La liberación del Tíbet desde fuera del Tíbet.
Hay un bamboleo en los cuerpos que caminan por Xiahe, la ciudad de humo. Como si todo el peso del cuerpo se volcara sobre el pie derecho, luego sobre el pie izquierdo. Pero lo primero que llama la atención, en verdad, son sombreros de ala grande. Luego los abrigos ribeteados con colores, luego los pendientes de oro y coral. Es temprano en la mañana y las mujeres tibetanas suben a la colina a quemar tsampa, ese cereal que no perece. Cuando sus cuerpos pasan de largo, se ven niños o sacos a la espalda, torsos inclinados, caderas que bambolean.
Xiahe se encuentra al abrazo de las montañas de la provincia de Gansu, en China, donde cae el río que cerca un poblado de monjes budistas tibetanos: el monasterio de Labrang, el más importante fuera de la región de Tíbet. Hay silencio, sólo se oyen campanitas y el arrullo del agua. Hay humo por todos lados: humo que sale de las estupas blancas. Aquí, caminar y levitar es más o menos lo mismo: por sus calles fluyen locales y peregrinos tibetanos que se arrastran a besar el suelo, que giran las ruedas de plegaria para liberar buenos deseos, y deslizan entre sus dedos las cuentas de sus japa mala, los rosarios tibetanos. Entre golpes de cadera, todos van dando tres vueltas a las estupas mayores, las que vanblanqueciendo el cielo.

Siete de octubre de 2020 en Xiahe. Se cumplen setenta años de la ocupación china en el Tíbet. Por ese entonces, un Dalái Lama que sólo contaba con quince años firmaría un acuerdo de anexión con el gobierno chino. Pekín llamaría a este episodio “liberación pacífica” y los tibetanos “invasión”. Ocho años más tarde, una rebelión infructuosa acabaría con el exilio del Dalái Lama a la India y la desaparición del Panchen Lama –la segunda figura en importancia en el Budismo Tibetano–. Ocho años: 8 es el número de la suerte en China. En 2008 un grupo de budistas se manifestaron en el monasterio de Labrang en contra de las políticas separatistas chinas, en 2012 dos tibetanos se prendieron fuego, y en 2013 al menos veinte replicaron la inmolación sumándose a estas mismas protestas.
Hoy China sigue festejando el aniversario: con banderas rojas y policías en cada esquina.

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A unos metros de la entrada al monasterio, hay un café que huele a bizcocho de plátano y a leche caliente. Lo lleva una camarera hongkonesa, Louisa, que chapurrea español y guarda entre revistas de viaje una copia de Tintín en el Tíbet. Este café se ha convertido en una insignia para los occidentales, que solían ser la mayoría de los visitantes de Xiahe porque no se necesita permiso especial como en Tíbet. Eso, y porque es el lugar con mejor café, aunque a precios de Shanghái. Pero como en los últimos años se ha fomentado el turismo nacional y el consumo de café –incluso en el país del té– se ha convertido en el mercado de más rápido crecimiento (con Shanghái como lugar con más cafeterías del mundo), el precio ya no resulta extraño. Ahora que llega el frío, Louisa se dedica a tejer gorros de lana y ver el humo de la calle desde el cristal de su local. De fondo, escucha Don´t know why, de Norah Jones.
–Hay que encontrar algo que hacer –dice–. El invierno aquí es muy largo.
Afuera, sobre las aceras, la gente dela ciudad dispone cuencos para quemar ramitas de abeto y tsampa: se agachan, prenden, dan la vuelta y se prestan a preparar yogur de leche de yak, o a darle vueltas alrededor del monasterio en sentido de las agujas del reloj, lo que llaman la kora. A través de esta meditación el peregrino limpia sus pecados.
