Los forenses del Mediterráneo

Los termómetros se instalan y recogen de manera recurrente. Su situación en diferentes puntos permite observar los cambios de temperatura según la profundidad. Foto: Bruna Casas- RUIDO
Los corales del Mediterráneo están muriendo como consecuencia del aumento de la temperatura del mar. Un equipo de biólogos lo está documentando en la Costa Brava a través del caso de la gorgonia roja. ¿Qué consecuencias tiene que se muera un coral? ¿Qué hay que hacer para evitarlo? ¿Se puede enfriar el océano?
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*Este trabajo es una producción RUIDO con el apoyo del Earth Journalism Network (Internews) Mediterranean Media Initiative.
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La brisa es amable, el Mediterraneo en la Costa Brava está cristalino, calmo y templado. Las nubes matizan los primeros rayos de sol de la mañana y no hace mucho calor arriba del bote. Solo se escucha alguna gaviota y el murmullo de las pequeñas olas. Cuando de repente, desde 18 metros de profundidad, emerge a la superficie el biólogo marino Joaquim Garrabou, se quita la boquilla del tubo de aire y en catalán, con la voz un poco aguda por la agitación, informa: “casi todas están muertas”.
Garrabou tiene 57 años, es un tipo tímido y amable. Usa diferentes metáforas para explicar lo que acaba de ver, pero hay una que repite con asiduidad, sin levantar la voz, como si de un mantra se tratara: “son como zombies”. Se sumerge en este mismo lugar desde hace treinta y cuatro años y cada vez que lo hace, ve menos corales vivos.
Desde que comienza la primavera hasta que termina el otoño él y su equipo de investigación del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona se suben mínimo una vez por semana a una lancha en el puerto de L’Estartit, al norte de la Costa Brava, y hacen menos de un kilómetro mar adentro hacia las Islas Medas -un pequeño archipiélago de piedras gigantes de hasta 50 metros de profundidad- en cuyas paredes anida entre otras especies de corales, la gorgonia roja, autóctona del Mediterráneo.
El equipo de Garrabou baja en tres o cuatro puntos distintos -en esta vuelta van a unas estaciones de buceo llamadas Pota del Llob, La Vaca y Tascons- en donde dejaron señaladores colgados de las gorgonias: las tienen numeradas. Ahora van a muestrear entre diez y trece en cada sitio.
Hay dos chapitas con el número 11: parece que a la número 14 se le borró una parte del 4. Esas etiquetas que buscan están ahí desde 2014, cuando hicieron un estudio buscando diferencias de sexo entre los corales y terminaron descubriendo que frente a la misma temperatura, cada gorgonia reaccionaba diferente pero que la mayoría, cuando el calor aumenta, muere.
En la última década, según los datos que maneja el equipo de Garrabou, por la subida de la temperatura, se habría perdido alrededor del 60% de la biomasa de las colonias de gorgonias que están por encima de 20 metros de profundidad. En 2022 el agua del mar ha estado 2ºC por encima de lo que debería ser la media, según el Centro de Estudios Ambientales del Mediterráneo (CEAM), y en promedio, los valores se han incrementado 1,5ºC cada año desde 1982. En julio de 2023 el promedio de temperatura de este mar llegó al pico de 28.4 ºC, la más alta jamás registrada.

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En la web del Instituto de Ciencias del Mar, el grupo de investigación de Garrabou se llama “Ecología y resiliencia de los ecosistemas bentónicos en un océano en cambio” y cuenta con 14 investigadores. Pero “¡Ah esto de los equipos de investigación!” dice. “Tenemos los equipos del centro, el equipo dentro del equipo del centro e incluso tenemos un equipo intercentros que es MedRecover, dedicado a la conservación marina”.
