Morir dolía menos

Libros, cartas, obsequios y toda clase de correspondencias y presentes de parte de familiares lejanos que Diana Marín se encargaba de acumular para entregar durante su visita mensual a diferentes presos.
Libros, cartas, obsequios y toda clase de correspondencias y presentes de parte de familiares lejanos que Diana Marín se encargaba de acumular para entregar durante su visita mensual a diferentes presos.

De Colombia, por Estados Unidos hasta China. Historia de un ostracismo. 

EL PRINCIPIO

En busca del 2015

Mucho antes de que comenzara su labor como aseadora en Georgetown, pero justo después de llegar a Estados Unidos, Diana se instaló en casa de una amiga: «Era la única persona que me entendía, porque tenía a su esposo en la prisión de Dongguan». Diana Marín, ya con cincuenta y un años y recién llegada de China con la mente puesta en su hijo y el corazón entregado a un prisionero colombiano condenado a muerte desde 2012, abrió la ultima carta de Carlos Barrera:

De Barrera para Diana:

Hola, amor de mi vida, hoy quiero que sepas algo muy importante: te adoro demasiado y me haces mucha falta. Aquí ni entran ni salen cartas: cero visitas de abogados o cónsules. No venden comida y, para mi tristeza, tu última misiva la recibí el 21 de enero. Yo estoy bien, pero no sé por cuántas semanas continuará esta situación. Mi vida, no te vayas a desesperar. Mi cielo, si no estás trabajando, yo prefiero que te vayas para Colombia a descansar, estar pendiente de tu dinero y familia. Vuelve cuando todo se normalice, yo confío en ti y sé que no me vas a fallar. Esta es la mayor prueba que Dios nos puede poner para saber si realmente nos amamos lo suficiente, tanto, como para soportar todo esto. Si me esperas sin desfallecer, será porque realmente nos pertenecemos y estaremos juntos hasta la muerte. Negra, juro que no renunciaré a ti, ¿y tú?”.

—Pero esto pasó mucho después, ¿no?

—Tiene razón.

—Volvamos al principio.

Entonces, Diana eleva una oración y, al término, repite que hace un año llegó a los Estados Unidos. Hace frío, es la hora del almuerzo y el tiempo se desliza, lento. En un rato, Diana sostendrá un recipiente con carne y arroz.

—Pues, recuerdo que ese día, lunes de 2015, yo me encontraba en la cocina cuando llamaron a la puerta. Era mi prima. De repente me pareció verla muy triste. No podía ni hablar, la pobre. Me abrazó largo rato y, entre lágrimas, me soltó que Juan había llevado droga a China.

SILENCIO

Es 20 de julio de 2015 —día de la Independencia— y los colombianos paladean el aroma del Acuerdo de Paz, que se está firmando en La Habana, Cuba. Ha pasado una semana desde que las FARC-EP aceptaron el cese al fuego unilateral y el país parece estar en un sueño. En toda Colombia se cuenta la historia de una modelo que cayó hace dos días en China, queriendo ingresar una laptop que tenía por hardware 610 gramos de cocaína.

—Era la novia de mi hijo. Ellos dijeron que irían a Panamá para comprar ropas, juguetes, zapatos y otras vainas para vender en Medellín, pero vea en lo que terminó todo. Ambos encerrados. Mi hijo Juan, dos días después.

A partir de ese momento, los medios de comunicación nacional, ávidos, circularon cualquier cantidad de noticias en relación con los presos de China, y el tema resurgía cual naciente luego del caso de Juan Esteban Marín, del dolor de su familia, de las mentiras que urdía junto a su expareja; su condena y las palabras de su madre.

—Fue horrible —dice Diana—. Todo el mundo enterándose y una vuelta nada por dentro.

Con los sentimientos de aquel momento diseminados por toda la casa, recuerda que, al volver en sí, cayó de rodillas frente a su prima y le envolvió con fuerza la cintura. Recuerda haberse sentido sola, y también que Simón, su hijo menor, salió de la habitación y enseguida las encontró. Diana se le acercó, mirándolo como si también lo fuera a perder, y lo abrazó fuerte, buscando en sus ojos para decirle que su hermano estaba en problemas, pero Simón no pudo evitar pensar que ver a su madre así era un castigo y, con ademán raudo, la abrazó hasta el fin, hasta que su madre recuperara la calma para hablar.

—¡Capturaron a Juan! grité, y Simoncito se quedó parado, en silencio.

En medio del desespero, marcaron a su celular para verificar siquiera la voz de Juan, pero quien contestó fue el buzón con el mensaje grabado que advierte el cobro a partir del momento.

