Marruecos: Retrato de un reino

A las 23:11 horas del pasado 8 de septiembre un terremoto sacudió a Marruecos. El rey Mohamed VI se encontraba en París, de vacaciones. Este es el retrato de una monarquía cuyo millonario líder, más que proteger o ayudar a su pueblo, lo vigila y le exige devoción, aún en medio de sus constantes ausencias.

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En la penumbra de un estudio de dibujo, encima de un caballete, se alza un retrato a carboncillo de Mohamed VI.

–Al rey no se le fotografía– inquiere el artista con un gesto de molestia.

El artista no es un simple dibujante; es un devoto seguidor del rey. Su admiración hacia Mohamed VI se refleja en cada detalle de su obra: desde el brillo en los ojos hasta la textura de la piel, en los trazos de las facciones y en las sombras difuminadas.

El retrato, resguardado en un fastuoso marco dorado, parece vigilar atentamente la entrada del estudio, como si cada línea fuera testigo de los acontecimientos en su reino.

Su negativa a permitir que el retrato sea fotografiado surge de un deseo de proteger la esencia del rey, temeroso de que la imagen pueda ser malinterpretada o utilizada “irrespetuosamente” en los confines de Internet.

–El rey es designado por Alá– susurra el artista mientras su dedo índice señala al cielo. Para él, Mohamed VI es más que un simple gobernante. Es una figura sagrada, ungida por la divinidad misma.

El artista contempla el retrato con reverencia, cómplice de secretos, como un guardián no tanto de su imagen, sino de su divinidad. El estudio está lleno de retratos de la familia real y de otros pocos encargos ordinarios que acumula en paredes y caballetes. No obstante, y sin importar la naturaleza de la obra encargada, cada detalle se estima meticulosamente como una forma expresiva y ampulosa de su fervorosa lealtad hacia la monarquía.


👑Retrato del rey👑

En África permanecen vigentes tres reinos: Marruecos, Lesoto y Suazilandia. De todos, el reino alauita es el que más se ha abierto a las costumbres y modos de ser occidental; con los contrastes y las desigualdades que esa forma de vida genera. En medio del frenesí de las resplandecientes burbujas comerciales y consumistas, lanzadas al aire en Rabat, Casablanca, Tánger o Marrakech, dos esencias permanecen superiores e inalterables: la incuestionable fe en el islam y la efigie del rey.

Fotografía a gran escala del rey Mohamed VI en el corazón de la medina de Fez. Foto: Dahian Cifuentes
Fotografía a gran escala del rey Mohamed VI en el corazón de la medina de Fez. Foto: Dahian Cifuentes

Mohamed Ben Al Hassan, de 59 años, se ha mantenido en el trono desde 1999, tras la muerte de su padre, el rey Hasán II. En más de dos décadas ha logrado amasar una fortuna calculada en más de 2 mil millones de dólares, colocándolo como el octavo rey más próspero del mundo, según el ranking de Business Insider de los monarcas más ricos del mundo en 2022, el cual está encabezado por Vajiralongkorn, rey de Tailandia.

De su difunto padre, Mohammed VI heredó una participación del 35 por ciento en la Societe Nationale d’Investissement (SNI) –actualmente llamada Al Mada–, un fondo de inversión de capital privado que vuelca sus haberes en varios conglomerados que cotizan en la bolsa, entre ellos el banco más grande del país, Attijariwafa; la empresa minera Managem Group; el productor de azúcar Cosumar; y la empresa de productos lácteos Centrale Danone.

A principios de 2021, la Comisión de Sanciones de la Autoridad de Control Prudencial y de Resolución (ACPR), en Francia, impuso una multa de 500 mil euros a Attijariwafa Bank Europe (AWBE) por no haber cumplido con sus obligaciones en la lucha contra el lavado de dinero y la financiación del terrorismo. Aunque no se especifica la falta, la sanción se debe “a la falta de diligencia debida en la gestión de los riesgos de lavado de dinero y de financiación del terrorismo”. AWBE, propiedad de Attijariwafa Bank, tiene sucursales en Francia y en otros cinco países europeos.

Siger –Regis al revés, rey en latín–, el holding empresarial creado por la monarquía en 2002 y principal accionista de Al Mada, está dirigida por Mounir Majidi, el secretario personal del rey, quien figuró en las filtraciones de documentos financieros de Panama Papers. Según las investigaciones, a través de sociedades registradas en las Islas Vírgenes Británicas, Majidi llevó a cabo transacciones financieras para adquirir el buque “El Boughaz I”.

Majidi también fue administrador de una empresa con sede en Luxemburgo llamada Immobiliere Orion SA, que en 2003 pidió prestados 42 millones de dólares a una empresa constituida por Mossack Fonseca para comprar y renovar un apartamento de lujo en París. Según los registros de evasores fiscales del International Center for Journalists (ICFJ) Offshore Leaks, no está claro quién era el dueño de la empresa que prestó el dinero.

En febrero de 2015, Mohamed VI fue incluido en la lista Falciani de clientes del banco HSBC. Según la filtración, el banco suizo custodiaba una suma de 7.9 millones de euros pertenecientes al monarca, a pesar de que es ilegal que los marroquíes tengan cuentas bancarias en el extranjero.

El rey hace de rey y está por encima de la ley que él mismo pregona. Su omnipresente imagen representa el batir de las alas de una monarquía que permanece estacionada, en constante ensoñación de despegue, pero cuyo vuelo real sólo subsiste, pletórico, en las consciencias de sus súbditos.

Servicio de caracoles en Tanger. Foto: Alejandro Saldívar
Servicio de caracoles en Tanger. Foto: Alejandro Saldívar

👑Pegasus en el reino👑

El monarca alauí ha sido acusado por organizaciones civiles de espiar a presidentes de otros países, opositores, simpatizantes del movimiento de liberación saharahui y periodistas.

Un informe publicado en mayo de 2022 por Forbidden Stories, revela que Marruecos ha llevado a cabo la intervención de al menos 50 mil teléfonos mediante el uso del spyware conocido como Pegasus. Según el informe, Marruecos ha hecho uso desproporcionado de esta herramienta, violando así los derechos fundamentales de los individuos afectados. La organización periodística sin fines de lucro con sede en París, con el respaldo técnico del Security Lab de Amnistía Internacional, ha expuesto los abusos cometidos por 10 gobiernos clientes de la empresa israelí NSO Group a través de este spyware.

Los servicios de inteligencia marroquíes utilizaron Pegasus para espiar al menos a ocho periodistas a través de sus teléfonos celulares. Entre ellos Hicham Mansouri, periodista de investigación y preso de conciencia. El 19 de enero de 2016, Mansouri cumplió una sentencia de 10 meses –acusado de adulterio– y fue puesto en libertad tras pagar una multa de 40 mil dirham (3 mil 734 euros).

“Si tienen tu teléfono, tienen todo: lo que te gusta, lo que no te gusta. Todos tenemos contradicciones. Buscan tus puntos débiles y luego te difaman”, dijo a Forbidden Stories.

Las periodistas María Moukrim, Omar Brouksy, Soulaiman Raissouni, Ali Amar, Fatima Lqadiri y Omar Radi, fueron víctimas de espionaje entre 2017 y 2019. “Sólo hace falta no actuar como vocero para que el régimen esté en situación de espiarte”, afirmó Amar al Security Lab de Amnistía Internacional.

Aboubakr Jamai, a pesar de que se encuentra exiliado en Francia desde 2007, fue seleccionado para la vigilancia con el software espía en los años 2018 y 2019.

