De pequeñas aldeas a grandes ciudades, los shamates no solo trabajan, también se manifiestan estéticamente como una forma de supervivencia e identidad.
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Lan saca pecho como un pavo real mientras camina por las polvorientas calles de Shipai. Es media tarde y el horizonte se funde con el pálido color de las fábricas revestidas de cemento del distrito con más trabajadores migrantes de toda China. A su paso, el joven de 26 años esquiva los endiablados “rickshaws”[1] cargados hasta el cielo de cartones camino a una vida mejor. Al pasar, la dueña de uno de los puestos ambulantes de fruta captura con su móvil al joven al tiempo que grita exaltada a una de sus clientas: ¡mira un shamate, un shamate!
Lan enciende un cigarrillo como si todo el revuelo que causa a su paso no tuviera nada que ver con él. Ni siquiera la bocanada de humo que exhala le hace perder un ápice de volumen. Pertenecer a la tribu de los shamates le ha hecho sentirse fuerte yle ha ayudado a sobrevivir lejos de su ciudad natal durante años. Sus miembros no sólo comparten peinados y cardados imposibles, sino también un pasado y destino común: en la tribu shamate todos son una familia.
Al llegar al parque, Lan se tumba bajo un árbol. Echa un vistazo a su reflejo en el móvil y con una mano tira de su flequillo hacia la nariz. Lleva el pelo tinturado de color rosa chicle (como una bola gigante de algodón de azúcar), unos pantalones vaqueros desgastados por el tiempo y un chaleco de lentejuelas como los de un feriante. Hace algo más de dos años que abandonó la tribu urbana de los shamates: un movimiento compuesto por jóvenes migrantes de las áreas rurales de China que trabajan y viven en las zonas industriales del país y que logran evadirse de sus miserias inventando peinados estrambóticos. Hoy, Lan, ha decidido volver a meterse en la piel de uno de ellos para contar su historia, pero será la última vez.
—Yo y mi pandilla de shamates solíamos venir aquí todos los domingos. Nos sentábamos en el césped, escuchábamos música y hacíamos streaming con los móviles. En aquella época nadie se atrevía a meterse con nosotros, las chicas nos miraban y muchas incluso se unían a la tribu. Con los años las cosas fueron cambiando: unos empezaron a echarse novia y casarse, otros encontraron trabajo en un sitio nuevo y dejaron de venir. Poco a poco, fuimos quedando menos.
Lan llegó a Shipai a los 14 años marchándose de un agujero para meterse en otro. En Guizhou, y en especial la pequeña aldea de la que salió, no había nada y, menos aún, esperanza. La escuela la tuvo que dejar, no porque no quisiese estudiar como muchos otros alumnos, sino porque su familia no tenía con qué pagarla. Su camino como el de sus padres ya estaba escrito: si no quería ser campesino le tocaría marcharse a la ciudad. Así se embarcó en la aventura de Shipai, sin tener la más remota idea de qué le esperaba más allá de las montañas.
Shipai no cambia. Situada en la provincia de Guangdong, en el sur de China, la separa una distancia aproximada de 1200 kilómetros al sureste de Shanghái. Conocida por ser un importante centro industrial sus aceras no están asfaltadas y al caminar por su superficie polvorienta se escuchan el rugido de las radiales de los talleres como si estuvieran operando a corazón abierto. Cuando cae la noche los puestos de comida ambulante salen como grillos para saciar el hambre de los que terminan sus jornadas. En ese momento, Shipai se transforma en un bullicioso estallido de música tecno que sale de los altavoces al cual más destartalado. Los vendedores gritan su retahíla de platos: “pies de cerdo”, suelta uno, “barbacoa”, dice otro todavía más fuerte. Los pisos de no más de tres alturas se llenan del humo de los puestecillos. La mayoría son habitaciones mugrientas que se alquilan por noche con un solitario inodoro y una cama sin sábanas. Ni estanterías, ni armarios. Las habitaciones están tan desnudas como los migrantes, que sólo disponen de sus cuerpos y fuerza de trabajo para ganarse el pan día a día.