—Le dieron quince años y lleva ocho dice. Como ha conmutado ya varias veces, quizás le reduzcan la pena. No sé qué decir. Los años pasan y cada vez más y más dolor. Una tiene que trabajar muy duro para poder estar bien y tratar de tener a su hijo con lo necesario en esa prisión.

HASTA LUEGO

Almorzar y recordar, Estados Unidos, (2022)

Absorta en recuperar a su hijo, abandonaría todo por cuanto había luchado en Colombia. Por aquel entonces, Diana tenía cuarenta y siete años y hacía las veces de asistente de gerencias en una empresa de mármoles de Medellín. También lavaba uniformes para tenientes y médicos.

—«Todo está decidido», le dije a Simón: «Irás con tu papá a Miami». Y él, todo lindo mi niño, viéndome empacar, me preguntó: «¿Y tú volverás con Juan?» Y yo no supe qué decirle.

Se tumbó ante la incapacidad de soportar aquel río de verdad inmediata y aligeró su cauce, actuando turbada. Empacó y desempacó, y hasta se la vio haciendo llamadas bajo una impotencia que tenía lugar en la cocina, desde donde se escuchaba a Simón replicar, desde otro extremo:

—Má, ¿tú volverás con Juan?

Y nada más, en menos de una semana se estaban abrazando en el aeropuerto y, hasta luego.

—Creo que así comenzó todo —dice y se manda otro trozo de carne. Quedan pocos minutos de la hora del almuerzo, ahora Diana sostiene el recipiente con una mano, mientras explica que, debido a su oficio de aseadora, ambas le duelen. Un espacio de silencio surge como paréntesis y el tiempo del almuerzo se discurre, plácido, y más canecas repletas la esperan y otra corriente de dolor sigue ahí, habitándola, como una chispa hambrienta, a punta de acabar con todo.

—Estoy tan cansada —dice.

El Chin, Chin de DIANA

Aseadora en Georgetown, Estados Unidos, (2022)

—Sí señor, así comenzó todo —continúa, Diana.

La vida se le fue al borde por aquella época, envuelta en un tropel de pensamientos y enfermedades que aún hoy la asaltan.

***

Tiempo después de que se quedara atrapada en el instante desesperado de su independencia nacional, y poco antes de que su aflicción —como un mechero encendido—, la consumiera lento, hasta la artritis, no había ningún motivo especial para renunciar. Ninguno. La misma Diana que se visionó en China en tanto que recibía la noticia de que su hijo mayor venía de ser capturado, ahora, envuelta por la lluvia de los años ya caídos y secados en su persona, recuerda todo con el desaliento que sólo entrañan los dolores de por vida: «Cuánto hubiera dado porque de verdad se hubiera ido a Panamá, a conseguir chiros y cosas varias para vender, y no que acabara con drogas por allá», gorgoteó.

—En 2021, luego de que me expulsaran de China, me vine para Estados Unidos y de entrada comencé en muchos trabajos, sobre todo como aseadora. Un día, con un montón de sábanas sucias encima, sentí como un dolor en el pecho, como punzadas.

Explica, aludiendo al paro cardíaco que la alcanzó en el lobby del Hilton Hotel Downtown de Miami: «…Y no hace mucho, me tuvieron que hospitalizar, por problemas de presión. Mire usted, traigo el corazón maleado y los dedos en gatillo», y se va, sacudiendo su figura delgada, metida en un uniforme blanco de lavavajillas con botones adelante, como de enfermera, pero que es propio de las aseadoras de la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown, en Washington, DC.

***

Para llegar al trabajo, Diana atraviesa la carretera de Maryland con el aliento gélido de la madrugada y la luz débil de los coches que resaltan en la oscuridad del mundo.

Una vez está ahí , Diana comienza a arrastrar unas canecas repletas. El ducto de basuras de la Facultad no está lejos, pero lo parece debido al silencio que raya los pasillos. Como aún es temprano, Diana no podrá contar nada, sino hasta el mediodía: «Tendremos el tiempo del almuerzo», dice.

En la Facultad  como sus otros colegas de trabajo, Diana empuja canecas —más bien bidones—, y los deja vacíos y vestidos con una bolsa negra, profunda y oscura, como su suerte. Hoy lleva unos guantes amarillos que le quedan grandes, pero dice que no es para preocuparse. Han pasado casi diez años desde que su Juan cayó a la prisión de Dongguan —al sur de China— y para ella el rigor de la nueva vida es distante de lo que anhelaba antaño, cuando no era una errabunda y podía acompañar a sus hijos en el paso del tiempo. «Es tan triste», dice, encogiéndose de hombros, dejando la caneca a un lado y quitándose los guantes. Una sonrisa impostada se le escapa y prevalece con el albor del uniforme.

