¿Por qué nadie es de Madrid?

Foto: Alejandro Saldívar
Foto: Alejandro Saldívar
¿Por qué la capital de España acoge y excluye a la vez?
Una crónica escrita a 26 manos: las de quienes participaron del taller de periodismo narrativo de Late en Madrid de mayo 2023.

Pongamos que hablo de Madrid

Podría ser Montmartre, Trastévere o Camden Town. Podría ser martes, jueves o domingo. Pero es La Latina, un barrio de Madrid. Se ve gente que vive por acá; pero sobre todo hay muchos turistas. En  los bares no sobra una silla y la ciudad parece un comedero a cielo abierto. Las diferencias con un barrio de cualquier otra capital europea son apenas nominales. Las diferencias visuales corresponden a algo que, simbólicamente, se manifiesta como una ruina: aquello que se ha conservado, lo que hace un souvenir urbano distinto a otro.

Decir que La Latina ––Montmartre, Trastévere o Camden Town–– se ha convertido en un no-lugar es impreciso. Lo que se ejerce sobre estas capitales es otra operación: la reducción de algunos elementos, llamémoslos culturales o tradicionales, a un cotillón. Dicho de otro modo, el mercado, con su buena voluntad de producir riquezas, caricaturiza los rasgos del lugar para vendernos un carnaval anodino y patético. Pero el mercado no funciona con independencia de nosotros. 

Es Madrid, es La Latina y es sábado. En la plaza de los Carros, al otro lado de un semáforo en rojo para los peatones. La gente se aglomera frente al paso de cebra de una calle por la que no cruza un solo auto. A la sombra de un magnolio en flor, zapan tres tipos. Sobre el brocal de la fuente que hace de centro de la plaza un hombre bien vestido, con un par de airpods, duerme al sol. Frente a la misma fuente una turista británica le indica a otra cómo posar para la foto. Lo demás son más magnolios, la cúpula barroca de la iglesia de San Andrés Apóstol y las terrazas de los bares que vociferan en múltiples lenguas. De tanto en tanto, un monopatín eléctrico atraviesa la plaza.

Nacho es madrileño, músico y cocinero. Dentro de la barahúnda del barrio, su amigo Andrés y él salen a ganarse alguna plata tocando en la calle. Nacho toca la armónica; Andrés, la guitarra. Esta tarde los acompaña Roni, amigo carioca que se mudó a España hace menos de un año.

––La idea ––explica Nacho, como si se tratara de un modelo de negocio–– es: encuentras una terraza, tocas cuatro temas, pasas la gorra y te piras. En ese lapso de tiempo conseguimos que no pase nada.

Con “que no pase nada” quiere decir que, durante esos cuatro temas, pongamos veinte minutos, no les caiga la policía. Casi siempre lo consiguen. Pero a veces sale mal. La semana pasada a Andrés lo multaron.

––¿De cuánto te ha llegado? ––pregunta Nacho, jugueteando con el carrito del amplificador apagado y dando un sorbo largo a una Coca-Cola de lata.

––Sesenta pavos ––dice Andrés, apoyando sobre el lomo de la guitarra, los ojos calmos y brillosos, las escleróticas rojas.

En un buen día, dicen, se llevan 100 euros cada uno. En un día normal, alrededor de 30 o 50. No está mal. El riesgo, sin embargo, oscila entre el 60 % y 150 % de las ganancias. Cabría preguntarse si Trier o Bolt o Lime o Dott, que ofrecen monopatines eléctricos en Madrid, tendrían sus juguetes colonizando el centro bajo el mismo riesgo financiero.

––El problema es cuando llama un vecino, entonces viene la policía. Nos pasa cada dos semanas… Nos toman los datos cada dos semanas.

––¿O sea que el problema son los vecinos, no la policía?

––El problema es la ley, tío ––responde Nacho con asertividad––. Y pasarnos de tiempo. Si tocas solo cuatro temas es jodido que te pillen.

––Pero es muy poco veinte minutos, ¿no?

––Bueno, también eso genera un movimiento.  Luego otro músico se puede poner en tu sitio, ¿sabes? ––dice, como exponiendo una planificación urbana de corte marxista––. Es una mezcla de todo, también hay que compartir.

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Emilio se viste igual todos los días. Deportivas del Decathlon, un pantalón de jogging, un chaleco lleno de bolsillos y una remera negra debajo. Todo negro. Y, siempre-siempre, la visera que le cubre los ojos, de noche y de día, como si la penumbra que lleva dentro tuviera que traducirse hacia el exterior.

La primera vez que lo vi fue en Sabatini, un jardincito señorial desde donde se ve, inmenso, el Palacio Real de Madrid.

Clemente y Emilio se juntan con frecuencia para zapar. Se conocieron tocando en el Moe’s Bar, un local de blues en el barrio de Chamartín. Clemente lo levanta por la casa y patean la ciudad en dirección sur, desde Valdeacederas.

Emilio está en España por la misma razón que muchos otros argentinos y latinoamericanos. Antes era informático, hasta que la sombra le cubrió los ojos. Ahora mantiene algunos clientes de Argentina; pero realmente a lo que dedica la mayor parte del tiempo es a la música. Hace diez años toca la armónica como un poseso. Después de su última cirugía ocular entró en una depresión terrible y Roxana, su mujer, le regaló el instrumento. 

––Acá están todos aborregados, loco ––dice de regreso de un parque, agarrado al hombro de Clemente––. Antes… Andá a decirle a uno de esos viejos, los que eran nuestros abuelos… Andá a decirle a un gallego de hace cincuenta años: “Señor, deje la cerveza, aquí no se puede”. ¡Te recagaba a trompadas!

Hace un par de semanas a Emilio la policía lo echó de una plaza por estar tocando. A su hijo le pusieron una multa por tomar cerveza en un parque.

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––Es una pena relativa. Que el Ayuntamiento, porque está haciendo campaña, me ponga flores debajo de mi casa no me da ni puta pena. A mí con eso no me van a comprar, pero sí me van a dar flores…

El Achuri es un bar-restaurante sobre la calle Argumosa del barrio de Lavapiés. Las paredes están forradas con consignas pacifistas y anarquistas y banderas palestinas. El que atiende la barra viste una remera negra con una tenaza estampada por delante y un eslogan en la espalda: “20 anys okupant”. 

––Después del Covid tuve la necesidad de que la gente se volviese a juntar, a construir otra vez barrio. 

Habla Alaitz. Vasca, 35 años, de los cuales hace quince vive en Madrid. Lo dice todo con seguridad y todo lo que hace parece parte de un plan de lucha; aunque a veces pierda. 

El 27 de marzo de 2022, junto a otros vecinos, se hizo con un alcorque amplio de la Plaza de Lavapiés para sembrar el huerto Gloria Fuertes. El huerto comenzó a funcionar como un punto de encuentro vecinal y de intercambio generacional en el barrio. 

El 2 de septiembre del mismo año el Ayuntamiento, sin previo aviso, arrancó todas las plantas. Al día siguiente, Alaitz y los vecinos replantaron el huerto. El Ayuntamiento volvió a arrasar; esta vez, donde antes había cebollas, lechugas y aromáticas, plantó una docena de ciclámenes, unos plantines chiquititos que tienen flores casi todo el año. En algunos países las llaman pan de puerco. ¿Metáfora perversa?

Alaitz detiene su desayuno en la barra del Achuri para explicar en detalle la secuencia. Lo que más lástima le da son las ancianas que antes bajaban de sus casas. Explica que no sucede solo en Madrid. “Aquí, en Bilbao ––de donde es ella––, en Latinoamérica: han capado todo, y es un trabajo que se lleva haciendo siglos… Estamos en una sociedad completamente borrega”.

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Ideas del progreso: en diciembre de 2013, bajo el paraguas del proyecto Zona de Protección Acústica Especial del distrito Centro, la Dirección General de Sostenibilidad y Control Ambiental fomentó una “prueba de idoneidad” para el ejercicio de músicos callejeros en el Centro de Madrid. 