Cuando van a bucear lo hacen en grupos de tres o cuatro especialistas. Se sumergen de a dos. Una vez abajo es como si estuvieran en una oficina o un laboratorio: a veinte metros de profundidad anotan el estado de cada colonia de gorgonias en una tabla de acrílico con un rotulador, ubican los corales gracias a un mapa impreso y plastificado que llevan en una mano y no sueltan nunca, entre tubos de aire y cámaras de foto submarinas sacan una tijera para cortar trocitos de muestras, ponerlos en una bolsita de plástico que abrieron antes de meterse, guardan el pedacito de coral y cierran la bolsa. No siempre sale bien pero habitualmente las muestras quedan dentro. Además, llevan una linterna para ver el color del coral, porque debajo del agua todo se ve azul. O gris. O negro. El paisaje ahí abajo es como estar observando lo que queda después de un incendio, de un gran fuego forestal.
– Masivamente. Ves la secuencia, algunas colonias muy vivas y al año siguiente ya no. Durante más de 100 años han vivido tranquilamente y ahora están sufriendo. Lo que viene, vendría a ser como si pasaramos de un bosque lleno de árboles centenarios a tener una pradera de hierbas. La vida continúa, alguno puede decir, pero evidentemente no tiene nada que ver con lo que había.

–¿A las gorgonias que ven “medio muertas” les queda mucho tiempo de vida?
– Años quizás, pero ecológicamente ya están extintas.
La función que hacían, ya no la cumplen, no se pueden reproducir o se reproducen mucho menos.
– En cuanto venga un fuerte temporal, como no funciona el sistema de adherencia, vamos a ir un día y esas colonias ya no van a estar. Incluso sin que se hayan muerto al 100%.
Esto lo vienen viendo, sobre todo, desde el año 1999, cuando fue el primer gran evento de mortalidad masiva que afectó sobre todo costas de Francia e Italia, luego otro en 2003 y cada vez más seguido en más lugares.
En estos 25 años Garrabou ha constatado que al menos unas 90 especies de distintos grupos, tanto de corales, gorgonias, esponjas, algas, fanerógamas, marinas briozoos y otros invertebrados, de distintas especies han sido afectados por algún evento de mortalidad masiva, a veces más de 30 especies al mismo tiempo.
Una colonia de gorgonias puede vivir un siglo y medir medio metro de alto. Muerta es un árbol seco. El coral rojo en cambio muerto es flácido, con los pólipos que parecen granitos de pus. Cuando se calienta el agua, los corales son como una planta sin regar.
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Sandra Ramírez Calero, 32 años, después de la inmersión, ya en tierra firme, busca un rinconcito a la sombra para pasar las muestras de la bolsa de plástico a un tubito en el que antes puso unas gotitas de un retardador de ADN. Eso detiene la transcripción de las células: el tiempo deja de pasar para la gorgonia. Entonces, la científica rotula los tubitos con unos códigos de identificación, los pone en un refrigerador de picnic, y apenas llega al Instituto de Ciencias del Mar baja al subsuelo, donde hay un frigorífico que huele a pescadería y los guarda en una nevera a -72 grados.
Sandra antes estudió corales haciendo base en Cali y en Hong Kong. Comparte con el resto del equipo el motivo por el que se dedican a estudiar este tema: primero amaron el mar y luego se enamoraron de los corales. Sandra también estudió programación: necesita conocer ese lenguaje para cargar la información que recaba en un programa que la sistematiza. Ahora, gracias a una beca del gobierno de Colombia, trabaja con Garrabou en Cataluña porque es el ecólogo más representativo de este tema, dice, pero también con Jean Baptiste Ledou en Porto, Portugal, que es uno de los mejores en genética de poblaciones marinas.
Sandra trabaja con algo que se llama transcriptómica: el conjunto de de ARN (ácido ribonucleico), una molécula que se sintetiza a partir del ADN y genera una función; y eso ocurre a partir del medio ambiente. Es decir, Sandra, de todo el equipo, es la más especializada en una tarea típica de los médicos forenses: determinar la causa de muerte que en este caso es la temperatura.
Está evaluando volver a Colombia cuando termine la tesis: “allá hay muchos más tipos de corales, más especies para estudiar”. A pesar de que los corales tropicales resisten mejor el calor, también están muriendo masivamente en zonas donde antes sobrevivían. En la Florida, Estados Unidos, colegas de Garrabou están documentando que en lo que va del verano los corales ya perdieron color.
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Técnicamente deberíamos llamarlas Paramuricea clavata. Se llamen como se llamen son importantes por su función estructural: seres vivos fundamentales para que otros seres sigan vivos. Forman hábitat, viven para otros.
