El polvillo que contamina el mundo: así es el eje del carbón entre Colombia y Alemania
El carbón es una de las principales fuentes de energía en el mundo y el principal causante del calentamiento global por los gases que se emiten en su combustión. Colombia, el mayor productor de carbón de América Latina, y Alemania, el mayor consumidor de carbón en la UE, protagonizan el principio y el fin de una cadena, pero están unidos por algo más complejo que el deterioro del medio ambiente.*
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El objeto más valioso que tiene Eckhardt Heukamp, un agricultor alemán de 58 años, es una lápida de mármol negro. La piedra oscura y polvorienta reposa apoyada en una pared de la granja que habita temporalmente desde que tuvo que abandonar la suya. Está al revés y pesa mucho, porque Eckhardt necesita algunos minutos para maniobrar y poder girarla. En ella se lee un listado de nombres con fechas que van desde 1821 a 1932. Con sus dedos gruesos, de uñas mordidas, Eckhardt señala el último: Anna Heukamp-Helpstein, 1893-1932. “Era mi abuela por parte de padre”, explica. Es lo único que le queda de sus antepasados después de que el cementerio de Immerath fuera derruido en 2018 para ceder los terrenos a la mina de carbón.
Muy a su pesar, Eckhardt Heukamp se ha convertido en una cara conocida de la resistencia al avance de la empresa eléctrica RWE en la región de Rheinisches Braunkohlerevier, en el Estado alemán de Renania del Norte-Westfalia. A pesar del apoyo de miles de personas que llegaron de todo el mundo y de pelear por todas las vías legales para evitar la destrucción de su granja, este agricultor no pudo impedirlo. Fue la cuarta y última generación que labró esas tierras que ahora forman parte de la mina Garzweiler.
El 15 de enero de 2023 la policía desalojó a la fuerza a los últimos habitantes de Lützerath, un pequeño pueblo alemán convertido en un símbolo del activismo climático y donde Eckhardt Heukamp se aferraba a su legado familiar. Pocos días después, las excavadoras de la mina arrasaban la zona, habitada desde el siglo XII. Hoy, en lo que antes eran sus casas, calles y prados, una gran grúa negra remueve capas de tierra oscura para sacar el lignito, que es el tipo de carbón que más abunda en las entrañas de su suelo.
A más de 8.000 kilómetros de Lützerath, en Provincial, un resguardo indígena Wayuu, ubicado al sur de La Guajira, en el Caribe colombiano, Mayra Quintero, de 36 años, prepara el fuego para asar medio costillar de chivo. Entre la brisa seca e hirviente del mediodía, una niña, con sus pies descalzos y una pulcra manta celeste, persigue un grupito de gallinas. Acostada en un chinchorro, entre dos arbolitos, una anciana observa con melancolía los movimientos de la niña. Debajo de una mesa incrustada en el piso sin cemento, un perro raquítico muerde el aire intentando atrapar alguna de las moscas que lo merodean. Un chivo, parado sobre un cúmulo de costales de fique, vigila los cortes que Mayra hace a lo que queda de eso que hasta ayer era su semejante.
¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!
Las explosiones hacen que la calma se vuelva un recuerdo. Mayra apenas se despeina. La niña corre hacia ninguna parte. Las gallinas se estremecen y se extravían entre cactus y malezas, pisándose unas a otras. La anciana queda sentada, con los ojos cerrados, la boca abierta y las manos en sus oídos. El perro, como un rayo, va a parar a la penumbra de la parte baja de un auto oxidado y del chivo mirón sólo queda el recuerdo.
“Esto es normal, diario, sólo que ahora no avisan, pero hasta hace algunos años, dos o tres minutos antes de las detonaciones, sonaban unas alarmas que lo ensordecían a uno, pero bueno, por lo menos advertían que se venían esos estruendos terribles”, explica Mayra con el cuchillo entre sus manos.
Mayra señala el lugar exacto de los estallidos y vaticina, para los próximos minutos, columnas de humo negro. Efectivamente, el cielo empieza a mancharse y, aunque las voladuras no fueron tan cercanas, al cabo de media hora empiezan a picar los ojos y un vaso con agua se torna azabache. Hay días en los que el polvillo puede llegar a ser tan potente que, tras los estallidos, la comunidad se apresura a desmontar sus tendederos de ropa con el objetivo de evitar percudidos totales. Lo que no se salva son los techos y las fachadas de las rancherías indígenas que de a poco han ido perdiendo su característico color ocre para pasar a una profunda opacidad sólo comparable a la del carbón que, pasada la una de la tarde, aún no hace humear las costillas.
En 2022 Colombia volvió a posicionarse como uno de los proveedores más importantes de carbón para Alemania. Aunque el país europeo produce lignito, sus necesidades industriales son mayores y por eso importa otros tipos de carbón. Estados Unidos y Rusia han sido los principales proveedores de este combustible fósil, aunque también procede de otros países como Colombia o Australia. En 2011, un 25% de toda la hulla importada por Alemania procedía de las minas colombianas. Esta cantidad fue descendiendo, a la vez que Alemania iba desarrollando su propuesta de descarbonización progresiva, que está previsto que finalice en 2038. En 2021 el carbón colombiano apenas representaba un 5% de esas importaciones, pero la guerra en Ucrania y el veto al carbón ruso supuso un cambio de tendencia. Lo que no ha variado son las denuncias y quejas interpuestas no sólo contra el Estado colombiano, por omisión, olvido y conflagración, sino contra las empresas mineras por persecuciones, violaciones a los derechos humanos y daños ambientales en detrimento de las poblaciones ancestrales que viven (o vivían) en los alrededores de El Cerrejón.
