A mil días del estallido de la guerra entre Rusia y Ucrania, alrededor de cinco mil colombianos se han alistado como legionarios en un conflicto que parece no tener salida.
I. Lviv
Es medianoche en Lviv, la ciudad más occidental de Ucrania, ubicada a 60 kilómetros de la frontera con Polonia. La luna, medio oculta, juega lentamente con las nubes. Las estrellas de esta noche otoñal parecen lejanas, pero, de vez en cuando, se logran ver fugacidades rojas o azules. Minutos antes de que puedan ser divisadas, la aplicación de mensajería instantánea Telegram avisa sobre el peligro de esas volátiles amenazas a través de un grupo público llamado Monitor, que cuenta con casi un millón de miembros.
En el transcurso de una noche cualquiera Monitor puede arrojar hasta cien advertencias de drones, misiles y cohetes rusos de todos los tamaños imaginables. Una noche cualquiera es sinónimo de normalidad, y normalidad significa, a mil días del inicio del conflicto, un íntimo e inquebrantable estado de terror que solo se materializa en ojos vidriosos, dedos sin uñas y una languidez idéntica a la que se experimenta en los funerales.
Las amenazas son silenciosos artefactos que surcan los cielos a lo largo y ancho del país, desde el Mar Negro hasta Bielorrusia, desde Moldavia hasta la ocupada Crimea, desde Odessa hasta el Donbás. Intentan colarse por entre las pocas rendijas que deja el avanzadísimo esquema de protección antiaérea ucraniano. Son silenciosos, sí, pero cuando uno de ellos colisiona con la tierra el estruendo puede ser tan descomunal e incendiario como el primer bostezo de un volcán que entra en erupción.
El taxista que nos transporta se excusa por su inglés y, lo primero que hace antes de poner precio a su servicio (inflándolo por tres), es quejarse de la molestia que le causan los cero grados de temperatura. La ciudad es lóbrega, pero no está muerta. Las estaciones de trenes y buses que conectan a Lviv con el resto del país están separadas por una calle que, aunque pequeña, permanece atestada de peatones.
En medio de la romería, unos cuarenta militares se fuman los dedos al lado de una montaña de cajas y maletas camufladas. El taxista pregunta por nuestra nacionalidad. Acá estamos teniendo problemas con la gente de Colombia porque vienen muchos y no hablan ucraniano y nosotros no hablamos español, dice, como puede. Nos toca aprender su idioma, porque ustedes vienen a defender Ucrania, añade, mientras sumerge la mirada, apenada, en el grupo de militares.
En la zona turística del centro de Lviv unas cinco cuadras se agitan estrepitosamente con la marcha de paseantes. Es el mediodía de un domingo de noviembre que se permite un sol helado. Apeñuscados, como frutos en una canasta, están los comercios que ofrecen recuerdos y suvenires de la ciudad. Toda la oferta gira en torno al fenómeno de la guerra y, de forma no menor, al patriotismo cosaco. Lejos de la posibilidad de bombardeo a la cual está expuesta la ciudad y que tiene como última negra reminiscencia el 6 de julio de 2023, cuando tres misiles rusos impactaron un edificio residencial dejando 10 muertos y 45 heridos, el otro cañoneo consiste en miles de banderas ucranianas, dispuestas por todo lado y acompañadas de inmensas publicidades marciales.
Camisetas estampadas con granadas y bazucas, gorras con velcros intercambiables de tanques y calaveras, guantes con el tridente que funciona como escudo nacional, imanes de soldados ucranianos haciendo pistola a barcos rusos, posters de Volodímir Zelenski rodeado de fusiles, tazas de café con metralletas pintadas a mano, osos de peluche vestidos de camuflado, chocolates-arma en tamaño real, pequeñas balas rellenas de vainilla, rollos de papel higiénico con el rostro de Vladimir Putin.
Algunos pocos turistas de Europa occidental cruzan desde Polonia para decir que estuvieron en un país en guerra. Compran los suvenires y se sacan fotos con la luna entre los dedos, esa misma luna que, país adentro, guarda secretos malignos. Lviv da la bienvenida a una nación que, lejos de ser un desierto, sí que se parece mucho a uno, pero de espera y frustración.

pequeña hija en el parque Iván Frankó de Lviv. Foto: Dahian Cifuentes
II. Los ojos de las estrellas
A poco más de mil kilómetros al sureste de Lviv está Zaporiyia, la ciudad que tiene la mayor central nuclear de Europa. Allí la noche está despejada y la luna brilla, anaranjada, arriba de dos ejércitos que se acechan agazapados en sus trincheras, pasando sudores y salivas ante los asedios de artillería que intercambian como divisas de muerte. Es junio de 2024. Mes 28 de la guerra.
Las fosas de protección ucranianas están al tope de barro y hieden a carroña humana. Animarse a sacar cuerpos no solo aumentaría considerablemente el número de bajas, sino que fuera de las líneas de combate podría desatar una auténtica crisis de salubridad. Una treintena de antiguos hombres yacen esparcidos por entre la maleza. Otros tantos ya han sido sepultados de forma natural gracias a los pozos que las explosiones abren en la tierra y sobre los cuales se siguen forjando las trincheras.
Chucurí ora por todos aquellos con los que se topa mientras se arrastra como un gusano. No importa si son ucranianos, colombianos, peruanos, brasileños o italianos. Les cierra los ojos y les cubre el rostro con hojas para revocar la contorsión que la guerra les ha legado. Cuatro meses antes de esta noche, Chucurí miraba a su hija de cinco años dormir y pensaba en si volvería a verla. Abandonar Colombia no solo era la decisión de su vida, sino una penitencia que debía pagarle a su Dios. Un día, mientras ejercía su trabajo de agricultor, sufrió un accidente: la guadaña que manipulaba se salió de control y le hirió gravemente uno de sus pies. Los médicos solo vieron la opción de amputarlo, pero Chucurí oró para que su pie fuera salvado. Si Dios le concedía la merced, él, a cambio, se iría a pelear por la causa ucraniana, una causa que a él le parecía tan justa, como justo le parecía no perder su pie.
Chucurí tiene treinta y seis años y se llama Chucurí porque nació en San Vicente de Chucurí, un pequeño municipio ubicado a 84 kilómetros al suroccidente de Bucaramanga, la capital del departamento de Santander. A principios de febrero de 2024 se fue a Barrancabermeja y de ahí voló a Bogotá. En Bogotá conectó rápidamente con Madrid y de allí partió a Ámsterdam para terminar su periplo en Varsovia. Un colectivo lo sacó de la capital polaca y lo llevó a Ternópil, una apacible y pequeña ciudad ucraniana que funciona como cuartel de bienvenida a los legionarios del mundo que quieren defender Ucrania.
Para el largo viaje, Chucurí llevaba consigo dos mudas de ropa, un par de zapatos, una biblia y una estampita de san Miguel Arcángel, la representación católica de la victoria del bien sobre el mal. En los seis años que ejerció como soldado profesional en el Ejército de Colombia agarró la costumbre de recitar tres veces por día el Salmo 91: El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente…
Un inicio que lleva tatuado en su memoria como forma de protección ante todos los tipos de riesgos que supone estar vivo.

Cifuentes
En Ternópil firmó contrato. Legionario. Serían seis meses por los cuales recibiría 120.000 grivnas, un aproximado de 2.500 euros por mes. El peligro que Chucurí estaba dispuesto a correr era merecedor de esa cifra, pero, si hubiera querido, habría podido conformarse con 600 euros, ejecutando labores fuera de las líneas del frente. Su amplia experiencia como militar en la guerra colombiana fue la que le ayudó a tomar la decisión. Guerra es guerra, en Colombia o en Ucrania, pensaba, pero pronto abandonaría esa convicción: Acá no peleamos contra guerrillas o pequeñas escuadras subversivas; acá peleamos contra una potencia, contra el verdadero monstruo de mil cabezas.
La incorporación fue un éxito. El país necesita efectivos y enlistarse resulta tan sencillo como inscribirse a cualquier gimnasio. El entrenamiento, aunque breve, es contundente desde el punto de vista físico y la preparación ideológica consiste en un: ¡Gloria a Ucrania! En dos semanas ya estaba instalado en el batallón 98, brigada 108. En la primera misión, en Zaporiyia, vio morir a tres compañeros, dos de ellos colombianos. Las bombas le caían a cinco metros y el ronroneo, tanto de los drones de ubicación, como de los drones bombarderos, se convertirían, de ahí en más, en la banda sonora de su vida: son moscas gigantes que te quieren ver partido en tres, cuatro, cinco pedazos. Pero él tenía su antídoto, sigiloso y muy potente: Esperanza mía, y castillo mío. Mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora, declamaba, justo antes de salir a descargar sus municiones contra los moscos asaltantes.
Un aprendizaje incesante. Sin el dominio del idioma local, sin inglés y con el español balbuceado y quebradizo de sus compañeros, no había otra opción que las señas. La mirada para descubrir las líneas enemigas, las manos para ubicar sonoramente la procedencia de la artillería, la cabeza para regular los momentos de exposición y avance, los labios para saber el instante ideal de detonación de un cañón. Entre los campos, espinosos por las alambradas y saturados de piernas y brazos sueltos como simples ramas desprendidas de los árboles, la tierra tiembla cada tanto por el choque de cohetes y las yerbas vuelan por los aires de la noche oscura: Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro. Escudo y adarga es su verdad, susurra Chucurí.
Después de pasar en el frente cinco o seis días, los soldados que salieron ilesos descansan la misma cantidad de tiempo, hasta que una noche reciben el llamado: en dos horas salimos a misión. Chucurí entonces empieza a alistar su maleta de guerrero. Cinco botellas de litro y cuarto de agua. Un salchichón. Pan. Café. Sopas instantáneas. Mandarinas. Bananos. Chocolatinas. Una cobija. Repelente para mosquitos. Casco. Fusil. Chaleco antibalas. Mascarilla antigás. Cuatro proveedores. Diez pacas de treinta cartuchos que suman 300 municiones. Cuatro granadas. Botiquín: gasa, torniquetes, tijeras, apósitos. Opiáceos para el dolor intenso. Estampita de san Miguel Arcángel.
El convoy sale de la improvisada base y transporta treinta efectivos. Siempre es de noche. Nunca una misión empieza de día y, así salgan vivos de ella, siempre, para todos, termina en inescrutable negrura. Para alcanzar la posición y ejecutar el relevo los soldados caminan cuatro kilómetros en fila india. Silencio total. Las pisadas son de lince. Al cabo del primer kilómetro empieza el ronroneo de los drones y, así, como un amanecer, se manifiestan los tanques, los cañones, las granadas. Es la bienvenida. La boca hambrienta de una perdición que se mueve entre sombras.
Ya en la trinchera sucede el relevo. Debe ser tan rápido como un pestañeo. Hay legionarios que desean ganar el dinero tope que ofrece el gobierno ucraniano: 190.000 grivnas, unos 4.000 euros. Para esto deben completar treinta días en posición cero, es decir, en el puro frente de batalla. A pocos metros del enemigo. Un espacio en el que se pueden dar luchas cuerpo a cuerpo y en el que no gana la tecnología, sino la vieja fuerza humana.
La zona está en ruinas, trincheras saqueadas y árboles quemados. Los aullidos de perros salvajes son el termómetro del miedo: entre más se escuchan, más rudo está el frente. Las borrascas de balas se mueven, breves e indiferentes. Chucurí alcanza la posición. Debe permanecer al lado de las bajas y empezar su día de trabajo: No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya.
En el aeropuerto de Barrancabermeja, Chucurí le hizo una última petición a su Dios: si me pones en Ucrania, es porque regresaré sano y salvo a Colombia. Amén. Drones de reconocimiento vuelan sobre el pelotón de Chucurí. Mandan coordenadas a sus pilotos, y estos, a cientos de kilómetros de distancia, encienden los kamikazes y los envían, como maldiciones, al abismo. Fuera del campo, esos otros combatientes: los que están inmersos en un videojuego, cuyos controles son máquinas de violencia que solo descansan cuando el gamer agarra una lata de Red Bull para saciar la sed o simplemente lo suelta para responder el WhatsApp de la novia de turno.
Los drones sueltan bombas lacrimógenas. Una hora en posición y aun no se puede disparar el primer proyectil. Chucurí se cubre el rostro con la mascarilla. Una fuerte picazón en los ojos. La garganta es una lija. La respiración lucha contra la intoxicación: En esos momentos no solo es la mano de Dios la que le ayuda a uno, sino también la suerte. Hay compañeros que no duran ni tres días. Desaparecen o se esparcen en trozos irreconocibles.

