes dibujan halos pálidos, proyectan sombras que apenas duran un segundo.
Los autobuses, alineados en la distancia, son monumentos inmóviles, máquinas que han perdido su propósito. Las luces de sus faros caen al suelo con desgano, como si incluso el brillo se negara a viajar más allá de unos cuantos metros.
En la fila fronteriza, los cuerpos se mueven con un ritmo uniforme, como una coreografía ensayada por el cansancio. Una mujer sostiene una bolsa plástica que cruje con cada paso, como si ese ruido diminuto fuera lo único capaz de perforar el silencio. Un hombre deja una caja en el suelo y mira sus manos entumecidas, pero no intenta calentarlas.
Un niño suelta un zumbido bajo, un sonido que podría ser un canto o una distracción contra el hambre. Su madre no lo detiene, pero tampoco lo acompaña. Mira hacia adelante, con los ojos fijos en algún punto invisible más allá de la frontera.
La fila avanza. Los pasos no dejan marcas.
En algún lugar entre la luz blanca y la neblina, queda suspendida una pregunta que nadie formula: ¿Qué se necesita para cruzar realmente una frontera?
El silencio no responde. Y los cuerpos, como sombras chinas, avanzan.
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A orillas del río San, en Przemyśl la Casa de Ucrania permanece abierta desde el inicio de la guerra en 2022, un refugio que se ha convertido en algo más que un simple albergue: es un punto de tránsito, un lugar de pausa y, para muchos, un intento de reconstrucción en medio del desarraigo.
Polonia, uno de los principales países de acogida en la Unión Europea (UE), alberga actualmente a más de 981,335 refugiados ucranianos registrados y ha otorgado protección temporal o esquemas similares a más de 1.8 millones de personas desde el comienzo de la invasión rusa. Przemyśl es una arteria principal en este flujo constante de vidas suspendidas, un nodo donde la llegada y el tránsito ocurren sin descanso.

“En 2022 fue un gran caos aquí. Había un desastre por todas partes. Durante las dos primeras semanas no hubo ningún servicio oficial en Przemyśl. Así que la gente venía a ayudar”, recuerda Lila Kalinowska, coordinadora de residencias artísticas en la Casa Ucraniana.
En los tres primeros meses de 2022, Przemyśl no estaba preparada para lo que llegó. Las estaciones de tren y los cruces fronterizos, como Medyka y Korczowa, colapsaron bajo el peso de la desesperación y la incertidumbre. Fueron los voluntarios locales quienes improvisaron redes de ayuda. Más de 800 personas se movilizaron para ofrecer refugio temporal, transporte y alimento a los recién llegados.
La Casa Ucraniana ofrece no solo asistencia inmediata, sino también talleres de integración, clases de polaco y apoyo en la tramitación de documentación oficial. También ha creado un programa de residencia artística para refugiados, un espacio donde la creación se convierte en una forma de reconstrucción.
Pero Lila deja claro que la crisis no ha terminado: “Por supuesto, la gente sigue cruzando la frontera, pero ya no lo llamamos crisis. Sin embargo, seguimos aquí, seguimos viendo las mismas miradas de incertidumbre y agotamiento cada día.”
El mayor reto ahora no es la emergencia, sino la integración. La ciudad enfrenta problemas para absorber a una población que llegó con la intención de quedarse temporalmente, pero que ha terminado por asentarse.
“Hay tensiones históricas que resurgen, alimentadas por el desconocimiento mutuo y la falta de programas educativos que promuevan el entendimiento entre polacos y ucranianos”, explica Lila, una polaca comprometida con ayudar a los demás.
El desgaste económico también deja huella. La competencia por recursos y empleos, sobre todo en una ciudad pequeña como Przemysl, ha intensificado las fricciones locales. Al mismo tiempo, los fondos humanitarios disminuyen y el interés público se desvanece.