La prueba consistía en lo siguiente: todo aquel que quisiera realizar un espectáculo público no solo debía obtener un permiso (requisito que en teoría sigue vigente); sino que, además, debía comparecer ante un jurado formado por el director general de Museos y Música del Ayuntamiento, quien dispuso a tres músicos profesionales y tres funcionarios al servicio del show del talento. 

Los músicos aspirantes preparaban dos canciones, montaban el numerito frente a los “especialistas” y estos, burocracias mediante, definían si aquellos merecían estar en la calle haciendo su ruido. El ruido, obviamente, no podía hacerse en todos lados: debían hacerlo en calles cuya anchura superara los 7 metros, debían procurar estar a 75 metros de algún otro ruidoso, respetar los horarios de siesta y pernocte, no hacerlo durante más de dos horas seguidas en el mismo lugar y nunca utilizar instrumentos de percusión ni de amplificación. 

Desde 2017, la prueba de idoneidad no es un requisito. Las restricciones y la necesidad de un permiso; sin embargo, siguen vigentes.

¿Ideas del progreso? Acá va otra: el 25 de octubre de 2022 el Ayuntamiento aprobó el proyecto de extensión de la línea 11 del Metro para conectar mejor la zona sur de la ciudad con el centro. El proyecto propone ubicar las dos nuevas bocas del metro en dos zonas verdes, el Parque de Comillas y el Parque de Arganzuela, a un costo de 25.000m2 de área verde: unos mil cien árboles. 

A un año de aprobarse el proyecto, la ciudadanía y agrupaciones vecinales intentan detener la obra. ¿Qué dicen los especialistas? Que, en materia de polución, la mejoría del trayecto de la línea 11 motivará a muchos a dejar de viajar en auto, ergo, el coste ambiental de priorizar los parques es mayor que el de priorizar el metro.

Hubo en el siglo XIX un escandinavo más o menos despierto que escribió algo así como que la especialización o la tecnificación o la profesionalización (hijas mimadas del progreso) eran capaces de producir una herida profunda en la sensibilidad humana, en la experiencia de existir. Explicarle esto a un especialista tiene un problema de base.

A lo mejor habría que sentarlos en una plaza: en la de los Carros, por ejemplo, donde ahora un grupo empieza a excitarse y Nacho, efusivo, interrumpe sus digresiones sobre los papeleos necesarios para tocar en la calle y dice:

––¡Mira, mira, tío! Ahora vamos a tocar para una pedida de mano, tío… La chica va a pedir la mano al chico y nos ha pedido si podemos tocarle algo.

En cuestión de minutos la plaza es una fiesta al son de un blues. Ella se arrodilla, él llora, la gente aplaude y baila; Nacho, Andrés y Roni son el centro de gravedad. Imaginemos al vecino furioso telefoneando a la policía porque han interrumpido su siesta. 

La escena prenupcial termina; algunos se acercan a hablar con los músicos, a agradecerles, a felicitarlos, incluso a cantar una canción con ellos. La tarde avanza y los chicos guardan sus instrumentos. De una patrulla están bajando tres oficiales.

***

Lo peor del caso Gloria Fuertes, dice Alaitz, fue descubrir que uno de los que más impulsaban el proyecto del huerto trabajaba para un partido político. El huerto, básicamente, era para él un elemento de campaña, una vidriera para exhibir logros de partidos de la oposición. Pero luego, el Ayuntamiento les ganó la carrera con su pan de puerco. Y ahí quedó, avatares de la política y su esquizofrenia electoral. Para Alaitz todos son la misma cosa:

––Me tengo que comer sus publicidades en YouTube, como si fueran Coca-Colas y, además, me dicen que es mi derecho ir a votar. ¿Desde cuando es un derecho que me hagas elegir entre comer esta mierda o esta mierda? ––gesticula con ambas manos, derecha e izquierda. En la mano izquierda tiene tatuada una chacana andina––. Estos dos últimos años han demostrado ser auténticas marionetas de la élite: ‘Tú aquí, tú allí y nos vamos a cargar a medio mundo ahora con una pandemia y tú te vas a callar la boca y los vas a obligar a que se vacunen’. No pienso colaborar con estos monigotes.

La madre de Alaitz falleció en el hospital de Bilbao. Dice que la mataron. No hubo visitas, dice, tampoco autopsia. Lo último que supo de ella fue al otro lado del teléfono: “Princesa, la que me han liado”.

La puerta de Solana de Luche 7

Por Laura Roque Valero                           

Al margen de la regulación también se vive en Madrid. Lo sabe Massiel Rubio, una cubana con dos carreras universitarias que pasó cuatro años sin papeles. Lo han vivido Amanda y Saúl, pareja de periodistas independientes que suman varios meses en la misma situación y acaban de tener a su primer bebé con la asistencia de la sanidad pública española. 

Cubanas y cubanos llegan a Madrid todos los días. Por estudios; por vía familiar; con un paquete turístico; como destino de una ruta migratoria irregular. Tocan las puertas de refugios, de la iglesia, de la familia y la de Solana de Luche #7, en el barrio Puerta del Ángel, la casa de Massiel.

Ni siquiera ella sabe cómo ocurrió, pero un papelito con su foto y sus datos de contacto se comparte entre migrantes cubanos que viajan desde Rusia o los Balcanes hasta España. Su casa se ha convertido en espacio de acogida para quienes necesiten ayuda o deseen hacer algo por Cuba. El bebé de Amanda y Saúl ha recibido donaciones de esa comunidad que aúpa y abraza a sus connacionales.

Massiel Rubio. Foto: elTOQUE.
Massiel Rubio. Foto: elTOQUE.

En los últimos dos años han abandonado la isla miles de hijos e hijas, padres y madres, abuelos y abuelas, gente sola, gente acompañada, gente que huye, se exilia, se rinde, abandona o simplemente se va; gente que ya no está. Cuba no ofreció futuro ni promesas creíbles para quienes protagonizan el mayor éxodo del país en las últimas seis décadas. 

La sociedad cubana tiene el rostro del desconsuelo por la extrema escasez de alimentos y medicinas, por las largas horas sin electricidad y el agotamiento de una carencia que empalma con otra, y otra, y otra… porque quizá la frase más repetida sea “no hay”.  

En el invierno pasado más de 70 migrantes buscaron ayuda en Solana de Luche. Familias con niños y niñas pequeños (algunos enfermos por el frío y la humedad de las rutas), gente de campo y de ciudad.

El motivo de la visita casi siempre es recoger ropa de donación que una parte de la comunidad cubana en Madrid bautizada como La Tribu deja en una pequeña habitación para quienes llegan en invierno a la ciudad y no tienen cómo protegerse del frío. 

Para Massiel la ropa es lo de menos; es apenas un pretexto. Con un café se comprende mejor qué necesita el otro: información, desahogo, acompañamiento. Un migrante irregular en España puede montar un avión o cualquier otro medio de transporte con su pasaporte en vigor, puede acceder a cursos de posgrado, tiene derecho a solicitar una tarjeta para servicios básicos de salud, puede pedir ayudas de comida en la Cruz Roja u organizaciones como Cáritas. Madrid acoge a cubanos y cubanas; pero, a más de 7400 kilómetros de distancia, la patria común sostiene, orienta, dona, ayuda a sobrevivir.

Entre 2021 y el primer semestre de 2022, un total de 1638 cubanos solicitaron asilo en España, según registros de la ACNUR. Entre 2021 y 2022, Cuba se ubicó, tras Venezuela y Afganistán, entre los países con mayor número de nuevas solicitudes de asilo en el mundo con 194 800 ciudadanos. Son miles los que se regularizan por otras vías.

Amanda cuenta que ya no teme andar indocumentada por las calles de Madrid. Quizá tenga más miedo caminar por Cuba como periodista independiente. “En España no me piden la documentación por la calle, tampoco van a echarme del país, ni va a caer sobre ti ninguna sanción”, explica a través de un audio de WhatsApp mientras amamanta a su bebé.