Un mortero descalabra la trinchera aledaña. Si no hay gritos, es porque estaba vacía o también porque los exterminó a todos. Chucurí se aferra a la primera posibilidad. Hay que resistir. Esa es la orden que le dan. Guardarse. El enemigo intenta sitiar el lugar que semanas antes perdió en una contraofensiva ucraniana. Alguien pide ayuda en español. Chucurí lo intuye colombiano: Acá hay un 80% de probabilidad de no sobrevivir. Los cuerpos se pierden porque en descomposición ya es imposible enviarlos a Colombia y los huesos, pues bueno, al final de una carnicería no se reconoce nada más que el mal olor, pura comida para gatos y cuervos.
Chucurí se cansó de ese frente y decidió cambiarse de comando. Los contratos que firman los legionarios internacionales asienten tanto la cancelación repentina (con justificación) como la figura del traslado. Dos lujos que difícilmente pueden darse los combatientes locales. El trabajo en la guerra de los no ucranianos es flexible porque un soldado insatisfecho, si no muere rápido, es fácil que se convierta en un foco de sedición.
Así, aterrizó en el segundo batallón, brigada 117. Allí, decidió exponerse al cien por ciento e ir por el botín máximo. El salmo 91 lo resguardaría. El dinero ganado le permitiría retirarse, comprar algunas tierras en su pueblo natal y volver a la sosegada vida de agricultor. Hasta el momento había recibido cumplidamente, cada cinco del mes, su salario. Transcurría el verano y las batallas eran más amables con noches de quince grados y días que pasaban tranquilamente los treinta. Al incorporarse al nuevo grupo militar, notó que la media de la edad de los combatientes superaba los cuarenta años. Tenía compañeros de hasta sesenta años. Compañeros que eran enviados al frente, con el objetivo de salvaguardar la vida de los más jóvenes.
La primera misión consistía en arrinconar un reducido grupo de diez enemigos, pero cuando llegó a la ubicación a las afueras de la ciudad de Slydove, en el Óblast de Donetsk, territorio ocupado y por eso una de las zonas más hostiles de todo el conflicto, en menos de dos minutos descubrió la verdad: a su alrededor había más de 150 rusos. El grupo resistió durante doce horas, pero al final de la jornada el balance fue devastador: ocho heridos, dos muertos y cuatro desparecidos. Todos colombianos. Dentro de los cinco que quedaron intactos estaba Chucurí. El resto eran ucranianos: En mi tiempo en este país sé de la muerte de unos veinte compatriotas y de los heridos ya perdí la cuenta. El cambio de comando fue un desastre. Nos mandaban al frente, no nos daban apoyo y, para colmo, no nos pagaron.
Cuatro meses después de aquella primera misión, y con la terrorífica experiencia de ocho más, Chucurí denuncia que, del segundo contrato firmado por 720.000 grivnas (unos 16.500 euros), no ha recibido ni el 20%: Nos metieron con mentiras a la muerte, nos pusieron a aguantar hambre, las operaciones estaban mal coordinadas. Hay mucha corrupción entre las comandancias, el Ministerio de Defensa sí da el dinero, que proviene de las ayudas de la OTAN, pero en el camino mucha gente se guarda lo que no le pertenece.
El 1 de noviembre, cuatro días antes de cumplir nueve meses de combate, fue el cumpleaños de Chucurí. Ese día, mientras un grupo de soldados amigos le cantaba, decidió retirarse. ¿Valió la pena la experiencia? Espero que me paguen lo que me adeudan. No quiero saber nada más de Ucrania.
Es 19 de noviembre, día número mil de la guerra. Chucurí está varado en Ternópil, esperando que le resuelvan su situación. En su memoria palpita la adrenalina que le produjo la primera misión de la guerra, aquella en Zaporiyia. Una sensación que nunca antes sintió y que espera no volver a experimentar. La infantería de turno, a la cual él pertenecía, resistía en la línea cero del frente, que en ese momento se extendía por veinte kilómetros en la rivera del Dniéper, el cuarto río más largo del continente y el más importante de Ucrania y Bielorrusia. La central nuclear había sido tomada por los rusos en el inicio de la invasión y, desde entonces, era la joya de los comandados por Vladimir Putin.
Solo sus ojos, y los de las estrellas, pudieron ver el espantoso relampagueo de la pólvora que violaba aquella noche despejada, acompañada por la música constante de los truenos de los cañones y los misiles: Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; más a ti no llegará. Ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos. Chucurí escuchó la voz de su hija: papá, le dijo, y él entendió que su Dios le iba a cumplir: a Colombia volvería, y enterito.
III. Kiev
Una veintena de jóvenes militares esperan, en la estación central de autobuses de Kiev, a ser transportados a su azaroso destino. Son las diez de la noche y el ánimo de la capital ucraniana es igual o más apagado que al de cualquier pueblo del interior. Los militares no miran a nadie. El frío se pega a sus trajes camuflados, dejándolos como simples sombras tan temblorosas como quebradizas. La lucha que llevan a cabo en favor de su país es también un refugio contra la falta de oportunidades de una nación en conflicto que no puede respirar más allá de sus propios daños.
Monitor avisa y, en menos de un minuto, la alarma antiaérea empieza a rugir por toda la ciudad. Su amplificación es tan potente como la de cien estadios olímpicos juntos. Una música invariable nos cubre los oídos por una hora consecutiva. Es, también, una puya que indica que en cualquier momento todo puede acabar. No obstante, Kiev sobrelleva el suplicio sonoro con la calma propia de la rutina: los autos no aceleran, los transeúntes ni se inmutan, los domiciliarios siguen repartiendo sus pedidos.
Si la alarma suena más de dos horas seguidas, lo mejor es correr a refugiarse en la estación de metro más cercana. Tres noches después de nuestra llegada sucede. El sueño era tan profundo, o la negación tan necesaria, que no nos dimos cuenta. Al despertarnos y revisar los nerviosos mensajes de conocidos locales, corrimos a la estación Ploshcha Lva Tolstoho, con el torpe objetivo de conversar con alguien a propósito de eso que el amanecer sepultó.
La mañana viene con nubes bajas y timoratas hebras de lluvia. En el metro percibimos el estoicismo de la gente. Una señora intenta vendernos flores. Hacemos lo imposible por preguntarle todo sobre lo sucedido. Es inútil. Se ríe cuando imitamos el sonido de la alarma que, la noche inmediatamente anterior, sonó durante seis horas: dos cohetes cayeron sobre los alrededores de la ciudad, dejando una persona muerta y diez heridos, además de los daños materiales en edificios residenciales de los distritos de Holosiivskyi y Darnytskyi.
Kiev es una ciudad callada. Un museo de la angustia con dos millones de habitantes que la recorren con el ánimo petrificado. Cada persona es una pequeña gárgola que, a su manera, se posiciona contra la letra confusa de lo impensado que, en nada, puede convertirse en siniestro. La vida sigue.
En el hermoso y enorme parque-jardín Táras Shevchenko, cuya estatua central de ocho metros está protegida contra explosivos, la gente trota, practica yoga, pasea sus perros, se besa. No hay otra opción: el terror es un campo íntimo arado por el poder de la zozobra. Un adolescente se retira sus audífonos que hierven con reguetón:
—De la guerra no siento miedo, siento miedo de no tener un país, si esto no termina pronto, apenas pueda me iré a defenderlo.
A las afueras de la Catedral Ortodoxa de Santa Sofía (Patrimonio Mundial de la Unesco), en el centro administrativo de Kiev, reposa un pequeño cementerio de carrocería bélica destruida en combate. Es una suerte de vitrina de la guerra al aire libre. Tanques, camionetas, vehículos de asalto y misiles están dispuestos de forma tal que la gente no solo puede verlos, sino acercarse, tocarlos e incluso habitarlos.

que recuerdan la resistencia y victoria ucraniana en la llamada “Batalla de Kiev” sucedida entre febrero y
marzo de 2022. Foto: Dahian Cifuentes
Oleksandr Lysenco, de 44 años, merodea las ruinas vestido de camuflado. En sus manos lleva manillas con los colores azul y amarillo y otras teñidas de rojo y negro que representan la bandera del movimiento nacionalista ucraniano. Las vende mientras cuenta historias de los días en los que el ejército ruso intentó tomar Kiev, en febrero de 2022:
—Defendí esta ciudad las tres veces que la atacaron. La defendí hasta que salí herido. Vi cómo mataban ancianos y se burlaban de los niños. Fue muy difícil, pero los expulsamos. Yo solo fui un voluntario. Gloria a nuestros soldados, que son los verdaderos héroes de Ucrania.
Detrás de Oleksandr, sobre los muros que resguardan la Catedral, se extienden sin descanso unos trescientos metros, plenamente forrados, con miles de fotografías de soldados caídos en combate desde 2014 hasta la actualidad. Hombres y mujeres, en su mayoría entre los veinte y los treinta años, provenientes de todas las orillas del país emergen de la gran pared, con sus atuendos militares y sonrisas infinitas. Un memorial al que suelen venir los vecinos de la ciudad no solo a dejar oraciones y flores, sino también sus más íntimos deseos nacionales.
Para el mundo entero la guerra estalló en febrero de 2022, pero para cualquier ucraniano de a pie no es un secreto que todo empezó en marzo de 2014, cuando Rusia se anexionó la península de Crimea. Diez años, resalta Oleksandr, mientras amarra una de sus manillas al oxidado cañón de un tanque.

de los caídos en la defensa de Ucrania desde la anexión de Crimea por Rusia en 2014. Foto: Dahian
Cifuentes
IV. El color de la noche
La noche del 22 de julio de 2024 sobrevino el momento más feliz por el que Baruc atravesó desde que llegó a Ucrania. Seis meses habían pasado desde su vinculación como legionario en el ejército local. Plácidos veinticinco grados calentaban los campos de Sloviansk, una pequeña ciudad que, en 2014, fue el primer foco de tensión de la guerra que Rusia implantó en el óblast de Donetsk.
Aquella noche, durante un asalto enemigo que, en una temporalidad ordinaria duró lo que dura un suspiro, pero en el contexto bélico duró una eternidad, un soldado ruso cayó muerto sobre la intacta humanidad de Baruc, gracias a la ráfaga de metralleta que él le descargó en un combate cuerpo a cuerpo.
Baruc, de 21 años, nació en un pequeño caserío llamado El Botalón, perdido en las inmensas llanuras de Arauca. Lo último que hizo antes de irse de Colombia fue prestar el servicio militar. Dieciocho meses que le permitieron ponerse al corriente de una desconocida pasión que le corría por las venas: la guerra.
Sus compañeros de tropa, pertenecientes al batallón 23 presidencial, le gritaban ¡héroe! ¡héroe! ¡héroe!, mientras seguían resistiendo el ya menguado embate de la artillería rival. Dos horas pasaron después del enfrentamiento que consagraba a Baruc, si no como el soldado del día en toda Ucrania, por lo menos sí puntualmente como uno de los soldados de la semana.
Baruc seguía con el combatiente ruso, todavía caliente, situado a centímetros. La sangre enemiga le manchaba su uniforme. Más allá de la pulsión de supervivencia, no son muchas las cosas que se le pueden pasar por la cabeza a un guerrero en situación de batalla. La victoria es un sofisma que puede desvanecerse en un segundo.
Y eso fue lo que sucedió.