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Al quemar carbón para producir energía se emiten cantidades ingentes de gases contaminantes como CO2 (dióxido de carbono), SO2 (dióxido de azufre), NO2 (dióxido de nitrógeno), entre otros, que van directamente a la atmósfera provocando fenómenos como el efecto invernadero y el calentamiento global. La huella de carbono crece de forma progresiva: ya los datos del Parlamento Europeo informan que sólo en 2019, el sector energético fue el responsable del 77,01% de las emisiones de gases de efecto invernadero en la UE.
Según el lobby climático Ember-Climate, a pesar de que la eólica y la solar se perfilan como las fuentes energéticas del futuro, en 2022 el carbón fue el origen del 36% de la energía global, por encima de la suministrada por otros combustibles fósiles como el petróleo y el gas natural.
Actualmente la UE se encuentra inmersa en un proceso de descarbonización paulatino. Aunque el carbón sólo produce el 16% de la electricidad del viejo continente, hay Estados que todavía tienen una gran dependencia de esta fuente de energía.
Según Beyond Fossil Fuels, una alianza de más de 60 organizaciones de la sociedad civil que busca eliminar los combustibles fósiles en el sector eléctrico de Europa, Alemania es el primer país europeo en producción de carbón y el octavo a nivel mundial. Además, ostenta el título dentro de la UE de ser el principal emisor de CO2. La región de Rheinisches Braunkohlerevier ha sido tradicionalmente minera, como su nombre indica (en alemán, kohle es carbón y braunkohle es lignito). Situada muy cerca de la frontera con Países Bajos y Bélgica, allí se encuentran las minas activas de carbón más grandes de Alemania.
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El paisaje alrededor de las minas alemanas de Garzweiler, Hambach e Inden alterna estilizados y blancos molinos eólicos con las grúas que escarban el suelo para extraer carbón. Todo pertenece a la multinacional RWE. Las minas son tan grandes que se pueden distinguir desde el espacio. El 6 de septiembre de 2022 la mina de Hambach fue elegida como “imagen del día” por la NASA con una fotografía realizada desde la estación espacial internacional. En ella se aprecian perfectamente sus más de 44 km2 en diferentes estratos que, desde lo alto, parecen las páginas semiabiertas de un libro cuyos tajos llegan a los 300 metros por debajo del nivel del mar. Las minas producen anualmente 100 millones de toneladas de carbón (lo que supondrían 240 millones de toneladas de CO2 emitidas a la atmósfera). RWE es la mayor eléctrica de Alemania y en 2022 su beneficio neto fue de 3.232 millones de euros.
En pleno siglo XXI, el carbón es una fuente de energía tan barata como contaminante. China es el mayor productor del mundo de carbón, con más de 4000 toneladas al año. Le siguen India, Indonesia, Estados Unidos, Australia y Rusia.
Colombia es el mayor productor de carbón en América Latina. Aunque la tendencia es potenciar las energías renovables, reducir la dependencia del carbón es una tarea complicada. La extracción de este mineral supone una fuente de ingresos considerable a la que no puede (ni quiere) renunciar, a pesar de las buenas intenciones para aumentar el gasto social o luchar contra el cambio climático. Según el Ministerio de Minas y Energía de Colombia, la actividad minera del carbón es fundamental en la economía e industria del país. En La Guajira y Cesar, las zonas productoras, representa más del 35% del PIB y el 70% de las exportaciones.
La opacidad y confidencialidad en la industria hace muy difícil conocer el origen exacto del carbón que se quema en las centrales térmicas europeas. A lo máximo que se llega es a saber de qué países se importa el mineral, pero no la mina de donde procede. La industria del carbón se mueve por la oferta y la demanda y las grandes multinacionales que están detrás son las grandes beneficiarias de este mercado.
Hoy, El Cerrejón, el complejo de explotación carbonífera a cielo abierto más importante de Colombia, pertenece a tres multinacionales mineras, de las cuales dos son las más grandes del mundo: Glencore, BHP Billiton y la Anglo American. A pesar de que su tamaño equivale a casi 10.000 campos de fútbol, no existen imágenes aéreas ni de satélite que permitan establecer la inmensidad de una de las minas más grandes no sólo de América, sino de todo el sur global. Una realidad en la que por cada 100 dólares de carbón extraído, sólo 20 centavos de dólar le quedan, no a las comunidades afectadas, sino a la gobernación de La Guajira, el departamento con el mayor número de personas viviendo en situación de pobreza y de miseria sin acceso a agua potable, y uno de los departamentos con más debilidad institucional y numerosos casos de corrupción en Colombia.
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En un trozo de carbón hay una memoria impresa de la historia. El carbón es una pétrea víscera de la tierra resultado de la acumulación y fusión de resinas y plantas en condiciones de presión elevada durante incalculables periodos. Esos extensos mantos de tierra, en un proceso conocido como carbonificación, se transformaron en profundos baches de materia orgánica: yacimientos de carbón. Hace 100 millones de años, cuando la Tierra estaba poblada por los dinosaurios, se terminaron de forjar esos generosos depósitos de este mineral que hoy explotamos.