El Código de Prensa de Marruecos, establece de manera explícita que cualquier delito cometido a través de una publicación contra su majestad el rey, los príncipes y las princesas reales, conlleva una pena de prisión que oscila entre tres y cinco años, además de una multa que varía entre 10 mil y 100 mil dirhams (equivalente a mil y 10 mil dólares).

El análisis de Amnistía Internacional revela también que dos teléfonos pertenecientes a la defensora de derechos humanos saharaui, Aminatou Haidar, fueron objeto de ataques e infectados por Pegasus, hasta noviembre de 2021.

Un hombre llama por teléfono celular en una de las callejuelas de Fez. Foto: Alejandro Saldívar
Un hombre llama por teléfono celular en una de las callejuelas de Fez. Foto: Alejandro Saldívar


👑Un rey enfermo👑

El retrato del rey emperifolla todos los rincones nacionales: aparece como el superhombre que todo lo observa y lo bendice en carnicerías, restaurantes, cafeterías, heladerías, tiendas de ropa, salas de belleza. Su imagen es un recordatorio constante de que no hay espacio en Marruecos donde su presencia no sea requerida o venerada. Sus ojos siguen a cada comensal mientras disfruta de un tajín, un cuscús o unas bolitas de coco.

Sin embargo, contrastando con esas imágenes impregnadas de autoridad, los medios marroquíes publicaron el 15 de mayo una fotografía que obligó a la realeza a revelar el diagnóstico del monarca: sarcoidosis, una enfermedad inflamatoria crónica. Aquel hombre imponente y robusto, ahora mostraba su rostro demacrado y el cuerpo enclenque.

Aunque se ha mantenido en su papel y ha aparecido públicamente, su enfermedad no deja de poner en tensión la continuidad de la monarquía alauí. Al príncipe heredero Moulay El Hassan, de 20 años, se le atribuye el carácter jupiteriano e intransigente de su abuelo, el rey Hassan II, según The Africa Report.

Los jóvenes marroquíes gozan del lujo, aunque sea en apariencia. Sus atuendos llaman la atención, ostentosos, como si fueran salidos de las pasarelas de alta costura. De la cabeza a los pies, portan imitaciones habilidosamente elaboradas de marcas de lujo reconocidas mundialmente: Dolce & Gabbana, Balenciaga, Dior, Lacoste. Para ellos, la apariencia es todo, una manera de pertenecer al reino.

“El que hace la ley, hace la trampa”, murmura Hachim mientras saborea un diminuto café árabe. Sentado en una cafetería en el corazón de Rabat, expresa con sarcasmo su opinión sobre la sucesión real en Marruecos. “Nadie se hace tan rico como el rey, ni siquiera en Europa”, dice Hachim que ha pasado los últimos 20 años entre Barcelona y Rabat construyendo viviendas.

“El rey es sangre y hueso, como nosotros. Espero que le haya demostrado a su hijo como portarse bien”, dice Hachim con convicción.

En la medina de Fez un hombre vende la leche que él mismo ordeña cada madrugada. En su puesto, al igual que en todos a lo largo y ancho de la medina, una cosa no puede faltar: un retrato del rey Mohamed VI. Foto: Dahian Cifuentes
En la medina de Fez un hombre vende la leche que él mismo ordeña cada madrugada. En su puesto, al igual que en todos a lo largo y ancho de la medina, una cosa no puede faltar: un retrato del rey Mohamed VI. Foto: Dahian Cifuentes


👑Feminicidios👑

En la sede marroquí del Instituto Cervantes, una bandera española ondea en lo alto del edificio. Por la tarde, un grupo de jóvenes veinteañeros sale de clases balbuceando algunas expresiones en español. Algunas mujeres optan por no llevar hiyab, mientras que otros jóvenes llevan playeras con diseños de bandas de rock como AC/DC.

Los jóvenes aprenden español porque tienen muy cerca a España y no les preocupa tanto el inglés porque tienen muy lejos a Estados Unidos. El francés lo dominan perfectamente y el árabe es su lengua natal. Nadie quiere migrar a Europa o, por lo menos, no usan esa palabra. Todos quieren conocer España, pero más Latinoamérica. Les llama la atención el enorme continente que existe debajo de Estados Unidos, más que nada porque sienten algo de familiaridad. Sólo les preocupa la inseguridad.

Las jóvenes piensan que Latinoamérica es una región del mundo muy liberal, y con cierta timidez, aseguran conocer la performance feminista “Un violador en tu camino”. No entienden cómo esa canción puede ser real. Dicen que en su país una canción así es impensable, aunque intuyen que la canción va más allá y denuncia la desigualdad de género.

Las mujeres destacan #7achak –que en árabe significa prohibido–, el primer medio feminista marroquí enfocado en las libertades femeninas y la precariedad menstrual, que recientemente denunció al menos cinco casos de feminicidio durante abril y mayo de este año.

La Burka no se corre ni se quita en público. Aunque para muchas mujeres musulmanas, llevar el velo es un símbolo de identidad, no es algo obligatorio como en otros países árabes. Foto: Dahian Cifuentes
La burka no se corre ni se quita en público. Aunque para muchas mujeres musulmanas, llevar el velo es un símbolo de identidad, no es algo obligatorio como en otros países árabes. Foto: Dahian Cifuentes

El 5 de abril pasado, el cadáver de una mujer fue hallado dentro de un refrigerador en Casablanca. El 23 de abril una mujer fue asesinada a puñaladas por su marido en la misma ciudad. El 24 de mayo un hombre asesinó a su esposa y la enterró en un bosque en Tánger. Ese mismo día, en la ciudad de Guercif, un hombre apuñaló a su esposa y huyó con sus hijos.

Por otro lado, los jóvenes hablan del reggaetón –de Maluma y Daddy Yanke–, del narcotráfico en México –Del Chapo y la cocaína– y los futbolistas argentinos. Hasim, de 23 años, quiere estudiar en México porque tiene un primo que le comparte fotos de los pueblos mágicos. Nunca ha probado el tequila porque no bebe una sola gota de alcohol. Sus fiestas están ambientadas con té marroquí y refresco Hawai. Gustan de la tranquilidad de Rabat y no se sienten africanos. Son marroquíes y no desean tener otra nacionalidad.

–¿Qué saben acerca de la situación en Sahara Occidental?
–Los saharauis son marroquíes, no entiendo la negación– dice una ellas convencida.
–Ser marroquí es estar compenetrado con lo berebere– dice otro.

Con el tema del rey cambian sus semblantes y se termina el intercambio cultural. Con la seriedad que les permite el español aprendido manifiestan que el rey es la figura más importante de la nación. No lo reconocen como un dios, pero sospechan que tiene algún tipo de conexión divina.

–El rey es bueno, no se le critica–, dice uno de ellos tajante, en un español impecable.
–No imaginamos nuestro país sin el rey. El rey es intocable, está en todos lados, recordándonos que somos una familia. Con el rey no se juega– advierte otro con gesto serio.

Los jóvenes comienzan a dispersarse hablando en árabe, saben que aún prevalece la censura.


👑Little Senegal👑

En la estación del tren ligero que lleva el nombre de Hassan II, señalado como “testarudo señor medieval” por diversas organizaciones francesas de derechos humanos en 1991, al menos una treintena de subsaharianos espera debajo de las palmeras: juegan cartas, se pegan al celular debajo de sus gorras de los Bulls de Chicago, conversan, escuchan música con auriculares más grandes que las orejas.