La noche del 22 de julio de 2024 sobrevino el momento más terrorífico por el que Baruc atravesó desde que llegó a Ucrania. Seis meses habían pasado desde su vinculación como legionario en el ejército local. Plácidos veinticinco grados calentaban los campos de Sloviansk, una pequeña ciudad que, en 2014, fue el primer foco de tensión de la guerra que Rusia implantó en el óblast de Donetsk.
Aquella noche, mientras Baruc y sus compañeros de tropa esperaban que los rusos se aburrieran de atacarlos, ocurrió el milagro del silencio. De repente solo se escuchaba el viento. Diez, veinte, treinta minutos de absoluta paz. El líder dio la orden de empezar la retirada, no sin antes hacer la advertencia de que debían ser más sigilosos que la luna.
Baruc se desprendió del cadáver que mansamente lo acompañó en la línea de trinchera que le había tocado defender. Mientras caminaba sus compañeros pasaban y le tocaban el hombro en señal de felicitación por la proeza que había alcanzado en el siempre difícil combate cuerpo a cuerpo.
Sin aviso, un enjambre de moscos empezó a acercarse. Eran tantos que no se podían contar. Viraban hacia ellos con balística rapidez. Los drones, cargados de explosivos, excitaban los ánimos de la infantería que corría, loca de vértigo, sin dirección. Para las cámaras, los hombres eran solo cascos movibles, sobre una tierra lacerada, que se visualizaban desde el aire.
Baruc sabía que los drones no solo llevan el color de la noche, sino que también la hacen cuando sueltan sus frutos mortales. Corría lo que podía pese a los catorce kilogramos que cargaba entre vestimenta, equipaje y armamento. Sus compañeros habían cambiado el ¡héroe! ¡héroe! ¡héroe! por un espeluznante ¡dron! ¡dron! ¡dron! que no tardó en convertirse en un ensordecedor ¡bum!
Baruc se acercó al cielo diez metros y, al caer, una extraña liviandad en su cuerpo le avisó que le faltaban las dos piernas. En la tarea de esquivar los drones Baruc se había metido en un campo minado. El dolor brotó como un demonio y se posesionó sobre su aturdida conciencia. Un compañero ucraniano lo aguantó y, cuando las lluvias de granadas que largaban los drones se lo permitían, empezó a arrastrarlo: de matorral en matorral.
—¡Kill me! —le gritaba Baruc.
—¡No! —respondía el compañero.
—¡Kill me hijueputa que no aguanto!
—¡No!
El compañero pedía desesperadamente un helicóptero, pero no lo enviaban porque la ubicación estaba acorralada por los rusos. En uno de los matorrales, el compañero se quedó con Baruc y, como pudo, le organizó un par de torniquetes, uno por cada extremidad perdida.
Los drones seguían planeando, amenazantes, contra el viento, en favor del viento, cuarteando el viento. El ronroneo era una larga y encadenada resonancia de muerte. Baruc se desvanecía, perdía el conocimiento, sentía que se iba. Pero la voz de su compañero lo regresaba a la sombría espiral de realidad.
—¡Resist!
—Kill me.
—Pray to god —le repetía el compañero.
Así como llegó, el enjambre desapareció. El lugar del “accidente”, como lo llama Baruc, había quedado 300 metros atrás. Una camioneta llegó y lo último que Baruc recuerda, además de gritos en un idioma irreconocible, es una jeringa atiborrada de morfina atravesando la debilidad de su espalda.
—Si devolviera el tiempo, sin duda volvería a hacerlo. Tengo veintiún años y ya soy un veterano de guerra. Odio a los rusos. Son malos. Hacen cosas horribles con los prisioneros. Los capan y vivos los ponen en las orugas de los tanques para aplastarlos. Acá me van a indemnizar, pero la verdad es que la plata no me importa. Quiero recuperarme rápido, que me entreguen mis prótesis y volver al frente. Disparar es una sensación que no puedo describir. Sí tengo traumas, claro, sobre todo con el sonido de los drones o con caminar por campos abiertos, pero bueno: son gajes del oficio. De Colombia extraño el plátano, maduro o en patacón, pero me siento más patriota frente a la bandera ucraniana.

rehabilitación para militares y civiles heridos durante la guerra. Foto: Dahian Cifuentes
V. Cherkasy
A Táras Shevchenko le dicen el poeta de la liberación. Y también, dicen, es el fundador de la literatura moderna ucraniana. Testamento es quizás su poema más famoso. Fue escrito el 25 de diciembre de 1845, en la ciudad de Pereyáslav. Hoy sus versos siguen plasmando puntualmente la lucha ucraniana:
Cuando muera, entiérrenme / en una tumba / en medio de la planicie inmensa / de mi Ucrania querida, / para que vea los campos dorados, / y el Dniéper, de corrientes abruptas / que oigo mugir. / Cuando lleve desde Ucrania / al mar azul adentro / la sangre enemiga… entonces / abandonaré los campos y los montes, / todo lo dejaré, e iré / hasta el mismo Dios / a rezar… ante aquel / Dios que no conozco / entiérrenme y álcense, / rompan las cadenas / y con la feroz sangre enemiga / rocíen nuestra libertad. / Y a mí, en la familia grande, / en la familia libre y nueva, / no olviden recordarme / con palabras dulces y buenas.
Táras Shevchenko nació el 9 de marzo de 1814 en Móryntsi, un pequeño pueblo ubicado a cien kilómetros al oeste de Cherkasy. Todo en la ciudad tiene que ver con su figura: parques, edificios, escuelas, bibliotecas, cafés, llevan su nombre, y su rostro forma parte del erario simbólico y cultural de la ciudad. Es domingo y en una plaza custodiada por una estatua suya se desarrolla una manifestación en favor de los prisioneros de guerra ucranianos.

Cifuentes
Todos los domingos a las doce del mediodía en los centros de pueblos y ciudades de todo el país se eleva la voz para pedir la liberación o por lo menos la información vital de miles de soldados ucranianos que, se sabe, fueron apresados por el ejército ruso. En Cherkasy la manifestación congrega unas dos mil personas. Todas llevan banderas ucranianas, fotografías de familiares o amigos desaparecidos y mensajes de libertad. Decenas de vehículos militares dan vueltas a la plaza. La población civil se rompe la garganta gritando ordenadas consignas y cada auto que pasa aumenta la excitación con su bocina.
Natalia Kozel, de 46 años, lleva una bandera con dos fotografías. A la izquierda está su esposo que fue capturado en la defensa de la ciudad de Mariúpol en abril de 2022. La última vez que supo de él fue en noviembre de 2023 y, desde entonces, le perdió el rastro. A la derecha está Igor, su hijo mayor, desaparecido en agosto de 2023 en la región del Donbás: Queremos que nos escuchen y que se lleven a cabo acciones para que todos los prisioneros sean liberados. Tengo la esperanza de volver a verlos, dice, con su rostro sitiado por lágrimas.
Eugenia Zelenko, de 29 años, asiste a la manifestación todas las semanas. Denuncia la desaparición de su esposo ocurrida el 17 de mayo de 2023 en un frente oriental. Desde ese día no sabe nada de su paradero y, con su hija de cuatro años, esperan que esposo y padre regrese a casa sano y salvo. Lamenta el silencio de los altos mandos ucranianos con respecto a la situación de los prisioneros y los desaparecidos. Eugenia se abraza con otras mujeres y termina: la pérdida es un dolor compartido.

políticos de la guerra el domingo 10 de noviembre de 2024 en la plaza Táras Shevchenko. Cherkasy,
Ucrania. Foto: Dahian Cifuentes
Un dolor compartido que, según la Organización de voluntarios para la defensa aérea de Cherkasy, solo se puede soportar con unión y lucha. La oficina central de la Organización se encuentra en la parte trasera de una ferretería, sobre la calle Smilianska, pero el campo de acción se multiplica a lo largo y ancho de toda la ciudad.
Desde 2014 se dedican a monitorear y proteger los cielos de Cherkasy de la siempre latente posibilidad de bombardeos rusos. Aunque todos los voluntarios trabajan para la Organización en su tiempo libre, la custodia nunca está abandonada y eso ha permitido el éxito de su labor derribando centenares de drones, cohetes y misiles en los últimos dos años, usando armas tan rudimentarias como rifles de caza o vieja artillería soviética.
Cherkasy se encuentra ubicada en el corazón de Ucrania. Un punto geográfico por el que pasan el 70% de las amenazas aéreas que ingresan al país, además de una zona pletórica en producción agrícola que, según la Organización, es importante defender porque funciona como despensa alimentaria para el país. El enemigo no nos va a echar de nuestra tierra, no vamos a ceder lo que nos pertenece, seguiremos peleando, repiten una y otra vez.
Táras Shevchenko fue encarcelado por el imperio ruso debido a su participación en movimientos independentistas. Murió en el exilio, en San Petersburgo, el 10 de marzo de 1861. Su obra legitimó el idioma ucraniano como lengua de cultura y nunca dejó de cantarle a su pueblo, impulsando así a más escritores a escribir en ucraniano, hasta ese entonces considerado por muchos un simple dialecto del ruso.
Semanas antes de morir escribió:
Yo solo una casita pido / en este Edén donde he querido / y sobre un bajo cerro allí / junto al Dniéper sucumbir.

