Luz de luna
Sobre un servicio satánico en el Cementerio Central de Montevideo, Uruguay.
Zama me recibe displicente y con guantes negros de piel que paso como sintética. Detrás de él una pequeña procesión de cinco personas silenciosas. Me citó a las 22, pero es la medianoche y recién llegó. No se excusa. Asumo que con mi espera probó mi finura. Mi interés. Es un idiota. Un idiota respetado e idolatrado. Llegué a él por un viejo cubano que practica la santería. No son amigos, pero sí comparten los sobrevuelos por la oscuridad. La sensación térmica es de 5 grados centígrados y la visibilidad no da a más de 20 metros. Auténtica garúa. Buena noche, igual, para el ritual. En la Avenida Gonzalo Ramírez al 1302 queda el Cementerio Central de Montevideo. Vamos a colarnos ahí por un pasadizo secreto. Lamento no poder entrar como la gente. La entrada principal es una fidedigna obra de arte de 12 o 14 metros. Está sostenida por cuatro columnas grecorromanas sobre las cuales reposan cuatro ángeles en posiciones anunciadoras. En el centro una figura potente y abstraída, parecida a un ángel, acurrucada en la altura y con el rostro ensombrecido. Pienso en Durero y en su Melancolía I, pero este tipo de piedra revela una aflicción más auténtica, una violenta resignación que se puede percibir en la pesadez de sus barbas. Abajo tres entradas con formas ovaladas y finales lóbregos. Cada dos o tres minutos pasa un auto a toda velocidad. Nosotros parecemos lémures escapados del camposanto. Entramos por la calle Domingo Petrarca, por un minúsculo y casi imperceptible hueco tapado por piedras y latas. Al entrar, a menos de cinco metros del muro que da a la calle, y en medio de nada, la tumba de Mario Benedetti Farrugia. No es azar este inesperado encuentro. Para evitar la sosería descriptiva él mismo nos dijo en un poema lo que está sucediendo 15 años después de su muerte: una niebla espesa / que se mete en los ojos / que destruye la voz / y lo arrincona a uno definitivamente. Ahí está. Es él el que habla desde el fondo de su tumba. Zama camina rápido entre los muertos. O quizás sería mejor decir entre los edificios de muertos. Los mausoleos son verdaderas residencias para huesos. Hermosos, muchos, descuidados, la gran mayoría. La gente quiere vivir bien hasta después de muerta. Zama pide que vaya más rápido. Soy el último del grupo. Me muevo entre callejuelas centenarias llenas de esculturas en ruinas. El grupo se estaciona en una pequeña placita que es la confluencia de varios pasillos mortuorios. Se hacen en círculo y Zama empieza. Reina la inquietud. Soy el padre de los santos caídos en la oscuridad, pido autorización al rey de las tinieblas para entrar en las aguas descendentes y ceremoniosas de su infinito país, solicito su fuerza para ser el regente del mundo y servir a su voluntad. Me pasan un mate, más amargo que mi recelo por el acontecimiento que presencio. Zama pregona algunas cosas en latín inentendibles para mí. De su gabán saca un libro y lo pone en el centro del círculo que conformamos. A su alrededor pinta con una tiza una estrella de cinco puntas. La procesión de personas ya no es silenciosa. Murmuran cosas que no logro descifrar. El objetivo es el trance, creo. Pienso en Exú, espíritu del mal y dios africano. Nada que ver, pero es lo que se me ocurre, quizás, para no pensar en el demonio y atajar, así, el amenazante congelamiento de mi sangre. Es una ceremonia de posesión. Un culto a la lobreguez del alma humana: aquella cara que no queremos carear. Soy el padre de los santos, dijo Zama. Mi confusión se enreda con mi respiración. Veo que alguien fuma. Preparo mi propio cigarrillo como para tener algo de luz entre mis dedos. Un poquito de luz. No tengo ninguna información elemental o advertencia. Después de insistirle consecutivamente por nueve días Zama me dijo que sí. También dijo que no respondería preguntas de ningún tipo y que las fotos quedaban rotundamente prohibidas. Accedo con una docilidad cada vez más