Sin embargo, la falta de documentos supone muchos retos y Amanda reconoce su privilegio al tener un empleo remoto pero seguro. El trabajo en negro, sin garantías de pago ni respeto a los derechos laborales, y la imposibilidad de acceder a una renta por falta de pruebas para demostrar solvencia económica y de obtener una licencia de conducción desafían la permanencia de migrantes en ciudades grandes como Madrid.

Amanda y Saúl quisieron abandonar la capital española alguna vez. Valoraron Andalucía o cualquier otro lugar de España donde la vida fuera menos costosa, pero más amigos y conocidos han llegado desde Cuba en los últimos meses. La isla que emigra ha encontrado refugio en sus orígenes. La música, la comida, el teatro, los libros, pedazos de Cuba florecen en Madrid y 7400 kilómetros ya no parecen tan lejos. Para Amanda, la ciudad se parece cada vez más al hogar:

—Solo en Madrid tenemos redes de apoyo; no tenemos familia aquí pero nuestra familia son los amigos y están únicamente en Madrid.

«El piso es algo especial»

Por Inma Escribano

Ser joven implica creer en la posibilidad de que todo es posible, desafiando constantemente una realidad empeñada en contradecirnos. Ser joven significa además tener una energía inagotable y una capacidad desmesurada para enfrentar adversidades. Solo así puede explicarse cómo año tras año una marea de veinteañeros llega a Madrid. 

Algunos buscan el trabajo de sus sueños, mientras otros se conforman con un salario fijo en medio de la precariedad. Vivir en la capital es un triunfo para muchos, sin importar si significa habitar un espacio sin ventanas, en un sexto piso sin ascensor o una habitación poco más espaciosa que un armario. 

El esfuerzo lo compensan con el privilegio de caminar por la Gran Vía, donde los edificios se yerguen imponentes. Uno se siente diminuto contemplando el lujo que se exhibe en los escaparates, los incesantes eventos que animan las calles y las exposiciones culturales que parecen no tener fin. Uno cree entonces que todo es posible, que los sueños pueden hacerse realidad; mientras correr para alcanzar el metro es una descarga de adrenalina, perderse en los bares es vivir múltiples vidas en una sola noche, tener varios empleos y ver una cuenta bancaria en números rojos al final del mes es un gesto de valentía y audacia.

––¡Hola! Soy Antonio ––me saluda un hombre de unos cuarenta y tantos años, mientras estrecha mi mano con firmeza. 

Lleva una camisa rosa, impecablemente planchada pero marcada por huellas del sudor y las prisas que acompañan el insoportable verano. Pronuncia cada palabra con un deje propio de quien ha crecido en las entrañas de Madrid, revela su origen y su arraigo en la ciudad. 

Hablamos a las puertas de un portal de Chamberí y, entre confidencias, Antonio me revela que este piso perteneció a sus abuelos. Aunque posee otros inmuebles, este es el más asequible, un refugio en medio de la vorágine de la vida urbana, asegura.

La entrada del edificio está revestida de mármol y el ascensor se alza custodiado por unas barras de hierro forjado. Antonio, con la actitud resuelta de un hombre de negocios, aprieta el botón del elevador, ansioso por mostrarme la casa y cerrar el acuerdo de alquiler. El ruido de la máquina descendiendo recuerda el lamento de un anciano cuyas piernas han comenzado a fallarle. 

Antonio me invita a pasar primero. Me apoyo en el espejo del elevador, sintiéndome atrapada en la compañía de un desconocido al tiempo que esbozo una sonrisa algo estúpida y dejo escapar la típica frase sobre el tiempo para romper el silencio incómodo.

Al llegar al sexto piso el ascensor se detiene bruscamente, con un chirrido. Pero este no es el final del trayecto hacia lo que se promete como el apartamento más asequible de Chamberí. Todavía queda ascender unas angostas escaleras que nos conducirán a una puerta que apenas alcanza el metro sesenta, si tenemos la suerte de llegar a ella sin golpearnos la cabeza.

—Quizá no se aprecia bien en las fotos, pero el piso es algo especial —me dice el anfitrión, que parece un poco renuente a mostrar una de las propiedades que alquila en la ciudad. 

Agacho la cabeza para entrar sin saber que el espacio no me permitirá volver a erguirla hasta unos segundos después. 

El tragaluz diminuto del techo apenas ilumina la estancia. Antonio se apresura a encender una lámpara cuya luz descubre una diminuta habitación que hace las veces de dormitorio y comedor. En la esquina hay un sofá-cama; en medio, una pequeña mesa de Ikea y en uno de los muros, un armario empotrado. Los  escasos muebles aportan algo de calidez al espacio que años atrás probablemente fue habitado por trastos inservibles o por unas cuantas palomas. 

—-Aquí vivió un chico francés todo el año pasado —me cuenta mientras de dos zancadas nos trasladamos a la cocina, a la que tenemos que entrar aún más agachados. 

Pienso en lo ridículo que luce Antonio caminando casi a cuatro patas, y me pregunto cómo habrá sido la vida del francés. ¿Cómo se las apañaría para vestirse cada mañana? ¿Qué cara se le pondría a la chica que viniese a pasar la noche aquí después de una velada de gin tonics en la Vía Láctea? 

—-Está en muy buena zona, por eso a la gente joven no le importa que el piso sea así. Lo quieren para dormir —asegura el dueño antes de que nos despidamos. 

Apenas me quedo sola, elimino el anuncio de mi lista de favoritos en Idealista. Ático con potencial en Guzmán el Bueno, solo 500 euros de alquiler. Borrar. Sí, confirmar. 

Saboreo un trago de cerveza en el emblemático Bar Palatino, al cual he vuelto una y otra vez desde que llegué a la ciudad. Me observo en el reflejo de uno de los numerosos espejos que adornan las paredes del bar. El camarero siempre impecable con su camisa blanca, a pesar de que el sudor le resbale por el rostro. Los huesos de aceitunas esparcidos por el suelo.  

Echo un vistazo a los siguientes anuncios. Aún me queda por visitar una corrala en Ponzano y un sótano. La calle se llama Desengaño. 

Un Chinatown en Madrid

Por Sofía Caruncho

Se oyen golpes secos y quejidos en esta oscuridad. Se oye un grito. Un lamento. Un sollozo. De fondo, una guitarra desafinada, como una música oriental. Huele a tabaco. Tres sillones rosas se apoyan sobre la pared de madera, a la izquierda, junto a una mesa baja con una jarra de agua amarillenta. A la derecha se alinean puertas con chapas en falso oro que marcan “1, 2, vestuario, 3”. Entre ellas cuelgan tapices púrpura con caracteres chinos bordados en dorado. Se abre la primera puerta y salen un suspiro largo y un hombre mayor, calvo, chino, con un martillo de goma en su mano. El hombre grita algo y del fondo sale una mujer joven, también china, que pregunta:

––¿Tiene cita?

Es un salón de masajes en el distrito de Usera, el Chinatown de Madrid. Afuera, sobre una fachada enladrillada en gris, cuelga un cartel con los servicios que ofrece: terapias de 30 y 60 minutos a 25 y 40 euros, reflexología podal, masaje tradicional chino. La calle donde se ubica es igual que el resto de la zona: en cuesta, con edificios de entre una y tres alturas en tonos claros, conectados por cables que penden sobre las placas en honor al Coronel Marcelo Usera ––quien creó a mediados del s.XX este Madrid dentro de Madrid––. Las placas metálicas recuerdan a sus vecinos, empleados y familiares: calle de Amparo Usera, de Gabriel Usera, de Isabelita Usera. 

Este barrio obrero, que ahora agrupa siete barrios en torno a lo que hoy es el mercado de abastos de Usera, es el favorito de los inmigrantes que llegan a la capital: 6 de cada 10 residentes son extranjeros, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), entre los que destacan bolivianos, rumanos y, desde los años 2000, chinos. 