VI. Una guerra marica
Mi chapa es Sagitario. Soy de Kennedy, Bogotá, Colombia. Tengo 32 años. A Ucrania llegué en enero de este año (2024). Tengo dos hijas. A mi familia solo le notifiqué, no pedí opiniones de nada. Al principio me motivó el dinero. ¿En dónde se gana uno doce millones de pesos en Colombia? Todo esto empezó porque en los noticieros decían que había soldados colombianos en Ucrania y pues yo me puse a investigar por TikTok. Ahí veía gente que estaba acá y empecé a interactuar con ellos hasta que me botaron la ruta y listo, ahorré, me financié el viaje y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en Ternópil, con toda mi documentación matriculada en la Legión. De Bogotá salí a Madrid y de Madrid a Varsovia y de Varsovia me vine para Ucrania en bus. Yo presté el servicio militar en 2010, en Sogamoso, Boyacá, y después seguí como soldado profesional hasta 2015, en Larandia, Caquetá. De resto siempre he trabajado con temas de transporte: conduje taxis, mulas, camiones. El Ejército de Colombia gana en tácticas y combate urbano, pero en temas de artillería y tecnología acá está lo último en guarachas. En dos semanas ya estaba en posición y nunca tuve un entrenamiento de nada. Esa primera noche de trabajo sí la sufrí, me arrepentí de haberme venido tan lejos, sin mis hijas, pero solo fue esa vez, porque ya después me acostumbré e incluso hoy, si me vuelven a dar la oportunidad de entrar al frente, sin mente entro, porque ya me hace falta. La guerra es una cosa de costumbre. Conozco gente que se ha devuelto a Colombia jurando que no vuelve y en dos meses uno los ve otra vez por acá. Ahora hay muchos colombianos desaparecidos, lo cual significa que son finados. La gran mayoría son pelados nuevos. Esto que me pasó a mí de no tener mi pierna, de estar mocho, no es nada con respecto a otros casos. Por ejemplo, en un hospital conocí a un muchacho joven sin sus brazos y ciego. Yo no me acomplejo por este pedazo de pata que me falta. Los primeros días sí me dieron duro. Di con un buen comandante que fue el que me sacó del frente, arriesgando su vida. Eso sí, yo nunca tuve las agallas de mirarme la pierna. Yo sabía que estaba destrozada, pero no quería mirármela para no matarme psicológicamente. Yo estaba incapacitado. En combate unas esquirlas me habían alcanzado los ojos y el cuello y por eso me habían dado catorce días de incapacidad, pero yo soy una persona muy inquieta. A mí me toca estar haciendo algo. Entonces ya me desesperé y le dije al comandante que me dejara entrar. Y lo convencí. Entré al frente con tres compañeros, dos de ellos colombianos. Hicimos un búnker bien bonito y al tercer día, cosas de mi Dios, les dije a los muchachos como a las cinco de la tarde que se metieran al búnker, sentí ahí algo raro y los mandé a descansar. Como a los diez minutos me cayó la pepa encima. Es un milagro que yo esté contando el cuento, porque la pepa me cayó fue en la cabeza, pero rebotó y fue ya en la pierna que se estalló.

rehabilitación para militares y civiles heridos durante la guerra. Foto: Dahian Cifuentes
Ahí perdí el conocimiento y ya cuando me desperté estaba en un hospital. Eso acá lo atienden a uno muy bien, uno es el hijo bobo de este país, se desviven por atenderlo a uno a modo de agradecimiento por estar acá. Ya después en el quirófano los médicos se taparon la cara cuando me quitaron la venda y ahí me di cuenta que todo estaba mal. En el idioma de ellos, dijeron: amputación. Yo le decía al doctor que replanteara esa decisión, que yo podía mover casi todos los dedos del pie, pero él me dijo que no, que la pierna era irrecuperable. Entonces yo le dije que hiciera lo que tuviera que hacer y eso fue rapidísimo que me trajeron los documentos para que los firmara. Me metieron a cirugía y cuando desperté, dije: hijueputa, mi pierna, qué me hice, y me entró una depresión horrible. Me tuvieron dos días amarrado porque yo era de los que me desconectaba las sondas y todo eso. Pero por esos días se me apareció un angelito que me dijo que no estuviera así, que había gente peor, y me invitó a pasear por el hospital para mostrarme gente que estaba mal en serio, luchando por su vida. Ella fue la que me ayudó mucho a asimilar la pérdida de mi pierna. Ya se perdió esa hijueputa ¿qué puedo hacer? Seguir pa’lante, porque qué más. A mi hermana le avisé que estaba herido y después que me habían amputado. No había mucho más que contar. Por lo menos estando acá en recuperación me siguen pagando 120.000 grivnas (2.500 euros) mensuales. Y mi evolución ha sido tan satisfactoria que ya están fabricando mi prótesis. Cuando salga de aquí, me voy a poner a tramitar mi indemnización. Algunas personas me han dicho que lo que me pasó aplica para pensión, pero yo no creo, igual eso lo define la junta médica. Todo el dinero se lo mando a mi hermana y ella se lo da a mis hijas y lo que sobra le digo que lo ahorre. A estas alturas ya el dinero pues no me sirve para nada. Eso lo aprendí en el hospital cuando yo veía mi cuenta bancaria con un montón de plata y no podía hacer nada con eso porque no podía salir. El dinero no sirve para nada. Acá yo botado solo, lejos de mi país, sin nadie que me visite. Eso acá como llega gente, se va, si es que no se muere. Pero están más rígidos ahora porque había mucha gente que venía, se aburría o le daba miedo y renunciaba. Entonces nada, ahora los contratos se firman y se cumplen y quien incumpla pues le meten delito de deserción. Si a uno lo matan, por contrato le dan como mil quinientos millones de pesos colombianos (350.000 euros), pero ojo, solo si el cuerpo se recupera y, también, si algún familiar viene a hacer los trámites. O sea, ellos no van a ir a Bogotá a decirle a la familia fulanito se murió y tome la indemnización. Eso es todo un papeleo. El tema de las desapariciones es muy complejo. Aquí queda mucho cuerpo regado en el frente de batalla. Aquí han muerto tranquilamente unos mil colombianos y creo que me quedo corto. Hay batallones que están conformados solo por colombianos, que era en el que yo estaba: batallón Carpás. La guerra es un negocio. Hay batallones donde no le pagan a la gente. Antes de que yo perdiera la pierna, en un tiroteo, yo me bajé varios rusos. Cuando ya vi que el lugar donde estaban muertos estaba tranquilo, volví para recuperar una ametralladora. Cuando entré descubrí que un compañero mío ucraniano había muerto. Yo me paré ahí, solo, frente a todos esos cuerpos y pensaba, esto es una guerra marica, tanto los rusos como el ucraniano tienen familias que aún no saben que están muertos y cuando lo sepan van a sufrir igual. Es absurdo. Me sensibilicé bastante, pero, bueno, me eché la bendición, agarré la ametralladora y me fui. Es una guerra en la que todas las partes pierden. Mi hermana sabía que cada vez que yo me iba a misión eran cinco o seis días en los que yo no existía, pero si esos días se convertían en ocho era porque algo me había pasado. El miedo para mí es adrenalina: es ganas de avanzar más. Miedo también me da es volver a Colombia, a la vida civil, porque no sé qué pasaría si en la calle me buscan un problema. Me siento muy violento. Soy un legionario, no un mercenario. Los legionarios trabajamos para el ejército de un país, mientras que los mercenarios trabajan para ejércitos privados. Es una falta de respeto que afuera nos digan mercenarios, cuando aquí somos ídolos.

Cifuentes
VII. Poltava
En la carrera por la violencia desenfrenada solo ganan los símbolos. La humanidad siempre queda reducida al dolor. La guerra no solo es un diccionario que se imprime en los huesos de sus muertos, sino también un frenesí de imágenes oprobiosas y sin rumbo en la conciencia de los vivos.
El 3 de septiembre de 2024 a las 9:08 de la mañana un misil balístico ruso atacó el Instituto Militar de Telecomunicaciones y Tecnologías de la Información. Un minuto después, otro misil cayó sobre un hospital civil. La tierra se estremeció.
La ciudad, de 300.000 mil habitantes y ubicada en el centro este del país, es reconocida por que allí nacieron figuras importantes de la cultura ucraniana como el escritor Iván Kotlyarevsky (1769-1838) y el estadista y militar Simon Petliura (1879-1926). Aunque en épocas distintas, ambos estuvieron vinculados al desarrollo y a la divulgación del pensamiento político e ideológico del país con amplios designios guerreristas, nacionalistas e independentistas.
La ciudad era una de los pocas del país que no había sido atacada. Esa mañana, alrededor de las edificaciones impactadas lo de menos eran los amplios daños materiales. La desolación se clavó como la mancha más atroz en la memoria de sus habitantes. El intervalo entre la activación de las alarmas antiaéreas y la llegada de los misiles fue los suficientemente breve como para permitir que la gente llegara con seguridad a los sótanos y búnkeres dispuestos para la protección.
El balance oficial final fue de 59 personas muertas y otras 328 heridas. Este, sin duda, después de las matanzas de Irpin y Bucha, ha sido uno de los golpes más dolorosos que recibió Ucrania desde el inicio de la invasión, o por lo menos eso piensa Anna Vinnik, de 31 años, paramédica de la ciudad que ese día atendió la catástrofe.
—Los incendios no permitían que evacuáramos a los vivos. De repente, en medio del desastre, un techo se cayó y el silencio se apoderó de un espacio que antes era gobernado por gritos de socorro. Vi cuerpos desmembrados y aplastados. La mezcla de polvo y miedo me dejó una sensación de ahogo que todavía no puedo quitarme de encima. Tampoco puedo mirar al cielo, siento que es mejor huirle para que no me caiga nada encima. Los responsables de cosas así siempre son anónimos, pero las víctimas no, ellas siempre tienen nombre propio. Decretaron tres días de duelo, pero el dolor será eterno, dice, mientras observa las ruinas del Instituto Militar.
—¿Entre los muertos o heridos sabes si había alguna persona de Colombia?
—No, hasta donde sé todos eran ucranianos, o por lo menos yo no atendí a ningún extranjero, pero sí amigos que están en el ejército me han contado de soldados colombianos que han muerto.
—¿Qué te contaron?
—Nada importante más allá de que murieron y que eran buenos y bravos.

de noviembre de 2024. Allí funcionan las oficinas de Kharkiv Media Hub, una plataforma que
apoya a los medios de comunicación ucranianos y extranjeros en Kharkiv, la segunda ciudad
más poblada de Ucrania. Foto: Dahian Cifuentes
VIII. Un Tiktoker
En TikTok El Árabe tiene 27 mil seguidores. Su chapa fue una cuestión de azar: un comandante le dijo que tenía rasgos de árabe y, después de mirarse al espejo, decidió dejarse crecer la barba. Dos semanas después, efectivamente, parecía más un afgano o iraquí y ya no un colombiano oriundo de las montañas del Eje Cafetero.
Los videos que sube tienen que ver con su experiencia como legionario en Ucrania y no escapan de polémicas: le dicen reclutador, pero también héroe. Lo señalan de inconsciente a la par que le demuestran admiración. Violento, asesino. Salvador, titán. De cualquier manera, el Árabe asegura que no vino a Ucrania a atacar a nadie, sino a defender todo lo que sea susceptible de ser defendido.
La primera operación en la que participó el Árabe fue en Chernobyl. Afirma que todo era muy tranquilo, tanto, que le temía más a la radiactividad que a la guerra. Pese a esa primigenia sensación, en el trascurso de un par de días vio morir a dos compañeros víctimas de minas antipersona. A aquella primera misión entraron cincuenta compañeros. Veinticinco se retiraron al cabo del primer mes. Trece se fueron a otra unidad, de los cuales después le llegaron noticias de que solo habían sobrevivido dos. De los doce que quedaban ocho perdieron la vida y, a hoy, solo cuatro están vivos: en diciembre de 2023 había unos 2.000 colombianos activos en esta guerra, pero en marzo de 2024 ese número subió a 3.000. Casi todos se encuentran combatiendo en la región del Donbás, la carnicería más grande de Europa, dice.