Se cree que fue el filósofo peripatético y botánico griego Teofrasto (371-287 a. C.) el que, sin quererlo, descubrió el carbón mineral. En su libro Historia Plantarum hay algunas referencias concretas a enormes rocas oscuras con cualidades inflamables que permanecían en el subsuelo gracias a la sedimentación de residuos de plantas tan arcaicas como los astros que adornan el firmamento. Tres siglos después, a la par de la existencia de Cristo, fueron los chinos los que empezaron a escarbar la tierra y a reemplazar el viejo carbón vegetal (que es el que proviene del calentamiento de maderas o cortezas silvestres) por este carbón mineral. Para ese momento su uso se reducía a necesidades básicas: producción de calor, protección, iluminación y cocción de alimentos.
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Conocida desde el año 1113, Aachen es la zona carbonífera más antigua de Europa. Aquí se encuentra el Energeticon, un museo dedicado al carbón y a la energía. Localizado en el pueblo de Alsdorf, sobre el emplazamiento de la antigua mina de carbón Anna II (clausurada a finales del siglo pasado), es un buen ejemplo de cómo hacer atractivo para el turismo un lugar ambientalmente devastado donde antes la única opción económica era la explotación del lignito. Ahora, los antiguos edificios de la empresa minera albergan el museo, la recreación del interior de una mina, una capilla de Santa Bárbara (patrona de los mineros), numerosas salas para eventos y actividades y otros espacios como un auditorio y un restaurante. Hay objetos y materiales relacionados con el pasado minero del lugar por todas partes. Sin embargo, no hay sensación de nostalgia o decadencia, sino más bien de dinamismo y futuro.
Paul Breuer tiene 71 años, es economista jubilado y en su tiempo libre oficia como guía de inglés y francés en el museo. Nieto de mineros, cuenta que uno de sus abuelos murió en un accidente en la mina y el otro con los pulmones 100% podridos por silicosis. Su padre no se quiso dedicar a la minería y trabajó en la administración. Él mismo, siendo estudiante, durante unas vacaciones entró a una de las minas y la experiencia le marcó para siempre: no quiso volver nunca más.
Al igual que en muchas zonas de todo el mundo, aquí la minería supuso una fuente de prosperidad política, social y económica. “Lo llamábamos oro negro por toda la riqueza que trajo”, explica Paul Breuer. Hay una frase en alemán que hace referencia a ese poder que aportaba este combustible fósil. Utilizada todavía, la expresión kohle haben (tener carbón) se emplea para referirse a alguien rico o con poder.
La visita acaba en un espacio cuya puesta en escena está centrada en el futuro: transición energética, energías renovables, el fin de las energías fósiles, la realidad del cambio climático. El lema del Energeticon es “Experimentar la energía – Comprender la energía”. Paul Breuer habla todo el tiempo en pasado: parece que el carbón es algo que dejó de existir hace décadas cuando cerraron las minas. Sin embargo, a 30 minutos en coche de allí, en las minas de Garzweiler, Hambach e Inden es algo vigente que sigue determinando la vida de muchas personas.
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La mina de El Cerrejón tiene una superficie de 690 km2, casi la misma extensión territorial de Singapur. Se encuentra emplazada en la península de La Guajira, un territorio en general árido y semidesértico, gobernado por altísimas temperaturas, escasez de agua y vientos implacables.
El costado sur de la mina bordea el resguardo Provincial en un 70%. Casi todo el límite lo marcan las aguas pardas y aplacadas del afluente más importante de los Wayuu y otros pueblos indígenas como los Wiwa, los Kogui, los Arhuacos y los Yukpas: el río Ranchería que, a esa altura de su recorrido, ya viene fangoso y contaminado gracias a los residuos químicos que la mina arroja sin ningún tipo de disimulo.
El río fluye a unos 300 metros de la pequeña casa en la que Mayra vive con sus dos hijos. En la caminata y de forma gradual el sonido apacible de la naturaleza empieza a mutar en un ronroneo constante que trae ecos de taladros y motores. La atmósfera permanece inundada por un ligero olor a azufre, mientras en el río dos hombres instalan mallas de pesca artesanal con la esperanza de resolver el eterno problema del hambre.
“Yo no sé nadar. Cuando tenía tres o cuatro años, mi abuela soñó que me ahogaba. Los Wayuu creen mucho en los sueños y por eso me prohibieron acercarme al río. Mi hijo, en cambio, parece más del agua que de la tierra. No tengo problema con eso, pero a cada rato le salen ronchas y erupciones en la piel. Son unas alergias horribles ocasionadas por sus constantes baños en el río. Ahora imagínate lo que esos señores se van a comer, si es que llegan a atrapar algo, porque esa agua si no está muerta, está agonizando”, dice Mayra, con una voz apenas audible, gracias al invariable zumbido industrial.
El Cerrejón produce aproximadamente 90 mil toneladas diarias de carbón y, desde mediados de la década de 1980, sólo suspende operaciones la noche del 31 de diciembre y el día de Año Nuevo. El resto de los días volquetas de ocho metros de alto y llantas de cuatro metros de diámetro remueven el suelo en busca del preciado mineral. Primero ejecutan una breve labor de limpieza: se extrae el material estéril producido por las explosiones y se retiran los segmentos de roca ordinaria y el exceso de barreno. Es en este punto cuando, por primera vez, puede verse el carbón en su estado más virginal. En medio de tanto polvo, gases disueltos y los efectos de la particularización ambiental, llama la atención la capacidad innata del mineral para resplandecer: negro y brillante, cada pedazo de carbón parece el lienzo endurecido de una noche estrellada.