Un hombre vestido con un traje amarillo y chamarra de rombos patea una botella mientras fuma un cigarillo. Khalifa, originario de Senegal, llegó a Rabat en busca de la “aventura” y desde el 2011 ha establecido su hogar en la medina, donde se ha convertido en comerciante. Rodeado de la vida frenética y el ir y venir de la gente, ha formado una familia, con una esposa y tres hijas que han nacido en Marruecos, pero su corazón sigue anclado en su tierra natal.

“Muchos de mis amigos también vinieron aquí para establecer sus vidas. Hay gerentes, personas casadas, cocineros, masajistas. Todos venimos aquí para ganarnos la vida”, añade con determinación en su voz.

Cuando se le pregunta acerca de la discriminación que podrían enfrentar por parte de los marroquíes, Khalifa niega rotundamente la existencia de tal trato. “No, este es un buen país. Aquí nos tratan bien. El racismo está presente en todas partes del mundo, pero personalmente nunca he experimentado racismo aquí en Marruecos”, responde.

Sin embargo, admite que aún existen desafíos para ellos como comunidad. “A veces tenemos que escondernos y enviar a nuestras hijas a escuelas privadas para asegurarnos de que reciban una educación adecuada”, confiesa, revelando las dificultades que afrontan para mantener su identidad cultural en un entorno diferente.

Khalifa, originario de Senegal. Fotos: Alejandro Saldívar
I. Khalifa, originario de Senegal. D. Uno de los accesos al palacio del rey. Fotos: Alejandro Saldívar



Khalifa le recuerda a su amigo Sall que debe ir a realizar un pago y le encarga llevar un plato de comida. “Si hay algún problema, debes llamar a Khalifa. Tengo buenas relaciones con la gente, mis amigos vienen a comer a mi casa. Estoy aquí para ayudar”, dice con una sonrisa.

Los trenes pasan atestados de pasajeros con rostros circunspectos, observando los atuendos coloridos que destacan entre el bullicio de la estación, una paleta cromática circense a través de las ventanas. Aunque muchos llegaron con la esperanza de alcanzar Europa, han descubierto en Marruecos un lugar donde pueden prosperar sin enfrentar grandes problemas.


👑Luces de Rabat👑

En el muelle del río Bu Regreg una flota de cochecitos con luces de neón destellan en una sinfonía parpadeante, como constelaciones danzando en la noche. Los coches eléctricos, esculpidos en formas de animales, resplandecen con colores alternados. Desde el rojo hasta el azul, y del amarillo al verde, las luces se deslizan por sus contornos con una gracia singular.

En medio de este remanso lumínico, una pareja se desliza en un carrito adornado con una corona de princesa. Pasean como leales centinelas de una corte real, ansiosos por ser vistos como miembros de una nobleza imaginaria. La corona que ostentan, más que un símbolo de linaje real es un adorno extravagante de feria, una parodia de la grandeza que existe en el imaginario marroquí.


Mohamed, de 25 años, se ganó su lugar en el muelle como vendedor ambulante desde hace un par de años.

–Esta es mi flota real–, dice en inglés guiñando el ojo.

En contraste con la vanidad de sus carritos, Mohamed lleva una playera de la selección de Brasil, representando a Neymar con orgullo. No busca emular una realeza ficticia, sino que proyecta su pasión y su sueño por ser futbolista.

–Brasil, yo voy a a ir a Brasil– asegura mientras hace un gesto de corazón con las manos.

Desde el muelle, Mohamed observa cómo las luces de neón se despliegan como estandartes reales en el reflejo del agua, mientras cuenta algunos dirhams que obtuvo durante el día.

Mohamed, de 25 años, en el muelle de Rabat, espera llegar a Brasil algún día. Foto: Alejandro Saldívar
Mohamed, de 25 años, en el muelle de Rabat, espera llegar a Brasil algún día. Foto: Alejandro Saldívar


👑Fronteras infranqueables👑

En Castillejos y Belyounech, dos pequeños pueblos en la costa norte de Marruecos, la migración se entrelaza con la monarquía que mantiene empobrecidos a la gran mayoría de sus ciudadanos. Mientras en ambas fronteras con España se despliegan patrullas antimotines y alambradas, la pobreza subsahariana sigue empujando a las personas a buscar una mejor vida al otro lado del Mediterráneo. Así, es el Estrecho de Gibraltar una simple alocución, tres palabras juntas que en la quimera migrante florecen como hados promisorios.

El camino hacia Ceuta, España, está obstaculizado por vallas y patrullas antimotines marroquíes. La guardia real erige un muro infranqueable para los pocos migrantes subsaharianos que logran llegar al borde de la península tingitana.

Mujer musulmana nacida en Fnideq (Marruecos) espera el turno para cruzar la frontera e ir a su casa en Ceuta (España). Foto: Dahian Cifuentes
Mujer musulmana nacida en Fnideq (Marruecos) espera el turno para cruzar la frontera e ir a su casa en Ceuta (España). Foto: Dahian Cifuentes

Alí, con 55 años de arraigo en Fnideq, ha permanecido inmune a la seducción del desplazamiento. “La migración no se termina nunca, es un asunto político”, dice convencido. “A los africanos nos ahogan y machacan”, expone como si su existencia estuviera ensombrecida por la migración. “Esto tiene fin hasta que Occidente saque sus manos de África”, asegura.

Alí solía trabajar en una tienda de electrodomésticos, pero la pandemia y el cierre de la frontera con Ceuta lo obligaron a cerrar sus puertas. En Marruecos, donde el empleo dignamente remunerado es un oasis, Ali se convirtió en un funambulista de productos de imitación, caminando con destreza sobre el alambre de la incertidumbre económica.

Alí, con la mirada perdida en el horizonte, señala con solemnidad hacia la frontera. Entre sus recuerdos se agolpan las imágenes de mayo de 2021, cuando más de 8 mil personas migrantes, en busca de un destino más prometedor, se enfrentaron a la represión impuesta por las fuerzas armadas españolas en su intento por cruzar de forma irregular a Ceuta.

Fue un episodio que dejó una huella indeleble en la memoria de Alí, quien aún recuerda cómo miles de personas, en su afán por escapar de la adversidad, treparon las altas estructuras de metal. Alí no puede sino ver tras el telón político. Un suspiro de frustración se le escapa al mencionar cómo aquel acontecimiento fue utilizado como estrategia por el rey Mohamed VI para negociar con la Unión Europea.

En medio de un escenario marcado por la cautela al referirse al monarca alauí, Alí sabe que no se puede desafiar abiertamente al poder establecido. De reojo, dirige su mirada hacia un retrato del rey Mohamed VI colgado en una cafetería cercana, un símbolo de acatamiento a la realeza. Las palabras de Alí, cargadas de una resignación implícita, se pronuncian con firmeza: “Aquí no se critica a la monarquía”.


👑Drama cotidiano👑

Hamid, un hombre rollizo de 45 años, está condenado a ser vecino perpetuo de la alambrada en Belyounech, la frontera que separa las playas españolas de Benzú, en la misma ciudad de Ceuta. Desde su modesto patio, transformado en restaurante, es testigo del drama migratorio que se despliega día tras día. “La semana pasada llegaron tres familias africanas con niños. Les serví un plato de cuscús y luego se fueron a perder al mar”, cuenta en francés mientras hierve algunas piezas de pollo con cúrcuma en una olla chamuscada.

Además de alimentar a las familias subsaharianas, Hamid también alimenta a una cuadrilla de militares al servicio del rey. Estos hombres con uniforme desgastado, jóvenes en su mayoría, beben labneh, una bebida de yogur colado muy socorrida en la región.