Cuando Lan se marchó de su aldea no tenía ningún plan. Un día se levantó, metió unas camisetas en su mochila, guardó en su bolsillo unos cuantos yuanes y se subió a un autobús. Ni siquiera pensó en llevarse el carné de identidad. Con tan solo 14 años y sin papeles todas las fábricas a las que fue a pedir trabajo le dieron con la puerta en las narices, salvo una que hizo la vista gorda. Lan recuerda lo peligroso que era trabajar en una fábrica de cristal, con jornadas interminables y sin protocolos de seguridad. El temor que acechaba a Lan era el de acabar con una parte de su cuerpo amputado en la fábrica. No solo porque no volverían a darle trabajo, sino porque también se desvanecería su sueño de encontrar a una mujer.
Cuando terminaba la jornada, Lan compartía habitación con otros siete trabajadores. A oscuras, veía la luz de los móviles de sus compañeros reflejados en sus rostros mientras él también se dejaba absorber por la pantalla. En una de esas noches monótonas, Lan se topó con el perfil de Luofuxing, el padre de los shamates, en Kuaishou.[2] Le fascinó su pelo de color rojo rabioso y en forma de tridente. Así fue como Lan se sumergió en el mundo de los shamates, una tribu urbana cuyo nombre es una interpretación fonética de «SMART» en mandarín. El creador de este movimiento social, Luofuxing, al igual que Lan, había migrado a Shipai, años antes, buscando sustento en el laberinto de fábricas. Enfrentándose a la soledad y el tedio de las cadenas de ensamblaje, Luofuxing comenzó a experimentar con colores y peinados extravagantes, fusionando los estilos del Kei japonés y el punk. El movimiento iniciado por este joven migrante no solo se extendió en Shipai, sino también en otras ciudades industriales de todo el país, llegando a tener más de 200.000 seguidores. En China todavía hay más de 280 millones de trabajadores migrantes rurales esparcidos en las zonas industriales de todo el país, un tercio del total de la población activa.
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-¡Cuánto tiempo sin verte! exclama Liu, el dueño de una pequeña peluquería en la zona más concurrida de Shipai. Lan apenas levanta la frente y suelta un tímido hola. Pocas horas antes de su transformación y de ese parque, Lan es otra persona: no es capaz de aguantar la mirada ni un segundo y su cuerpo de apenas 40 kilos parece que va a resquebrajarse de un momento a otro. Como una sombra Lan se desliza sigilosamente hasta el lavacabezas donde un aprendiz, con el aspecto de un cantante de k-pop, le pone champú y le enjuaga el pelo.
Liu tiene 31 años y es padre de un niña de ocho y de un niño de seis. Lleva más de 10 años viviendo en Shipai donde tiene su peluquería. Su historia es como la de tantos otros miles de migrantes. De la minoría Miao, dejó su aldea cuando era solo un chaval para probar suerte en la gran ciudad. Antes de llegar a Shipai dio unos cuantos tumbos. Como es alto y grande de hombros consiguió primero un trabajo de guarda de seguridad en Pekín. Luego un primo le ofreció ir a Shanghái y probó suerte como camarero. “Mi jefe del restaurante confiaba mucho en mí. Al poco tiempo me ascendió, pero yo no quise quedarme”, cuenta Liu mientras suelta una ráfaga de laca sobre el pelo de Lan. “Cuando caminaba por Shanghái y pasaba por delante de todos esos restaurantes lujosos, donde jóvenes de mi edad se reían despreocupadamente, me sentía fuera de lugar. Era como si me hubiese colado en la casa de alguien. Por mucho que me esforzase sabía que siempre estaría en el escalafón más bajo. Por eso decidí mudarme a Shipai; aquí todos son más o menos como yo”, remata Liu.
El joven peluquero es alto, tiene una mandíbula marcada y unas ojeras grandes que envuelven sus ojos. Desde que abrió su peluquería no ha parado de trabajar. A veces su mujer, vestida con falda ajustada y unos tacones, baja de mala gana a echarle una mano. La mujer echa una mirada inquisitiva a Lan mientras Liu sigue charlando animadamente. “La primera vez que vino un Shamate a mi peluquería yo no tenía ni la menor idea de cómo peinarlo. Al principio, les dejaba utilizar mis utensilios y lavarse la cabeza aquí a cambio de unos cuantos yuanes”, cuenta el joven peluquero. La moda de los shamates en 2014 y 2015 hizo furor. La cola para peinarse en su peluquería podía llegar a la calle de enfrente. “Gracias a los shamates he ganado mucho dinero. Algunos fines de semana podía hacer unos 1000 yuanes extras. Esa cantidad para alguien como yo es muchísimo”, le dice a Lan con una sonrisa.