Después, el carbón es transportado a un centro de acopio en donde centenares de manos y máquinas lo clasifican de acuerdo con su tamaño y calidad. Allí se tienen en cuenta sus características petrográficas, la humedad que contiene, la cantidad de carbono, hidrógeno y azufre que porta, la volatilidad, el tipo de ceniza que arroja, etc. Todo de acuerdo con las demandas del cliente y el tipo de uso industrial que se le vaya a dar.
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Cuando llegó a Aachen, el artista colombiano Freddy Sánchez Caballero se dio cuenta del papel que cumplen los activistas ambientales en Alemania. Inspirado en ellos, en una gran pared de la ciudad pintó en junio de 2023 un mural: un enorme caballo lleno de engranajes y ruedas de grúas se dirige hacia un grupo de figuras abrazadas a una casa en un árbol. Abajo, un mensaje en español: “En homenaje a la resistencia de la línea roja”. Lo hizo como complemento a dos exposiciones que tenía en el marco de la peregrinación de Aquisgrán, un evento religioso que reúne a miles de personas en la ciudad cada siete años y que exhibe reliquias como el vestido que llevaba la Virgen María la noche en que nació Jesús. “Es un caballo de Troya” explica el autor. “Las empresas venden el progreso como si fuera un gran regalo, pero detrás viene toda esa destrucción. Toda la eliminación física de las personas y de sus recuerdos, de su pasado, de su historia”, dice en referencia a todos los pueblos que las minas se han ido tragando desde hace décadas y a las más de 40.000 personas que, en la región, se han visto desplazadas.
“Cuando hacía los bocetos pensaba que hay un símil muy grande con El Cerrejón. Las minas de carbón a cielo abierto en Colombia tienen el gran problema de que están destruyendo comunidades indígenas enteras, a las cuales les han quitado los ríos para dirigirlos a las minas”, insiste Sánchez Caballero. “La vida no es dinero solamente, sino que es todo un pasado. La vida para la gente son las calles donde crecieron, sus amigos, su casa, la iglesia donde se bautizaron (…) sin ese pasado los pueblos empiezan a morir”, afirma el pintor colombiano. En la misma ciudad de Aachen, muy cerca de la catedral, un enorme edificio plomizo desentona con el resto del paisaje urbanístico. En su fachada se puede leer Haus der Kohle (Casa del carbón). Allí estaba la antigua sede de la empresa minera. Hoy es un complejo de departamentos.
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Hambach es la mina a cielo abierto más grande de Alemania. Situada a unos 30 km de la ciudad de Colonia, en el bosque de Hambach, comenzó a explotarse hace casi medio siglo. Desde entonces ha ido extendiéndose y engullendo pueblos, carreteras, autopistas, campos de cultivo e infraestructuras, a la vez que se ha convertido en uno de los puntos más contaminantes de Europa. Del bosque originario, una zona con gran biodiversidad y que contaba con más de 12.000 años de antigüedad, hoy apenas queda un 10%. RWE intentó arrancarlo para expandir la mina. Como respuesta, numerosos activistas y ecologistas ocuparon el bosque, viviendo en casas hechas en frondosos robles, hayas o abedules y presionando para evitar su tala durante varios años.
A pesar de ser desalojados por la policía, en 2018 una orden judicial les dio la razón y consiguieron salvar lo que quedaba del bosque. Con Lützerath no hubo tanta suerte. Pese a que está previsto que las minas cierren en 2030, que había estudios científicos confirmando que el carbón existente es suficiente y no era necesario destruir el pueblo y que más de 35.000 personas se manifestaron bajo la lluvia y el frío, el poder político y empresarial acabó con Lützerath. “¿Ahora? Sólo me queda seguir participando en manifestaciones y marchas, pero por solidaridad. Aquello por lo que luchaba ya no existe más”, reconoce Eckhardt Heukamp.
Ir a ver las minas de lignito es un plan familiar, como ir al parque de atracciones. Un sábado lluvioso por la tarde, en el mirador Jackerath Garzweiler Skywalk hay varias familias con niños pequeños. Un hombre mayor con muletas lee detenidamente los carteles informativos que la empresa ha colocado: hablan de sostenibilidad y explican que en el futuro toda esa zona se convertirá en lagos artificiales y un emplazamiento turístico. No muy lejos, en el mirador Terranova, hay un restaurante que sirve hamburguesas preparadas al carbón. Hay también unas sombrillas y tumbonas para sentarse a disfrutar del paisaje minero: un terreno yermo y escalonado, con vetas de tierra umbrosa donde excavadoras y grúas del tamaño de un edificio despedazan y escarban el suelo.
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El 9 de agosto de 2001 a las 11 de la mañana, César Arturo de la Cruz, de siete años, empezó a correr por las arcillosas calles de Tabaco, un pequeño corregimiento campesino del sur de La Guajira. Huía de los gases lacrimógenos que la policía lanzaba a su gente. Llevaba la mirada nublada y no podía ver donde pisaba. De repente sintió cómo un clavo le rasgaba la planta del pie derecho y ya no supo si las lágrimas eran de dolor por el accidente o de ardor por los gases aspirados. Ese fue el inicio del fin. Siete días después, César Arturo murió de tétanos al no poder recibir la atención médica requerida porque un bulldozer custodiado por el ejército colombiano derrumbó el puesto de salud de la comunidad. Su madre, Marisa de la Cruz, apenas puede contar lo sucedido 22 años atrás: estoy seca, ya ni llorar puedo, dice, con la mirada desplomada.