“A finales de los 70 había apenas mil chinos en España. Es una migración muy minoritaria que empieza a evolucionar a finales de los 90 en el Lavapiés no gentrificado y con cierto conflicto. La población china sufrió bastante. Aterrizaron en Usera casi por casualidad, quizás por su fácil acceso a través de la M-30”, explicó David Berna, antropólogo y director del Año Nuevo Chino a la revista Traveler.es

En la Comunidad de Madrid, según la Encuesta de Población Activa (EPA), en 2022 se registraron 63 694 personas chinas ––un 0,94 % del total de residentes de todas las nacionalidades, incluida la española––, aunque nacidas en China solo son 56 274 personas (el resto nacieron en España con permiso de residencia). 

En el Padrón Municipal del INE hay 35 985 chinos en la capital y en torno a 10 000 vive en Usera; que, además, es el distrito con mayor crecimiento en presupuesto e inversión: un 17 %. 

Una gran parte de los que viven en Madrid son oriundos de Zhejiang, al sureste de China: sobre todo de Qingtian, pero también de Wenzhou. Aunque se desconoce lo que motivó esta gran emigración a Xipanya —España en mandarín—, se cree que la razón podría ser la escasez de tierra cultivable, siendo el chino históricamente agricultor, y la tendencia a asentarse en grandes grupos. En los 2000 China llevaba más de dos décadas desbloqueada frente a Occidente con la Gran Apertura que propulsó Deng Xiaoping, aunque la manera de salir del país no fuera precisamente fácil. 

Liu lo tiene todo previsto. Primero se subirá a un camión de reparto para llegar a la ciudad de Wenzhou, capital de Zhejiang, donde contactará con una de las bandas de tráfico de inmigrantes antes de seguir después por carretera hacia el norte y llegar a uno de los puntos fronterizos con Rusia donde no sea difícil comprar la voluntad de los funcionarios. «Después iré en tren, autobús y coche y llegaré hasta Checoslovaquia. Allí esperaré a que un camión me lleve hacia el sur, hacia España», dice [Liu, un campesino chino] convencido del éxito de su odisea.

(David Jiménez, Los chinos vienen de Qingtian.)

Foto: Sofía Caruncho.
Foto: Sofía Caruncho.

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Para llegar a esta barriada multicultural, que recibe el nombre del distrito al que pertenece, la vía más popular es el metro: línea 6, gris, parada Usera. El interior de la estación está chapado en rojo ––el color de la buena suerte en China–– y decorado con dragones negros que ondean por las paredes hasta rozar con su lengua bífida los rosetones dorados que rezan “Metro SOMOS TODOS” e imitan la caligrafía tradicional del oriente asiático. 

Afuera, por las calles Nicolás Sánchez y Dolores Barranco, donde se concentra la mayoría de los comercios chinos, se ven supermercados y peluquerías, una tienda de cosmética para uñas al por mayor, un bar que ofrece desayunos de 12 a 4: café, “polvo seco intestino cerdo”, Shanghai xiaolongbao, zapatillas. ¿Zapatillas? Guotie: empanadillas. En una esquina hay una tienda de alimentación ––que los madrileños llaman “el chino”, igual que a los bazares de “todo a 100”–– y detrás del mostrador hay una mujer sorbiendo sopa:

––Qingtianmian ––explica alzando el cuenco.

––Sopa de fideos ––traduce una niña que está a su lado y mira el móvil; su hija.

Y la madre, con la boca húmeda:

––Plato de mi pueblo, Qingtian, una siudá muy pequenia ––(pequeña: unos 300 mil habitantes, más los 200 mil “chinos de ultramar” que van de visita en verano).

Ellas aseguran que en mandarín no existe un nombre genérico para la sopa de fideos de arroz, que se toma a cualquier hora del día.

—Pero yo no desayuno eso ––dice la hija levantando la vista de la pantalla—. Yo tomo leche con cereales.

Desde que sus padres llegaron, hace treinta años, decidieron que se quedarían para pagar la jubilación de los abuelos ––a quienes envían dinero todos los meses–– y hasta hacerse un colchón económico para la suya propia. 

––A plinsipio vive casa duna familia, luego buscá tlabaho, hasé algún aholo, entonse montá la tienda. Poco poco —dice Wei Fei (o Losío).

No quiere ahondar en lo que supuso la renuncia al venir a España. Pero Quan Zhou, ilustradora española de ascendencia china, conocida en redes como @gazpachoagridulce, contó esta realidad en una charla TED: “Para mis padres era superdura la pérdida de cultura de origen: sus hijos hablaban en un idioma que ellos no entendían del todo. Mi madre en las comidas se ponía hasta de mal humor. Ellos querían con todas sus fuerzas que nosotros preserváramos China en nuestras venas: las costumbres, el idioma, incluso la pareja”. 

Pero los hijos quisieron mimetizarse con el entorno español y ser parte de —o aceptados por— él. A la hibridación cultural en que la persona no es ni de aquí ni de allí se la denomina “identidad mixta” (o fluida, o híbrida), que es distinta en cada caso. Un gris entre toda una escala de grises.

Quizá Wei Fei y su marido hicieron los mismos intentos y fracasaron; o quizá asumieron que esto pasaría desde el principio. El caso es que sus hijas solo tienen amigos del colegio y del barrio: ninguno de ellos chino. 

Cuando el matrimonio emprenda la vuelta a China, se separarán de sus dos hijas, que se quedarán a vivir en Madrid, donde nacieron. Ellas, más allá de su aspecto asiático, admiten no compartir mucho con su cultura de origen y hablan un escaso mandarín, a pesar de ser, literalmente, su lengua materna, y la que estudiaron durante seis años en una escuela de idiomas. 

No, no lo sé, que te den, cállate, ayuda, quién eres, estoy bien, lo siento, te quiero, te echo de menos, no hablo chino, pero me encantaría hablar chino, porque me encanta ser china. 

(Senna Yee, Palabras que no sé en chino.)

Esta familia de Qingtian no vive en Usera: aquí solo se ubica el negocio familiar, y las hijas vienen cuando sus padres se lo piden. Como hoy: la mayor ––que está cursando un módulo en administración––, echa una mano en la tienda como sustituta de su padre, que se ha ido a hacer recados.

––Yo salgo por Sol ––dice la niña––. Los KTVs de aquí me aburren.

Un chico entra a comprar una cerveza y ella, que se llama Aida (un nombre árabe, y el de su hermana, vasco: Ainhoa), se queda mirando la mano del cliente. Entre sus dedos sostiene unos panfletos para repartir de cara a las elecciones del domingo: una cara sonriente de mujer sobre un fondo verde y unas letras blancas anuncian “Rita alcaldesa”.

––No puedo votar ––dice Aida, cuando el chico se marcha––. No tengo DNI, sino tarjeta de residencia, porque el pasaporte chino no admite doble nacionalidad.

Pero tener carné de identidad no hace a estos hijos de inmigrantes más “españoles”, y mucho menos impunes al prejuicio o el racismo: “Lo más fácil para atacarte es decir: ‘chino’, ‘chino de mierda’, ‘vete a tu país’”, dijo el hijo de un matrimonio migrante en el reportaje Crecer en “un chino”, de la periodista y poeta Paloma Chen. 

“Odiaba mi nombre, odiaba mi cara, odiaba todo de mí”, dijo una veinteañera en el mismo reportaje. Y también el artista multidisciplinar Chenta Tsai Tseng, alias Puto Chino Maricón: “Sólo quieren utilizarnos e instrumentalizarnos para que ellos parezcan muy guays, en plan ‘Buah, mira qué deconstruida estoy que he buscado un chino para nuestro festival, que además es disidente sexual’”.

La Asociación de Chinos en España (ACHE) denunció en 2019 la discriminación, que había escalado a lo institucional con un escándalo bancario. Ese año, el Ministerio de Economía ––que había promulgado una ley en 2010 contra el blanqueo de capitales–– alertó a los bancos españoles de transacciones sospechosas entre clientes de China y otros países de riesgo. 

El BBVA fue el primero en actuar: bloqueó 35 mil cuentas de titularidad china (con o sin DNI) y exigió información y documentación para justificar transferencias periódicas a China y a otros países de Asia. 

