En Kiev, la capital de un país en guerra, la vida continúa como si nada estuviera pasando. Una crónica de cotidianidad y normalización.
La segunda palabra que pronunció Tadeo, después de “papá”, fue tryvoga (alerta), y lo hizo en febrero de 2023, poco más de un año después del inicio de la invasión rusa a su país, Ucrania.
“Siempre estábamos en casa y sonaba la sirena y por los altavoces decían: ‘¡Ciudadanos, alerta aérea!’. Él escuchaba esto todo el tiempo y, cuando finalmente aprendió a hablar, dijo tryvoga!”, cuenta la madre de Tadeo, Oksana Kharuk, de 30 años, que vive junto a su familia en la ciudad ucraniana de Chervonograd, cercana a Polonia.
Kharuk y su pareja, Volodymyr, de 32, nacieron casi a la par de la Ucrania postsoviética, mientras que sus tres hijos son contemporáneos de la guerra con Rusia: Ivanko nació dos años antes de la invasión rusa; Tadeo, dos meses después de la invasión; y Daniel, a días del segundo aniversario de la invasión.
En Ucrania registran la historia como si cada tanto cruzaran el Rubicón. Siempre recuerdan un momento en que todo dejó de ser como era; eventos parteaguas entre antes y después: la caída del último zar de Rusia, las dos Guerras Mundiales, la hambruna de Holodomor, la explosión de Chernóbil, la disolución de la URSS, la independencia, las protestas del Euromaidan en 2013-2014, la invasión de Crimea en 2014, la “invasión a gran escala” que ordenó Vladímir Putin en 2022: siempre antes y después.
En esa temporalidad fraccionada buscan retazos de memoria para armar la identidad de una república que apenas supera los 30 años. Según qué grupo lo cuente, eligen u omiten capas diferentes para el relato. En cada gesto está la búsqueda del “ser ucraniano” y la pregunta sobre “qué es” y “qué quiere ser Ucrania”: el campo o la ciudad; el oeste bucólico o el este industrial; el nacionalismo que coqueteó —no siempre— con el nazismo o el legado soviético; quienes hablan ucraniano o los rusoparlantes… En la multiplicidad de intentos, pocos creen que quepa todo, y prefieren trazar dilemas para definir sus héroes y sus demonios.
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La guerra se inició el 24 de febrero de 2022 con la invasión rusa al este de Ucrania. Los ucranianos la llaman “invasión a gran escala” para diferenciarla de la anexión rusa de Crimea en 2014. Los rusos la llamaron “operación militar especial”, cuyo “objetivos” era proteger -de supuestos ataques neonazis- a la población rusoparlante de esos territorios, además de evitar que la OTAN sumara a la ex nación soviética. Pese a no ser parte de la Alianza Atlántica, Ucrania cuenta con ese apoyo, pero no recibe sus tropas para evitar que Rusia la considere parte de la contienda. Los números de muertos son un campo de batalla. En el segundo aniversario de la guerra, Ucrania cifró en 31 mil los soldados muertos y “miles” de civiles. Muy lejos de otras estimaciones, incluso aliadas, que hasta las triplican. En aquel aniversario, el Ministerio de Defensa británico calculó que 350.000 soldados rusos habían muerto o resultado herido.
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Sobre el cielo ucraniano solo vuelan objetos explosivos, por eso la única opción para llegar a Kiev es viajar sin distanciarse de la tierra. Si se elige la ruta, son 16 horas las que separan a Varsovia, Polonia, de la capital ucraniana.
En el camino, al mirar por la ventana del minibús que hace el recorrido, se ve la raya del horizonte que une el verde flúor de los campos polacos con el celeste grisáceo de un cielo de junio, siempre listo para dejar soltar alguna garúa. Es una escena bucólica, algo atemporal, en la que cada tanto irrumpe una estación de servicio o algún grupo de casas que parecen ser parte de una maqueta milimétricamente diseñada por un gigante obsesivo.
El camino a Kiev serpentea, evasivo, los bordes de Majdanek, Bełżec, Sobibór, y algún otro antiguo campo de concentración y exterminio de los que bañaron esas tierras de cenizas y huesos. Un patio trasero que Hitler teledirigió, pero que algunos ucranianos llegaron a conocer muy bien. La identidad es un diálogo con la historia, que pocas veces es amable.