Mayerly Zambrano, de 12 años, estaba en el patio de su casa llenando la alberca de agua para solventar el calor de la mañana. Afuera la romería por el desalojo subía de tono cada vez más, hasta que hombres fuertemente armados tumbaron la puerta con el objetivo de verificar que no hubiera nadie para poder demoler tranquilamente la vivienda. La operación duró un poco más de lo esperado: voces de la comunidad que prefieren mantener sus nombres en secreto aseguran que Mayerly fue abusada sexualmente y devuelta a sus familiares como se devuelve una billetera extraviada.
Emilio Pérez regresó a Tabaco sobre las 10 de la mañana. Estaba extenuado al haber estado desde la madrugada ordeñando cada una de las 100 vacas de la finca familiar. Hacía una plácida siesta cuando su hija Inés lo interrumpió, a gritos: “Papá, vinieron, vinieron y van a tumbar el pueblo”. De un solo salto Emilio ya estaba en la puerta de su casa presenciando el teatro de la injusticia: detrás de una mesa y con una máquina de escribir un abogado afirmaba que Tabaco, desde ese preciso momento, le pertenecía a El Cerrejón, que el desalojo debía cumplirse de inmediato y que cada familia tenía un bono disponible para trasladarse a Hatonuevo, la cabecera municipal a la que pertenecía el corregimiento de Tabaco.
Centenares de policías, militares, funcionarios públicos de la defensoría del pueblo, la contraloría, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y otras instituciones gubernamentales, sellaban con su amenazante presencia aquella ordenanza. Lo primero y lo último que hizo Emilio, al sentir que la rabia se le colaba por cada poro de su piel, fue rebelarse físicamente en contra de aquel abogado, infortunada acción que le valió un mes de convalecencia e incapacidad en una clínica de la vecina ciudad de Valledupar, gracias a los golpes que recibió en su cabeza por parte de un grupo de policías.
Algunos vecinos decidieron resistir y la consecuencia fue la misma: insultos, agresiones, gases lacrimógenos, sangre. Otros se atrincheraron en sus casas y después de varias advertencias el bulldozer activó la catástrofe: más de 100 viviendas, además de la escuela, la iglesia, el puesto de salud, parte del cementerio y la cancha deportiva, fueron derrumbadas. La desolación y la tristeza eran tan profundas que se parecían a la muerte en vida: todo era escombros y el recuerdo punzante de un pueblo fantasma donde 300 familias fueron desplazadas.
“Padre o madre de familia que no firmara el desalojo le quitaban sus hijos. No hicieron ningún inventario, los bienes muebles y enseres eran arrojados a camiones que nunca supimos a donde fueron a parar. Los perros, gatos, gallinas y ganado quedaron sueltos y en menos de nada murieron. Arrasaron con los cultivos y hasta quemaron monte. Mejor dicho, nos dejaron con lo puesto. Lo que nos hicieron no es solo un desalojo, sino también un despojo, una expropiación y un desplazamiento porque nos sacaron a la fuerza. Hay quien dice que Tabaco era una comunidad afrodescendiente nómada, y eso es mentira, lo que pasó fue que nos hicieron nómadas a las malas y hoy por hoy seguimos esperando que El Cerrejón nos reubique y acate los mandatos de la sentencia T-329/17 de la Corte Constitucional donde se reconocen nuestros derechos y sus obligaciones como victimarios”, insiste Inés Pérez, representante legal de la Junta Social Proreubicación de Tabaco, mientras se limpia el llanto en la sala de la casa que comparte con 14 familiares en Albania, el municipio que, con Hatonuevo, Barrancas, Manaure, Maicao y Uribia, conforman la zona de influencia de El Cerrejón.
Se llamaba Tabaco porque en esas inmediaciones de la Serranía del Perijá los plantíos de tabaco eran tantos que podían llegar a pasarse por infecundos matorrales. Fue a finales del siglo XVIII que, dejando atrás la esclavitud imperante en las ciudades grandes del Caribe de la entonces Nueva Granada, llegaron negros africanos y se asentaron para desarrollar sus costumbres, criar animales, ejercer labores agrícolas y vivir libres. Se llamaba Tabaco porque, aunque técnicamente hoy se puede ubicar, el territorio desapareció del mapa y lo que queda, además de la posibilidad imaginativa, es un enorme y despintado hoyo negro en la geografía de esa Guajira brava e indómita.
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A pesar de ser un proyecto planificado al milímetro, la ampliación de las minas en Alemania para extraer lignito del subsuelo ha supuesto una presión enorme para miles de personas. Se intenta recuperar la rutina creando pueblos nuevos, que mantienen el nombre original añadiéndoles la referencia de neu (nuevo), para que no haya confusión. El problema surge cuando alguien no se quiere ir o cuando no está conforme con lo que le ofrece la empresa por su casa o el terreno. “La mina ocupa 10, 20 años de tus pensamientos diarios. Ves cómo tus vecinos y tus amigos se van mientras tú vives en un lugar que va muriendo poco a poco” explica Michael Schmitz, activista de la organización Alle Doerfer Bleiben (Todos los pueblos permanecen). “Lo que hace la empresa con la gente es una guerra psicológica”, asegura contundente.