A la vuelta de la cafetería y en la esquina opuesta al poblado budista, se encuentra el hotel Nirvana: el primer hotel en tener licencia para alojar extranjeros. Una pesada puerta de cristal abre paso a una guarida de madera y techos altos, con la cara de una mujer que fue durante once años la única occidental de la ciudad: Clary, una holandesa. Su nombre es Clary. Hace quince años se enamoró de un nómada de la estepa que creció rodeado de yak –mantas, abrigos, leche, queso, manteca, carne de yak; que comió su primera verdura, un pepino, a los diecisiete años–, y se mudó aquí.
–Era el único tibetano que hablaba inglés –dice Clary.
Al otro lado del Nirvana, subiendo una cuesta, se asoma una mezquita. Y otra más allá, junto a un horno de pan, hay un taller de botas. Sentados en los peldaños que lo distancian de la acera, un par de hombres con gorrito blanco charlan con el dueño del taller.
–Mi nombre es Halunai –dice el zapatero–, un nombre musulmán.

¿Musulmanes en una tierra de peregrinación budista? Es la pregunta que se hacen algunos de los que vienen a visitar Xiahe y se topan con la mezquita, o con el taller de botas. Entonces sacan sus teléfonos y le hacen una foto al zapatero. Y luego, cuando se parana calentarse con un té ahumado –porque hasta el té sabe a humo en Xiahe–, se disponen a buscar en Wikipedia. Así descubren que los musulmanes que habitan estas regiones provienen de la etnia minoritaria hui, de la provincia de Guizhou, que se extendió principalmente por el noroeste de China. Los hui tibetanos ya no son iguales a los hui chinos, principalmente por el idioma (tibetano y huizhou respectivamente), y nada tienen que ver con los musulmanes uigures de la provincia de Xinjiang: esa mezcla de chino y kazajo que tiene muchas menos libertades (como el ayuno en el mes del Ramadán: los hui pueden practicarlo, y los uigures no). Un par de clics más y los visitantes leerán que, a pesar de que los Hui tibetanos apoyan los intentos separatistas de estas regiones, la convivencia entre budistas y musulmanes no es tan amistosa como parece. El último ataque abierto se registró en 2008, y aunque se sospecha que aún suceden, son las de la zona uigur de la provincia de Xinjiang las que no se pueden visitar: ni con DNI chino, ni con permiso especial. Amnistía Internacional denunció en 2018 que esas regiones prohibidas no alojaban centros de entrenamiento –como se les llama oficialmente–, sino campos de concentración. Pero ese es otro tema.
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El taller de quien provoca el bamboleode los monjes de Xiahe hace esquina en su interior. Del techo cuelgan decenas de pares de botas negras con puntadas desiguales en las suelas. Son botas que sólo usan los monjes budistas tibetanos, los del monasterio de Labrang, a quienes vende directamente; también a algunos de Langmusi y de Linxia, los monasterios de alrededor que le siguen en importancia. Todo el trabajo es artesano: el corte de las tres capas de piel de yak de la suela, las dos de vaca de la pernera, el recubrimiento exterior de pana, el ensamblaje de las partes y todas esas puntadas torcidas. El precio es de 500rmb el par (unos 67 euros). Halunai aprendió con dieciocho años el oficio de su padre, igual que su padre de su abuelo, y así desde hace un puñado de generaciones.
–Mi hijo va a la universidad: él sí elegirá su trabajo.
Del horno que hay al lado del taller llegan olores salados a pan de tsampa: pan con curri y con comino, con pimentón verde y aceite, con pasas y con nueces. Un poquito más adelante hay un par de restaurantes musulmanes que ofrecen sopa de yak con tuétano, ya que el cerdo –la carne más consumida en China– es un animal impuro. En la acera de enfrente, una librería exhibe la última obra de tres volúmenes del presidente chino: Xi Jinping tan zhiguo li zheng. (En español se ha traducido como La gobernación y administración de China.)