Ucrania. Foto: Dahian Cifuentes
El 8 de julio de 2024, en esa misma región que el Árabe llama “la carnicería más grande de Europa”, fue el día más intenso de la guerra para él. Eran cinco compañeros, divididos en dos trincheras. Dos rusos intentaron entrar en la posición protegidos por drones kamikazes dispuestos a reventar todo lo que oliera a Ucrania. El Árabe y sus compañeros permanecían inmóviles, esperando el momento justo para levantarse a embestir. Llegaron tres rusos más. Los drones kamikazes son los más temidos porque no te sueltan ningún explosivo, sino que van directamente a chocar contra ti, cuenta.
Eran las 5 p.m. y la luz del sol imponía una claridad fragosa. La humedad al 80%. Treinta y cinco grados a la sombra. Compañeros ucranianos a lo lejos perciben el peligro del grupo del Árabe y empiezan a disparar contra los rusos. Los drones intensifican el vuelo sobre las cabezas. El tiroteo se desata. En veinte minutos se acaba la mayor parte de la munición. El pensamiento, rápido como un misil, se activa. Tres de los compañeros del Árabe notifican estar levemente heridos. El Árabe quiere socorrerlos, pero cambiarse de trinchera significa un suicidio.
Solo, en su línea, intenta guarecerse de la cacería de los drones. Se hunde en un lodazal hasta las rodillas y de la oscura ciénaga surge un torso en descomposición. El uniforme es ucraniano. El nauseabundo olor se le pega a las fauces como una señal de advertencia. Un dron ubica el casco del Árabe y le suelta una granada. El Árabe alcanza a correrse y la granada pega contra un montículo de tierra. Rebota y le cae en la pierna derecha, a la altura del fémur. Estalla.
El Árabe no pierde la conciencia, pero sí el sentido del oído. En la guerra la sordera es la primera antesala de la muerte. El Árabe les grita a sus compañeros que busquen la manera de salvar sus vidas. Ellos se niegan a abandonarlo. Con la pierna rota las posibilidades de supervivencia son nulas. El Árabe ya sabía que ese día se bajaban las cortinas de su vida. Sálvense ustedes, déjenme acá, les gritaba. La negativa se imponía como forma de apoyo. Una estupidez, pensaba el Árabe. Yo soy hombre muerto, si pueden correr: ¡sálvense!
De a poco, el Árabe iba recobrando el oído. El radio pedía informes. Estoy mal. Evacúen a los compañeros. No vengan por mí. Si vienen los matan, le decía a su comandante. El comandante, colombiano, le prometió que lo salvaría. El Árabe sabía que, lejos de ser una promesa falsa, era una promesa imposible. A menos de que el director de la película en la que estaba inmerso decidiera cortar con la escena porque no la consideraba demasiado verosímil.
El Árabe se desangra. Partes de su cuerpo de repente empiezan a doler y a sangrar. Esquirlas por aquí, esquirlas por allá. Hacerse el torniquete puede llegar a doler mucho más que un disparo. El Árabe grita por el radio: no entren por mí, voy a morir como elegí morir. Meses antes, cuando el Árabe y el comandante colombiano se conocieron en jornadas de entrenamiento que proponía el batallón, el Árabe le pidió expresamente: si caigo en combate, dejen mi cuerpo en el campo de batalla. No quiero honores, ni aquí, ni en Colombia.

Cifuentes
A las 11 p.m. el Árabe empezó a agonizar. Llevaba seis horas herido y todos los fármacos disponibles para el dolor agotados. Ratas corren por su pecho. Se le cuelan por la nuca y le fastidian la espalda. La tierra negra le cubre el rostro y su pierna herida está encharcada por una mezcla de sangre y fango. Las ráfagas de metralla pasan a menos de un metro de su cabeza y las balas son fríos silbidos que le aligeran la respiración. El dolor de la herida resulta más soportable que el torniquete que él mismo se hizo para atajar el desagüe sanguíneo. El Árabe pretende alargarse un poco más el desdibujado trozo de vida que le queda. Por momentos piensa que lo mejor que le puede pasar es que un dron kamikaze le aterrice en su agonizante coraje y lo saque de este mundo, pero después la conciencia se aparece con la fuerza de una escuadra de optimismo.
A la 1 a.m. tiene convulsiones. Pierde el control de los esfínteres. Vomita de forma espontánea. El comandante lo apoya por radio: voy a entrar, resista, voy a entrar, no es sino que baje la artillería y entro. El Árabe no responde. El ruido de los balbuceos es lo único que le hace saber al comandante que sigue vivo. Tiene que vivir, tiene que vivir, dice el comandante. A las 2 a.m. una segunda convulsión hace que el Árabe tome la decisión de suicidarse: me mato. Dice. Me mato, no voy a morir como un perro. No, Árabe, aguante, responde el comandante. Gracias por todo jefe… El Árabe empuña su fusil, no es él el que actúa. Por una parte, es el insoportable dolor en piloto automático, y, por la otra, la dignidad del guerrero.
Resista que entramos, Árabe, ya entramos. El Árabe se desmaya antes de poder suicidarse. Alrededor de las 3 a.m. vuelve a recuperar la conciencia. No sabe dónde está. No sabe qué pasa. El sentido de realidad está más atrancado que el campo de batalla. Intenta respirar con calma. A las 4 a.m. llega el comandante. Una granada estalla a dos metros de la trinchera, parte del cadáver que acompaña al Árabe le cae encima. El comandante se lo quita como si fuera una pestaña en su ojo: Árabe, perrito, acá estoy. Ya aguantó lo más no se me va a morir en lo menos.
El Árabe apenas puede mantener los ojos abiertos. El comandante lo arrastra como un costal por un kilómetro hasta una zona un poco más segura. Allí encuentra una carreta llena de leña: la leña al suelo, el Árabe arriba. Los drones revuelven el amanecer. Lo que queda de los árboles ayuda a despistarlos: vamos a salvarnos, Árabe, tengo una esquirla en el cuello, duele como un hijueputa, perrito, no se me duerma que ya salimos.
Al cabo de otro kilómetro por fin encuentran una camioneta-ambulancia. Las manos del Árabe están tiesas. Duelen más que la pierna. Morfina y sueño profundo. Al despertar, el Árabe no tenía la pierna, pero le dolía. Ese dolor fantasma era el peor dolor que había sentido en su vida. Enseguida recordó su hobby más amado: el montañismo, las caminatas por valles y montañas. Subir y bajar nevados. Eso lo motivó y, con la consternación florecida a la potencia mil, se prometió a sí mismo que volvería a sentir el placer de caminar.
—Manito, la experiencia ha sido excelente. La mejor de mis treintaiún años sobre esta tierra.
El TikTok del Árabe estalla con su exitosa recuperación.
IX. Járkiv

Saltivka, en Kharkiv. Se calcula que este ataque dejó unas ochocientas familias en situación de
desplazamiento. Es uno de los tantos barrios fantasma de la ciudad. Kharkiv, Ucrania. Foto: Dahian
Cifuentes
—Tranquilo, aquí suenan las alarmas todo el día y toda la noche. Hay ataques todo el tiempo. Ayer cayeron dos cohetes. Antier fueron misiles. Es así todo el tiempo. Es raro que no estalle algo. Pero no hay que tener miedo por eso. Yo llevo viviendo aquí ya dos años y medio y no me ha pasado nada. No hay de qué preocuparse. O yo no sé si es que esto se vuelve muy normal para uno, pero tranquilo que hay que estar muy de malas para que le caiga un bicho de esos precisamente a uno.
Escorpión, caleño de cuarenta y tres años y padre de dos hijas, ha puesto su aguijón en muchas guerras. Como muchos legionarios colombianos en Ucrania, la primera, la que lo bautizó, fue la de su país.
—Más de setenta años matándonos entre nosotros pues algo enseña ¿no? Alguna idea tenemos de esto.
En una pequeña estación de servicio a las afueras del hospital de neurocirugía número 17 de la ciudad de Járkiv, la segunda urbe de Ucrania, situada a 25 kilómetros de la frontera con Rusia, Escorpión, hombre corpulento, al que le faltaron pocos centímetros para superar los dos metros de altura, pide un cappuccino y se sienta en una silla que le permite ver todo el lugar. Cada persona que entra es observada rápida, pero minuciosamente. Su mirada es un escáner y su voz suave como la de un padre que le hace mimos a su pequeño hijo.
—Los conflictos del mundo son ofertas laborales para nosotros.