El patio de Hamid en la frontera de Belyounech, frontera con las playas españolas de Benzú. Foto: Alejandro Saldívar
El patio de Hamid en la frontera de Belyounech, frontera con las playas españolas de Benzú. Foto: Alejandro Saldívar

Hamid, en el vaivén de sus labores culinarias, distingue las miradas que se posan sobre la salida del mar de Alborán. Para los marroquíes, la playa es sinónimo de diversión, una ventana solaz. Pero para los migrantes subsaharianos, el oleaje esconde la esperanza de una vida más próspera en Europa.

En medio del dilema, Hamid plantea una suerte de acertijo fronterizo: “Una persona no enriquece ni empobrece a un país, pero lo que menos quieren las personas son otras personas”, dice, mientras observa con deseo la esponjosidad del cuscús con guiso de pollo que está a punto de devorar, tal cual como el mar, confín azul y apetente, suele engullir la mala estrella de muchos migrantes.


👑Sueños militares👑

Un gato tuerto campea la alambrada española, mientras el mar revuelve lo que la frontera separa. Dos lanchas negras aguardan en la frontera para detener a las personas que se atreven a poner un pie en el último reducto del imperio español en África. Los letreros que prohíben las fotografías, implacables.

Mohamed, de 23 años, habita un puesto de vigilancia en la frontera. Su oficina es un pedazo de piedra incrustada en un mar de un azul bicolor. Mientras algunos barcos cargueros transitan en el horizonte, expresa en un incipiente inglés: “Tenemos una mala vida, no tenemos trabajo, por eso estoy aquí”.

Sobre la roca, en el puesto tapiado con lonas y cobijas, Mohamed trata de darse a entender: “Mi sueño es ir a Europa. Ahora estoy presentando una solicitud de renuncia, quiero ir a Italia o Alemania”. Aunque gana 400 dólares al mes por cuidar la frontera, él prefiere emigrar para dedicarse al comercio electrónico.

Mohamed, de 23 años, en su puesto de vigilancia. Fotos: Alejandro Saldívar
Mohamed, de 23 años, en su puesto de vigilancia. Fotos: Alejandro Saldívar

La erosión lenta que provocan las olas del mar forma una caverna en los afectos de Mohamed. En 2018 su padre Rashid y su madre Adilah, se fueron a Francia, donde ahora radican. Ali rastrea en su inglés, pero prefiere activar su traductor del árabe al español.

“Todos los días veo a los migrantes. Se infiltran entre las rejas y los tupidos árboles para traspasar la barrera. No es nuestra voluntad detener a los migrantes subsaharianos, pero es nuestro trabajo”, dice encogiéndose de hombros, con el teléfono celular en la mano, mientras una voz femenina traduce en un español lleno de seseos.

–¿Qué extrañarías de Marruecos?
–El mar– dice convencido.

La frontera como un cráneo, es un espacio vacío.

Un gato en la alambrada que divide Belyounech, Marruecos, de la ciudad de Ceuta, España. Foto: Alejandro Saldívar
Un gato en la alambrada que divide Belyounech, Marruecos, de la ciudad de Ceuta, España. Foto: Alejandro Saldívar


👑“Como perros”👑

Fatiha Mansour Billah, de 75 años, camina frente a la mezquita más importante de Fnideq, la pequeña ciudad fronteriza marroquí con lo que queda de lo que alguna vez se nombró como imperio español. Viste una larga túnica azul rey y lleva un hiyab negro bordado con esplendentes rosas doradas. Se acerca como cualquier marroquí que necesita un par de dirhams para solventar la calurosa tarde. No los pide y, por el contrario, riega su historia como se riega un jardín: “si les dicen cosas mías, no las crean, la verdad la digo yo”.

Con un español débil que alarga las erres como cuando se habla con chicles masticados por horas, asegura haber vivido en Barcelona 13 años y, después de un día de 2012 regresar a Marruecos a visitar lo que le quedaba de familia, no pudo salir más. Desde entonces, sin titubeos y con sus ojos aleonados vigilando una distante patrulla policial, afirma sufrir una espantosa persecución: “me odian, dicen cosas no verdaderas, yo soy aquí, también allí, aquí un encierro, allí trabajo”.

Su voz se acelera y cuando no sabe una palabra en español mira hacia atrás como si verdaderamente la estuvieran hostigando. No se siente cómoda en una vereda de la plaza y sugiere ir a un lugar más tranquilo. La bolsa plástica que carga, que podría estar llena de pescados frescos o panes recién horneados, esconde un legajo ilegible de documentos con sellos del lado norte del estrecho de Gibraltar enmarcados con franjas rojas y amarillas y una derruida carpeta con documentos escritos en árabe y estrellas verdes sobre fondos rojos. Se apresura a demostrar su nombre e insiste en una dirección en Cataluña. Remarca: si les dicen cosas de mí, no creer, la verdad la digo yo.

No sabe decir si es o fue una refugiada, si es o fue una asilada o si simplemente fue deportada y quiere volver. De repente se enfrasca en la palabra terrorismo, hasta que se señala ella misma y queda más claro que el diáfano cielo azul que cubre la costa mediterránea: ella es terrorista, dice ella misma de sí misma. Yo tegggrorist. El Maghrib, el rezo de la tarde silencia el barullo de toda la ciudad con la amplificación profesional que permanece emplazada, como una antena de control, en la parte más alta de cada minarete. Es un canto aletargado y extático, muy parecido al firme brío de la tarde que no deja de sancionar los cuerpos con polvo y sol. Fatiha se deja ir: guarda silencio y tapa su rostro. Deja descubiertos sus labios que, implícitos en delicados movimientos, sugieren que está en oración.

Pasado el lapso de fe, sigue la pantomima idiomática con señas que implican una expulsión. ¡Expulsión! Sí, sí, dice. Fatiha Mansour Billah: yo soy acá pero no acá sino allá etspulsssion y acá policía maltrata y dice que no allá yo que yo acá. Sus papeles, ahora en catalán, son convincentes, pero las fechas y las firmas son de 2012. Han pasado 11 años Fatiha. 11 años sufrir, responde. ¿No estarán vencidos estos documentos? No, no entiendo. Papeles viejos Fatiha. Yo vieja, papeles no. Fatiha se parece mucho a Fatiga.

Pide que cuenten su historia en España para volver, porque ella “no ser tregggrorist, no persona mala, sí trabajar”. No pide un solo dirham. No dice tener hambre. Muestra sus manos agrietadas en señal de inocencia, deja salir un par de lágrimas y sonríe. No tiene dentadura. Ese hoyo negro que es su boca guarda una verdad difícil de explicar. ¿Una foto? No. Se ajusta el hiyab y vuelve a mirar la patrulla. Acaricia las hermosas rosas bordadas y enfila su camino en dirección contraria a sus enemigos. Antes de despedirse para siempre, Fatiha remata: el rey trata como perros a marroquíes y somos personas.

A pocos metros de Fatiha, se lee una pinta sobre una terminal telefónica: “Vive le roi” (“Viva el rey”). Junto a ese misterioso armatoste, una palmera metálica embellece una antena con sus diminutas luces parpadeando, como si se tratara de un código morse.

I. Una antena disfrazada de palmera. D. Una pinta a favor del rey en Fnideq. Fotos: Alejandro Saldívar
I. Una antena disfrazada de palmera. D. Una pinta a favor del rey en Fnideq. Fotos: Alejandro Saldívar


👑Microtráfico👑

El murmullo acuático del mar se entrelaza con el barullo de un mercado callejero. Mohamed, de 45 años, está recargado en una caseta telefónica. Con una mirada cansada pero llena de secretos, confiesa en voz baja su pasado como traficante de hachís entre la frontera de Marruecos y España. Revela detalles de las travesías cortas entre Castillejos y Ceuta, así como estancias medianas entre Ceuta y Madrid, donde su esposa y sus dos hijos residen.