Los ingresos a Ucrania se dan a cuentagotas. Después de superar los trámites de la frontera, la primera ciudad es Lviv. Apenas se llega, se ve cómo reeditan el pasado para construir mitos de origen. En esa ciudad, en 1941, Stephan Bandera y una facción de la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN) que él lideraba, colaboraron con los nazis en los pogromos a judíos y combatieron contra la URSS. También allí y en 1941, el mismo Bandera ubicó la capital de Ucrania en la intentona independentista frente a los nazis, lo que lo llevó a terminar sus días en un campo de concentración. Colaboracionista del nazismo o líder independentista, los dos rostros del Jano ucraniano. Según quién relate la historia, elegirá un perfil del personaje que tiene monumentos y calles por gran parte del oeste ucraniano, y también es parte de las banderas de ultranacionalistas que han desfilado por la capital.
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A las 4:30 de la mañana, el cielo celeste, con unas pinceladas rosa y blancas, recuerda que el verano se lanzará de un momento a otro sobre Kiev. Una o dos horas antes, sonaron las alertas aéreas, pero a la mañana ya nadie parece recordarlo y mantienen sus bares, parques, teatros y casinos vivos. Cualquier visitante recién llegado se pellizcará un brazo mientras se pregunta si eso que ve es efectivamente la capital de un país en guerra.

Es solo en los momentos en que suenan las sirenas que alertan a la población sobre el riesgo de que algún misil o dron ruso podría impactar sobre la capital, cuando hay en el aire un desfasaje entre la banda de sonido y las imágenes. Pero la película se sigue rodando. “Hay que seguir”, dicen como un mantra, y siguen caminando por los parques con sus mascotas, siguen paseando a sus bebés por las veredas, siguen sentados en los bares.
A unos metros de allí, Alicia, de 22 años, atiende un local de vestidos de novia y dice que el conflicto con Rusia da a la población una sensación de urgencia, e intentan vivir la vida “a pleno”. Transmite un mensaje que contrasta con sus movimientos que van casi en cámara lenta, y mientras se cerciora que parte de su pelo esté detrás de su oreja derecha, con una voz tenue, cuenta que las ventas se mantienen “porque la gente se sigue casando”.
—¿Qué les dicen las novias?
—La vida ahora es peligrosa para nosotros, nadie sabe lo que pasará en el futuro, así que lo que nos dicen es que quieren casarse cuanto antes. La gente quiere hacer la vida lo más normal posible.
Los vendedores de flores están por las veredas, locales y los subsuelos hacia el subte, y también se extrañan ante la pregunta de si la guerra cambió sus volúmenes de venta. La búsqueda por “seguir”, por hacer “vida normal”, es lo que se ve entre los adolescentes que esperan para entrar a un matiné sabatino. Algunos de zapatillas, otras con tacos y con las uñas esculpidas, podrán bailar hasta cerca de las 22 y salir con tiempo suficiente para llegar a sus casas antes del toque de queda. Antes de que empiece a sonar esa cuenta regresiva hasta las 23, las mesas de los bares invaden las veredas, algunos jóvenes circulan en monopatines, y las flores en los balcones miran al visitante como si posaran.
En ese paisaje de normalidad, una palabra es un gran ancla de hierro tirada en altamar mientras el barco avanza a toda marcha: shelter (refugio). Está por todos lados; desde la recepción de un hotel hasta en una invitación a un evento, donde indican el dress code y a cuantos metros estará el shelter. Un rictus malicioso del presente, que funciona incluso cuando se omite esa expresión: “Hay que bajar”, “yo ya no bajo”, y frases similares también aluden a los refugios de debajo de las casas y edificios.

La vida en Kiev “no es siempre así de tranquila”, aclaran todos. Los niveles de alerta son diferentes según si se espera la llegada de un misil de crucero o balístico —saben la diferencia entre un misil de crucero y uno balístico. Pero la mayor parte del tiempo, y a diferencia del resto de Ucrania, la capital está custodiada por “uno de los mejores sistemas antiaéreos del mundo”, según repiten, casi como un suspiro, funcionarios y pobladores.
Además, todos pueden revisar en sus teléfonos las aplicaciones como Air Alert, donde se les indica cierta trayectoria de los proyectiles, las zonas de mayor exposición y el tiempo que tienen para ir a los refugios, antes de un posible impacto.
El actor y músico Sasha, de 20 años, toca su acordeón en el parque Taras Shevchenko de Kiev, donde el único signo de guerra es el monumento central lleno de bolsas de arena y recubierto por una suerte de cabina de madera. También se pasea, libre, el recuerdo de los transeúntes que saben que a metros cayó un cohete en octubre de 2022 que mató a la doctora Oksana Leontyeva. Sasha dice que le gustaría viajar, pero ahora no puede. Los jóvenes de su edad deben permanecer en el territorio porque podrían ser convocados a pelear.