Las gorgonias rojas son árboles de ramas más lilas y amarillentas que rojas. Necesitan adherirse a una superficie dura, en este caso la pared de las Medas, como algunas otras especies se adhieren al fango o la arena. Son solidarias. Los pólipos de una colonia de gorgonias están unidos entre sí por una capa interna de gérmenes, que son los que socializan el alimento, hacen posible que una parte de la colonia utilice los nutrientes que ha capturado para alimentar a otra. Comen partículas de carbón orgánico y el zooplancton.
Las gorgonias mediterráneas prosperan en la medida que no compiten con las algas, por eso, y porque no necesitan hacer fotosíntesis, es que están a mayor profundidad que los corales tropicales. Además, son más independientes que los de los arrecifes caribeños: hay más nutrientes en este mar que en los del trópico.
Debajo de la gorgonia roja hay toda una comunidad de esponjas, de tunicados que encuentran ahí un refugio. Si la estructura desaparece, se pierden muchas de estas especies asociadas y tienden a venir más algas, más organismos de ciclos de vida rápidos, que no le dan complejidad al mar. Eso impacta en los peces, por ejemplo, que necesitan esa complejidad para comer y reproducirse. A las gorgonias que están a menos de 12 metros de profundidad Garrabou y compañía ya ni siquiera las van a ver, pero cuanto más profundo van, más posibilidades de encontrar gorgonias vivas hay. El mar se muere de arriba hacia abajo.

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La historia de la gorgona se remonta a la Grecia antigua. En el relato de Hesíodo eran tres gorgonas -todas hijas de los tenebrosos Forcis y Ceto- pero en la Ilíada de Homero había una gorgona sola llamada Medusa. Perseo decapitó a Medusa y llevó su cabeza en barco a Atenas como ofrenda. Las gotas de sangre que cayeron al mar mientras la transportaba crearon las gorgonias rojas del Mediterraneo. La derivación lingüística le agregó la i.
Esa ofrenda de Perseo a Atenea fue pintada por Caravaggio en el siglo XVI: ahí Medusa es una mujer gritando, espantada y espantando, con cabellos de serpiente y un cuello sangrando. La antropóloga inglesa Jane Harrison detectó en ese cuadro a finales del siglo XIX un dejo de machismo: “la gorgona fue creada del terror”, escribió, y “no el terror de la gorgona”.
En esa misma época Freud usó la Medusa de Caravaggio como un símbolo para ilustrar la castración: para el psicoanálisis la gorgona es la amenaza de la falta.
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Hasta hace no mucho tiempo, la gorgonia, como el coral rojo y otros cnidarios, se extraían masivamente para fabricar collares, alhajas y adornos. Todavía se consiguen por internet fácilmente en Europa, lo envían a domicilio: 45 cm de coral rojo sin teñir ni tratar cuestan menos de 80 euros. Incluso en una joyería del centro de L’Estartit, a un kilómetro y medio de donde va a sumergirse el equipo de Garrabou, aún venden joyas de corales.
A Nuria Margarit , 29 años, una de las biólogas del equipo, técnica de la Universidad de Barcelona, eso la indigna mucho. Cuenta que hace poco le pareció haber visto una película de terror: “me sumergí y de repente vi puro hueso, en una de las paredes era como un cementerio de marfil”. Cuando las gorgonias se mueren en cámara lenta sucede así: primero se ponen negras, después empalidecen y luego se empiezan a cubrir de alguitas que parecen telarañas verdes y blancas. Ese es el color de la necrosis.
Nuria recuerda que a veces, volviendo a casa en Barcelona, cuando pasa por la joyería del centro se dice a sí misma: “¡Hostia! ¿para ver este hermoso coral tengo que pasar por aquí, yo, que trabajo debajo del agua? Además, para comprarlo es un año de mi sueldo”.

“Hasta hace no mucho los únicos que se podían dedicar a ciencias marinas provenían de élites socioeconómicas que no necesitaban vivir del sueldo como investigador”, dice Garrabou. Su equipo lidia con condiciones de trabajo que en España son más precarias que en algunos países vecinos -las dietas que cobran no han aumentado desde 2002- y eso redunda en que a pesar de ser investigadores tengan que dedicar el 70% de su tiempo a temas administrativos.