Unas mil personas de la comunidad china madrileña ––en su mayoría autónomos con negocio propio, que tenían que pagar sus facturas como cada mes–– se manifestaron frente a las oficinas de la entidad financiera del Paseo de Recoletos.

La pandemia no hizo más que acusar el rechazo, por lo que un grupo de jóvenes de origen chino organizó protestas pacíficas espontáneas con carteles que decían: #NoSoyUnVirus

“Las mofas y burlas en la televisión, el bullying en los colegios y otras formas de acoso que forman parte del día a día de mucha gente no se atienden en ninguna parte”, dijo Yong Li, organizador de esta campaña en defensa del colectivo chino.

“Lamentamos la posible estigmatización que la comunidad china pueda estar sufriendo”, tuiteaba Pedro Sánchez en 2020.

Foto: Sofía Caruncho.
Foto: Sofía Caruncho.

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“¿Por qué Madrid no iba a tener su Chinatown? Todo el mundo, cuando visita Nueva York, San Francisco o Londres, aprovecha para pasar una mañana en esos barrios”, dijo la concejala de Usera, Loreto Sordo, en una rueda de prensa en septiembre de 2022. 

Desde entonces, en una plaza del barrio hay una escultura de 500kg de un oso panda ––donada por la comunidad china–– y un presupuesto de 200 000 euros para la programación cultural y para poner unos arcos con tejados orientales que la harán lucir “más china”. La idea viene, en parte, desde la Unión Europea en “lo que se denomina desconcentración del turismo”, dijo el mismo mes un portavoz del Ayuntamiento de Madrid; en parte, también desde los fondos europeos Next Generation, gestionados por el área de Turismo del Gobierno; y en última instancia, desde el área de Cultura, que cada año cubre la celebración del Año Nuevo Chino ––más conocido entre los chinos como Festival de Primavera––. Hasta una web sobre cultura china ha puesto el Ayuntamiento. Hasta la app de Maps marca la ubicación de la barriada en caracteres chinos. 

Pero no todos ven la gestión con buenos ojos: “Hay un riesgo enorme de desplazamiento de la población original y de un cambio drástico de Usera. Un proceso de gentrificación clarísimo”, afirmó  en noviembre Fidel Oliván, integrante de la directiva AV La Mancha, al diario Público

“Estamos en pañales y queda muchísimo por hacer ––dijo Paloma Chen un año antes, en 2021, a National Geographic––. En el sector cultural, por ejemplo, hay referentes, pero estamos muy folclorizados y estereotipados. A nivel de gestión cultural, no vamos más allá del Año Nuevo Chino o de la caligrafía de dragones. Faltamos en los espacios de decisión, de poder, de escritura de guiones, etc. Faltan relatos”. 

Se esparcen los pasos (sanbu) cuando se sale a pasear y se esparce el corazón (sanxi) cuando uno se distrae o se divierte. 

Se esparce el corazón. 

Al viento. 

Al sol o a las estrellas o a la lluvia, 

da lo mismo. 

¿Te imaginas? [Mi madre] Recoge el corazón entre las manos y se lanza al aire con delicadeza.

(Berna Wang, De cosas que me explica mi madre)

Hoy, 26 de mayo de 2023, jueves, solo se ven caras occidentales en las calles de Usera. Muchos locales chinos ––agencia de viajes Gran Muralla, restaurante Lao Tou, tetería Liu Lijin— están cerrados, los farolillos rojos apagados, descoloridos por el sol. Incluso el salón de masajes, que a diario recibe a una treintena de personas, tiene poco trabajo. En el mercado de abastos de la plaza igual: por cada puesto abierto se cuentan cinco con la persiana echada. ¿Dónde están los chinos?

––Chino hola China. Ante no pue viajá, hola puede ––dice quien hace un rato gemía de dolor: un hombre de unos 50 años.

En enero de 2023 se abrieron las fronteras del Reino del Medio —la traducción literal de su nombre en mandarín: Zhongguo— después de tres años de pandemia: parece que los residentes chinos aprovecharon la coincidencia con el Festival de Primavera para quedarse por varios meses (o quizá para plantearse la vuelta). Las cifras totales de chinos que emigran se han estancado en los últimos años, ya que China se ha enriquecido y España ha dejado de ser la tierra prometida.

––Vine a Madli en domilcuatro ––dice la recepcionista del salón––. Ante viví en Valleca, Aranjué y má sitio. Luego Usela. Aprendí espaniol el primero anio, luego estudiá uno, dos anio en escuola, luego ya alimentación, negocio, charlá, y así. 

Se gira y toma la jarra de agua amarillenta —té de crisantemo— y sirve un vaso para el cliente, que saca su billetera y paga en efectivo.

Pelo alimentasión cansado —sigue—, restaurante también, mucho, ¡uh!, luego ya no quiero, haha. Eto más bien.

La recepcionista lleva un delantal rosa a juego con los sillones reclinables. Además de recibir a los clientes y encargarse de la ropa de cama, es la traductora de quien provoca los gritos, quejidos y lamentos en este espacio oscuro. Porque el masajista sólo sabe decir cosas como  “¿duele?”, “aquí dulo”, “aquí bien”. Si estuviera en China ahora, el sudor empaparía su camisa gris, como la fachada de afuera y el cielo que hoy tiene Madrid. Porque en China hay mucha humedad, pero el clima de esta ciudad es seco, así que no echa de menos su tierra natal. Lo dice en mandarín, mientras se enciende un cigarro bajo el portón de entrada. Y en español, lo que más le gusta de vivir aquí:

––Las chica guapa —y suelta una carcajada, el humo tibio colándose entre sus dientes.

***

Por Marta Saíz

A Lucía le contaron que París era la ciudad del amor no tanto por el aire romántico, sino porque para vivir dignamente es imposible hacerlo sola. 

—Y Madrid va por el mismo camino.

Hace nueve años que la joven se mudó a la capital del país de la paella y las sevillanas en las tiendas de souvenirs. Su primera habitación la alquiló por 200 euros en el distrito de Hortaleza, al noreste de la ciudad, en un piso compartido con amigas. Un precio asequible para la entonces estudiante —hoy encontrar una por 400 en el mismo lugar y sin ventanas, es una ganga. 

Durante estos años, la joven ha pasado por Carabanchel —Alto y Bajo—, Plaza Castilla o Vallecas y, ahora, después de separarse, se ha visto en la obligación de volver a la sierra, al hogar de su infancia. Se niega a gastar más de la mitad de su sueldo solo en alquiler, sin contar los servicios ni los gastos mínimos que cualquiera necesita para vivir. Lo hace por cuestiones económicas, pero también de principios.

—La falta de regulación es tremenda y las condiciones bajo las que te alquilan los pisos son vergonzosas: un mes de depósito, una fianza, dos meses de alquiler de adelanto y el mes de comisión para la inmobiliaria.

Según la nueva ley de la vivienda, que entró en vigor el 24 de mayo, los gastos de la inmobiliaria tendría que cubrirlos la propiedad, que es realmente a la que le prestan el servicio. Sin embargo, es muy posible que, tanto inmobiliarias como propietarios se las ingenien para camuflar estas comisiones y amenazar con no alquilar los pisos si no se paga determinada cifra. 

Pero, ¿por qué han subido los precios de la vivienda si no han subido los sueldos? La respuesta: gentrificación y turistificación

Si nos fijamos en la cantidad de turistas que visitaron Madrid a marzo de 2023, la cifra asciende a 594 387. Los visitantes suelen concentrarse en la zona del centro de Madrid, con una población de alrededor de 140 mil habitantes. Así que, este aumento de ocupación del espacio en más de cuatro veces en una zona concreta de la ciudad ha producido la subida en los precios del alquiler; subida que, a su vez, repercute en toda la ciudad. 

De hecho, el portal Fotocasa destaca que la capital española se convirtió en 2022 en la ciudad más cara para alquilar una vivienda y seguirá por la misma senda este 2023.