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El año pasado, en 2019, la población de Xiahe alcanzaba la cifra de 92.755 personas, con estimaciones de un diez por ciento perteneciente a la etnia hui musulmana, y el resto dividido entre mitad etnia tibetana, mitad etnia china han. Xiahe ocupa la prefectura autónoma tibetana de Gannan, y toca hacia el norte con la prefectura autónoma musulmana hui de Linxia. A ambos los separan 107 kilómetros de distancia: dos horas y media en coche, cuatro y media en autobús (con nevada asegurada). Desde 1984, los musulmanes que habitaban la población de Linxia –conocida como “la pequeña Meca de China”– fueron los primeros en trasladarse a un Xiahe exclusivamente budista. Se mudaron en busca de un ambiente pacífico, a través de un pacto entre ambos bandos religiosos de Linxia (porque allí hay otro poblado budista como el de aquí). Esto resultó en una independencia que quizá ni soñaron: desde entonces, la mezquita de Xiahe es la única que no depende de ninguna tariqa. De ninguna doctrina musulmana.
–Nos llevamos bien –dice el zapatero–. Los budistas y los musulmanes nos llevamos bien.
Una vez por semana Halunai va a la mezquita a rezar. Se coloca su gorrito blanco y llama a su mujer, que se acicala y toma un velo negro con flores de terciopelo devoré.
Lo curioso es que en Xiahe no se oye la llamada del Imán desde el minarete de tejados verdes en punta rizada. Ni siquiera se puede visitar la mezquita a deshoras: hay que coincidir con los turnos de oración. Entonces el visitante podrá descalzarse y entrar al templo inclinándose, arrodillándose junto a los hombres, que se agolpan al fondo y van reculando por las alfombras de dibujos persas, hasta salir. Una vez afuera, los gorritos blancos se encuentran con los velos negros, y ambos se llevan de la mesa comunitaria un cuenco de sopa de arroz con verduras y una oblea de pan con aceite.
Sin embargo, sí se oyen las oraciones de los monjes de la secta Gelupa, también conocida como la secta del Sombrero Amarillo: son las voces de quienes habitan el monasterio de Labrang. Desde que se construyó en 1709, este monasterio de 800 mil metros cuadrados, tres kilómetros de kora, y varios incendios en su historia –el último supuso la mayor remodelación de su historia, casi ocho años: terminó en junio de 2020 y costó 400 mil yuanes (56.4 millones de dólares) al gobierno chino– tiene la mayor densidad de monjes fuera de la región del Tíbet: 1.500 monjes. A las diezde la mañana es la hora a la que salen a recitar los mantras: las túnicas rojo oscuro bambolean con prisa y se dirigen a su instituto correspondiente: el de Filosofía, el de Medicina, Astronomía, Matemáticas o Tantras. (“Tantra” es la parte mística del Budismo tibetano, que engloba las enseñanzas espirituales y tradicionales.) Los monjes salen con una capa de más porque hace frío, y algunos con crestas amarillas por sombrero: todos van a sentarse en torno al templo principal. «Om mani padme hum», rezan una y otra vez: pureza y sabiduría. Sus torsos se mecen de adelante hacia atrás, sentados con las piernas cruzadas, y de la puerta se escapa un olor penetrante a las velas de grasa de yak. Aquí es cuando los peregrinos paran, se sientan y rezan con ellos; y los visitantes también paran, se sientan, toman fotos disimuladamente, o buscan en Spotify estos mismos cantos, que aparecen en una playlist bajo el nombre de Binaural Temple (pero sólo con las voces de los monjes niños). Entonces ya no se escuchan campanitas ni el arrullo del río, sino sólo las voces de los monjes.