Fuera de la capital, las historias son otras. Apenas 30 kilómetros al noroeste de Kiev, está Bucha, ciudad ocupada 33 días por las tropas rusas al comienzo de la guerra y donde se calcula que murieron 500 civiles.
La joven Yelyzaveta Hrytsaienko cuenta que perdió a un amigo en el campo de batalla y que ahora un compañero de colegio está internado porque perdió un brazo. Muestra la foto del chico en su celular y afirma que intenta hablar con él a diario. Sus ojos se llenan de lágrimas cuando dice que esta guerra es la “peor pesadilla” de sus vidas. Relata el encierro de los días de la ocupación, cuando las tropas rusas impedían a los habitantes salir de sus casas, incluso para mover los cuerpos de civiles que quedaban en las calles y que ella y su familia veían por las ventanas de sus casas. Aun así, la estudiante del traductorado de inglés no quiere irse de Bucha.

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Mientras Kiev se ve apacible, casi 500 kilómetros al este, en Kharkiv, ciudad industrial que fue la capital de la Ucrania soviética, parte de los ucranianos pelea en una de las líneas de frente más calientes y donde Rusia, por estos días, avanza.
En la capital, el retroceso ucraniano es atribuido a las trabas republicanas para que el Congreso de Estados Unidos apruebe los fondos de ayuda a Ucrania, prometidos por la Administración demócrata de Joe Biden. Esas resistencias, ya superadas, buscaban elevar el precio al acompañamiento opositor, pero en los ucranianos actualizó una preocupación: “¿Qué pasará con nosotros si el republicano Donald Trump gana las presidenciales de noviembre?”.
Su postura contra la ayuda a Ucrania y la OTAN se escucha en las calles, pero también resuena en off dentro del complejo presidencial que recorre con ropa de fajina Volodímir Zelenski; pasa las puertas camufladas con redes y bolsas de arena de la Cancillería a cargo de Dmytro Kuleba; y cruza los oscuros pasillos del Consejo de Ministros —donde se ven oficinas con soldados en bolsas de dormir— que contrastan con los monumentales salones en los que da audiencia el primer ministro, Denys Shmyhal.
En diálogo con ellos, esta cronista pudo ver la preocupación. La guerra se juega en esa nación, pero también en otras capitales.
En paralelo a la aprobación de grandes presupuestos hay otros movimientos de dinero. Al decir de Liudmyla Svetska, diseñadora de 32 años, el país debe aprovechar las ayudas que recibe para diferentes proyectos de una sociedad civil —muy activa por estos días— para no quedar paralizados ante sus “traumas”.
En un recorrido por la capital, Mila, como la llaman sus amigos, señala otras fuentes de financiamiento: bares y comercios alojan eventos para recaudar fondos, principalmente para la compra de drones destinados a las tropas ucranianas. Le pido que lo repita porque creo no entender. No se impacienta y con una sonrisa de orgullo invierte tanto tiempo en detallar el mecanismo —imitado incluso por niños que juegan a “recaudar fondos”— y agrega detalles de la rendición de cuentas frente a donantes. El dinero también puede ser destinado a civiles afectados. Es el costado autogestivo de la guerra.
Durante el recorrido con Mila entramos a un bar que es uno de los tantos a donde suelen ir combatientes o sus familiares y amigos para algún evento que termina en recaudación de dinero. Seguimos la caminata y en uno de los restaurantes, ella para y entra.
—En Kiev podemos tener esta vida porque otros están en el campo de batalla —dice la diseñadora y fotógrafa después de sentarse, ya con una copa de vino, en Musafir, un restaurante tártaro, muy popular entre la población de Kiev y cuyos dueños llegaron de Crimea después de la invasión rusa a la península ubicada en la costa del Mar Negro en 2014.

Mila, como casi todos en Kiev, tiene amigos y familiares en el frente de batalla, y ella, como casi todos, los llaman “nuestros defensores”. Cuando habla de ellos, su voz se retrae. Pero enseguida insiste, también como casi todos, en que “hay que seguir” y vuelve a sonreír. Un visitante podría preguntarse si las personas que se casan, toman café en las veredas o caminan por los parques forman parte de la misma patria que quienes están combatiendo en el frente: ¿Todos forman un mismo nosotros? ¿Todos hacen el presente de Ucrania?
—¿No les da culpa tener esta vida apacible cuando sus seres queridos combaten una guerra?
—Cada uno tiene un rol —explica, y comenta fenómenos como las Rave Toloka, fiestas que van a lugares afectados por la guerra para bailar mientras reconstruyen el sitio.