La soledad se pasea, provocadora, por las calles de los pueblos amenazados por las minas de carbón. Casas cerradas, persianas bajadas y jardines con hierbas silvestres que hace tiempo se tendrían que haber cortado. Una iglesia con las ventanas selladas y el reloj inmóvil a las dos de la tarde. A veces, un coche solitario frente a alguna casa. Silencio. Aunque todavía queda alguna persona viviendo aquí, la gran mayoría vendió o se marchó hace tiempo.
Los pueblos nuevos son una sucesión de casas de reciente construcción donde todas son diferentes pero muy parecidas: hormigón, madera, ladrillo. Tejado a dos aguas de color oscuro, jardín trasero, minúsculos parterres de flores en la entrada. Como en un trampantojo de lo que fue, incluso se repiten los nombres de las antiguas calles del pueblo original.
“Muy bonito, ¿no? Los pueblos antiguos tenían esencia. ¿Qué tiene esto? ¡Hasta dentro de dos generaciones nada! Esto no es un pueblo, no tiene vida. Esto es una zona que pretende ser residencial”, puntualiza irónicamente Michael Schmitz.
Eva Rüttgers vive con su marido y sus hijos en Manheim-neu, en una casa unifamiliar con jardín. Son una de las familias reasentadas en un pueblo de nueva creación. Eva nació y creció en Manheim, donde sus padres regentaban un pub. Su madre explica que sabían desde el principio que en algún momento se tendrían que ir, que compraron la casa con esa condición. “Se vive bien aquí. Aunque las personas mayores echan en falta la estructura social, la comunidad”, afirma Eva en referencia al ambiente del nuevo pueblo y a lo que simbólicamente aportaba el antiguo pub.
Eso ya es historia: todo fue derruido y hoy son solares llenos de hierbas altas en un pueblo prácticamente abandonado y al que nadie quiere volver. Quedan los recuerdos y algunas cosas que se llevaron: el gallo rojo que daba nombre al negocio familiar, una pequeña vidriera de la iglesia, fotos y cajas acumuladas en el trastero. “A veces sueño con mi antiguo colegio en Manheim. Sé perfectamente que ya no existe, pero en mi cabeza sigue estando igual”, añade Eva con nostalgia.
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Tres hermanos y un primo exploraban el territorio familiar en busca de un pozo de agua. El primo llevaba un par de varillas y un péndulo en sus manos y, haciendo uso de su capacidad natural para percibir radiaciones, se animó a caminar por varias horas hasta que la tierra estimuló sus sentidos y le indicó el lugar exacto donde yacía el preciado líquido. Para aprovecharlo, sólo tocaba hacer una excavación de seis metros.
Los hermanos no perdieron tiempo y, al día siguiente, empezaron a dragar la tierra. Después de una semana de trabajo intenso, uno de los hermanos, mientras desocupaba los baldes llenos de tierra que sus hermanos le mandaban del fondo del pozo, escuchó un extraño zumbido. Era como una mosca, muy ruidosa y con un vuelo uniforme y sostenido. El hermano miró para todos lados hasta que descubrió a pocos metros de su cabeza un dron. “¡Qué cosa increíble la tecnología! Cuando pueda me compro un aparato de esos”, pensó. Y siguió trabajando.
En menos de un mes el pozo estaba listo. La familia entera rebosaba de felicidad. Ahora sólo hacía falta diseñar y construir el esquema de tubería y riego para que el agua alcanzara las rancherías. Una tarde cualquiera llegó un tuc-tuc a la entrada de la comunidad y, con él, una carta de la alcaldía del municipio de Hatonuevo en la que se les acusaba con fotos propias y de muy buena calidad, de invadir terrenos privados de la mina de El Cerrejón, además de usurpar para beneficio individual la riqueza del suelo. La familia no sabía si llorar o reír. Por una parte, por lo surreal del asunto y la representación formal de la persecución y la violación a la intimidad que ejercía la mina sobre ellos y, por el otro, porque el territorio explorado era tierra familiar desde años imprecisables y tener que demostrarlo no sólo era un contrasentido, sino toda una humillación.
La comunidad Wayuu de El Espinal está conformada por una familia indígena que prefiere mantener en secreto sus apellidos. Sus 23 integrantes se deben al recuerdo de la madre y abuela, defensora del territorio que nunca se dejó sacar y murió aferrada al lugar que cuidaron y labraron sus ancestros. No obstante, desde la década de 1980 se ha perdido más de la mitad del territorio porque varios integrantes de la familia sufrieron presiones de negociadores independientes, pero adjuntos a la mina, para vender a precio de remate: a finales de la década de 1970 la familia tenía 700 hectáreas disponibles y hoy, apenas quedan 79. Los tres hermanos y el primo pertenecen a esta familia.
Uno de los sobrinos trabaja en la mina desde el año 2000. Cuando terminó el colegio, El Cerrejón fue la única opción laboral que encontró. La empresa lo capacitó y empezó como operador de equipo pesado. A los seis años de estar trabajando, cayó enfermo: tos constante, congestión, afonía y neumonía. Estuvo hospitalizado una semana. Volvió a la ranchería y empeoró. Después de dos semanas más en el hospital lo mandaron a Valledupar y, allí, en el transcurso de un mes pudo recuperarse. Los médicos le preguntaron si fumaba. No. Le preguntaron si cocinaba con leña. No. Entonces todo afloró: les dijo que era minero de El Cerrejón. Lo incapacitaron por cinco meses. Sus bronquios ostentaban una inflamación extrema y no respiraba bien, se agitaba con facilidad y todo el tiempo estaba cansado. “Sus pulmones parecen los de un señor de 60 años”, le dijeron, y él apenas tenía 24.