Uno de los monjes, de cuerpo robusto y moreno, con su brazo derecho libre de la túnicay su cabeza rapada, camina alrededor de los que rezan, como si buscara algo perdido. De pronto levanta un pliegue de su túnica rojo oscuro –el color que simboliza fuerza y valentía– y saca un smartphone. El monje graba sin disimulo a las crestas amarillas que se mecen, luego gira la pantalla para atrapar el sol que se cuela por entre las nubes, la gira de nuevo hacia la lengua de humo que sale a borbotones de la estupa norte, y vuelve al punto de inicio: el vaivén de las crestas amarillas. Luego repasa el vídeo y lo sube a sus moments de Wechat, donde sus amigos van dejando corazoncitos. Este monje no es cualquier monje: es quien asiste al rinpoche de Xiahe. Un rinpoche es una reencarnación de un lama: su significado es “el preciado”, y es la tercera figura en importancia en el budismo tibetano por detrás del Dalai Lama y el Panchen Lama.
–El rinpoche está en Tíbet –dice.
Tíbet es la parte del Tíbet que aún se llama Tíbet. Donde Lhasa, donde el famoso monasterio de Potala, que está en lo alto de una montaña y aparece en el billete chino de 50 yuanes. Los tibetanos sueñan con ir en peregrinación a Lhasa y hacer la kora alrededor del templo de Potala, pero pocos pueden. Los que lo consiguen llegan a tardar hasta un año, como cuenta el documental Paths of the soul, que lanzó el tibetano Zhang Yang en 2017. Rezar por el bienestar y felicidad de la humanidad es el mantra que acompasa durante dos horas de auténtica belleza la peregrinación de una partida de once tibetanos –entre ellos el director del filme–, durante casi 2.000 kilómetros. «Om mani padme hum», repiten todos. Pureza y sabiduría.
–Tíbet se divide en tres regiones–dice el monje, y dibuja en la palma de su mano un haba que se divide en tres–: Ü-Tsang, Amdo y Kham. Xiahe está en Amdo.
Amdo tiene registrado su levantamiento más importante en 1958 sobre el que Naktsang Nulo escribió en My tibetan childhood. Esta compilación de memorias se publicó en China en 2007 y fue muy popular entre los lectores tibetanos. El tabú saltó la censura por haberse relatado desde la inocencia apolítica de un niño, hasta que finalmente se vetó en 2010. Aún sigue siendo la obra más publicada de literatura tibetana moderna.

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Hoy, siete de octubre, en un recoveco del monasterio de Labrang, alejado de las crestas amarillas y del monje del smartphone, se oye jaleo. Son manos que aplauden a destiempo y gritos de «¡tsa!». Se trata de los conocidos debates tibetanos. Estos debates son de a dos: un monje que está de pie reta a uno que está sentado acerca de alguna escritura confusa de la filosofía tibetana. Con cada una de las preguntas retadoras hace chocar sus palmas. Entre la muchedumbre, hay una visitante uruguaya, Carla, que mueve las pupilas detrás de sus gafas, curiosa: está repasando mentalmente aquello que leyó en el libro El sonido de dos manos aplaudiendo, de George B. D. Dreyfus –el primer occidental en finalizar los estudios monásticos–.
«El objetivo próximo de la práctica es ganar el argumento ofreciendo razonamientos válidos que respeten plenamente el canon de la lógica. (…) Para los combatientes tibetanos, como para Aristóteles, la dialéctica es entendida como un juego. Igual que un deporte, debatir no tiene otro objetivo inmediato fuera de sí mismo, pero puede ser usado para un propósito superior».
«¡Tsa!», se oye. ¡Acabado! Es el aviso que se da cuando el argumento del defensor se está contradiciendo con uno previo. Si la contradicción se refiere a la misma tesis que se defiende, entonces el retador grita “¡tsa!” tres veces y se da el debate por terminado.
La uruguaya se ajusta las gafas y se sienta a un lado. Saca su cuaderno, su mate, su termo de litro, y se pasa un rato así: tomando notas y bebiendo mate. Vino a enseñar inglés al rinpoche hace casi un año, se prendó de la filosofía de aquí y decidió postular a un doctorado en Tibetología.
–Este es un lugar que te toca la fibra –dice.