Mila estaba fuera del país cuando se produjo la invasión, pero volvió porque ve oportunidades. “Si tienes ideas, hay muchas oenegés que pueden apoyarte. La gente quiere la independencia, por eso se pide inversión para la recuperación antes que ayuda humanitaria”, dice.
Pero la imagen de unidad también es supervisada. En los medios de comunicación la narrativa oficialista no muestra fisuras. Un mecanismo incorporado entre la población donde no faltan las críticas a la conducción de Zelenski, a quien muchos dicen que no votaron, pero le perdonan que continúe con mandato presidencial vencido porque es momento de mantener la unidad.
Vladyslava habla de las mismas convicciones en torno a un “nosotros” sin fisuras, y donde hay roles para cada uno, con palabras que no parecen salir de una joven de 27 años. De rulos definidos, en tono castaño claro, las uñas esculpidas y maquillaje intacto, podría entrar ahora mismo a un plató de televisión, pero está en el casino Billionaire, ubicado junto al Hotel Intercontinental. Recibe a los apostadores con una burocracia que podría disuadir a cualquier jugador compulsivo. Después de dejar las pertenencias en un locker, los potenciales apostadores primero deben firmar papeles, sacarse una foto y escanear el pasaporte.
Las máquinas tragamonedas y las ruletas, por ahora, semi vacías, ubicadas en una suerte de subsuelo, ignoran que afuera el sol de junio está totalmente perpendicular al suelo. “Poco a poco vamos recuperando la normalidad. Recibimos pocos extranjeros porque llegar acá es muy difícil. Pero reabrimos hace cuatro meses y tenemos noches llenas”, comenta la joven, que solo cambia de tono cuando se le pregunta sobre la guerra, donde ya perdió amigos y familiares.
—Mi novio fue reclutado y estoy pensando en estudiar enfermería para también poder ayudar —dice susurrando envuelta en su traje bordó, el uniforme que le recuerda que está en el trabajo.

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La bandera rusa tiene un águila bicéfala, pero mientras Moscú ha buscado mantener la vista en los dos continentes a la vez, Kiev lo ha hecho de forma alternada. Ahora, una vez más, el “nosotros” ucraniano conlleva una elección hacia el futuro: ¿Debemos mirar hacia la UE o, por el contrario, reposar en Rusia? ¿Qué queremos ser?
La elección ucraniana por Europa y la OTAN es evidente. En los edificios oficiales, la bandera europea se confunde con la ucraniana, aun cuando el país no es parte del bloque de los 27. Pero no es solo de una voluntad oficial. El diseñador Fedor Vozianov tiene un taller y showroom en un subsuelo de Kiev, con cuatro costureras. Sus prendas son diseños propios de cualquier fashion week, pero con un componente nacional —la bandera, el escudo o cualquier símbolo local— e incluso europeo, que moderniza diseños que se remontan a las tradicionales prendas de la vida campesina, con sus clásicas vyshyvanka y los bordados que son un orgullo nacional.
Oksana, la madre de Tadeo, no conoce a Fedor, pero ella apela a las mismas referencias para armar joyas y alhajas. Un gesto de olvido de cualquier vestigio soviético.
Antaño, el giro hacia el Oeste implicó el coqueteo con el nazismo, ahora busca pasteurizar ese legado. Batallones como el de Azov es tironeado por ese proceso. Ubicado en el espectro del ultranacionalismo ucraniano —que comprende a fanáticos de Stephan Bandera y a grupos neonazis— y señalado por la ONU de cometer abusos contra los derechos humanos en 2016, son vistos por la narrativa oficial como héroes. Lo demás es “propaganda rusa” para su descrédito y abona la teoría de Putin de que es necesario “desnazificar” Ucrania.
Las cúpulas doradas de la Catedral Santa Sofía encandilan al visitante recién llegado. “Es barroco ucraniano” y “ortodoxos ucranianos”, aclaran los guías del lugar, alejando cualquier asociación con los homónimos rusos. Todo está puesto bajo la lupa. El nombre del compositor ruso Pyotr Ilyich Tchaikovsky es removido de la Academia Nacional de Música, y el del escritor León Tolstói de la céntrica plaza y estación de metro que mutó a “De los Héroes ucranianos”. Incluso la denominación del río Dnipro, que ladea el centro de la capital, y que los visitantes identifican con la expresión rusa, Dnipre, cosa que ofende a cualquier ucraniano. La literatura también entra en el campo de batalla simbólico y por estos días da la pelea en la Feria del Libro celebrada en Kiev para reivindicar a autores “nacionales” como el poeta y artista del siglo XIX Taras Shevchenko, cuya figura se volvió monumento para casi toda Ucrania y que en muchos casos reemplazó en el fin de la era soviética a las de Vladimir Lenin.