Para Lucía siempre fue imposible encontrar una habitación en el centro. 

Lo que ocurre es que los propietarios o grandes tenedores prefieren alquilar sus viviendas por una semana a un grupo de turistas, antes que  por meses a alguien cuyo objetivo es tener una vivienda habitual en ese lugar. 

Relaxing cup of café

Mayo de 2023. Abro el buscador con la confianza de encontrar una habitación para dos días a un precio razonable. La amiga que vivía cerca del centro —al lado de Atocha— se ha vuelto a casa de su madre a Getafe. La propietaria del piso —una amiga suya que se lo dejaba a un precio más favorable— ha vuelto a su casa y ella ya no puede permitirse pagar un alquiler sola. Se niega a compartir.

Mientras enciendo el ordenador, dispuesta a hacer una búsqueda exhaustiva por barrios y con el mapa en la pestaña de al lado para comparar distancias, pienso que podría encontrar algo decente. Justo el verano pasado me había alojado con otra persona en una habitación cerca de Chueca por 38 euros la noche. Pero era agosto. Y nadie pisa Madrid en agosto. 

Lo más barato: 72 euros por dos noches en una habitación compartida de cuatro personas. Es cierto que no miré con demasiada antelación y que quería estar en un lugar cerca de la estación de trenes, pero aquel precio me parecía más típico de ciudades como Londres o París. A todo ello tenía que añadir unos 6 euros si quería tener la opción de cancelar si mis planes cambiaban.

—Tenemos toallas de alquiler y candados a la venta.

—No gracias, ya vengo preparada.

Entro en la habitación, una estancia de unos 20 metros cuadrados, con un baño, una ducha y dos literas. Subo a una de las camas de arriba, que tiene incorporado un enchufe y una pequeña lamparita. No tiene cortinas, pero pongo la toalla sobre la barra y bajo de la cama. Les digo a mis compañeras de habitación see you later y salgo a dar una vuelta por la ciudad. 

Decido caminar hacia el centro y, aunque siempre voy con el mapa en la mano, no me hace falta saber si voy en la dirección correcta: una masa de guiris —algunos con un rojo tomate más propio de Benidorm— sube por la misma cuesta que yo. 

Me acerco a las antiguas calles de los Austrias, el Madrid antiguo, y veo el contraste de su arquitectura con los patinetes de alquiler y los ‘spiderman’ de la Plaza Mayor, que me obliga a mirar un Madrid centro que acoge y expulsa según la cuenta corriente. Zigzagueo a una señora francesa que llama insistentemente a su marido para hacerle una foto con el fondo de una oficina turística y me sitúo con resignación en una esquina recordando el mítico “relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”, de la exalcaldesa de la ciudad Ana Botella. 

Desisto de tomar un café allí y decido cambiar de barrio. Camino dirección Malasaña, cuyas calles son más conocidas por las cafeterías cuquis y la ropa vintage que por la Manuela del 2 de mayo. Un barrio que algún día se puso de moda y se gentrificó. Luego la moda pasó a Lavapiés, como una lava que arrasa con los pocos resquicios de pueblo que quedaban en la ciudad. 

Me paro frente a una tienda vintage de un nombre americano que no logro recordar. Dos pasos más adelante, una señora entra en la típica frutería de barrio, aquella en la que te llaman por tu nombre y te fían para el día siguiente. Lo antiguo y lo moderno —aunque quiera aparentar antiguo— ya forman parte de un contraste imparable en una ciudad en la que, por desgracia, lo primero tiene las de perder. 

Un poco desolada pongo rumbo al hostal. No voy a engañar a nadie, me apetece tener una cama para mí sola, ni tan siquiera un baño propio. Bajo la ronda de Atocha y, justo cuando pensaba que todo estaba perdido, que Madrid pronto será la ciudad de los guiris con sombrero de paja, cuellos desabrochados y cerveza en mano, escucho a lo lejos un vallenato y recuerdo que Madrid también es una ciudad alegre, plena de cultura, con sus terrazas abarrotadas, sus rincones por descubrir, sus teatros, sus luchas vecinales, sindicales y del movimiento social. Y pienso que, tal vez, no todo está perdido. 

Parque temático

Por Marta Montojo

Pez 21, antigua sede del movimiento Patio Maravillas. Centro social okupado, recordatorio de que no hace mucho Malasaña tuvo tejido vecinal, que sus rincones no solo gestaron la conocida Movida Madrileña en los años 80 —época de despertar sexual y abuso de estupefacientes en la recién inaugurada democracia posfranquista—, sino además las protestas y reivindicaciones por la justicia social, por una vida buena en pleno movimiento del 15M, el levantamiento popular de “los indignados” frente a la crisis financiera global y la rampante precariedad. 

Los pantalones vaqueros, las macetas, botellas y plantas flotantes que decoran la fachada del ahora silencioso Patio Maravillas sirven ahora de fondo para las fotografías de los paseantes. Un rincón de revolución cultural, al que en 2015 le arrancaron sus ocupantes, convertido en mero photocall para visitantes, forasteros, turistas. Ellos prefieren decirse “viajeros”. Japoneses, franceses, estadounidenses, británicos, algún que otro provinciano. La escena se repite. Uno agarra el teléfono o la cámara y hace click; el otro posa frente al edificio. Posiblemente ninguno de los dos sepa que su visita —-el auge de airbnbs, la compra de edificios de viviendas para transformarlos en hoteles— contribuye a expulsar del barrio a quienes lo hacían barrio, a quienes crearon el Patio Maravillas y lo vistieron de los pantalones que hoy son su  decorado de Instagram. 

Tras el desalojo del centro social se han sucedido varios intentos de reconquistar el inmueble, que cambió su licencia de uso residencial a una para alojamientos turísticos. 

En octubre, los ocupantes del centro social La Ingobernable, también despojados de sus anteriores sedes madrileñas —-primero en la calle del Gobernador y luego en la calle de la Cruz— retomaron por momentos el Patio Maravillas; pero fueron rápidamente expulsados por la policía. 

“Madrid no tolerará la ocupación ilegal”, aseveró en sus redes el alcalde José Luis Martínez-Almeida. 

Como el Patio Maravillas, otros enclaves icónicos del barrio serán hoteles. Dos casos recientes han levantado polémica: el centenario colegio Purísima Concepción y la residencia de ancianos Hermandad del Refugio. 

“Están convirtiendo el barrio en un parque temático”, confía Dana Rodríguez. De origen colombiano, Dana lleva veinte años viviendo en Madrid, lo que —presume con el orgullo de chulapa— la convierte de facto en madrileña. 

Su tienda de comestibles a granel se sostiene gracias al apoyo de la gente del barrio, explica, personas sobre todo mayores que están abandonando sus hogares presionadas por los fondos buitre. 

“Este trimestre ya he tenido cinco o seis clientes que se van del barrio y vienen a despedirse, porque tenemos una muy buena relación”, señala. Cuentan historias diferentes: “me han subido el alquiler; mi casero ha vendido el piso; ya no puedo con el ruido”. Argumentos que en realidad componen una misma historia, con un mismo problema de fondo. “El turismo”, resume Dana. 

En los ocho años que lleva en pie su tienda en Malasaña, y como antigua vecina, ha vivido la evolución de las maletas rodando arriba y abajo por la Corredera Baja de San Pablo. Si al principio su negocio tuvo una plantilla de 13 personas, hoy son solo dos: su socio y ella, con el apoyo de una empleada ocasional que los libera algunos fines de semana. 

“A mí los turistas no me aportan nada. Compran de vez en cuando un azafrán, un chocolate, pero nada más. El turista come fuera, consume otras cosas. No compra alimentos a granel”.

También ella, como vecina, salió del barrio precisamente por el turismo. “Tenía dos airbnbs en mi edificio: uno al lado y otro enfrente. Estaba muy contenta en la casa donde vivía, pero eso era fiestas todas las noches. Me tocaban el telefonillo, porque creo que se equivocaban, a altas horas de la noche. Mucho ruido. Tuve que llamar a la policía”.