Sin embargo, las raíces del conflicto son más profundas. Las tensiones entre polacos y ucranianos no son nuevas; tienen ecos de la Segunda Guerra Mundial.
“Durante la Segunda Guerra Mundial hubo muchos combates entre polacos y ucranianos… Creo que la gente usa esto como pretexto para ser negativo”, dice Lila con una mezcla de resignación y claridad.
Pero más allá de la historia, persiste la urgencia del presente. Aunque la guerra parece algo distante para muchos polacos, Lila advierte que la frontera es frágil y cualquier cambio podría desatar una nueva ola de refugiados.
“Creo que debemos estar en espera, porque no sabemos lo que será mañana o dentro de unos meses. Y tenemos que estar preparados para otra crisis de refugiados”, opina.
En las palabras de Lila hay algo más que datos. Hay una advertencia. Una línea invisible que parece trazarse en cada conversación.
“La gente piensa que la crisis de los refugiados ha terminado y ahora no hay problema. Pero todavía hay una guerra cerca de la frontera y debemos recordarlo y estar preparados para ayudar si vuelve a suceder”, afirma.

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El sol de la tarde cae oblicuo sobre la Plaza del Mercado Viejo (Stary Rynek) en Przemyśl. Las sombras de los edificios históricos se alargan sobre el adoquinado, mientras un viento cortante sacude las alas de las últimas palomas en la plaza. Ahí, entre el gris de las fachadas y el azul del cielo despejado, Artur, de 61 años, disfrazado del personaje francés Asterix, es un punto fijo, una figura que parece arrancada de otra época y pegada en esta escena.
Su traje es una mezcla entre caricatura y manifiesto: una túnica blanca con bordes rojos, pantalones ajustados del mismo color y un chaleco térmico café. Los tenis rojos cuentan su propia historia de 15 años en la protesta social. Su barba, hasta el pecho, está entrelazada con hilos de colores. Lleva gafas oscuras y un cabello blanco, desordenado, que podría ser una peluca o simplemente los restos de una larga batalla contra el tiempo.
“Esta guerra es causada artificialmente, las grandes potencias luchan entre sí y nos están utilizando en esta lucha. El punto es asesinar a tantos eslavos como sea posible, enemistarnos entre nosotros para que nuestros recursos puedan ser tomados, lo que ya sucede en Polonia, que simplemente es saqueada por la Unión Europea, con Alemania a la cabeza, esta guerra solo beneficia a los grandes capitales occidentales”.

—¿Por qué cree que las grandes potencias tienen interés en enemistar a los pueblos eslavos?
Artur frunce el ceño.
—Porque somos recursos en un tablero. Ucrania está destruida, Polonia está siendo saqueada poco a poco, y los únicos que ganan son aquellos que nunca pisan estas calles.
En una mano sostiene un símbolo de paz hecho de madera, adornado con cordeles verdes y blancos que se mecen ligeramente con el viento. Con la otra, sostiene firme un cartel improvisado escrito con urgencia. “STOP THE WAR” está pintado en letras rojas enormes que parecen gotear hacia el borde inferior, como si cada palabra sangrara. Arriba, más pequeñas, las palabras “POKOJ, МИР, PEACE, PRZEMYŚL” se amontonan como un grito multilingüe que intenta romper el muro de indiferencia que lo rodea.
—¿Polonia ha hecho suficiente para manejar la llegada de refugiados?
—No. La ayuda no es infinita, y aquí estamos enfrentando las consecuencias. Los ucranianos reciben más dinero que los polacos, incluso reciben ayuda para vivienda. Mientras tanto, muchos polacos apenas pueden pagar sus cuentas. Eso no es justo para nadie.
La expresión de Artur es casi solemne, aunque algo en su postura revela cansancio, un peso que no proviene solo del cartel ni del disfraz, sino de las palabras que repite cada semana en esta plaza.