–Conozco al Chapo, está preso– afirma en español Mohamed.
–¿Marruecos es violento?
–No como en México. Mucha violencia. Aquí no se ve eso, no somos así, nosotros seguimos las enseñanzas de Alá.

Mohamed, con una sonrisa, muestra un recodo de arrepentimiento: “A veces me pregunto si tomé el camino de Alá al dedicarme a esto”. Dos menores se acercan intempestivamente a entregar un rollo de billetes envuelto en una liga a cambio de una esfera de hachís.

Los relámpagos atormentan el pueblo costero de Fnideq, mientras Mohamed, de 16 años, y Hawa, de 14, están empapados por el agua salada, como si acabaran de emerger de una travesía marítima. En sus bolsillos, Mohamed guarda pepitas de hachís envueltas en pedazos de plástico azul, como si recién las hubiera pescado. En medio de la tormenta eléctrica, guardan los secretos del traficante Mohamed, que los arrojó a un océano de ilícitas oportunidades.

27,34 kilómetros en línea recta separan la ciudad española de Ceuta (enclavada en el extremo norte de Marruecos) de la ciudad andaluza de Algeciras, ubicada en el sur de la península Ibérica. Foto: Dahian Cifuentes
27,34 kilómetros en línea recta separan la ciudad española de Ceuta (enclavada en el extremo norte de Marruecos) de la ciudad andaluza de Algeciras, ubicada en el sur de la península Ibérica. Foto: Dahian Cifuentes


👑Camellos de Fez👑

En la medina más antigua del mundo cientos de callecitas estrechas y caóticas alumbradas por luces cálidas e intermitentes y miles de esquinas atiborradas de gatos sanos, tuertos, cojos y hasta mutantes, de todos los tamaños y colores.

Las calles llevan nombres masculinos, generalmente religiosos o imperiales, y su interconexión es casi que de imposible acceso racional para cualquier forastero.

En sus apretadas paredes se ven pintadas con el escudo del Maghreb, el equipo de fútbol local y millones de diminutos mensajes que a la interpretación universal pueden pasar como íntimas declaraciones amorosas o escuetos experimentos poéticos.

Una parvada aletea sobre la medina más antigua del mundo. Foto: Alejandro Saldívar
Una parvada aletea sobre la medina más antigua del mundo. Foto: Alejandro Saldívar

En la medina de Fez, ciudad fundada en el año 789 por Idrís I (precursor de Marruecos), se puede conseguir lo impensable: desde una simple aguja hasta implementos tecnológicos de navegación espacial, pasando por alimentos, curtiembres, arte, libros, opio, hachís, licor, innumerables estirpes de azafranes y fragancias, planes en el desierto y todo tipo de bisutería.

A las 03:45 horas de un miércoles de primavera, las bocinas de las diferentes mezquitas que se irguen como mastodontes atascados en un minúsculo gallinero, chasquean el Fajr, la primera oración antes del amanecer. El sonido podría espantar a cualquier desprevenido y somnoliento turista, pero es música para los oídos y las consciencias de cada musulmán que madruga para entregar el rumbo del día a los designios de Alá.

En medio de la oración, se escucha una discusión en un indescifrable árabe. Gritos, disgustos y bastonazos, contrastan con la elaborada atmósfera mística y los gatos callejeros que se aparean y pelean entre filas de ladrillos recién pegados. Justo al terminar el canto, dedicado no tanto a Alá, sino a la arrolladora fe que se le tiene como patrona efigie redentora, en la medina más antigua de la humanidad un burro brama, amarrado a ensayos de tubería, en el medio de una construcción inconclusa de tabiques de bloc. Quizás el primer esbozo de una próxima morada con cenefas de temática berebere pensada para el descanso de extranjeros europeos que vienen en busca del embrujo de la parte más occidental del Sahara.

Así empieza a revelarse una ciudad que se resiste de raíz a la gentrificación, pero que también se extiende instintivamente hacia el cielo como medida social y económica de control de la otra plaga, los extranjeros, para que estos no se desperdiguen fuera de los muros de la medina y, por el contrario, se concentren en los oscuros espacios, medio alfombrados con supuestas pieles de camello, que se ofrecen como alojamientos a precios populares.

Con la primera luz del día, Atf, de 70 años, reposa cubierto por una derruida túnica negra en el escalón que da a la entrada de un edificio de departamentos aledaño a la puerta azul, la entrada más famosa de la medina. Todas las noches se sienta junto a un plato de plástico blanco a la espera de que algún fiel le arroje una moneda. Ya ni siquiera pronuncia, es un bulto viviente que desata la furia de Bassam, el conserje del edificio, quien todos los días desde hace un par de años desplaza al vagabundo que no deja de dormirse en la puerta del angosto pasillo multifamiliar y maloliente. Una tumba disfrazada de vida.

La medina de Fez es la zona peatonal más grande del mundo. Sus angostos callejones se prestan para cualquier transa. Nadie ignora esta realidad y, por el contrario, haciendo gala de la mejor de las indiscreciones, todos permanecen al servicio del comercio: hay que sobrevivir, combatir la escasez ¿no? Dice Bassam. Y para que el esquema de saturación de oferta y demanda funcione, es necesario garantizar algo mínimo: seguridad. Así, cada metro público de la medina, se mantiene videovigilado por la policía local, que nunca se muestra uniformada y siempre va de civil, atenta a todos los movimientos, pero haciendo el teatro de fumar un cigarrillo, tomar un té de hierbabuena, conversar con alguna puerta de madera o simplemente chocar y disculparse con la irreprimible turba.

Al filo del mediodía, en algún indeterminado pasillo de la medina, un gallo color cúrcuma camina debajo de un retrato de cuerpo entero del rey Mohamed VI. Pica las basuritas del día y al no pasarlas como alimento las vuelve a dejar, un poco más arruinadas, sobre las polvorosas y centenarias piedras. El gallo sigue su camino, con un ojo en cada pluma, atento al invariable acecho felino: algún destino encontrará entre los marchantes, carniceros, vendedores de frutas, legumbres y postres de hojaldre.

La Medina de Fez también es un laberinto. Sin norte, sin sur y sin numeraciones fijas, perderse es, en principio, un sueño, algo que agolpa entre las sienes del visitante la romántica idea marroquí de la romería y el anonimato, pero después de varias horas de vueltas y pasos sin sentido, se convierte en un lastre del cual sólo se sale deshaciéndose de algunos dirhams y pasando saliva ante la invasora conversación multiidiomática de algún sin futuro.

 

En la esquina menos pensada hay alguien que te muestra la medina de forma imaginaria en caminatas verbales que van desde los 15 minutos hasta las 4 horas. Tú decides qué quieres: comer, observar, comprar, escuchar historias. Todo es ilimitado. Incluso los olores. Y las personas también. Te hablan en árabe, en francés, en inglés, en italiano, en japonés, en español. Lo necesario para venderte un servicio, arrancarte una moneda y ofrecerte taciturnamente el hachís y las bebidas alcohólicas que la ley del rey Mohamed VI limita o incluso prohíbe. No hay un metro libre del bombardeo negociante: inciensos de todos los aromas del mundo, carnes de dudosa salubridad e inimaginables objetos de cueros de vaca y hasta de camello (aseguran) adornan los ahogados pasillos peatonales. Más gatos, chicos y grandes, pero esta vez sin orejas o sin colas, rebuscan en las sobras del mercado un día más de vida y, tras su paso, las basuras, las huellas de la alborada turística.