Solo en los lugares plagados de radiactividad los símbolos del período soviético persisten. Si se deja la capital ucraniana en sentido norte, en poco más de dos horas en auto se llega a abril de 1986. El pueblo de Prypiat, donde vivían los trabajadores de la vecina planta nuclear de Chernóbil, quedó detenido en la fecha del mayor accidente nuclear de la historia de la humanidad. La hoz y el martillo que señalizaban sus calles, además de figuras de Lenin y otros políticos comunistas, en gran parte, están en los lugares de antaño.

En la central atómica citan investigaciones de la prensa internacional que señalan que durante el primer mes de la guerra, cuando fue ocupada por los rusos, muchos de los soldados removieron parte del terreno donde había “manchas” de radiactividad (esta no se expandió de manera homogénea sobre la zona) y con base en ellas -aunque estas no son concluyentes-, estiman que muchos de ellos murieron o están gravemente enfermos. En Ucrania, remover el pasado tiene sus costos.
Medir los niveles de afinidad con Moscú, sobre todo entre la población rusoparlante del Este ucraniano, es dificultoso mientras los combates siguen e incluso se extienden a territorio ruso. Los que se desplazaron al Oeste, ya optaron.
“Ahora estudio Energía atómica en Odesa, pero si es necesario que luche por Ucrania, lo haré”, me dice Igor, de 24 años, en el pueblo de Irpin, en la región capital, pero oriundo de Zaporiyia —donde está la mayor planta nuclear de Europa, hoy controlada por Rusia. Su madre no quiso dejar la casa y espera la vuelta de su padre, que está en combate. Zaporiyia, al igual que Jerson, Donetsk y Lugansk —las dos últimas, en el Donbass— fueron en parte anexadas por Rusia, pero no reconocidas internacionalmente.
—Éramos amigos, no sabíamos que esto podría pasar. Tengo compadres y comadres allí [Rusia] —dice Irina, de 70 años, sentada al lado de Hana, de 78, en un banco de una plaza seca de Borodianka, pueblo de la región de Kiev. Se quedaron sin casa después de la invasión rusa y mientras esperan un nuevo hogar, viven en containers para refugiados. Dicen que su mayor miedo es que los rusos “vuelvan”.
En la Plaza de la Independencia, la principal de Kiev, un joven de 30 años que no quiso que su nombre fuera publicado, cuenta una familiaridad similar. Su abuelo nació en Rusia y su deseo antes de morir, en 2019, era volver a visitar su país natal. Si bien la nación vecina no había impulsado la invasión al este de Ucrania, la anexión de Crimea ya tenía cinco años. Pese a ello lograron evadir controles y viajó en auto junto a su abuelo ruso y su padre ucraniano. Volvieron sin ningún problema a la vista. Sin embargo, el joven tiene impedido el acceso a determinadas posiciones de gobierno por haber visitado al país enemigo.
Así como Ucrania bombardeó sus propios puentes para evitar el avance de las tropas de Moscú que ingresaron desde Rusia y Bielorrusia el primer mes de la invasión, hoy intenta cortar los lazos con aquel pueblo, aun cuando forman parte de su propia historia.
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Los ucranianos mantienen su sentido del humor intacto. Por los recurrentes cortes de energía, dicen que al final de la guerra no van a reconocer a quienes viven de un quinto piso hacia arriba, porque tendrán un estado físico envidiable de tanto subir y bajar escaleras, o frente a algunas de las amenazas de Putin de apelar a las armas nucleares, llamaron a organizar una orgía masiva en un parque de la capital.
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Oksana, la madre de los tres niños, resume cómo las cosas han cambiado en todo este tiempo. “Ahora los niños disparan con pistolas de agua, o hacen que recaudan dinero para comprar drones; a veces vamos a buscarlos al jardín porque hay alertas de misiles, los dibujos animados se les cortan a las 9 de la mañana por el minuto de silencio. A veces ríen. El mayor de mis hijos, cuando suenan las sirenas, viene y nos dice: ‘Vamos a escuchar lo que dicen los ciudadanos’, porque la alerta comienza con ‘¡Queridos ciudadanos!’. Y aunque les contemos la verdad sobre la guerra, queremos que de todos modos recuerden lo bueno de su niñez: el amor, la calidez e incluso la alegría”.