—¿No cree que generalizar puede alimentar más el odio?
—Lo sé. Pero la historia pesa. Aquí hubo masacres ucranianas contra los polacos en Volhynia. En las aldeas alrededor de Przemyśl hubo muchos ataques y asesinatos. Mi familia fue cruelmente asesinada por combatientes ucranianos. Y aunque sé que no todos son culpables, esa sombra sigue aquí.
Detrás de él, un edificio con un mural parcialmente cubierto se alza con la misma indiferencia con la que los transeúntes desvían la mirada. Una mano aparece desde la izquierda de la imagen, extendida, como si estuviera a punto de tocar el símbolo de paz que Artur sostiene. Pero no lo hace. Se queda suspendida en el aire, como si hubiera cambiado de opinión en el último segundo.
—¿Eso sigue marcando la relación entre polacos y ucranianos hoy en día?
—Sí, pero también sé que la mayoría de los refugiados, especialmente los que vienen del este de Ucrania, son personas decentes, trabajadoras, que no tienen la culpa de esta guerra. Muchos de ellos no entienden lo que está pasando realmente. Pero el problema no son ellos. El problema está más arriba.
El frío corta, pero Artur no tiembla. Está ahí, anclado en ese pequeño fragmento de plaza, como si la bandera improvisada que lleva en sus manos fuera lo único que evitara que todo colapse a su alrededor.
Asterix no grita. No tiene que hacerlo. Su presencia, su disfraz, su cartel y su postura rígida bajo el cielo claro de Przemyśl son suficiente discurso. La plaza sigue su rutina indiferente: turistas toman fotos, los cafés empiezan a recoger sus mesas exteriores, y las palomas se posan en las cornisas de los edificios sin importarles que, justo ahí abajo, un hombre disfrazado de héroe de cómic siga luchando, con palabras pintadas en rojo, contra una guerra que no parece tener final.
Artur no es un héroe, ni quiere serlo. Sabe que su protesta es para nadie, que nadie escucha realmente, y aun así, protesta. “Europa no escucha,” repite Artur como si invocara algo.

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Eva atraviesa el pasillo con prisa, repartiendo mantas y organizando espacios; desde 2022 ha recibido a miles de refugiados en la Casa de Ucrania, pero nunca los suficientes. Su rostro, marcado por la fatiga de quien ha escuchado más historias de las que puede recordar, apenas refleja el peso de la situación: “Hasta ahora hemos acogido a más de 15 mil personas, de las cuales dos tercios eran niños”. Su tono es práctico, casi clínico, como si la cifra fuera menos importante que las vidas detrás de ella.
Este refugio en Przemyśl no tiene la pretensión de ser un hogar. Es un punto de tránsito, un espacio para detenerse antes de seguir huyendo. Aquí, las paredes están cubiertas de recuerdos que no pertenecen a nadie y de dibujos que intentan sostener lo que la guerra arrasó. Nadie llega aquí porque quiere.

En la entrada, una pared reclama la atención con su estallido de colores. Manos de papel, colgadas como testigos mudos, llevan dibujos de aviones en picada, soldados sin rostros y corazones rotos. Algunos tienen iniciales, otros banderas. Un par de dibujos muestran casas con chimeneas que parecen incendios detenidos en el tiempo. Frente a esas manos, Anton, de 38 años, se queda quieto, como si tratara de entender un idioma que ya no es suyo.
“Llegamos ayer”, dice, con una voz que parece no saber cómo sonar tranquila. “De Kiev a Liev, y después aquí”. Su esposa, sentada en una esquina con tres niños, mantiene la mirada inquieta. Violeta y Vlad, de 9 años, y Polina, de 8 deambulan por las literas del refugio.

—¿Por qué llegaste al refugio?
—Lo primero es la guerra. El estrés constante de las alertas, y lo segundo es el trabajo, que está mal pagado. Encima, nos quieren llevar al frente a pelear. Llevamos dos años viviendo lejos del frente, pero todo se volvió problemático y pensé: tenemos que ir a algún lugar más lejos.
Su voz se quiebra levemente al recordar el inicio de todo.
—El 24 de febrero de 2022 me desperté con una llamada de mi esposa diciéndome que ya había comenzado la guerra y estaban bombardeando el aeródromo. Yo estaba en Kiev en un viaje de trabajo. Todos comenzamos a escapar desde las siete de la mañana. Antes de esto, yo era gerente de ventas de telas para tiendas. Todo eso quedó atrás.
Anton busca algo que lo saque del peso de la guerra.