Cifuentes
Llegó a Ucrania el 12 de marzo de 2022, días antes de que la guerra cumpliera un mes. En su querida Cali trabajaba modestamente en el área de mantenimiento de un reconocido centro comercial. En ese momento ya tenía incubada la idea de irse de Colombia y el destino que más le seducía era Noruega. Se imaginaba a sí mismo trabajando en el campo, cuidando ovejas o fincas. Una vida apacible, fuera del desenfreno de las ciudades.
—En Colombia no me aguantaba a los policías ni a los agentes de tránsito. Son corruptos, no respetan nada, se creen superiores. No son autoridades, sino perseguidores. Eso me tenía aburrido.
Sagradamente a la una de la tarde de lunes a viernes estaba sentado en la cafetería para empleados del centro comercial. Ponía a calentar su almuerzo, comía y, en silencio, seguía el noticiero hasta las 2 de la tarde. El 24 de febrero de 2022 todo cambió para él. No pudo terminar su almuerzo. Las imágenes del televisor lo indignaron.
—Vi cómo los rusos disparaban contra civiles. Recuerdo puntualmente las imágenes de niños y ancianos intentando huir de ellos. Eso me descompuso. Ahí tomé la decisión.
Para Escorpión era una cuestión que se reducía a simplemente hacerlo. Nada lo amarraba a Cali. Sus hijas, ya grandes, lo abrazaron, le desearon buen viaje y le pidieron que se mantuviera en contacto.
—Ellas ya saben que esto es lo mío y lo respetan. Además, me dio mucha confianza cuando escuché al presidente Zelenski decir que recibiría con los brazos abiertos a todo el que quisiera ayudar a Ucrania.
Por experiencia, Escorpión, tampoco se quedaba corto. Primero fue soldado profesional del ejército de Colombia entre 1999 y 2007. Después, de 2007 a 2009, pasó a engrosar las Autodefensas Unidas de Colombia, organización en la que llegó al grado de comandante del bloque norte. De allí saltó a trabajar en la guerra de Afganistán de 2011 a 2012 y después, desde 2013 hasta 2021, se desempeñó como seguridad de un renombrado narcotraficante.
—Lo mío nunca ha sido luchar contra el pueblo. Yo estoy es en contra de los bandidos. De la gente que hace el mal. Cuando fui comandante, mis muchachos y yo nos dedicábamos a pelear contra la guerrilla, pero nunca nada de limpiezas sociales, ni seguimientos a civiles ni cosas de esas.
La experiencia en Colombia era algo que él llevaba como una bandera personal hasta que surgió la posibilidad de ir a Afganistán. País del cual salió herido, con quemaduras de segundo y tercer grado en la mitad de su cuerpo. La guerra en Colombia es una guerra que se queda corta en relación a los grandes conflictos internacionales, donde sí realmente, quienes participan, reciben el entrenamiento propio para convertirse en máquinas bélicas. La rapidez, física y mental, y la serenidad, incluso frente a los vacíos más insondables, son rasgos esenciales no de un buen soldado, sino del mejor. La agresividad no tiene nada que ver con la bravura o la violencia, sino con el valor y la prudencia.
—En Colombia el entrenamiento tiene mucho que ver con el odio al adversario. En este tipo de guerras, el entrenamiento que proporciona la OTAN, por ejemplo, hace del contrincante un ser digno y respetable. Y la guerra se hace así, con una cadena de códigos que no voy a decir que no se rompen, pero sí siempre están presentes.
Al llegar a Ucrania, lo que más le sorprendió fue el hecho de tener que pelear contra máquinas. Ya en Afganistán había experimentado con armamento y sistemas de transporte y comunicación de primer nivel, pero nunca se imaginó que, tan solo diez años después, tuviera que pararse a resistir y a eliminar perros robots, drones, vehículos sin chofer, navecitas que arrojan químicos letales y se van conducidas por alguien que está sentado, tranquilo, en el país de al lado. ¿Dónde están los humanos? se preguntaba.
—Si Colombia se decidiera y nos juntara solo a 1.500 hombres de los muchos que hemos luchado en otras guerras, yo puedo garantizar que limpiamos el país de la guerrilla en un par de meses.

Cifuentes
Escorpión es uno de los colombianos con más tiempo en el ejército ucraniano. Muestra una foto en la que aparecen todas y cada una de sus insignias y medallas. Una docena de condecoraciones que lo acreditan para poder convertirse en comandante, pero a él eso no le interesa. Con su experiencia en las Autodefensas, descubrió que no le gusta dar órdenes ni lidiar con novatos.
—La guerra que Rusia desató aquí es una guerra de una potencia contra un país pobre. Son muchos mis amigos muertos, pero la realidad es que una vez se cruza la primera línea del frente y se llega a la cero uno está más muerto que vivo. En la línea cero todos somos fantasmas.
Son las cinco de la tarde. Las alarmas antiaéreas de la ciudad suenan por primera vez desde el mediodía. Esta vez duran apenas treinta minutos. Durante la mañana habían sonado un par de horas de forma ininterrumpida. Treinta minutos es algo sumamente sosegado para una ciudad que está rota en un 40%, en constante amenaza de bombardeo y de la cual han huido más de un millón de personas, la mitad de su población en 2021.
—Acá caen bombas, misiles, morteros, drones todo el tiempo, en un hospital, en un colegio, en un restaurante, en un edificio familiar, en un cuartel, ya uno aprende a vivir con eso. A mí me parece muy bonito salir a caminar por un parque y ver a una madre jugar con sus hijos. No es que no pase nada, sino que la gente tiene que seguir con su vida como pueda.
Járkiv es una ciudad que reza en voz baja. Un lugar en el mundo en el que se escuchan ambulancias todo el tiempo. En el que pasan a toda velocidad convoyes militares henchidos de armamento de película. Una ciudad en la que la mitad de los hombres que la caminan van vestidos con camuflados. Un lugar en el que se escuchan detonaciones de artillería pesada que, aunque lejanas, marcan el primer aliento de la boca de ese infierno que es la frontera.
—Estoy recuperándome, con paciencia, para poder volver al frente. Yo pertenezco a las fuerzas especiales de asalto. Somos pocos, pero eficientes. Corremos el triple del riesgo que los soldados convencionales. De hecho, entre otras cosas, nosotros estamos para salvarlos a ellos cuando están de rusos hasta el cuello.
Escorpión muestra en su tableta personal las fotografías de la lesión que, el 31 de octubre de 2022, lo sacó por primera vez de la guerra: entre el hombro y el codo, en todo el centro del brazo, de forma perfecta se ve una circunferencia de ocho centímetros de diámetro. Por entre la carne viva se alcanza a ver al otro lado. Un proyectil lo traspasó. Un hueco sin fondo que ya ha sido tapizado. En agosto de 2023 también sufrió lesiones en sus piernas por heridas de fusil y de las esquirlas que se han incrustado en todo su cuerpo ya perdió la cuenta. Este año, por falta de cuidado, el brazo le volvió a molestar. Un par de cirugías, espera, se lo dejen nítido.
—En Andriivka, localidad del óblast de Járkiv, estuve toda una noche en una trinchera con los rusos a cien metros. Todos mis compañeros murieron y mi única compañía eran ratas que se movían, ansiosas, buscando un pedazo de carne humana. Esa adrenalina es indescriptible. La guerra es ir al infierno y volver, es así, pero acá llegan muchos locos y bobos creyendo que van a protagonizar una película.

Ruinas exteriores de la escuela número 134 atacada el 27 de febrero de 2022. Kharkiv, Ucrania. Foto:
Dahian Cifuentes
Escorpión ha estado en algunas de las zonas más complejas del conflicto: Bajmut, Chasiv Yar, Toretsk, Kramatorsk, Kupiansk, Prokrovsk. Ciudades que hoy están completamente destruidas, pueblos que son cementerios, localidades enteras arrasadas por la pólvora. En su tableta las fotografías y los videos hechos por él mismo no saben mentir. Por momentos la galería parece un estudio de morgue, también pasa por posibles tapas de álbumes de black metal extremo, hasta episodios dignos de páginas gore. Lo que muestra son imágenes de sus múltiples descensos a la oscuridad más furtiva del alma humana.
—No quiero que mis paisanos vengan. Es preferible que se busquen otra vida. Aquí hay mucho infiltrado ruso que envía información sobre nosotros y los tentáculos de ellos pueden llegar a cualquier lugar, no es que uno se va y ya dejó esto atrás. Somos enemigos de Rusia. Ni si quiera nos quieren prisioneros. Nos quieren muertos, porque les molesta que vengamos a esta guerra. Pero ellos también tienen colombianos y latinoamericanos en sus trincheras, sé de cubanos y venezolanos. También he escuchado que les pagan muchísimo mejor que a nosotros, pero bueno, allá ellos que están del lado equivocado.
—¿A qué le teme Escorpión?
—A la invalidez.
—¿Volverá a Colombia?
—No. ¿A qué? Ya me quedo por acá. Estoy de novio con una ucraniana que es paramédica y lucha en el sur, por Odessa. Acá mi ciudadanía si no me la de este apoyo que le estoy brindando al país, seguro me llega cuando me case con ella.

X. El ángel de Cloe
De alguna manera Cloe puede decir que, sin haber muerto, pertenece al club de los 27. A sus veintisiete años la vida le dio las vueltas que nunca imaginó. De chica, en Garagoa, Boyacá, soñaba con el mundo de las motos. Quería manejarlas, tenerlas, arreglarlas, hacerlas rugir. Su corazón era una especie de motor cuyo único anhelo era el de la velocidad.
Y fue esa pasión la que le transmitió a su pequeña hija Cloe, que murió a sus tempranos cuatro años después de batallar contra un cáncer. Cloe hija era un referente de la lucha que miles de niños y niñas libran contra el cáncer en Bogotá, y no solo eso, sino también una figura muy reconocida de la cultura motera de la ciudad.
Cuando Cloe hija murió, en enero de 2024, Cloe madre supo que tenía que hacer algo con su vida, si no quería entregársela a un accidente de tránsito o, directamente, al suicidio. Trabajaba como guarda de seguridad y un exjefe suyo, que había renunciado sin explicación alguna, empezó a publicar en TikTok sus andanzas por Ucrania. Con esos videos, Cloe se acordó de otra cosa que le gustaba tanto como las motos: el mundo militar.
Muerta en vida, sin más ánimos que los que podía sacar del fondo de la fosa en la que se había convertido su existencia, Cloe empezó a interactuar con su exjefe, hasta que un día le dijo: Me quiero ir para allá. El exjefe le prometió que, aun sabiendo que lo más probable era que no, preguntaría si en la unidad estaban interesados en recibir una mujer. Al día siguiente ya había una respuesta: ¿y qué experiencia tiene la candidata?
El exjefe le explicó a Cloe que la guerra entre Ucrania y Rusia es la guerra de los drones y que un curso certificado en esa materia le serviría mucho para ser tenida en cuenta. En breve Cloe ya estaba tomando un curso de pilotaje de aeronaves no tripuladas que duraba dos meses en la Aeronáutica Civil y, tan decidida a todo como estaba, averiguó el día de la graduación no solo para obligarse a ser la mejor del curso, sino para ese mismo día comprar su tiquete con destino a Madrid.
Como la gran mayoría de legionarios internacionales, Cloe entró a Ucrania desde Varsovia y llegó a Ternópil. Tres meses habían pasado desde la muerte de su hija. No iba a ser fácil el entrenamiento, pero ella lo asumió con esfuerzo y valentía. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Todo salió bien, excepto la prueba de barras. Ni con largas jornadas en el gimnasio ni con instrucción de boxeo podía sacar la fuerza que sus brazos necesitaban para hacer seis barras. El exjefe le dijo que en el momento de la prueba se rompiera el coraje para demostrarle al preceptor que ella sí era apta para la guerra. Aceptada.

misiles balísticos el 8 de noviembre de 2024. Kharkiv, Ucrania. Foto: Dahian Cifuentes
Cuarto batallón de la legión. Lo componían sesenta personas. Cincuenta y ocho hombres, una mujer transgénero y Cloe. Le habían dicho que la dormida y la comida eran duras, pero Cloe, después de acompañar los últimos meses de vida de su hija, no solo venía habituada a la precariedad de las dietas de hospital sino también a largas jornadas de insomnio. Lo que sí le dio duro fue el asunto de la limpieza. Le daban dos botellas diarias de agua potable y ella solo usaba una para saciar la sed, mientras la otra la usaba, a escondidas, para asearse. Le impactó la suciedad en la que vivían los militares, pero no la inexistente infraestructura para alojar mujeres. Era la única y no iban a cambiar nada por ella.
En el batallón conoció soldados de Colombia, Panamá, Brasil, Australia, Canadá e Italia. La primera misión consistió en ir a cubrir una posición en la ribera del río Oskil, en la frontera nororiental entre Ucrania y Rusia. Para el dinero que ganaba en Colombia como guarda de seguridad su salario de 20.000 grivnas (600 euros) no estaba nada mal. Sí esperaba un poco más, pero lo que más le entusiasmaba era la experiencia y, naturalmente, dejar bien en alto el nombre de su hija.
Cuando llegó al frente, uno de los más violentos de la guerra, a Cloe no le preocupaba tanto la artillería, sino más bien que no la dejaran sola en medio de esa oscuridad. Iba con su carabina M4 y un compañero colombiano. Los cañones repiqueteaban de lado y lado del río. Llegaron a la posición y todos eran ucranianos. No lograron entenderse, pero las señas hicieron lo suyo. Debían ayudar a cuidar un radio de aproximadamente ocho kilómetros. Su compañero llevaba un mapa que tenía dibujados a mano un río chueco y algunos garabatos que ella interpretó como árboles y montes. Hasta ese momento la supuesta tecnología de la guerra era, para ella, una cosa mitológica.
Lo que más recuerda Cloe de esa noche es la alocución ¡dron! seguida de ¡al suelo! Una fórmula que se repitió cientos de veces. También el olor a muerto y una cabeza calcinada puesta sobre lo que había sido una hoguera. El miedo a estar sola en esa oscuridad fue cambiando hasta estacionarse en el pánico a las minas antipersona. Vio estallar una muy cerca y escuchó los gritos de pavor de la víctima. En la medianoche las únicas luces posibles eran las estelas de las ráfagas. Varias veces cayó y cada vez era más difícil ponerse en pie tanto por el pesado equipaje, como por el temblor de las piernas.

