Crónica de una tensión territorial e identitaria.
Al principio es desesperante, aprieto los párpados, los estiro como chicle de adolescente, me acerco a las cosas. Lentamente el ojo se va acostumbrando y las formas aparecen: camiones blindados, metralletas al hombro, militares de verde en cada esquina, civiles de gris, marrón o negro caminando entre ellos como si fueran parte del decorado urbano. El telón de niebla es tan denso que hasta siento el impulso de correrlo con las manos. No funciona, Cachemira no me deja mirarla con claridad. Nada ni nadie busca destacar, llamar la atención de ojos externos o curiosos. Cielo, río, calles y gente se pintaron con una misma pincelada.
Un señor sentado a mitad del puente estira la mano, harto o cansado de repetir la mímica ante cada transeúnte. Es una oruga erollada adentro del pherean tradicional: una túnica de lana que es abrigo indispensable durante el invierno en esta región montañosa que toca la puerta del Himalaya. Tiene la mirada fija en el piso, como si las hormigas le estuvieran susurrando el secreto de la mariposa, pero le falta un traductor para entenderse.
Al otro lado del puente cuatro soldados cubren un área de 30 metros. Soy la única pasando y el más grandote no me saca los ojos de encima. Es una mirada que conozco, la he visto otras veces. No es libidinosa o siquiera curiosa, sino una mirada que busca intimidar atravesándote sin permiso. Un poco lo logra. Ya sea por la cara, la metralleta cruzada o la desolación del entorno, me corre un hilo frío por la espalda que no tiene tanto que ver con el termometro acariciando el cero.
Sobre la calle Residency, en el corazón del barrio Lal Chowk, se extienden mesas con frutos secos, camperas de abrigo, juguetes y ropa interior. Las mujeres revuelven indistintamente los aros para senos de cualquier tamaño, hijabs musulmanes, autitos de madera o bolsas con dátiles. Los hombres gritan las ofertas como un mantra que solo encuentra pausa cuando el vecino de puesto acerca un té caliente. Las paredes de atrás están cubiertas por carteles que invitan a estudiar en Australia, triunfar en Singapur, trabajar en Europa.
En el centro de la avenida hay una gran plazoleta y torre de reloj con un sello inconfundiblemente británico. Empleados municipales arman un escenario para esta noche: por primera vez en la historia de Srinagar se organiza una celebración de año nuevo gregoriano. Aunque cerca del 97% de la población de Cachemira es musulmana y poco debería importarle el 31 de diciembre, el gobierno central de India tiene una puja por occidentalizar la región. Una pantalla táctil con título “Smart Srinagar” permite buscar locales gastronómicos y atracciones turísticas con logos del G20 que en el 2023 tuvo sede en India.
Srinagar es la capital de verano del estado Jammu & Cachemira, uno de los más conflictivos de la historia de India, en particular la segunda región. Con la independencia del Imperio británico en 1947 se formaron dos países: Pakistán como estado musulmán e India como estado laico de mayoría hindú. Cada estado decidía a qué país pertenecer, pero en esta región se dio un caso especial: el maharajá hindú Hari Singh se negó a tomar una decisión teniendo en cuenta que contaba con una población de apabulladora mayoría musulmana. Ese conflicto desató las sucesivas guerras post separación que se palpan hasta el día de hoy: la región de Cachemira es de los territorios en disputa más calientes a nivel global.