—¿Eres de México? Siempre escuchamos historias. El Chapo, los cárteles… ¿Es real?
Sus palabras no tienen juicio, solo la curiosidad resignada de quien sabe que la violencia no es un problema exclusivo de una región.
—¿Qué es la guerra? –le contesto.
—Tengo una actitud negativa hacia cualquier guerra, no me gustan los conflictos. La gente debería hacer el cielo en la tierra, no el infierno. Muere mucha gente: soldados, civiles, animales, aves. No tenemos otro planeta.

En uno de los cuartos hay un mural infantil: una Petrykivka pintada con manos temblorosas. Flores azules, amarillas, pájaros dispersos. “Esto lo dibujaron los niños que pasaron por aquí”, explica Eva frente a la obra. El ave azul en el centro parece querer escapar, pero sus alas están hechas de flores escarlatas y hojas verdes que no permiten el vuelo. “Es como un jardín,” dice, acariciando con los ojos las pinceladas torpes pero precisas.
Polina, la más pequeña, se acerca al mural y levanta la mano hacia el ave azul. Sus dedos trazan el contorno de las plumas, como si al tocarlo pudiera traerlo a la vida.
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A 250 kilómetros de Przemysl, en el corazón de Cracovia las banderas ucranianas ondean como pinceladas de azul y amarillo contra el cielo invernal. Un grupo reducido de manifestantes se congrega en la plaza principal, su megafono resuena con más fuerza de la que el número sugiere.

—Paz para todos en el mundo libre. No sean indiferentes, porque la indiferencia mata. Únanse a estas campañas y organicen las suyas en sus ciudades.
Una mujer sostiene una pancarta que proclama: «Ucrania libre, Polonia libre. Ucrania segura, Polonia segura».
Hay algo en la forma en que se repiten las frases, en los ecos del megáfono, que sugiere no solo urgencia, sino también agotamiento. Estas palabras no son nuevas, han sido pronunciadas antes en otras plazas, en otros idiomas, en otras geografías, en otros conflictos. Pero aquí, entre las piedras históricas de Cracovia, adquieren un peso particular.
—¿Cómo te sentirías cuando Rusia intente matar a tu hijo? ¡Será demasiado tarde!
Nadie aplaude. Nadie grita. Solo hay miradas bajas, algunos asentimientos discretos y el ruido de pasos alejándose. Las banderas siguen ondeando, tercas contra el viento.
Frente a la embajada de Estados Unidos en Cracovia, una mujer con un megáfono rompe el silencio.
—¡Stop Russia! ¡Stop the war! ¡Stop second Hitler!
Las palabras, dichas en un inglés marcado por acentos pesados, rebotan contra las paredes de la embajada, perdiéndose en las esquinas de las calles vacías.

Detrás de ella, una anciana sostiene una pancarta con letras rojas: «Russia is a terrorist state.» La fachada de la embajada permanece inmutable. Los vidrios no devuelven miradas ni respuestas.
En el camino de regreso, bajo las sombras largas de la mañana, está Eros Bendato, la escultura monumental del artista Igor Mitoraj. Una cabeza de bronce gigante, sin cuerpo, sin contexto. Sus ojos huecos parecen mirar a la nada, como si contemplaran algo que los demás no pueden ver.

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En Washington, la guerra ya no es urgente. El apoyo se enfría, los fondos se frenan, la retórica se agota. Occidente ya hizo las cuentas y Ucrania sale costosa.
El presidente estadunidense Donald Trump, que entiende la geopolítica como una transacción de bienes raíces, promete resolver el conflicto en 24 horas. ¿Cómo? Como se resuelven los negocios: repartiendo lo que no es suyo. Su plan es claro en lo implícito: Ucrania tendrá que ceder territorio, Rusia se quedará con lo que ya ocupó y Occidente podrá cambiar de tema. La paz, en su versión, no es un acuerdo, es una venta de liquidación. Y el descuento es la soberanía ucraniana.
En Europa, la OTAN cambia de tono. Lo que era inquebrantable ahora es «impráctico». Polonia endurece sus fronteras. Las armas tardan en llegar. Ucrania sigue en guerra, pero cada vez más sola.