“Desde entonces vivo con dos inhaladores y varias pastillas. Me reubicaron en una oficina porque por orden médica no podía estar expuesto a material particulado. Yo la saqué barata, porque muchos compañeros se enfermaron de silicosis, EPOC, cáncer de pulmón, etc., y ya murieron o están muy mal. También tenían problemas en la piel por la exposición química, problemas en la columna por culpa de las vibraciones constantes, inicios de sordera, problemas digestivos, demencias. A mí me reubicaron, pero lo que hacen ahora es que no reconocen la responsabilidad de la mina y los sacan con una pobre indemnización de por medio”, comenta.
“Yo estoy sindicalizado, pero Sintracarbón no sirve para mucho. Se consiguen beneficios, pero al final se dejan comprar por la mina y nunca pasa nada”, añade con resignación. “Gano cuatro millones cuatrocientos mil pesos al mes (aproximadamente 1000 euros) y espero jubilarme para compartir más tiempo con mis dos hijos”. El sobrino insiste en que la historia de sus tíos y el dron es un ejemplo más de cómo la empresa les persigue y les presiona para echarlos de sus tierras. Asegura, también, que varias veces han llegado a la comunidad en camionetas blancas, con lentes oscuros y hasta escoltas, a decirles que tienen que desalojar porque ese terreno no es suyo. “Es una empresa muy poderosa que, arrinconándonos nos quiere imponer el miedo. pero acá estamos todos, con el legado de la abuela para resistir”, agrega, con voz marchita e interrumpida continuamente por una tos seca.
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Joseph Wilde es director de incidencia política de SOMO, una organización dedicada a investigar a las multinacionales en temas de interés público. Parte de su trabajo es examinar cómo las empresas plantean la salida de los combustibles fósiles, visibilizando las desigualdades e injusticias existentes: muchas veces las empresas se van, evitando hacerse responsables de los costes humanos, sociales y ambientales que han ocasionado.
“Hace unos años en el Cesar (departamento que colinda con La Guajira) tenían mucho miedo porque las empresas estaban diciendo que se iban y que iban a dejar todo como estaba, sin pagar ni compensar nada (…) Ahora Colombia vuelve a ser importante, se está importando más carbón. Y esto les da tal vez una última oportunidad (a las comunidades) de efectuar algún cambio. Porque las empresas están todavía ahí y ahora necesitan el carbón colombiano”, explica. “Esto demuestra que, si en algún momento la cosa no va bien para las empresas (…) dejan todas esas palabras de transición o economía verde y vuelven a lo que estaban haciendo. Vuelven donde saben que tienen el poder, donde saben que controlan la situación”.
El carbón sigue siendo una pieza fundamental a nivel energético en Alemania. Sin embargo, el lignito que se extrae de su suelo no es suficiente. Por eso compra carbón de mejor calidad a otros países. Un rastro ambiental cada vez más profundo.
En abril de 2023, SOMO y PAX (entidad que trabaja en la protección de civiles en zonas de conflicto) junto con víctimas del llamado “carbón de sangre” colombiano, presentaron en Países Bajos una queja formal bajo las directrices de la OCDE contra RWE, Vattenfall, Uniper y Engie, empresas energéticas europeas que compran ese carbón procedente de Colombia. La denuncia, también se dirigía contra la empresa de carga a granel HES International y contra los puertos de Rotterdam y Ámsterdam, que es por donde llega el carbón colombiano a Europa.
La ruta comienza en los puertos colombianos de Ciénaga y Puerto Bolívar, al norte del país. Después de cruzar el océano Atlántico en enormes buques empachados de carbón, este llega a los Países Bajos. Desde allí, en ferry por el Rhin o en trenes de mercancías, el carbón se transporta hasta las centrales térmicas alemanas donde es quemado para generar la energía que permite a la industria alemana funcionar, a la vez que emite a la atmósfera millones de toneladas de gases contaminantes.
Conscientes de las limitaciones, de la fragilidad de la legalidad colombiana y de que el Estado local carece de la capacidad de obligar a las empresas mineras básicamente porque tiene vínculos con ellas, la estrategia, según expone Joseph Wilde, pasa por dirigir la indignación hacia sus clientes europeos. “La ventaja de este mecanismo es que se pueden involucrar más partes en la cadena de suministro (…) estas empresas son grandes clientes de las mineras. Buscamos que empiecen a sentir una presión incómoda, que les suban los costes, les afecte a su reputación y el gobierno les imponga penalizaciones. La idea es que estas empresas pongan su presión sobre Glencore y sobre Drummond, las mineras en esta zona de Colombia, para que ellas cambien su comportamiento (…) es una estrategia indirecta e innovadora”, aclara. Ahora mismo la queja se encuentra en estudio y previsiblemente en los próximos meses se obtendrá una respuesta.
A la petición de información a RWE sobre esta queja, han respondido diciendo que carece de fundamento porque no se abastecen activamente de carbón de Colombia y porque no han tenido contratos con empresas mineras colombianas desde septiembre de 2014. También remiten a su web a un documento de diciembre de 2022 que explica la estrategia sobre derechos humanos en la empresa y su compromiso por controlar la cadena de suministro, entre otras acciones.
“Tiene que haber una transición energética justa. Una transición que cambie también las relaciones de poder entre las partes. Más poder a los gobiernos, a los pueblos… y quitar poder a las empresas”, puntualiza convencido Joseph Wilde.