Así aparece Osama, de 18 años, y habla de la Universidad más vieja de Marruecos, de las decenas de mezquitas y, por supuesto, de restaurantes para extranjeros. Su figura es menuda, como la de un esqueleto bailador y su voz suave como la de un adolescente tímido. Apenas habla español: qué haces amigo, bienvenido amigo, pase bien amigo, de dónde es amigo. Sin pedirte nada a cambio te cuenta historias del desierto y de bereberes y te sonríe. Con la distancia prudente te señala la ubicación de tu hospedaje, si estás perdido y, sutilmente, te sugiere un lugar para beber el mejor té, amigo.

Sin darte cuenta estás caminando detrás de él y en un abrir y cerrar de ojos te encuentras en la terraza de un hotel con toda la parafernalia decorativa marroquí. Camellos y turbantes y cuadros de Ali baba y sus cuarenta amigos adornan el salón que queda debajo de la terraza. La silletería da la vuelta al espacio y las mesas llevan manteles bordados con hilos dorados. Por 120 dírhams (12 euros) te ofrecen dos platos individuales con postres. Toda la variedad de tajines y cuscús que puedas imaginar, con dátiles, almendras y uvas y ciruelas pasas. Sabores agridulces, ácidos y frutados, saturados de cúrcuma y comino.

El restaurante le otorga a Osama una comisión por llevar turistas. Cumplió con su trabajo, pero antes de irse estira su mano para mostrar la ubicación de la puerta de salida de la medina más cercana, y ahí, justo ahí, se le puede ver una metralleta AK-47 tatuada en su antebrazo izquierdo. Osama permite que se le saque una foto, pero calla cuando se le pregunta si él es marroquí. Ante su silencio, se le refiere la bandera del Frente Polisario (el movimiento de liberación saharaui que clama por la independencia y autonomía del espacio geográfico conocido como Sahara Occidental y que después de la retirada de la antigua colonia española en los años setenta, permanece bajo dominio y hostigamiento marroquí). Bandera que lleva, en primera plana, dos orgullosas AK-47 perfectamente ubicadas entre olivos y banderas de la República Saharaui.

Osama se queda mudo. Para evitar el tema y con el español que puede, habla de la brújula con la palabra Wanderlust que están tatuadas encima de la AK-47: palabra alemán que es pasión por viaje, amigo, dice y añade que, desde que se acuerda, es un nómada y que ha estado en Casablanca, en Rabat y en Marrakech, pero que fue en Fez donde encontró una incipiente estabilidad económica, dedicándose a encantar turistas con su delicada voz y su descomunal sensibilidad lingüística.

No sólo Osama no quiere hablar de su propia ascendencia, sino que es gran parte del Reino de Marruecos el que mantiene en silencio el tema saharaui. Esa palabra no sólo es una forma de incomodidad, sino una causante directa de irritación: el filo de una navaja que se refleja en sus pupilas.


👑Sueño cumplido👑

Todos los africanos hemos venido a España a cumplir algún sueño. De niño era pastor, pero quería ser futbolista. Una noche me escapé de casa. Vendí tres cabritos y crucé mi desierto, después me mandé por todo Marruecos hasta Beni Ensar y, apenas pude, me colé en Melilla. Esa historia es de película, pero bueno, tú lo que quieres es una historia periodística. Joder.

En menos de un año vagando por ahí, pero sin hacer nada malo, me volé del centro de acogida de migrantes y me hice amigo de Félix, un marinero que iba y venía de la península. Le ayudaba a cargar y descargar mercancías. Un día Félix me dijo que podía ayudarme a cruzar el mar, pero que debía prepararme porque iría en la parte trasera de uno de los cuartos de máquinas del barco mercante Nador I. No lo dudé. Fueron dos o tres días ahí, encerrado, acompañado por una oscuridad total, hasta que me encontraron gracias a mis gritos de desespero. Me dieron tres hostias y a tomar por culo.

Málaga es una ciudad árabe, sólo que venden licor y comen mucho cerdo. Algo así como una ciudad árabe, pero no tan árabe, o flexiblemente árabe. La mezcla es tremenda. Y chula. De ese momento a hoy han pasado 8 años. Hace 5 estoy en Madrid. Pasé uno en Valencia y dos en Barcelona. En el metro de Barcelona la gente se cambiaba de sitio cuando yo entraba a algún vagón, o agarraba con fuerza sus bolsos o escondía sus teléfonos y no me quitaban los ojos de encima. Un día alguien me dijo en catalán, que es muy parecido al español, moro de mierda. Yo no dije nada. Pobrecitos. Era 2017 y creían que todos éramos terroristas.

Cuando obtuve mi residencia me volví al desierto, de vacaciones. Nosotros, los saharauis, nos debemos al desierto. Somos el desierto. Cuando llegué a casa mi padre me recibió a golpes. A hoy no sé si la paliza fue por haberme ido o por haber regresado. Y nunca pregunté. Mejor así. Mi padre es un hombre que no entiende muchas cosas si Alá no está de por medio.

Me entristece ver tanta gente de África en las calles españolas, aguantando hambre y de muchas maneras entiendo que tienen que buscar la forma de sobrevivir, pero yo nunca robé. Otro día una señora me dijo que me devolviera al desierto a follar camellos. A ella sí le respondí: me gustan más los cabritos, señora. Nunca olvidaré su cara. No los juzgo, pero si ellos fueran a mi tierra nadie los trataría así.
Hablo español porque nací en un lugar que fue colonia española y que ahora los marroquíes se lo toman por propio. Somos diferentes, somos un país acorralado, pobre, con campos de refugiados en lugar de ciudades, un paisito sin más reconocimiento que el que nos damos nosotros mismos.

Me llamo Agmeth y nací el año del cólera, porque en el Sáhara nunca se anota la fecha de nacimiento de nadie, sino el evento más importante de ese año. A mí me tocó la época de una enfermedad. Qué le voy a hacer. Son los misterios de Alá. Insha’Allah. Los mismos misterios que no me permitieron ser futbolista, pero que hoy me tienen vivo. Amo el Sáhara, le debo mucho a España, pero mi nacionalidad es el sol, es decir, soy un ciudadano del mundo, a menos de que en algún lugar siempre sea de noche.

De Lagos, Nigeria, por Marruecos, a Ceuta, España.

Bongani Atekeye, de 29 años, es un eterno aspirante a periodista. Nació y creció en la localidad de Mushin, en Lagos, Nigeria. Bongani escuchó durante 9 años, catorce horas al día, la Nigeria Info FM 99.3, un portal radial de noticias e información de actualidad, mientras conducía por las enmarañadas calles de su ciudad natal el pequeño colectivo amarillo que heredó de su padre. El periodismo, dice, aunque sea una carrera universitaria es más una vocación. Una vocación que no requiere de ningún arancel ni matrícula, como sí pasa con la educación superior: algo inaccesible, y elitista, recalca.

En las noches de sus años como conductor de transporte público, cuando el cansancio se lo permitía, Bongani se preparaba la cena, lavaba su ropa y se iba a la cama escuchando podcast de todas partes del mundo. Lo que más le entusiasma del periodismo es la radio, el audio, la realidad contada con la voz y los sonidos. En su teléfono guarda audios-ambiente de distintos lugares: la cancha de baloncesto de su adolescencia, el perpetuo barullo de la Broad Street, el misterio de una noche ventosa, la marcha de voces en un café cualquiera. Algún día hará algo con todo eso. Algo que revele a Lagos con naturalidad y sin filtros. Una serie de podcast para Spotify. Quizás.