***
El mostrador llega casi hasta mis hombros y después continúa una lámina de vidrio hasta el techo. Apenas una rendija queda libre para pasar mercadería y dinero. Del otro lado hay cajitas blancas desde el piso sin dejar espacio vacío, todas de distinto tamaño y forma. Nunca entendí como hacen los farmacéuticos para encontrar tan rápido lo que necesitas en medio de ese lego monocromático. Del otro lado del mostrador hay dos hombres. El que tiene aspecto de jefe está sentado en una mesa completando un librillo de boletas, y el otro, con gorrito tradicional y barba teñida de naranja, sonríe cuando me ve entrar.
—¿De donde sos? —me pregunta el que está sentado atrás apenas me escucha pedir vitamina C.
—De Uruguay, sud…
—Ah sí, yo sigo a Uruguay en fútbol, en Uruguay juega Suárez.
Es la primera vez en dos semanas que estoy en India que alguien ubica mi país y no tengo que usar el comodín de Argentina y Messi.
—¿Te gusta Cachemira?
—Sí me gusta mucho. ¿Pero siempre hay tantos militares en la calle?
—Acá, si hablas en contra del gobierno, te meten en la cárcel.
Hay una manera bastante particular de hablar que siempre me llamó la atención, es como un susurro gritado. No es un tono particularmente bajo, cualquiera que entre en este momento a la farmacia podría escucharlo sin problemas, pero la función no es tanto pasar desapercibido como imprimirle al discurso cierta épica de lo prohíbido.
—Acá no hay libertad, no les importa la gente. No hay oportunidades, o tenés un negocio, o te morís de hambre o te vas a estudiar afuera. Al gobierno no les importamos, solo quieren que nos callemos y no haya disturbios en las calles. Pero la gente está mal.
El empleado de barba naranja empaqueta mi vitamina C con manos temblorosas y no se anima a interrumpir al jefe para decirme cuánto le debo. Saco la billetera para dejarlo tranquilo sin interrumpir la conversación con el otro.
—¿Y qué quiere la gente de Cachemira? ¿Ser independientes?
—¡Claro! Y podemos serlo. Cachemira tiene su Constitución, ahora el gobierno indio dejó de reconocerla, pero está ahí. Tenemos los recursos para ser independientes. Hay una planta hidroeléctrica enorme pero quienes trabajan no son de acá, vienen de otros lugares de India. Tampoco nos llega esa electricidad, tenemos cortes todos los días. En invierno se muere mucha gente.
En 2019 el reelecto por tercera vez Primer Ministro Narendra Modi revocó el artículo 370 de la Constitución que otorgaba un estatus especial a esta región, eliminando así un relativo estado de autonomía que mantenían desde hace décadas. En paralelo, lleva adelante una agenda nacionalista hinduísta con destellos anti-musulmanes.
—La gente tiene problemas psiquiátricos, están muy mal. Mucha tristeza, mucha desesperación. Pero aún así la gente de Cachemira es muy amable, nunca perdemos la sonrisa.
En el instante que el farmacéutico termina la frase ilustrándola con una sonrisa ingenua y la cabeza de costado, una mujer vestida de traje, con el pelo lustrado de tan brilloso, labios maquillados y una radio en la mano, rompe la armonía de nuestra cajita de remedios. Me mira fijo y los mira a los muchachos que rápidamente evaden el contacto. Entiendo la orden y salgo a la calle donde quince militares abren portones y cortinas con la determinación de quien no tiene paciencia para encontrar lo que está buscando.

***
Salir de la cama en invierno siempre es una tarea compleja, pero la primera mañana de 2024 es particularme congelada. Leí en internet que hicieron -5 grados. Al salir veo muchísima menos gente que ayer, aunque el camión blindado en la torre del reloj sigue con su soldadito de casco celeste asomando por la parte de arriba y niños que toman turnos para sacarse fotos.
De todos los puestitos de té que se ven cada media cuadra hay uno que me llama particularmente la atención. Como mucho tiene tres metros cuadrados, un señor hirviendo el té con yuyos en una hornallita a gas y tres bancos contra la pared. Al lado del dueño un latón acumula tazas y platos sucios que nunca se vacía ni se desborda. En su vasta clientela regular conviven militares y civiles.
Un soldado está parado con un rifle colgado al hombro, una taza en la mano derecha y una torta en la mano izquierda. Se va intercalando cada mano en la boca esquivando el extremo del cañon que le golpetea la nariz a cada movimiento.
—Está difícil desayunar con eso colgado —le digo con media sonrisa y las expresiones de incredulidad se expanden por el puestito de té más rápido que chisme en peluquería. Un viejito de barba larguísima y pherean gris palmea el banquito dándome a entender que me siente junto a él. Nadie habla inglés y soy la única mujer, pero entre señas y confusiones logro desayunar con relativo éxito.

***
Todas las mañanas repito la rutina: cruzar el puente sobre el río Jhelum, intercambiar miradas con los guardias que siempre están del otro lado, caminar rapidito entre metralletas y camiones camuflados hasta llegar al puesto de té que oficia de terreno neutral en el barrio. Pero hoy, apenas crucé el puente, no vi ni rastros de los guardias. ¿Habrá una revuelta en otro lado y se fueron todos para allá? ¿Les dieron franco? ¿Estarán celebrando un cumpleaños? No alcanzo a completar la lista de ridículas excusas cuando un poco más al norte veo un grupo de tres soldados jóvenes apretándose alrededor de un fuego minúsculo.
—¿Son de Cachemira ustedes?
—Sí, sí, somos todos de Cachemira.
—¿Y es normal que siempre haya tantos militares?
Me miran como si les hubiese preguntado una intimidad inconfesable. El que habla mejor inglés me sonríe y pregunta:
—¿Te da miedo?
—No, miedo no me da, pero nunca estuve en un lugar así… ¿y hay disturbios?
Saltan los tres a la vez subiéndo el volúmen de la conversación.
—No, no, hace años que no. Ahora hay paz, ahora está tranquilo. Hace cuatro o cinco años sí. En 2019, ahí sí.