Estas calles que un día acogieron casi exclusivamente a prostitutas y  camellos hoy están pobladas de carteles con anuncios en inglés —“Brunch all day”; “good coffee here”— y fotografías de platos de comida. Si antaño los restaurantes turísticos mostraban paella, bravas, croquetas y chopitos, los lugares donde hoy conviven más idiomas en el centro de Madrid ofrecen tostadas de aguacate y semillas, bol de açaí, smoothie de spirulina. Los precios de los bares tampoco son los mismos. 

Pocas cafeterías modernas del barrio pueden permitirse desafiar la subida de los precios que ha hecho que tomar un café en Malasaña ronde, de media, los 2 euros y medio. Hacerlo en barrios obreros como Vallecas o San Blas cuesta uno menos. En Malpica, en la Corredera Baja de San Pablo, un desayuno de tostadas con tomate y aceite de oliva vale 3 euros. Unos metros más abajo, esa misma comanda puede superar los 5. En este lugar de amplios ventanales y paredes de ladrillo visto, los barriles y taburetes altos conviven con bancos de madera como los que llenan las calles madrileñas, dispuestos en torno a una gran mesa de azulejos que fácilmente se podría uno encontrar en cualquier porche de masía mediterránea. 

Antonio de Santiago, el dueño de la cafetería, se autoproclama pionero en llevar este estilo ecléctico a un bar de Malasaña. Cuando en 2009 abrió su primer negocio, Circo, a menos de 50 metros de Malpica, no había ninguno de los boyantes restaurantes que ahora abarrotan la calle de lunes a domingo. No solo apostó por la Corredera Baja de San Pablo para poner en marcha su proyecto, sino que además se convirtió en vecino. Y pronto el barrio lo atrapó. 

Antonio de Santiago. Foto: Marta Montojo.
Antonio de Santiago. Foto: Marta Montojo.

Antonio habla arrastrando ligeramente las eses y, de tanto en tanto, se coloca el pelo, despeinado quizá adrede, quizá por el casco de la moto. Cuenta que estudió publicidad y periodismo en una universidad privada madrileña, y que durante sus primeros años en el mundo laboral se dedicó a los publirreportajes para atraer inversión a los países en desarrollo en los que vivía. A los 28, decidió volver a Madrid. Aquí pasó brevemente por una agencia de publicidad que dejaría a los meses para convertirse en el empresario hostelero que es hoy. Ahora regenta cuatro restaurantes. Poco después de abrir Circo, se lanzó con Malpica, por el que paga un alquiler, calcula, un tercio de lo que cuestan los locales en esta calle. 

Los precios se dispararon a medida que la zona se gentrificaba y seducía a exitosos grupos hosteleros como Mamá Chicó, La Mucca o El perro y la galleta. Reconoce que la actividad turística ha contribuido a elevar los costes para los pequeños comercios tradicionales que no venden productos a turistas —carnicerías, fruterías o tiendas a granel como la de Dana—, locales que han ido desapareciendo. 

Pero no considera que el turismo sea, todavía, un problema. Y, si lo es, culpa a las administraciones públicas que no han ejercido el control que deberían: 

“¿Dónde está la normativa que regula los apartamentos turísticos y designa quiénes son los encargados de llevarla a cabo y que se cumpla como se debe? ¿Dónde están los inspectores que se encargan de decidir qué casas sí, qué casas no?”.

En aquellos primeros años de empacho turístico en la recuperación de la crisis financiera de 2008, cuando Airbnb recién aterrizaba en Madrid, el propio Antonio participó del juego de la especulación con viviendas para ofertarlas en la plataforma. 

“Yo aquí lo digo: fui el primero en poner un airbnb en esta calle. Y no uno, sino dos”. De hecho, alquiló un piso y se hizo con otro sólo para recibir allí a turistas. El negocio iba como un tiro, con pleno de reservas incluso a ocho meses vista, y se mantuvo así durante cinco años, entre 2012 y 2017, hasta que Hacienda llamó a su puerta. 

“En ese momento empiezan a percatarse de que hay mucha gente que está percibiendo ingresos y que está ejerciendo una actividad sin los permisos adecuados. Y me toca hacerme la pregunta: ¿Yo a qué me dedico, a vender pinchos de tortilla y cañas o a hacer camas?”. 

 Foto: Marta Montojo.
Foto: Marta Montojo.

Casa San Ricardo Pampuri

Por María Laura Favarel 

En Fuenlabrada, al sur de Madrid, la organización San Ricardo Pampuri da acogida, alimentos y talleres de inserción laboral a inmigrantes. Solo en los últimos diez años han pasado por allí 3 500 familias llegadas a España en busca de una vida mejor.

Hicham llega tarde a la clase de español y alborota la sala. Allí están Endurance, Robert, Desert, Aicha, Farida, Nazek, Hart y Loubna sentados en torno a la misma mesa mientras Milagros, que es de Argentina, intenta enseñarles a conjugar los verbos, tal vez la dificultad más dura del español. Miran la pizarra y luego sus pequeños cuadernos intentando comprender de qué trata la clase de este miércoles templado, a las 10 de la mañana.

En la misma mesa manos del Congo, Colombia, Nigeria, Rumania, Croacia, Siri y Marruecos intentan dibujar las letras del alfabeto latino. Son pocos los que comprenden el significado de las palabras, pero cada uno lleva más de un año en Fuenlabrada, donde el Ayuntamiento propicia ayudas para los inmigrantes. Se ven muchos extranjeros allí; ninguno es turista.

Hicham se une al variopinto grupo de alumnos. Llega sin cuaderno y se sienta cómodamente. Sus compañeros de clases no logran expresarse tan claramente como él en español, pero entienden sus chistes y se ríen. Pocos pueden comunicarse entre sí en el mismo idioma; lo hacen con la mirada. Comparten historias de desarraigo, dolor y pérdida. Saben de qué trata arrancar de cero, con una familia a cuestas, con audacia, un poco de inocencia y mucha incertidumbre.

La profesora pide silencio a Hicham, que es el más joven, con 25 años. Llegó a España hace tres. Hasta entonces su vida fue escapar de país en país. 

Primero desde Marruecos y después de España a Alemania, a Bélgica, a Holanda hasta que recaló en la Ricardo Pampuri. Allí recibió acogida en una de las casas con la que cuenta la fundación para este fin. Estudió peluquería y sueña con ser empresario y formar una familia.

“No me gusta hablar de mi pasado, porque es muy triste. Prefiero contarte de lo que quiero hacer en los próximos años”, me contesta Hicham cuando le pregunto por sus orígenes.

Vuelvo a intentar e indago por su familia. Entonces relata: “Somos ocho hermanos, cinco mujeres y tres varones. Vivíamos en Tanger, una ciudad dividida entre dos clases sociales, la alta y la baja, no hay punto medio. Yo era de la baja”.

Con la mirada lejana comienza a relatar que su padre falleció cuando él, el quinto de los hermanos, tenía alrededor de 13 o 14 años, no puede precisarlo. 

“Me quiero olvidar del pasado; pero no puedo, es algo que me persigue”, se lamenta. Segundos más tarde, continúa: “Mi madre es mi ejemplo. Trabajaba mucho para alimentarnos. Durante un tiempo clasificaba pescados en el puerto y después era empleada de limpieza. Y además estaba en casa, cocinaba y cuidaba a mi hermano mayor, que tenía una discapacidad mental. Falleció hace tres años”. Guarda silencio. Lo espero.

“Prefiero no recordar”, insiste y baja la cabeza. De pronto vuelve a alzar la mirada y continúa: “Muchas veces yo no pasaba la noche en mi casa. Con mis amigos del barrio me buscaba la vida en la calle. Robábamos… bueno no, no era robar, lo que hacíamos era tomar los pescados que caían al suelo de las redes de los pescadores. Éramos varias bandas de chicos de distintos barrios que salíamos corriendo a buscar lo que pudiera caer y los guardábamos en bolsas. Después los repartíamos entre los amigos. Sabías que si una vez no te tocaba tanto, otro día te tocaría una ración mayor”.