A pesar de ser un migrante rural como los shamates a Liu nunca le interesó el movimiento si no era para ganar dinero con él. Al peluquero le parecía una pérdida de tiempo. “Los shamates tienen mala fama por la pinta que tienen, pero al final yo con lo que me he encontrado todos estos años ha sido con chavales muy solos. La mayoría han crecido con los abuelos porque los padres los dejaban y se marchaban a trabajar a las fábricas como hacen ellos ahora. Vestirse de manera diferente era la única manera de sentirse especiales”, cuenta Liu.
Durante varios años a los shamates se les podía ver en todas partes. En restaurantes comiendo unas brochetas de pollo y verduras, en las pistas de patinaje, en billares o en karaokes. Ahora quedan muy pocos, son como una especie en extinción. Las autoridades comenzaron a cerrar los locales donde se reunían. También iban a los pisos donde vivían y les pedían los papeles. Muchos de ellos no tenían derecho a vivir fuera de sus provincias, no tenían contratos y la policía los mandaba de vuelta a sus pueblos. Lo feizhuliu o underground no tienen cabida en esta China.

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Lan se tumba y cierra los ojos. La brisa del parque acaricia su rostro y lo traslada de nuevo a la pista de patinaje. Por ella se desliza él y uno de los recuerdos más felices de su vida. Lan ha conseguido convertirse en uno de los encargados del fin de semana de la pista. Las chicas se fijan en él, lo agregan a sus redes sociales y chatea con ellas con la esperanza de que una se convierta en su novia. Su pelo azul como el de Songoku se abre camino entre otros patinadores de su edad. Su corazón palpita. Sueña con un buen trabajo, con volver a su pueblo para comprarse una casa y casarse. Los patines le sirven de impulso para adelantar la miseria que le ha acompañado en los últimos años.
Comienza a anochecer y a levantarse algo de frío. El día llega a su fin y es tiempo de quitarse la piel de shamate que Lan lleva tan clavada como la suya propia. “Ya no puedo seguir soñando con los días en los que éramos una tribu. Mis bolsillos siguen tan vacíos como los de aquel chaval de 14 años. El tiempo ha corrido demasiado deprisa. He de buscar un trabajo que pague bien para pagar una dote si quiero casarme. También tengo que ocuparme de mi hermana pequeña. Me gustaría ayudarle con los gastos de sus estudios, no quiero que lleve la vida que me ha tocado vivir a mí”, dice Lan antes de despedirse.
Ese día ha pasado como una brisa de verano. Meses después, todas las fotos de Lan peinado como un shamate han desaparecido de su perfil. Ese episodio de su vida parece un sueño. En su nuevo canal aparece ahora la foto de un muchacho escuálido con el pelo corto, casi rapado. Viste un traje de chaqueta negro como el que suelen llevar los agentes inmobiliarios que enseñan pisos para vender o alquilar. De sus vídeos no hay ni rastro. Tampoco responde a los mensajes de los que un día conformaron su familia. Lan ha echado el cierre a sus sueños de shamate como también lo hizo la pista de patinaje de Shipai. El tiempo no es amigo de los juegos ni de los sueños.
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Minifalda, top ajustado y el cabello de los colores del arcoiris; amarillo, rosa, azul y lila. Beibei apreta el botón de grabar de su móvil y comienza a contonearse al ritmo de una música tecno. Mira el vídeo antes de colgarlo en Kuaishou, una aplicación móvil china similar al TikTok, pero no parece convencerle. Se vuelve a pintar los labios de fucsia, se pone purpurina en los párpados y vuelve a repetir la coreografía mientras hace poses sexis. Lele, de dos años, irrumpe en la escena llorando mientras se agarra a las piernas de su madre reclamando que la coja en brazos.
A los 16 años, Beibei viajó en tren más de 2000 kilómetros desde su aldea Miao hasta llegar a Shipai. Al llegar encontró un trabajo. El primero fue en una fábrica de ropa. No le importaba hacer muchas horas, aunque sí le molestaba lo poco que le pagaban. Su salario al mes era de 1200 yuanes, unos 150 euros, trabajando desde muy temprano hasta la noche. Si se quedaba todo el fin de semana y echaba muchas horas podía llegar a cobrar 2000 yuanes, el sueldo mínimo en China, con el que poder alquilar una habitación, comprar de comer y algo de ropa. Cuando Beibei terminaba la jornada comía algo rápido en la cantina y se iba directamente al dormitorio de la fábrica. Su habitación la compartía con otras cinco chicas. Prefería quedarse allí porque la idea de volver caminando sola a un piso por la noche le aterraba.