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Por primera vez en cuatro días rompo la rutina. No cruzo el punte, no voy hacia los rickshaws ni al bazar del griterío ni al reloj gigante ni al restorán que vende pizza. Sin embargo, a los guardias militares es imposible evitarlos. Están en la rotonda, en las esquinas, contra un muro o caminando entre la gente. Con cuellitos hasta la nariz para protejerse del frío y el casco cubriendo la frente, apenas se les ven los ojos. Un burka castrense, pienso. Pero a diferencia de las mujeres musulmanas, estos ojos están atentos, en alerta y prontos para lanzarse encima de cualquier amenaza.
En el andar curioso y despistado de moverme con la cámara de fotos en la mano, siento que alguien coordina su paso con el mío. Es una señal sutil pero potente en un lugar donde ignorar al otro es protocolo de seguridad. Siendo mujer latina no necesito demasiado esfuerzo para imaginar escenarios violentos, pero intento disimular la incomodidad y buscarle la mirada. Tengo que doblar el cuello porque mide cerca de un metro noventa. Es un chico joven y me sonríe con la picardía de un nene cuando sabe que está haciendo una travesura.
Adil habla inglés fluido y charlamos sin mirarnos a los ojos, con la vista puesta adelante y el andar disimulando cualquier reacción inadecuada. Los militares nos observan desde varios rincones, pero aprovecho las bocinas de la avenida para preguntarle algunas cosas.
—¿Qué se siente ser jóven en Cachemira?
—Una mierda.
—¿Y con ellos? ¿Te acostumbrás a que estén ahí todo el tiempo? —le digo con un movimiento de cabeza que parece innecesario.
Adil clava la mirada en los cables de alta tensión como buscando las palabras justas.
—Hicieron muchas cosas mal, mucho daño. Ahora actúan pacíficos pero no es así, mucha gente murió.
No quiero hacerle repreguntas que lo incomoden o comprometan, así que continúo caminando con la vista al frente y esperando que el silencio juegue su partido.
—No podemos hablar, no podemos decir nada en contra del gobierno o vamos presos. No podemos comunicarnos con periodistas o esciribr en las redes sociales. Y a nadie en el mundo le importa lo que pasa acá, estamos solos.
Adil mira hacia los costados mientras caminamos, cerciorándose que nadie lo está escuchando. Cuando llegamos a una gran avenida se despide, aunque seguimos caminando en la misma dirección.
Cachemira tiene distintas capas de sensibilidad. Si estás un poco despistado pensas que todo transcurre en calma, pero a medida que vas hablando con la gente se percibe la tensión y el miedo a que el aleteo de una mariposa desate una catástrofe. Los pies caminan con sutileza sobre un asfalto de cristal.
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Las calles serpentean con vestidos, pashminas y camperas Quechua colgando de la mampostería. La mayoría de los comerciantes son hombres y las clientas mujeres. Ellas caminan en grupo, con madre o amigas, buscando ropa de niños, de adultos, de hombres, de lo que sea. Sé que estamos bordeando el río, pero la hilera de negocios me obstruye la vista, así que apenas diviso un claro en la arquitectura me escabuyo entre la basura para sacar una foto.
Ishmallah sale de su negocio cuando me ve pasar cámara en mano. Tiene un gorro en la cabeza que no identifico como los típicos de la región que son más finos y cuadrados. En cambio, guarda cierta reminicencia estética con los turbantes de Rajastán. Lleva puestos unos pantalones vaqueros estilo chupín, buzo negro de hilo al cuerpo y unos mocasines beige en punta que solo me hacen pensar en Aladín.
—¿Qué estás haciendo?
—Quería sacar alguna foto del río, perdón si me metí donde no debía —me atajo intentando neutralizar un posible enojo.
—¿Querés tomar un té?
Entramos al negocio, me extiende un banquito y un vaso de té ya servido. Supongo que era para su socio que camina en círculos hablando por teléfono o para el muchachito que anda con un plumero acariciendo los cientos de zapatos prolijamente dispuestos por las cuatro paredes.
—¿Cómo ves la situación en Cachemira?
—Ahora mejor, mucho mejor. El gobierno indio está invirtiendo, vas a ver cómo en unos años vamos a ser como Delhi o Mumbai. Nuestro hijos van a ver una Cachemira próspera. Creo que todo va a mejorar, hay muchos proyectos andando.
—¿El negocio viene bien entonces?
—Ah no, eso no… hace meses que estamos muy mal.
Termino el té y me despido, mientras el ayudante inicia una nueva ronda de plumero sobre la mercadería imperturbable.