Se sienten privilegiados por ser dueños de su tiempo y por trabajar en la naturaleza, pero no les parece justo que tengan que aceptar la precarización simplemente porque hacen lo que les gusta o porque son pocos los que pueden entrar a hacer la carrera: “la comunidad científica vivimos en un mundo paralelo de lo que es el mundo real, sabes, esto sólo se aguanta por entusiasmo”.
La filósofa Remedios Zafra escribió que el “entusiasmo sostiene el aparato productivo, el plazo de entrega y tantas noches sin dormir, los procesos de evaluación permanentes, una vida competitiva, el agotamiento travestido, volviéndose motor para la cultura y la precariedad de muchos que buscan vivir de la investigación y la creatividad en trabajos culturales o académicos”.
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Un estudio publicado en julio de 2023 en la revista Nature encontró una relación proporcional entre la subida de temperaturas y la tasa de mortalidad de personas en los países del Mediterráneo. En 2022 murieron 61 mil personas por causas asociadas al calor en Europa. En el Instituto de Salud Global de Barcelona dicen que dada la tendencia, el continente se enfrentará a un promedio de más de 68 mil muertes prematuras cada verano hacia 2030 y más de 94 mil hacia 2040.
Debajo del agua la ecuación no es muy diferente: “lo que hemos visto de las gorgonias es que a la que pasas de 24º o 25º sufren, sufren mucho, o sea, cuando hacemos experimentos aquí en el laboratorio las ponemos a 25º y al cabo de dos o tres días ya tienen necrosis”, dice Garrabou.
Hay más días de mayor temperatura que antes. No es que el invierno sea más caliente sino más corto. Y la estación en la que más se alimenta la gorgonia roja, la primavera, también dura cada vez menos. Entonces, como los millennials, al tener menos recursos, la gorgonia roja prioriza sobrevivir y no reproducirse.

El equipo de Garrabou no sólo baja a colgar chapitas de gorgonias y a tomar muestras sino también a depositar termómetros, que parecen pequeñas linternas, cerca de las poblaciones de corales. Los dispositivos tienen un chip que Garrabou periódicamente baja a buscar para descargar una información que luego se puede ver online, en la página de T-Med.org, un sistema del que Joaquim es el científico coordinador. Cuanto más rojas se ven las rayas en esa web, más pálidas están las gorgonias. Como si fuera una ilustración del limbo de la Divina Comedia, las gráficas son estalactitas en una gruta del infierno.
Cuando hace unos años un colega de Garrabou le contó que tituló un trabajo “La ebullición del Mediterráneo”, Garrabou dice que le respondió: “macho, te has pasado tres pueblos” pero que hoy le diría “te has pasado de corto”. El Secretario General de la ONU, Antonio Gutierrez, declaró este verano que oficialmente estamos pasando de la era del calentamiento global, a la de la ebullición.
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Garrabou dice que hay que tomar acción para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y nuestra dependencia de los combustibles fósiles con mucha más contundencia. No ve viable poner hielo en el océano para refrigerarlo.
En algunos lugares del mediterraneo este 2023 parece que el mar está tocando picos de casi 30°C. Eso es lo que está viendo este equipo científico: “Estamos constatando la subida de las temperaturas pero no estamos viendo los efectos aún. Si las cosas continúan en esta trayectoria desafortunadamente lo más probable es que seamos testigos de un nuevo evento de mortalidad masiva a finales de este verano”.
Cuando bajan a bucear, los biólogos marinos como Garrabou quizás tengan algo de Anatoly Shapiro, el oficial del ejército soviético que fue el primero en abrir el portón de Auschwitz-Birkenau. Son la legión de los que descubren el horror. Si “las cosas continúan en esta trayectoria”, sus discípulos, en cambio, serán como los primeros arqueólogos que bajaron a ver Thonis-Heracleion en Egipto, Baia en Italia, Shi Chen en China, Pavlopetri en Grecia o Atlit-Yam en Israel: todas Atlántidas en el fondo del mar.
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