Beibei deja la terraza donde suele grabar las coreografías con su móvil y se lleva a Lele de la mano dentro del apartamento donde vive desde que conoció a su marido hace un par de años. La pequeña de año y medio se tira al suelo mientras agarra un saco de golosinas que come sin que nadie le ponga límite. El interior del piso mide cuarenta metros cuadrados. No hay cocina. Sólo un pequeño baño destartalado y dos habitaciones. En una de ellas duerme Beibei, su marido, Lele y otra pareja más con su bebé. Entre las camas, cubiertas con una mosquitera, no hay más de un metro de separación.
Al poco de llegar a Shipai, los domingos Beibei salía con otras chicas que había conocido en el trabajo. A veces iban al parque, a tiendas o a la pista de patinaje. “Nos encantaba salir a comer. ¡Comíamos como unas cerdas! Por aquel entonces no pensaba en ahorrar todo lo que ganaba me lo gastaba. En una de esas salidas a la pista de patinaje fue cuando me topé por primera vez con un shamate. Fue en el 2017 cuando todavía había muchos chicos que se peinaban y vestían así. A menudo me invitaban a beber con ellos, aunque yo no me dejaba seducir por sus peinados. Si no eran guapos, no tenían nada que hacer conmigo”, suelta Beibei entre risas.

Durante esos meses, Beibei sólo se hacía el peinado shamate los domingos. A veces combinaba el estilo con vestidos tradicionales de su aldea Miao y se iba al parque a hacerse fotos. El resto de la semana ni se le pasaba por la cabeza. No solo por el cansancio sino porque a los encargados de las fábricas no les hacía ni una pizca de gracia que sus trabajadores acudiesen con esos pelos. La gente los veía como jóvenes problemáticos cuando lo único que querían era salir de la monotonía y pasarlo bien. Los fines de semana eran para ellos una explosión de color. Beibei estuvo viéndose con los shamates unos dos o tres meses, pero luego perdió el interés. “Cuando veo mis fotos vestida como ellospienso: ¡ay madre que horror!”, dice Beibei tapándose los ojos con las palmas de las manos.
Cuando Beibei dejó de ir con los shamates continuó saliendo por ahí. A menudo, iba con sus amigas al bar. Le encantaba la música y bailar. A veces se subía a la mesa del pub y hacía una coreografía con sus amigas. Varios hombres se les acercaban cada noche y algunos de ellos les proponían dinero si les bailaban. “Algunas de mis amigas acabaron metiéndose en líos”, cuenta Beibei mientras coge a Lele para sentarla sobre sus piernas. El día y la noche en Shipai son dos mundos diferentes. Hay lugares que pasan desapercibidos a la mirada de un extraño, pero si uno pasa el suficiente tiempo acaba por descubrirlos.
Fue una de esas noches en las que el humo y la música se mezclaban cuando Beibei conoció al que sería su marido. Él era más joven que ella, sólo tenía 17 años pero desde el principio tuvo claro que Beibei sería su chica. Salieron unos meses y enseguida se quedó embarazada. Desde entonces Beibei dice que todos los días son iguales: se levanta, se ocupa de Lele, va a trabajar, mira un rato el móvil al volver a casa y se acuesta. Una vez recuerda que su marido las llevó a ver el mar. “Fue uno de los días más felices de mi vida. Comíamos, paseábamos y nos hacíamos fotos por todas partes. Pero ese fin de semana pasó volando, al terminar volvimos de nuevo a Shipai. Nos esperaba el mismo polvo de las calles, los mismos edificios destartalados, el cielo gris. Esa es mi realidad. Si no pienso soy feliz”, dice Beibei mientras mira un video suyo con su pelo cardado bailando con sus amigas.

[1] En algunos países asiáticos, vehículo pequeño para el transporte de personas, de dos ruedas, tirado por un hombre, una bicicleta o una motocicleta.
[2] Aplicación móvil china de streaming muy similar a Tik Tok.