¡Viva Ucrania! gritaba su compañero cuando pasaban por las trincheras amigas. Nadie le respondía. Los tiros se cruzaban a granel entre los quemados bosques como expresiones geométricas, indiferentes y crueles para con los soldados. Una casa campesina mostraba sus cimientos rojos y humeantes. El fuego ya la había consumido. Un soldado pide ayuda. Cloe intenta detenerse, pero su compañero la empuja. A un par de metros, Cloe puede ver los ojos torcidos del soldado, de los cuales salen, como lágrimas, hilos de sangre negra. Alrededor camionetas incineradas, rígidas y frías, bajo el estremecimiento de las estrellas, el mismo estremecimiento que el cuerpo de Cloe experimentaba.
A veces querían ser condescendientes con Cloe, pero ella quería igualdad de condiciones. Si tocaba cargar, cargaba. Cavar, cavaba. Caminar, caminaba. Morir, moría. Las contemplaciones por ser mujer se le presentaban como formas de inutilización. Un misil le pasó muy cerca de las piernas. Quedó helada. En la guerra un movimiento en falso es el fin. Un fin que no le importa ni siquiera a quien lo sufre, porque todo es tan veloz que no hay conciencia de nada. Cuando vio la primera luz del día, Cloe sintió que amanecía en su vida. Su objetivo de viaje estaba cumplido: regresar a la vida, así fuera entre la muerte.
Cloe sube cada cosa que hace o deja de hacer a su TikTok. Su larga y lacia cabellera roja no solo es tendencia en esa red social, sino también en el frente de batalla. Siempre lleva sus aretes y anillos con ella y solo se los quita para entrar al frente. Un comandante le cuestionó un día su obsesión por estar maquillada, a lo que ella respondió: Si una va a morir, pues por lo menos que sea linda.
—De aquí no me voy sin mi carnet de veterana y por lo menos con una medalla, así eso no me sirva para nada. A pesar de tanta locura y dolor, aquí en Ucrania yo encontré la paz. Si mañana falto, es porque me fui feliz a reencontrarme con mi ángel en el cielo.
XI. Ternópil
Dos soldados intentan decir algo con la nada que cargan a cuestas, una nada que también es un todo cuando se estacionan en sus memorias inmediatas. Sus voces son serenas. Sus ojos glaciales.
Conversan sobre el presente que, en una guerra, es una cosa que siempre está empezando, al mismo tiempo que nunca acaba. Zorro, de 44 años, nacido en Granada, España y comandante del segundo pelotón de la compañía Alfa, y Papurri, de 24 años, nacido en Cúcuta, Colombia.
Zorro: Es mi segunda vez en esta guerra, antes, en 2022, estuve ocho meses. Ahora volví porque es algo que el cuerpo y la mente me pedían. Al hablar español soy un contacto clave con los legionarios latinoamericanos que vienen.
Papurri: Yo llevo ocho meses consecutivos, desde enero de este año, y desde entonces he visitado siete frentes, del este al oeste de Ucrania.
Zorro: Antes de todo esto fui tirador de carro de combate en España, después me fui a vivir a Australia, en donde pasé veinte años. En noviembre de 2021 ya sabía que la guerra en este país empezaría en cualquier momento. Efectivamente, en febrero empezó y me vine. Mi madre dice que estoy loco, pero mis amigos australianos dicen que soy un héroe.
Papurri: En Colombia trabajé seis años en el Inpec, entré a escuela a los diecisiete. Un primo mío estuvo acá y cuando volvió a Colombia me contó todo y me pareció fascinante, entonces decidí venirme. El peligro es lo mío.

Cifuentes
Zorro: Para estar en el frente se necesita un temperamento calmado. Perder la cabeza en situación de peligro solo acelera tu muerte. Todos los soldados aceptamos que lo más probable es morir en la guerra, y así todo es más fácil, porque si estás aquí con miedo de morir, ya estás muerto.
Papurri: Esto es una vocación, pero no tiene nada que ver con matar, sino con querer ayudar. A los legionarios que estamos peleando por Ucrania nos quieren mucho.
Zorro: La adrenalina es una cosa tremenda. Corres más, ves mejor, tienes una fuerza inigualable, tu olfato se potencializa, pero cuando desaparece, el cuerpo te pasa factura, te agarran dolores y ansiedades difíciles, pero eso es secundario cuando después te encuentras con el agradecimiento de la gente. Una vez una mujer pasó por mi lado y me tocó el hombro y me bendijo.
Papurri: La experiencia en el Inpec me curtió. Trabajé en muchas cárceles: La Picota, Bellavista, Palmaseca, Tramacúa, Palogordo, La Modelo. Esa es mi experiencia, no militar directamente, pero sí en fuerzas de seguridad. Aquí hay muchos colombianos peleando por Ucrania. Se vienen porque no hay solvencia económica en Colombia, por un millón y medio o dos millones de pesos arriesgan su vida allá. Nadie quiere morirse gratis.
Zorro: Lo peor que vi fue en 2022, en la ciudad de Bucha. Una masacre. Una fosa común con 400 personas, muchas mujeres, desnudas, violadas, niños pequeños con tiros de gracia en la cabeza, ejecuciones masivas de ancianos. Yo no estoy acá por la plata. Yo tengo pasaporte español y australiano. Puedo trabajar en algunas de las zonas más ricas del mundo, pero yo soy militar. Es como un cirujano que ha diseccionado muchos cadáveres para estudiar y aprenderse todo lo que necesita para ejercer su profesión, ya llega un momento en el que quiere medirse con un cuerpo vivo para ayudarlo o salvarlo y poner en práctica todos sus conocimientos. Los militares estamos hechos para la guerra, pero no podemos quedarnos acuartelados, estudiando combates pasados o soñando con futuros, tenemos formación para estar en las trincheras, detrás de la artillería, avanzando sobre territorios o recuperándolos. Amo este trabajo.
Papurri: En este ejército siento que valoran mis conocimientos. Acá escuchan las opiniones de los soldados y no solo los limitan a recibir órdenes. He visto morir buenas personas. Recuerdo compañeros de Perú, Argentina y Brasil. Nos unía el idioma y por eso nos volvimos amigos. Es muy doloroso entrar con alguien al frente y salir sin él. Pero bueno, ir al frente es una moneda al aire.
Zorro: Esta es una invasión a un país que no ha hecho nada para merecerla. Mucha gente perdiendo sus casas, gente muerta, desprotegida, crímenes de guerra, torturas. Lucho por lo que creo que está bien, aunque sé que mis adversarios lo hacen igual. Estamos todos en la misma: luchando por lo que creemos justo.

Papurri: A mí, en pueblos y ciudades, me han regalado cosas, toda gente desconocida: anillos, pañuelos, medallas. El respeto que nos tienen acá es una cosa grande.
Zorro: Los norcoreanos están mandando miles de efectivos para apoyar a Rusia. Desde que eso se supo hay un chiste: cuando los norcoreanos vean a los rusos muertos, ese día saben que comen carne. Ese país está muy mal, es muy opresivo, seguro muchos firmaron para poder salir y escaparse.
Papurri: Para enlistarse en el ejército ucraniano está la página de la Legión Internacional por la Defensa de Ucrania. Reciben gente desde los 18 hasta los 60 años. Gente que no tenga antecedentes penales. Hay un chat en español o inglés que le ayuda al interesado a empezar el proceso de alistamiento: se diligencia un formulario con los datos básicos, se pone la experiencia militar o con armamento, si se tiene. Se pone el contacto de un familiar y se escanea el pasaporte. Uno mismo se paga el viaje hasta acá, ellos no pagan nada sino desde el momento en el que se firma el contrato. Es un proceso independiente, de cada quien, y no tiene nada que ver Colombia. Lo que digo es que Colombia no envía a nadie a Ucrania. Es muy fácil: te ayudan con los papeles, te abren una cuenta de banco, ofrecen las unidades que hay disponibles, te entrenan un tiempo: dos, tres semanas, presentas pruebas físicas cero complicadas, todo esto en el cuarto batallón, después sales para la unidad que elegiste y listo: al frente.
Zorro: Yo tengo mucho respeto por la gente que viene aquí. Los soldados latinoamericanos son distintos a los europeos. Los latinos son más pellejo duro para guerrear, resuelven con las manos vacías, los americanos y los europeos son menos resistentes, piden comodidades, no te aguantan un día de hambre, mientras que un latino sigue adelante a pesar del cansancio o las condiciones adversas.
Papurri: Acá nadie está obligado. Cuando se mueren soldados latinos, los cuerpos que se encuentran pues se entierran aquí si nadie viene a buscarlos, que es lo que más pasa porque las familias no tienen plata para venir hasta acá y los que la tienen pues los detiene el miedo porque piensan que acá todo el país es un campo de batalla. Ya los que pueden venir, pues se llevan los cuerpos a sus países, pero esas escenas son muy dolorosas. Esa madre que recupera el cuerpo de su hijo, puede ser la mía recuperando mi cuerpo.
Zorro: Acá se trata de cuidar las vidas, cuando alguien muere ya fue, se intenta recuperar el cuerpo, pero si recuperarlo significa arriesgar otras vidas, hay que dejarlo ahí. Esta participación mía en esta guerra la hago, de alguna manera, para que mi padre, que ya murió, se sienta orgulloso de mí. Esa es mi motivación más personal. Tengo dos hijos, una niña de 18 y un niño de 16.
Papurri: La plata que gano acá la invierto toda en Colombia, soy fanático de las motos, tengo cuatro de alto cilindraje.
Zorro: El juguete que más me gustaría tener es un tanque M1 Abrams, para abrirle espacio a mis hombres y protegerlos. Acá esa dotación es para ucranianos, a nosotros no nos dan nada de eso. También me gusta la ametralladora alemana MG42. En la Segunda Guerra la apodaron la motosierra de Hitler y con esas fue que recibieron a los aliados cuando desembarcaron en Normandía. Tiene una cadencia de 1.800 disparos por minuto y he visto a muchos rusos correr cuando la escuchan. Es un arma que equivale a veinte hombres en combate.