Al otro lado de donde ella está sentada se ubican las monjas budistas, de aspecto idéntico a los varones: túnica rojo oscuro, brazo derecho descubierto, cabeza rapada, olor a humo. Lo que sí es distinto es el espacio que ocupan: por fuera del monasterio de Labrang. Sus casas se agolpan en la ladera de la montaña, son más humildes, más pequeñas, y en ocasiones las azoteas son el lugar de recitación porque no les da el espacio en su templo. Las monjas son como espectros que salen a la calle cuando nadie los ve, porque nadie las distingue, y ellas se dejan perder entre los torsos inclinados que bambolean.

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Hoy vuelve a ser siete de octubre, un año más tarde: 2021. Es el año en que China celebra su centenario: por todo el país hay estructuras rojas con el 100, banderitas con el 100, mascarillas con el 100.También es el año en que se produce un cambio de regencia: el administrador de Xinjiang, tras su éxito en controlar las revueltas uigures, toma el cargo del Tíbet. El presidente chino, Xi Jinping, ha querido celebrarlo viniendo al Tíbet por sorpresa hace unos meses, el 23 de julio: la primera vez en más de treinta años que un jefe de estado chino lo hace. «Tashi delek», saludaba Xi Jinping en tibetano: bienvenidos. «Tashi delek», lo saludaban de vuelta los tibetanos: bienvenido.
Hoy, igual que hoy hace un año, el rinpoche que preside con su halo el monasterio de Xiahe está en Tíbet. Hoy oficia ceremonia en uno de los trece templos que tiene bajo su mando, que tiene un patio techado y uno abierto: los cientos de peregrinos que se arrodillan frente a su presencia y le llevan ofrendas se agolpan en el patio techado, y los monjes se sientan en el suelo frío del abierto.
–Alegría –dice una peregrina china–. No es felicidad lo que siento cuando veo al rinpoche: es alegría, que viene de adentro y sale de mí hacia él.
Y simula con la mano una flor que se abre.
–Uno está feliz en su corazón –dice el monjeque lo asistente–, pero cuando ve al rinpoche siente alegría. Cuando ve al buda siente alegría.
Entonces apunta con su dedo índice y dice:
–Es importante usar la palabra precisa.
El rinpoche, engalanado en vestiduras pesadas, con una corona que se le clava en la frente, mira con sus ojos saltones a la multitud. Desde que lo identificaron como reencarnación de un lama, con cinco años, ésta es su vida: el otro, la multitud.
–Buda negó la existencia de un yo –dice Carla–. Por eso hay que desprenderse de los apegos del yo. Vivimos de ilusiones y nos apegamos a ellas sin poder salir de la rueda del Samsara.
La liberación última del yo es «darse de comer a los demonios». Esto es: descuartizar el cuerpo muerto y repartirlo por las montañas a la espera de ser comidos por buitres. Algunos vienen al Tíbet, o a Xiahe, esperando presenciar este espectáculo morboso. Pero pocos realmente se atreven.
En el final de la ceremonia, dos monjes asistentes se acercan al rinpoche y se unen en procesión: los tres zaradean sus caderas hasta las jambas de la sala de oraciones. Allí comienzan a recitar mantras, a mecerse de atrás hacia adelante, y el mesías de ojos redondos lanza granos de tsampa que simbolizan la siembra de buenas raíces. El renacer.
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Hoy es ocho de octubre y el aniversario chino ya ha pasado. En Xiahe, las calles empedradas del poblado budista están tranquilas. Aunque un poco más allá, donde las ruedas de oración que giran, está tumultuoso de peregrinos tibetanos. Las estupas echan menos humo, pero el cielo sigue blanquecino, y los monjes con cara de niño corren: llegan tarde a la lectura de los sutras.
A lo lejos, de espaldas al monasterio budista, al Hotel Nirvana, al café de la hongkonesa, y al taller del zapatero, se puede avistar la chimenea de rayas blancas y rojas que marca el final de este enclave de desencuentros: Xiahe, la ciudad de humo.