El año de la pandemia lo dejó fuera del circuito laboral. Tuvo que vender la herencia de su padre para sobrevivir. En casa, sin mucho que hacer, paseando a su perro en jornadas de hasta cinco horas, Bongani empezó a masticar una idea. Largos meses de investigación en YouTube y blogs migrantes sobre riesgos, problemas, cuidados, precauciones y posibilidades le ocuparon el desempleo y le desplazaron la frustración. La idea de cruzar África occidental se le clavó en la conciencia como una obsesión: Benin, Togo, Burkina Faso, Mali, Mauritania y Marruecos. País por país. Con mucha calma. Después, cruzar el estrecho de Gibraltar y listo, misión cumplida, probar suerte en Europa.

Salió de casa con dos mapas, uno de África y otro de Europa, una pequeña grabadora de voz para ir guardando sus impresiones del viaje y ¿por qué no? Entrevistar personas que estuvieran en su misma circunstancia, 240 dólares en billetes de 20 y una mochila de 60 litros atiborrada de algunas ropas y muchas utopías.

Bongani Atekeye dejó Lagos.

No hay un camino trazado para llegar a Europa desde África. Primero hay que salir de la África negra y llegar a la África del norte, la árabe: Marruecos, Argelia, Túnez o Libia. Si llegas a alguno de estos países, ya deberías darte por bien servido, pero bueno, si hasta ahí has pasado dificultades, no debes perder de vista que realmente falta lo más difícil: debes continuar en bote hacia Europa, en un bote que, si todo sale bien, quiero decir, si no se hunde, te llevará a Italia, Francia, Malta, Grecia o España.

Ya es decisión de cada persona hacia dónde quiere ir y claro, también depende de donde salga, por ejemplo: una persona que llegue a Libia y quiera ir a España, pues me parece que algo no calculó bien ¿no? Hay muchos que lo intentan, pero pocos lo logran. No es fácil dejar el entorno familiar y afrontar la incertidumbre de dar el salto hacia lo desconocido. Nunca dejé de sentir preocupación y en cada pueblo o ciudad nueva que visitaba un miedo silencioso se apoderaba de mí. Pero era joven y un joven debe hacer lo que debe hacer y tal vez no lo que le manda la vida o lo que le plantea la razón, sino lo que proviene del corazón y de la sangre, porque esa es la juventud. Lo desconocido es un llamado, es inseguridad, trance, pero también es algo que hay que hacer para alcanzar el bienestar.

A 128 kilómetros de Lagos queda Cotonou, el famoso puerto de Benín que en los siglos XVII y XVIII fue el punto de partida y no retorno de muchos esclavos. Resulta paradójico que hoy por hoy siga siendo un lugar al que llegan incontables jóvenes africanos que quieren buscarse una vida en Europa. A Bongani le sorprendió no encontrar un sólo bar o restaurante en Cotonou en el que no se escucharan historias de personas que lo abandonaron todo, se fueron y fracasaron. Para Bongani el fracaso consistía en no llegar a Europa y verse en la obligación de regresar a Nigeria, con las manos vacías, pero pronto descubrió que el fracaso significaba la muerte, es decir, el morir en el intento. Su sensibilidad periodística lo llevó a buscar alguna historia de éxito, algo digno que contar, un relato que le permitiera creer que el fracaso no era el destino, sino tan sólo una posibilidad. No la encontró. Es difícil encontrar historias exitosas en el punto de partida. Todas están en el punto de llegada. Esa era la ilusión que buscaba y, una vez encontrada, se aferró a ella para seguir el viaje.

En automóvil sólo se necesitan 7 días para llegar a Europa desde Lagos, asegura Bongani. Europa es un espacio abstracto que sólo tiene sentido cuando se llega y, una vez allí y de manera forzada, tiene que empezar a pensarse como lo que es: un continente con diferentes países. ¿A dónde quiero ir? Es una pregunta que el viajero debe hacerse cuando pisa Europa. De nada sirve pensar un país específico desde el momento de la salida, porque las brisas de la vida soplan tan fuerte que el viajero puede terminar en un lugar impensado. De cualquier manera, Europa es tierra y antes de la tierra está el mar. El Mediterráneo. Una palabra que se escribe en Google y los resultados arrojan paradisiacas playas con fondos de ciudades brillantes y triunfantes y cruceros enormes que parecen felicidades flotantes. Cruceros que probablemente el viajero se cruce, una tarde cualquiera, mientras rema su humilde balsa migrante.

Hay muchos relatos dudosos a propósito de las rutas y los países que hay que cruzar para llegar a la costa norte africana. Yo elegí una ruta, porque la estudié, y no me dejé llevar por rumores, pero a lo que voy es que ninguna ruta se salva de la espera, del imperio de la espera, del no saber nada y abalanzarse sobre esa nada esperando que el día se ponga a tu favor o que la suerte se ponga de tu lado. Viajé por un tiempo detenido. De todas formas, esperar es la parte más silenciosa de la vida, esos lapsos de los que nadie puede escapar. Las carreteras africanas son muy malas, la comida no es buena, es mejor cocinar, el pan es el mejor amigo por lo barato y porque no intoxica, el trabajo es una opción, pero es muy difícil porque no puedes detenerte semanas para trabajar porque se te puede desdibujar el horizonte. La mayoría de los nigerianos que quieren llegar a Europa se lanzan hacia Marruecos o Libia. Adoptan alias e inventan historias a propósito del destino final. No le puedes decir a nadie, ni a los extraños, ni a la policía, que vas camino a Europa, eso es peligroso. Desde el momento en el que sales de Nigeria, por seguridad, ya tienes una nueva historia y una nueva identidad. Eso es interesante porque te pone a volar la imaginación y te obliga a ser lo más coherente y real, aunque la realidad sea la verdad que escondes como migrante, la ficción siempre es la que más funciona porque a nadie le gusta la verdad o bien sea porque se aprovechan de ella o simplemente la niegan. Al fin de cuentas en eso consiste migrar en cualquier parte del mundo ¿no? buscarse a uno mismo, encontrar la identidad propia.

En Cinkassé, frontera entre Togo y Burkina Faso, a 795 km de Lagos, Bongani compró un tambor de madera. La música es parte importante en la vida de Bongani. En los momentos de flaqueza lo tocaba suavemente y podía sentir como esa tímida percusión se transformaba en ánimo. Todas las noches buscaba la luna para sentir que algo le iluminaba el camino. De repente aparecía la impaciencia otra vez y sólo el tambor la espantaba. Dice Bongani que una palabra que le gusta mucho en español es “esperanza”, porque esa palabra es tan fuerte que puede atajar cualquier cosa, es como una fe ciega que camina, con los pies descalzos, sobre la aridez de los sueños que parecen imposibles. La pobreza siempre es un obstáculo y la frustración que esta lega es un sacrificio detrás de otro y pocas o ninguna recompensa. Antes de irse de Lagos, Bongani se acercó a su madre para abrazarla y ella no quiso que la tocara. No le dijo nada, sólo le entregó una bolsa de papel con tres sándwiches y algunas golosinas. De ahí en más la fuerza fue un recuerdo, muchas lágrimas, cada vez que pensaba en ella.