Maidán, recuerdan, con nombre propio, a los caídos de la guerra con Rusia. Foto: Dahian Cifuentes
Papurri: Extraño poder hablar en español: entender y que me entiendan sin tanta cosa.
Zorro: En la plaza del Maidán, en el centro de Kiev, conocí a un hombre que hoy es mundialmente conocido. Se dedicaba a reclutar para esta causa. Ryan Routh es su nombre, y se hizo famoso porque intentó matar a Donald Trump en un campo de golf. Ese tío se veía normal. Intercambiábamos audios, tranquilos. Buen conversador. Un día me enteré de lo que había intentado hacer y bueno, eso pasa todo el tiempo, la gente que sobrevive a una guerra tiene que irse a luchar otra: la propia, la íntima, la de la mente, la del corazón. Somos militares y nuestra vida es el combate.
XII. Coda
La guerra es mirar la muerte a los ojos. Ver cómo la vida se va. Es sordera, aturdimiento, pesadillas, tristeza. En la línea cero del frente uno escucha hablar a los rusos. Escucha sus risas, sus gritos de dolor, sus oraciones. Aunque no se entienda el idioma, le dan ganas a uno de invitarlos a tomar tinto. Mi motivación para estar en la guerra no es la plata, sino el apoyo, el trabajo en equipo, la solidaridad. Lo que pasa con el ejército ucraniano es que no ha sido preparado para una guerra, no tiene planeación, es un ejército pobre, económica y estratégicamente. La mayoría son civiles y eso quiere decir que no tienen una ideología militar. Médicos, ingenieros, maestros, periodistas, chefs, campesinos, obreros. Mucha gente de a pie que no sabe ni cargar un fusil. Están obligados a la guerra porque es su país. Los rusos, en cambio, son muy buenos en tecnología, artillería, maniobra. Son la potencia. Esto es David contra Goliat. Pero le digo una cosa: la infantería es nuestra virtud. Físicamente los colombianos somos superiores. Cinco colombianos con un simple fusil, si la saben hacer, le pueden tomar cinco tanques. La guerra es una cosa de humanidad, la tecnología ayuda, claro, pero en el cuerpo a cuerpo y con la malicia que tenemos los colombianos ganamos. Esto no es un mensaje para que la gente se venga, porque si me piden un mensaje el mensaje es claro: ¡No vengan a Ucrania! Si un ruso agarra un soldado colombiano enseguida lo mata. Somos un encarte para ellos. No somos materia de intercambio para cuando el asunto acabe, como sí lo son los ucranianos o los gringos. Todas las noches sueño con mis compañeros muertos. Ellos me hablan. Y con el enemigo también sueño. Sueño que me atacan y me despierto para no dejarme. Yo sí guardo un peso en mi corazón. Muy al principio de todo esto les dije a algunas personas cómo era el tema para venirse a pelear por Ucrania y ya hoy no existen. Siento esa culpa.

Aquí pasan muchas cosas graves. Muchos cuerpos se los están comiendo los gatos, los perros, los chulos. Tiran bombas que incendian todo. O gases letales. Es como el día a día de un infierno. Ternópil es tranquilo, porque está cerca de Polonia, y entonces el enemigo no ataca esta ciudad porque donde se pase un misil a Polonia, paila, todo se jode. Acá están los centros de reclutamiento. Todos los días llegan decenas de personas de todo el mundo a incorporarse. Muchos colombianos. La cagada es que se vienen siguiendo cuentas de Tik Tok. Como si esto fuera un juego. No tengo nada contra los que hacen los videos, pero vivir una guerra no es ponerse un camuflado y sacarse fotos con las armas. Es una irrealidad lo que suben por esas redes sociales. Cuando se entra al terror es que se sabe quién es quién. Sí, se puede ganar mucho dinero, pero la verdad es que ningún billete compra la vida. Hay gente que les paga los vuelos a los que quieren venirse para acá, pero esos son los que cuando llegan enseguida son enviados a las zonas más complejas. La mayoría de gente seria que viene a ser legionario paga sus propios vuelos y no viene al frente ni por dinero ni por fama, sino por convicción. Estos dos países son hermanos. Eso dificulta el entendimiento de la guerra. Hay compañeros que quieren estar allá, pero están acá. Compañeros ucranianos que hablaban ruso y al revés. Compañeros pro rusos que están en el ejército ucraniano porque nacieron acá. Hay gente, por ejemplo, que tiene a sus padres en Rusia y a los hijos en Ucrania. Allá pelea el papá, y acá el hijo. ¿Quién entiende esto? Los soldados ucranianos están resignados. Mantienen tomando vodka y fuman mucho. Pueden ir al frente sin comida, sin agua, pero no sin cigarrillos. Yo creo que esa es la manera que ellos tiene para aguantar la tristeza. Están cansados y tienen claro que la muerte es el único futuro de esta guerra. A estas alturas, morir en esta guerra para cualquier ucraniano es ser un héroe. La bandera en el cementerio es motivo de orgullo para ellos. Estamos contra Rusia, pero uno de mis primeros comandantes fue ruso. Inentendible eso. Los abogados de un batallón al que pertenecí: rusos. Mejor dicho, he trabajado con rusos en una guerra contra Rusia, pero peleando por Ucrania. Es el poder del dinero, supongo. La corrupción.

Foto: Dahian Cifuentes
La última semana unos compañeros colombianos y ucranianos hicieron un relevo y los mataron a casi todos. Eran cien hombres, en la ciudad de Limán, Donetsk. Yo quería bañarme para irme limpio al combate y por eso me demoré. Si me hubiera ido no estaría aquí echando el cuento. Hay comandantes que son tramposos: le dicen a uno ayúdeme a hacer un búnker, una trinchera, y sin darse cuenta uno termina en el frente, cinco, seis, siete días. No le dicen nada a uno, no comparten información, solo nos mandan a pelear, pero sin ningún tipo de contexto o estrategia. El exterminio total. La traición siempre va por detrás. En momentos de debilidad humana nos mandan psicólogas para que nos ayuden en las crisis, pero eso es más para convencerlo a uno de que vuelva rápido al frente. Psicólogas lindas nos mandan, así rubias, ojiclaras y blanquitas. Necesitan mucho apoyo y, uno solo que no vaya a pelear, se siente. Uno dice: me cansé, me voy para Colombia, y ahí se movilizan para que uno se quede. Nos necesitan. La mentalidad de ellos es morir por Ucrania, y nosotros venimos es a ayudarlos a que no mueran. Eso es un contrasentido. No creo que haya un colombiano que quiera venir a morirse a Ucrania. Pero ellos sí saben que ese es su destino. Ser bandera en un cementerio es ser un héroe. Pero para ellos, porque son de acá, pero para nosotros no es negocio. A veces pareciera que Ucrania pone la plata y que la labor de Colombia es poner una buena cantidad de cuerpos. Te mandan como ganado al frente. Más de mil muertos colombianos, segurísimo, y de esos por lo menos unos cincuenta conocí yo.

Cifuentes
Mi chapa es Gedeón, tengo cuarenta y cuatro años, nacido en Prado, Tolima. Tengo gemelos de once años. A mí me gusta la vida de militar. Veintún años y seis meses en el ejército de Colombia, en fuerzas especiales y brigadas contra el narcotráfico, con apoyo gringo. Me pensioné y me vine para acá. La pensión en Colombia es de tres millones y con eso viven mis hijos. Me gusta la guerra, el camuflado. A veces uno llora, claro, no ve que somos seres humanos, pero esto no es pa’ quedarse a pensar, esto es pa`lante. Me vine a Ucrania creyendo que el ejército era muy bueno, de primer nivel, pero me estrellé. No hay uniformidad. Mucha desorganización. Planeación floja. Yo no ahorré nada de lo que gané en esta guerra, todo me lo gasté. Yo acá, a lo bien, vine por la experiencia. La plata es una arandela, pero sí debo decir que me robaron partes importantes de mis sueldos. No me pagaron completo todo lo que firmé y creo que ya no lo van a hacer. Por eso me devuelvo pa´ Colombia. Venir a arriesgar el pellejo y que no me cumplan. No. Esta guerra ya no es mía.

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Nota 1: Desde el 24 de febrero de 2022, día del inicio de la invasión rusa a Ucrania, el único dato formal otorgado por el gobierno de Colombia a propósito del fenómeno de legionarios colombianos en ese país se encuentra publicado en un Boletín de prensa expedido por la Cancillería el 7 de junio de 2024, en el cual se deja claro que “el gobierno no promueve ni facilita la vinculación de ciudadanos colombianos al ejército de Ucrania” y que “se han atendido (…) los casos de más de cincuenta colombianos que han resultado víctimas del conflicto, luego de haberse unido voluntariamente a las fuerzas de combate ucranianas”. El canciller Luis Gilberto Murillo, en una visita oficial a Moscú a mediados de noviembre de 2024, tuvo acceso a las cifras que maneja el gobierno ruso: “Al menos quinientos connacionales han participado en la guerra entre los países europeos, de los cuales, unos trescientos han fallecido en la misma y cien han desertado de los combates”. Estas cifras contrastan con lo afirmado por las fuentes entrevistadas en Ucrania y usadas para la escritura de esta crónica, debido a que, ante la pregunta de: ¿Aproximadamente cuántos combatientes colombianos cree usted que han venido a Ucrania? Nadie refirió un número inferior a cuatro mil, algunos llegando a afirmar que podrían ser hasta seis mil. A esto, los testimonios aducen, explícitamente, que el número de víctimas mortales, incluyendo desaparecidos, es imposible que sea menor a mil y que los heridos ya se han dejado de contar. Por otro lado, Colombia no cuenta con ninguna representación consular en Ucrania, razón por la cual las personas que deseen algún tipo de asistencia deben dirigirse al Consulado de Colombia en Varsovia (Polonia). También hay que señalar que la página de la Legión Internacional por la Defensa de Ucrania (www.ildu.com.ua) en su canal de comunicación con medios deja claro que “no compartimos información de militares que hayan formado parte de las Fuerzas Armadas de Ucrania, lo estén haciendo actualmente o lo hagan en el futuro. Tampoco compartimos ninguna estadística ni datos sobre la procedencia de los militares que sirven en la Legión”. Basados en este creciente fenómeno que no solo sucede en Ucrania, sino que en la actualidad también se ha extendido a países como Sudán e incluso Rusia, el 1 de septiembre de 2024 el Ministerio de Defensa de Colombia presentó un proyecto de ley ante el Congreso de la República que pretende evitar el reclutamiento y la participación de ciudadanos colombianos en actividades “mercenarias”. Esta crónica muestra la realidad de un grupo de ciudadanos que han tomado la decisión de enlistarse en el ejército ucraniano, además de ahondar en el hecho de que Colombia se ha convertido en un país exportador de humanidad para la guerra.
Nota 2: Algunos apartes de esta crónica y sus fotografías fueron publicados por el diario colombiano El Espectador y por el semanario uruguayo Brecha.