común en mí. Qué lejos estoy de mi rebeldía. Lo que más miedo me da es, indudablemente, toda la simbología católica que nos asedia. No sólo es sufriente, sino muy prieta y especialmente alusiva a la consternación. Inmejorable teatro. Un joven se precipita ante mí y pone su mano derecha sobre mi hombro. Todos lo hacen igual. Zama saca una pequeña calavera que por su forma intuyo que es de gato. La eleva al cielo y pronuncia una oración a la que todos responden a su debido tiempo. Dos personas se abalanzan sobre la estrella y ponen velitas en cada punta. Zama termina su balbuceo y, después de besarla, estaciona la calaverita sobre el libro que es como el alma de la estrella. Mis nervios están a la potencia mil. Siento una extraña cercanía. Algo que quiere entrar en mí. Toso dos veces, con el objetivo de romper con esa sensación. Todos me miran. Hago cara de no poder hacer nada porque estoy resfriado. Es mi mente. Todo esto es mental. Pasa, sí, pero pasa más en la mente de quienes me rodean que en la realidad real. Me consuelo. La voz de Zama trepa una serie de signos lingüísticos, sufre lo que dice y de vez en cuando se detiene. Su repecho es demasiado abrupto. El tipo desciende ante nosotros a un espacio abstracto de sordidez. De su mano, también, nosotros lo hacemos. La mano que está en mi hombro me transmite algo de calor. Pienso en las llamas del infierno. Temo el convencimiento. Hay una ansiedad en mí que se hace visual. Cierro los ojos al compás de la voz de Zama. Voy por una colina rasa. La vegetación es rara, el cielo está abierto, aunque es de noche. Las estrellas me miran y el aire es húmedo. El aire no me toca, yo lo toco a él con mi rostro. Llego a la cima de la colina. Hay una percusión que se funde con los latidos de mi corazón. Siento un espíritu que golpea y golpea. Si deja de golpear muero. Zama permanece a lo lejos, invitándome a lanzarme al vacío. Un vacío fuliginoso, misterioso, tranquilo. El miedo desaparece. La vegetación también. Hay ahora una especie de cobertizo con guirnaldas sacadas de sauces llorones. Mis compañeros de viaje ya se lanzaron todos. Alguien me mete la bombilla del mate en la boca. Succiono. Me sabe más áspero. Me lanzo. Zama está vestido de rojo. Me reflejo en su frente sudorosa. Las cinco velas apenas se ondean en medio de la bruma. Parecen clavadas en el asfalto, especies de nichos palpitantes entre los nichos más grandes que somos nosotros. Me siento muerto y se siente bien. No quiero es que me entierren. Abro los ojos. Zama tiene un cuchillo entre las manos y se corta un dedo, lo lame. La imagen de Zama con sus labios colorados por la sangre me despierta una sensibilidad desconocida. Sicalíptica, podría decir. Se pone de pie y empieza a contorsionarse suavemente. Es el diablo. Pienso. Ya está adentro. Somos sombras balbucientes alrededor de la gran opacidad danzante que es Zama. De las gargantas brotan aligerados cantos. Estamos reunidos para recibir tu comunión, tu paz, tu oscuridad que nos hará libres, dice Zama. Sigue con su latín de mierda que todos parecen entender menos yo. Hace la mímica de abrir una puerta. Nos invita a seguir uno a uno. A estas alturas la mano que no se separa de mi hombro es la mano de algún anticristo. Entramos al palacio de la noche. El techo está sostenido por un palo central y el suelo es de tierra apisonada. En un rincón hay un altar coronado con rosas negras. Allí, símbolos puntudos que no logro reconocer. Estamos apretados unos contra otros. Zama entona las primeras notas de una canción que todos siguen en coro inmediatamente. Giramos en círculo en el sentido contrario de las agujas del reloj. La danza es simple: un pataleo de doble ondulación corporal, primero las piernas, después el torso. Suave, como cuando se hace el amor con mesura. Zama conduce. Ya no hay pausas. Alguien hace sonar una campanita. Doce veces suena. Su sonido es agudo, como el reflejo del espanto en mis ojos. La atmósfera se hace pesada, pero sostenida. Se siente