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El turbante de color sólido intenso es la carta de identificación más clara que existe: pertenece a la minoría Sij. Minoría en esta zona, obviamente, porque en la provincia vecina de Punjab son amplia mayoría. Está sentado con un hombre musulmán que no habla inglés, pero alcanzo a entender que son buenos amigos.
—¿Hay buena relación entre musulmanes y sijs en Cachemira?
—¡Claro! Somos todos hombres de Dios, diferentes tal vez, pero hombres de Dios al fin.
Jasleen es periodista y trabaja para un medio en Punjab. No intenta suavizar la situación ni escatima en metáforas apocalípticas.
—¿Sabés lo que está pasando en Israel y Palestina ahora? Eso va a llegar acá, estamos en la calma antes de la tormenta, y es una tormenta muy grande la que se viene.
—¿Cómo ves lo que está haciendo el gobierno central?
Jasleen niega con todo el cuerpo, como si la sola pronunciación del gobierno indio le diera una picazón incontenible. Su amigo asiente en el rechazo. Se ve que algo entiende.
—El gobierno indio no hace nada, solo show, pero no hay apoyo real. Y los jóvenes se tienen que ir. Acá no hay posibilidades de trabajo ni oportunidades, por más preparados y estudiosos que sean.

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Aunque camino sin mirar el mapa no me alejo demasiado del río y las zonas conocidas. Doy vueltas por mercados, ferias y bazares. Consumismo silencioso y constante, las mujeres caminan con niños y bolsos colgados intentando pujar por las mejores ofertas. Deambulo horas sin saber muy bien qué estoy buscando hasta que veo un puesto de diarios y revistas.
—¿Tenés diarios en inglés?
El señor del kiosko me mira como si le estuviese confesando un crimen atroz y lo necesitara de cómplice.
—Sí, están de aquel lado —dice y me señala un rincón oscuro. El negocio parece financiarse gracias a revistas de crucigramas o sopas de letras más que a diarios de noticias.
—Quiero saber más de Cachemira —me justifico intentando cambiar el tono de la conversación.
—No vas a sacar nada de ahí, esto es el gobierno hablando, no es lo que pasa en Cachemira.
—¿Y qué pasa en Cachemira? —le pregunto con un balance justo de inocencia y provocación.
—Eso, mirá.
Solo en ese momento me doy cuenta que estamos a pocos metros de un retén militar. Todos los autos que vienen por el acceso del puente tienen que pasar por ahí. Ahora están revisando un auto blanco. El conductor se baja con evidente malos modos, muestra papeles, abre el baúl. Los militares revisan con toda la pantomima de matón rudo y anotan garabatos en libretas de mil papeles.
—Nos controlan, piden documentos, revisan todo. Eso —dice señalando los diarios que acabo de comprarle —es todo una mentira y no se puede hacer nada.
—¿Y cómo te parece que va a terminar eso?
Algo en su mirada me da la respuesta, pero de todas formas necesito ponerlo en palabras.
—¿Otra guerra?
—Sí, probablemente sí.
En medio de nuestra conversación se acercan dos muchachos que trabajan cerca. Después de confirmar mi deseo de charlar, me invitan a tomar un té. Entramos a la galería pegada al kiosko de diarios y me extienden un banquito en su puesto de camperas y pantalones de invierno.
—Si yo hablo en contra del gobierno o escribo en las redes sociales, me meten diez años preso. Pero lo que está pasando es terrible. No hay futuro, no hay oportunidades, no hay dinero.
—¿Y qué quieren?
—Queremos ser independientes y tenemos todo para serlo. Tenemos constitución, bandera, autoridades, recursos para subsistir. Desde que eliminaron el artículo 370 se supone que somos todo de India, pero el gobierno saquea nuestros recursos y se los lleva lejos de acá. No queda nada para la gente de Cachemira.
—Nosotros somos como Palestina, queremos ser un país independiente. Que nos dejen en paz.
A pesar del tono trágico de nuestra conversación, Amin y Fakir no paran de sonreír. Hay algo de Cachemira que los hace tan orgullosos de su tierra como enojados con quienes entienden la corrompen, ocupan y saquean. Aunque vistan jeans y camperas de nylon en lugar del pherean, ellos tamibén son orugas gritando independencia.

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Esta crónica fue producida en el marco del taller Contar el Mundo, un espacio académico que vincula a Le Monde Diplomatique y Revista Late.