Al interior de la Facultad, los suelos juegan a baldosas finas y es por eso por lo que los zapatos de aseadora suenan chin, chin, al paso, como un columpio ajado.

Chin, chin.

RUTA A LA PRISION

La ciudad de Guangzhou, con más de doce millones de habitantes, duerme al borde del Río de las Perlas. Es una de las regiones más pobladas del mundo y la tercera más extensa de China, después de Shanghái y Pekín (respectivamente). Tan atestada como juntar a Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla; ciudades más pobladas de Colombia.

Para llegar a la prisión, Diana toma el bus desde Guangzhou hasta los portales de ingreso de la Estación Tiyu Xilu, debajo de Tiyu Road West, en el distrito de Tianhe. Va a paso ligero, ilusionada por el reencuentro con su hijo. Quiere encerrarlo entre sus brazos. Es el año después de la pandemia y, como le era habitual desde 2015, al llegar a la estación la sorprenden el rugir metálico de los subtes y ferris, como un dragón.

La prisión de Dongguan, en la localidad de Shilong, se encuentra a casi dos horas desde Tianhe. Si Diana quiere llegar con buen tiempo tiene que embarcarse en un ferri de horario programado para seguir su curso a través del largo y caudaloso Delta del Río de las Perlas, que en su recorrido acaricia Hong Kong. Siempre toma la nave sin problema y, en menos de lo esperado, llega al centro penitenciario donde unas puertas con cerradura de accionamiento eléctrico impiden cualquier tipo de contacto. Al franquear, se superpone un ambiente mustio que acaba por condenar hasta al visitante más cándido. La cosa es así: en un primer momento —con el afán de los familiares—, el tiempo de visita parece justo; pero luego de una hora, cuando los obligan a salir, el llanto aflora sin consuelo y se extiende por el éter de los pasillos. Ahí estaba Juan.

Al término de su pena, Juan Esteban tendrá cerca de cuarenta años y Diana, si no la alcanzan otros males, rondará los sesenta. Ahora mismo, sin más, restan menos de quince minutos de la hora del almuerzo. Diana llora.

—¿Continuamos?

—Sí —dice, limpiándose la cara—. Yo puedo. Deme solo un momento, que son muchas cosas.

AMOR Y DESPEDIDA

Vengan las ilusiones, no se vayan (Georgetown, 2022)

—Ya casi debo volver al trabajo —dijo Diana, mirando su teléfono celular.

Restan menos de diez minutos para que retome su labor, pero decide continuar, con el recipiente entre sus manos, ya vacío.

***

Iba sólo por Juan, pero se tumbó enamorada de un condenado a muerte. La mañana que se conocieron, él estaba con su ropa de prisionero y el rostro entristecido, como anochecido. Tenía casi la misma edad de Diana. Había sido policía en Bogotá y cayó en 2012, cuando intentó fraguar una acción de narcotráfico que arrastró a un puñado de gentes con droga en las entrañas. De esta manera, quienes cayeron con Barrera se sumaban a los 138 presos que, según el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia, tenía China para el 2015. Carlos Barrera estaba atado a una pata de la cama, como un oso en un cepo, había perdido a su familia y, con una pena de muerte a cuestas, nada parecía importarle. Se quejaba todo el tiempo.

Tenía cáncer.

Mes a mes, durante las visitas, se cruzaron la mirada en el instante en que Diana pasaba por el centro del pasillo, custodiada por la guardia del penal. Él le hizo llegar la primera carta, durante una de las visitas a Juan. En la misiva, sin presentarse, daba una lista de dolores a causa de la enfermedad que crecía en sus vísceras, comparaba la prisión con el olvido, hablaba de la vida como un quijote, de la tristeza y, con un tipo de gratitud sospechosa, la pretendía, precisando lo bien que se sentía al verla cada mes, yendo a por su hijo.

—No sé cómo pasó —se interrumpe—. Aquel hombre me hizo perder la cabeza desde el primer momento.

Al cabo, sin darse cuenta, se vio convertida en una especie de heraldo; encargándose de los papeles y gestiones que Carlos le pedía:  «La verdad es que después me hizo mucho daño. Tuve frustración y emociones muy fuertes. Ahora me la paso yendo a visitar una cardióloga, pero yo creo que puedo dejarlo,. Me refiero a Carlos. Dejarlo para dejar este sufrimiento.»