calor en medio del frío invernal. Mi cuerpo me es insoportable. Bruto. Zama muestra el indicio de una ligera oración. El libro reposa entre sus manos. La mano desaparece de mi hombro. El espíritu conjurado ha descendido sobre nosotros. No siento mis brazos. Zama canta. Todos estamos paralizados como los sarcófagos que nos rodean. Se apaga una vela de las cinco. Se apaga la otra y la otra y la otra y la otra. Es magia. Zama nos chorrea con agua tibia de mate que sale de su boca: llega, luz de luna, ya, quédate en mí antes de la llegada del sol, que reine tu penumbra en el campo de batalla que soy, no me abandones hálito mineral, hazme voz en la tierra y espíritu en tu reino, soy tuyo en la eternidad, guerrero en tu tiempo ¡Oh, Satanás! El trance es unidimensional. Calmo. Mi paso tieso, mis ojos fijos y atónitos siguen la estela de humo que se desprende del rostro de Zama que a su vez derrama la yerba del mate sobre la estrella recién fundida. Su voz ha mutado a gutural y sus expresiones, aunque en español, me resultan inarticuladas. Un extraño polvo se desprende del suelo, tórrido, espesando el aire que se pega generosamente a mi abrigo, haciéndome pesar siglos. Zama tiene los ojos inflamados y tres personas se remolinean en torno a su cuerpo hasta caer arrodillados ante el padre de los santos. Zama saca su cuchillo y agarra las manos de sus feligreses. Corta brevemente el dedo índice de la mano izquierda de los tres. Seguidamente los tres prenden cigarros para apagarlos con la sangre que emana de sus respectivas cortaduras. Los tres cigarros son entregados al líder que los vuelve a prender y los pasa delicadamente por su boca. Aspira el humo ensangrentado. Tres pitadas a cada cigarro. Versos anómalos. Zama apaga con su lengua cada cigarro y lo devuelve a su respectivo dueño. Los cuerpos permanecen arrodillados y Zama toca sus frentes con la parte plana de su cuchillo. Le hallo a Zama el total aspecto de sacerdote. Un gato se pasa por entre el altar. Los cuerpos sufren lánguidos estremecimientos. Con los ojos cerrados se paran, uno a uno. Siento la culminación cerca. El alba también. Miro mi reloj. 2:47 am. En silencio todos se reincorporan. Algunos estiran. Otros arman tabacos. Un nuevo mate empieza a dar vueltas. Sorbo. Mi garganta, seca, lo agradece. Zama guarda sus cosas. Nos invita a salir. El cementerio ruge con un entresijo parecido al del sacramento que acaba de suceder en sus entrañas. Una tumba abierta nos regala el perfume de su letargo. Alguien se detiene y alumbra. Los huesos, deshojados, son tristes garabatos. La muerte duerme, libre del desdeño de la vida. En los cementerios los únicos que guardan secretos son los gusanos, cuyo principal talento consiste en derraparnos hasta volvernos culinaria. Seguimos. Otra vez la marfilada tumba de don Mario. Alcanzo a leer “Defender la alegría como a una trinchera”. Pobre viejo. Prefiero a Onetti que demostró que no hay más infierno que la tierra. Temo que Zama lea los pensamientos y descubra mi subversión. Otra vez la calle Petrarca. Más sola que nuestras almas. Todos agarran la misma dirección sin mencionar una sola palabra. Zama me aborda: andate, me dice. Sí, me voy. Le muestro mi mano derecha a modo de despedida. Zama se pone sus guantes y me ofrece su mano izquierda. Se la aprieto como queriéndole expresar la serenidad que no tengo. Le pregunto si la piel de sus guantes es sintética. Me dice que no y con la derecha saca del bolsillo de su gabán el cráneo de gato. Hacemos colisionar nuestras miradas. Se va. Sigo mi camino, un poco tambaleante, respirando el aire fresco. Mezcla de turbación y firmeza. Pienso en Los Cantos de Maldoror y descubro como fehaciente el hecho insólito de que su autor haya nacido en esta ciudad. Al cabo de quince minutos de caminata gélida y ensimismada por la Rambla República Argentina, por fin me cae la ficha: prefiero más la noche y el cielo que los dioses de los hombres.
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