La gente busca una vida mejor, pero ¿qué tipo de vida? No tiene sentido. Todo esto es un engaño, el trabajo que se cree que uno puede obtener en Europa es algo muy parecido a la mentira. Para llegar hay que sortear mucho tráfico de personas, muchos secuestros. Para las mujeres es más complicado. Un compañero de viaje por Burkina Faso me contó de una chica de Camerún a la que obligaron a trabajar en Mali y huyó y la encontraron y al ser tan rebelde la violaron hasta la muerte entre varios hombres.

Un viaje significa ver y oír cosas que no quieres ver ni oír, lo que ves y oyes es malo y lo mejor que puedes hacer es mirar para otro lado. No hay que meterse en los asuntos ajenos, aunque uno sepa que hay un montón de injusticias. Por ejemplo, supe que por una mujer pueden cobrar hasta 5 mil euros, depende del objetivo de la compra, por supuesto que lo que más pagan tiene que ver con explotación sexual, pero también hay muchas mujeres que las explotan como aseadoras y cocineras. La policía sabe todo esto, pero mira hacia otro lado, porque parte de los dineros que se mueven ahí en la trata de personas va a parar a los bolsillos de ellos. Los policías ayudan a los traficantes. Hay una pregunta que me ronda desde hace varios años: ¿Qué impacto tiene en las sociedades que tantas mujeres migren? Quiero decir: que tantas mujeres abandonen su país y que tantas otras lleguen solas a otro país.

En Uagadugú, Burkina Faso, a 1100 kilómetros de Lagos, Bongani consiguió un trabajo en un taller de motos. Estuvo allí un mes y logró juntar algo de dinero. A esa altura ya había gastado más de la mitad de los dólares con los que inició el viaje. Después de hablar con varios africanos a propósito de sus experiencias migrantes, es particular que se refieran a la migración como “ir en busca de uno mismo”. Bongani no es la excepción. Cada vez que puede menciona el proceso que transitó para encontrarse a sí mismo dentro del viaje migrante. Muchos afirman que en África existe todo un mercado alrededor del sueño de una vida mejor en Europa. Cobran hasta 15 mil euros por persona y prometen cielo y tierra, por esa ilusión que realmente es una moneda al aire. A veces sale bien, muchas veces sale mal. Pero el reto es llegar. El éxito es llegar. Ya lo que pase en Europa no importa. Ese es otro capítulo. Más digno. Dicen. Aunque pueden regresar, no quieren volver a casa porque en casa los esperan los mismos problemas. Prefieren la penuria en Europa que la penuria en África. La misma carencia, pero en diferente tierra.

Viajar para migrar significa ahorrar y cuando no puedes ahorrar te quedas donde el trabajo te agarra. Para ganar hay que arriesgar, hay que intentarlo. Me sé de memoria muchos paisajes áridos, desérticos, polvorientos. Vi muchos atardeceres largos, en los que la luna y el sol danzaron ante mi tristeza. En viaje de migración nunca se sabe si la luna sigue al sol o el sol sigua a la luna. Caminas y caminas y lo único que te acompaña es tu sombra. África es grande y rica en recursos, pero todo es explotado por otros países. Hay mucho por ofrecer al mundo, muchas cosas que nos pertenecen, pero de las cuales otros se benefician: gas, petróleo, minerales, metales y gente, mucha gente, también. La realidad es una angustia constante. Europa representa los sueños de la nueva vida, no Europa como lugar, sino como idea: la oportunidad de realizarse, de ser alguien, de contribuir al mundo y no precisamente con pobreza. ¿Qué hacer para que la gente alcance un nivel de vida digno en mi país?

En Tansila, la frontera entre Burkina Faso y Mali, a 1426 kilómetros de Lagos, Bongani ve el primer campo de refugiados de su viaje, pero prefiere llamarlo campo de pobres. Bongani atestigua de primera mano la escasez de agua, las infecciones, el hacinamiento, el hambre, la desnutrición, los sueños postergados, la sonrisa infantil que no decae, el dolor de los ancianos y la pena de los jóvenes. Bongani colisiona contra el naufragio constante que acompaña el desplazamiento y que hace que el peregrino se vuelva resistente a lo inconcebible. Incluso a sí mismo.

El problema de los árabes es que no les gustan los negros, ellos son africanos como nosotros, pero lo niegan, lo niegan sólo porque no son negros. Ya en Marruecos, en la entrada a Marrakech, la policía me detuvo y me envió de vuelta a Mali. Me echaron sus perros, me golpearon y me mantuvieron varios días sólo con agua y cuscús sin nada de sal. Fue imposible huir.

Bamako, Mali, a 1942 kilómetros de Lagos. Ya no había vuelta atrás. Retroceder resultaba un camino más largo que el camino de venida. Bongani planea volver a cruzar Marruecos con una veintena de migrantes que, como él, son recipientes vacíos que buscan llenarse con un poco de ilusión. Alguien dice que será más fácil ir por Gambia porque es el único país de habla inglesa de la región. Bongani lo piensa, una, dos semanas. Decide que no. Le parece más peligroso que Marruecos. Meses después se enteraría que algunas personas que tomaron la decisión de transitar por Gambia fueron asesinadas por el ejército local.

Es el abandono de dios. No sólo nos enfrentamos a los peligros del Sáhara, sino a las amenazas de los hombres. Crucé Marruecos. Ahora pienso que tuve una estrella, un tambor que no dejó de latir por mi suerte.

Tánger, Marruecos, a 5274 kilómetros de Lagos. Sin dinero, la voluntad tiene que ser de hierro. La mendicidad fue la única posibilidad de subsistencia. Y esconderse de la policía el pan de cada día. Otro confinamiento era algo parecido a la horca. Al hablar de migración en un café a las afueras de la medina alguien dice que los negros son una vergonzosa mancha en el paisaje. En este punto el estrés y el cansancio ya no existen.

Bongani pasa cuatro meses en las calles de Tánger. Se asocia con dos saharauis, un mauritano y tres marfileños para empezar la construcción de un bote propio. Zarpan. Naufragan. Los chalecos salvavidas hacen lo suyo. El parte meteorológico fue equivocado. No supieron observar el mar, ni apreciar el viento, ni interpretar las olas. El mauritano convida a Bongani a Castillejos, la ciudad marroquí que limita con la ciudad española de Ceuta. Para Bongani fue todo un descubrimiento que en África existiera una ciudad europea. Después sabría que, con Melilla, son dos. Una metáfora de una colonia que ya no existe pero que se puede habitar.

Bongani decide intentar por ahí. Viajan juntos, pero, una vez en Castillejos, el mauritano le exige que el nado debe en ser solitario. El nado. Nadar. Una palabra que tiene que ver con nada. A Bongani le gusta más la palabra cruzar porque tiene que ver con cruz. Se despiden y nunca más volverán a saber el uno del otro. Tres semanas después Bongani se lanzó a la nada. Nadó desde el momento de la puesta del sol de un lunes, hasta bien entrada la mañana del martes. Apenas pisó territorio africano-español se desmayó. Abrió los ojos dos días después en el hospital universitario de Ceuta, España, a 5070 kilómetros de Lagos. Un programa de migración lo acogió y, desde 2016, además de ayudar a su madre y trabajar en labores de limpieza en bares y restaurantes, vendedor ambulante y conductor de camión recolector de basuras, su principal reto ha sido aprender a hablar perfectamente español.

Abandonar tu país es abandonarte a ti mismo. Nunca llegué a Europa, pero, contra todo pronóstico, estoy en Europa. Perdí mi grabadora de voz, pero mi voz no. Un día voy a grabar esta historia que es muchas historias y ese día me graduaré como periodista.

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