Muchos años después, la correspondencia continúa, fértil, como un caudal. Diana ha intentado convencerse de que aquellas palabras que Carlos empleó desde un principio para conquistarla no significaran su propio beneficio: «Porque un hombre encerrado y condenado a muerte es capaz de todo», dice.

—Sin echar nada en cara, pero todo lo que yo hice por él, como una estúpida, para que al final siguiera enviando cartas a su exesposa.

Una semana después de enterarse de la supuesta última carta, una copia le llegó a Maryland en un envío furtivo por parte de la secretaria del consulado de Colombia en China, una señora con quien Diana sostuvo buena relación.

De aquella carta brotaban las palabras del hijo de Carlos, quien contaba que estaba entrenando para ser arquero de fútbol y que ya tenía 1.58 de estatura. Que el colegio iba bien. La esposa, por su parte, contaba un revés a causa de una carta que se había extraviado en la odisea de los correos de octubre y que apenas había logrado recibir en marzo de 2022. Hacia el final, la esposa escribió que aún lo amaba y que, con el nuevo presidente de la República de Colombia, Gustavo Petro, llegaban nuevas posibilidades en las relaciones bilaterales.

A lo lejos, alguien hablando en inglés interrumpe a Diana, sus recuerdos:

—Yes, thank you —responde, sin mucho estilo. En su brazo izquierdo se lee un tatuaje que dice ‘Carlos’ y una fecha.

—Lo hiciste.

—Sí, aquí tengo eso. Y otro más, cerca del hombro, que después le enseño. Los hombres —opina—: son todos iguales. Pero bueno, culpable una que se deja embobar.

Mira la hora en la pantalla de su celular, donde el tiempo, que gravita sobre la imagen predeterminada de unas montañas azules, excede al concedido para su almuerzo.

—Otro día volvemos a hablar —respira hondo y se incorpora, planchándose el uniforme con las manos—. Ese Carlos que se joda. La última vez me dijo que le diera un medicamento que costaba mucho dinero, porque se le había explotado una muela, mientras dormía. Que no tenía dinero, dijo. ¿Qué más quería de mí? ¿Y su familia? Yo sólo quería ir por mi hijo, mire.

De Becerra para Dina:

Hola, amor, la verdad muy bajo de nota por muchos motivos, y tú eres uno de ellos. Mi genio en estos momentos no me deja pensar y, por lo mismo, te pido disculpas anticipadas si en algo llego a ofenderte. Primero: según el doctor, mi cuerpo perdió todas las proteínas, calcio, vitaminas y hasta los deseos de vivir. Por tanto, esto llevará mucho tiempo hasta volver a la normalidad y, prueba de ello, es que durmiendo se me explotó una muela que no presentaba ningún problema, y eso hizo que la que tenía enferma se acabara de dañar. Pasé una solicitud para que me llevaran al hospital y me dijeron que no había problema, pero que antes debía cancelar la reparación de las muelas. Me tocó hacer otro oficio aceptando, firmando y colocando la huella. Por el momento, no sé cuánto dinero necesito, pero quiero que hables en el consulado y digas que usen el dinero necesario; queluego arreglas con mi familia. Habla con mi familia, por favor, y, negra de mi corazón, diles que el estómago tampoco me quiere funcionar bien.

Diana toma una bolsa negra, vacía. En sus pupilas hay un brillo como dos lucecitas y, alrededor de su cuello, un trapo sucio prevalece con el color de la nueva vida. El color de su suerte. Se agarra de nuevo la coleta dorada y se dirige hasta el ducto de basuras. Está sola y hace como que nadie más la ve. Dice que quiere guardar la bolsa en un armario, pero va hacia el ducto, hacia su destino, quizás hacia China, Colombia o Miami. Más tarde, tendrá que lavar la loza en la cocina de la facultad, y luego correr a la estación para tomar la línea de metro que la lleva hasta la casa de su amiga en Maryland, de donde se irá pronto, al sentirse menospreciada. Diana dice que volverá a China para el 2023, pero para entonces se topará con un Juan gris, como el hierro de los subtes de Tiyu Xilu, y Juan le dirá que se vaya: «Seguro está confundido», pensará, Diana. «Pronto saldrá», se dirá a si misma. Pero hoy, antes de regresar a casa y poco después de sentirse tonta por enamorarse de un condenado a muerte, deberá seguir trabajando, enferma. Así que levanta una bolsa negra vacía para cambiar la que está repleta y, por un descuido, todo se le viene abajo.

—¡Hijueputa vida! —dice y su eco la persigue—. ¿Por qué nada me funciona?

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