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En el extremo norte de La Guajira hay un desierto que, según la creencia Wayuu, es el lugar por donde los difuntos transitan antes de perderse en lo desconocido. Puerto Bolívar es tan sólo una puntita de ese majestuoso desierto. Un caserío azotado por un sol perpetuo, con playas solitarias, ambarinas y un mar calmo y cristalino. La seguridad es digna de un complejo militar y su exageración contrasta con la pobreza de las rancherías regadas por los misteriosos arenales. Desde aquí salen buques de hasta 150 mil toneladas de capacidad con el carbón que se extrae 110 km al sur, en El Cerrejón, transportado por un ferrocarril privado. Esa integración de mina-ferrocarril-puerto ha sido una estrategia que se inició en marzo de 1985 cuando zarpó de Puerto Bolívar el buque Giovanni con la primera exportación de carbón colombiano. Su destino fue el puerto de Copenhague, en Dinamarca, con 33 mil toneladas de este preciado combustible. Desde entonces, La Guajira no sólo es una tierra exótica y hermosa, plagada de riquezas, mitos y apariciones, sino que también es una tierra concesionada por el Estado colombiano al poder privado multinacional.
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En la COP21 celebrada en París en el año 2015 se llegó a un acuerdo global dentro de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático: había que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, responsables del calentamiento global. Se establecía el límite de no superar un aumento de 1’5°C y, para ello, iban a destinar medios y recursos. Activistas climáticos, en su mayoría procedentes del hemisferio norte, llamaron a este límite que no se podía traspasar “la línea roja”. El último informe del IPCC (Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) de 2022 avisaba que las políticas climáticas de los países no estaban en consonancia con ese límite y que, de seguir así, iba a ser imposible de cumplir.
No obstante, la dependencia de los combustibles fósiles comienza mucho antes. El proceso con el petróleo y el carbón es más o menos parecido: todo el mundo fuera, hay que dinamitar o perforar la tierra. Los estudios de impacto que se presentan en las COP son el último eslabón de una cadena que comienza con estudios de prospección, por ejemplo, en un terreno donde se especula que hay un yacimiento de carbón.
Después, una indagación geológica determina el tipo de suelo a romper. Ya en la exploración se determina cuánto carbón hay, a qué profundidad, qué características ostenta y su rentabilidad. Pues bien: hay suficiente carbón, de buena calidad, se encuentra a una hondura razonable, la tierra es idónea para ser descerrajada y, lo más importante, se pueden generar jugosas ganancias. Entonces, se quita la capa vegetal (la fauna adyacente tendrá que ver qué hace o para donde migra), se perfora la tierra con taladros del tamaño de una jirafa adulta y, una vez hechos los sucesivos hoyos, se encajan mallas de hasta 200 m2 con explosivos emulsionados de Pentofex (mezcla de TNT y pentrita, preferiblemente de 450 gramos, que es la más potente) y se finaliza incrustando un iniciador electrónico que, en el momento exacto, proporcionará una diminuta chispa. Finiquitada la ingeniería, se tapa el pedazo de tierra para que, en el transcurso de la detonación, los gases subterráneos no se disipen en el aire, sino que se expandan lateralmente y, así, la voladura logre destruir más. A una distancia mínima de 700 metros alguien oprime un minúsculo botón y, en menos de lo que dura un parpadeo, hay varias explosiones. Es el Big Bang del calentamiento global: el cambio climático comienza con esos estallidos después de los cuales la tierra ya no se llama tierra, sino pozo y, lo que queda, son miles de abismos más oscuros que la piel de las berenjenas.
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Según el último informe de la ONG Global Witness, Colombia es el lugar del mundo más peligroso para los defensores ambientales. En 2022, 60 activistas fueron asesinados en este país. Desde que en 2012 se comenzaron a registrar, Colombia acumula 382 asesinatos de activistas ambientales.
Al miedo a denunciar la destrucción o a velar por los derechos de la naturaleza y de las comunidades, se suma la lejanía, la incertidumbre de las instituciones, la inseguridad, el desamparo económico y la pobreza extrema. Todos estos factores influyen en la ruina en la que se encuentra gravitando el departamento y que es inteligentemente gestionada tanto por las administraciones, como por las seguridades privadas de las empresas que explotan los recursos.
Históricamente casi todo el apoyo se ha reducido a lo discursivo y, generalmente, proviene de voces que, desde el exilio, son prácticamente inaudibles en el corazón del desierto guajiro. Los únicos que resisten son las organizaciones locales de víctimas de la mina que, con dignidad de hierro y sus propias uñas, han logrado algún reconocimiento legal. Lejos de haberse cumplido, esto ha terminado mutando en múltiples formas de hostigamiento y acoso hacia ellos.
Un domingo cualquiera, Mayra Quintero alista una parrilla oxidada e intenta asar para sus hijos medio costillar de chivo bajo la tutela de potentes detonaciones, aguas turbias y vientos contaminados. Al mismo tiempo, en las tumbonas de un mirador alemán una pareja de jóvenes se abraza y tontea con la intimidad del primer amor. Frente a ellos, la inmensidad de un paisaje de progreso negro y polvoriento que les resulta ajeno, ensimismados y absortos el uno en el otro. Sin embargo, al otro lado del mundo, para personas como Mayra ese paisaje no es otra cosa diferente a la oscura espiral de su vida.
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*Este artículo fue desarrollado con el apoyo de Journalismfund Europe.
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