Hicham se ríe recordando aquellas carreras y cuenta que vendía cosas en la calle y que buscaban chatarra. Además, cuando podían se acercaban a algún restaurante, “sin violencia —aclara—, uno se ponía a hablar con la persona que estaba comiendo y otro le sacaba el plato”. Estrategias para paliar el hambre.

“Soñaba con irme a Europa, donde se acabarían estos problemas. En mi país, si naciste en una clase baja no podés progresar, no te lo permiten”, subraya.

Llegó hace diez años a España en un bus. “Varias veces había intentado escapar. Pero me pillaron. Varias de esas veces terminé en la comisaría y después me largaban en una carretera solo, en otra ciudad, no en Tanger. Ahí me dejaron dos veces”, recuerda. 

“Pero un día, cerca de las 11 de la mañana, estábamos parados en un semáforo a ver si podíamos conseguir algo, y frenó un bus. En realidad no frenan. Se van moviendo todo el tiempo justamente para que no se cuelgue nadie. Nosotros éramos doce, nos metimos adentro del bus, por la parte de abajo donde está la rueda de auxilio. Yo quedé justo al lado del tanque de combustible, me llené de grasa.

Hicham sigue la narración de su aventura. “Lo que hacen allá los choferes, además de no frenar los buses, es que hay personas que bajan con palos para asustar por si hay gente escondida. Así estuvimos durante siete horas. Cuando el autobús llegó a Sevilla, paró en pleno centro. Yo no me podía bajar, no sé si por el miedo o por la felicidad”, confiesa.

Ahí comenzó otra historia. De los doce chicos llegaron tres. Hicham no cuenta qué pasó con el resto. 

“Todavía tengo la marca de la quemadura que me hice en la pierna cuando salí del bus. Entonces nos encontramos con seis patrulleros y cuatro motos de policía que nos rodearon. Nos hablaban pero no entendíamos porque no había traductor. Igualmente no nos íbamos a escapar. ¡No sabíamos ni dónde estábamos!, aunque sí que era Europa. Nos llevaron a una comisaría y de allí a un centro de menores”.

A la semana un tío de Hicham fue a buscarlo al centro de menores. El ya vivía en Europa hacía tiempo. “¡Me puse tan feliz cuando fue a buscarme! Pensé que ya tenía familia, que no estaría solo. Pero fue mi imaginación, porque a la semana siguiente me cerró la puerta de su casa”. 

Hicham empezó a moverse como pudo de país en país, buscando trabajos para poder comer. “Fui a Alemania, a Bruselas y allí me quedé cinco años. Limpiaba una carnicería; pero el sueldo lo recibía mi tío porque yo era menor. Hasta que me fui a Amsterdam y después a Madrid, donde conocí esta fundación”, y señala la sede de San Ricardo Pampuri.

Hace tres años Hicham empezó las clases de español y se ubicó en una de las casas de acogida de la organización. Ahora es el encargado y cuida de los hombres mayores que viven allí. 

Además, aprendió peluquería y es el que corta el pelo los fines de semana a los inmigrantes. “Entiendo lo que les está pasando y con un corte de pelo trato de arrancarles una sonrisa”, explica.

Su sueño es ser empresario. Pero sabe que tendrá que luchar mucho. 

“Mi madre siempre me decía que yo iba a madurar rápido”, confiesa y asegura: “Sé que las cosas se consiguen con mucha lucha y esfuerzo, y que no hay que dejarlo”. 

Mientras espera que salgan sus papeles para estar en regla en España, ayuda como voluntario en la fundación en todo lo que puede. Y tiene programado que apenas le aprueben su estancia en el país empezará a trabajar en una peluquería. 

“Mi objetivo es primero tener mi propio salón y después armar una cadena de peluquerías porque quiero ser empresario”.

Mientras acomoda los alimentos que va a repartir a los que vayan a la fundación a retirarlos, cuenta que sueña con formar una familia, que quiere ser padre. “Pero primero tengo que tener trabajo, plata, una novia y después lo podré hacer”, y sonríe confiado.

El caso de Hicham es uno de los miles que atiende la San Ricardo Pampuri. Solo en los últimos diez años 3 500 familias han pasado por allí, provenientes de los países más conflictivos del mundo.

El presidente de la fundación, Angel Misut, es a su vez uno de los fundadores. La iniciativa surgió en 1999 en Fuenlabrada cuando un sacerdote incentivó a un grupo de laicos a trabajar por los inmigrantes. 

“Juntamos firmas para que el Ayuntamiento se ocupara de los inmigrantes; pero después nos dimos cuenta de que nosotros también podíamos involucrarnos. Lo conté a un grupo de amigos y la mayoría me dijo que estaba loco; pero algunos se unieron y armamos la organización no gubernamental (ONG)”.

Así nació San Ricardo Pampuri, que trabaja sobre tres ejes: alojamiento, alimentación y formación para acceder al mundo laboral, con el objetivo claro de que los inmigrantes puedan integrarse socialmente y conseguir un trabajo.

Hoy la organización cuenta con seis casas de acogida, cinco de ellas en Fuenlabrada y una en el municipio de Alcorcón, que convocó a la entidad para trabajar allí también.

La capacidad de las casas es de 50 personas y trabajan casi con plena ocupación. Además, cada semana se reparten 5 000 kilos de alimentos para quienes acuden a la entidad. 

“Nosotros les exigimos que, a cambio del alojamiento o la comida, participen de los talleres para la inserción laboral; porque lo que importa es que puedan ser autónomos”, puntualiza Misut.

“Trabajamos por la inclusión”, agrega Milagros, que es argentina y comprende la realidad de los inmigrantes por haber pasado situaciones similares. 

“Aquí aprenden a organizar un currículum, a presentarse y habilidades sociales”. Por otra parte están los talleres de computación, peluquería, cocina, limpieza profesional y doméstica e instalación de fibra óptica.

La organización es una de las tantas que funcionan en Fuenlabrada. El municipio cuenta con asistentes sociales que reciben a los inmigrantes, estudian cada caso y los derivan a entidades como San Ricardo Pampuri para afrontar las distintas necesidades. Son precisamente inmigrantes que formaron parte de programas de inserción social quienes hoy trabajan como voluntarios en la asociación. Esto facilita enormemente la acogida de quienes llegan a España sin documentos, sin trabajo y con grandes esperanzas. 

Parques aquí; parques allá

Por Tegbui Tao Agbeko

Los parques en Hong Kong son lugares a los que nunca quería ir. Según los datos del gobierno local, tenemos veinticuatro parques en total. Considerando que Hong Kong es un lugar pequeño, es suficiente para nosotros. Pero las condiciones de los parques son horribles y no son buenos lugares para visitar.

Hay muchas limitaciones en los parques de Hong Kong. No podemos pisar el césped, ni fumar, ni siquiera beber cerveza. Una vez estaba bebiendo cerveza en el parque y la policía se acercó de inmediato. Fue terrible. No sé si les ocurre a todos; pero cada vez que voy a los parques de Hong Kong, hay personas durmiendo en ellos. Hay personas que cantan. También hay abuelas bailando con música extraña, tal vez canciones de los años 50 o algo así. No puedo soportar esas cosas. Me molesta muchísimo cada vez que me siento en los bancos de los parques allí. Incluso mi padre, que ya tiene 60 años, me ha dicho que no le gustan los parques de Hong Kong. Hay muchas personas extrañas y ruido. 

Cuando llegué a Madrid hace tres años, me di cuenta de que los parques son como otro mundo. Muy tranquilos y llenos de jóvenes. No es como Hong Kong, que está simplemente lleno de personas mayores.

Otro día visité El Retiro, donde había una feria del libro, con jóvenes llenos de esperanza haciendo cola para que los autores les firmaran sus ejemplares. Los niños también corrían por el parque, persiguiéndose unos a otros. En los parques hay abuelos, como en Hong Kong; pero no estaban bailando. Un abuelo estaba leyendo un libro y su mujer (supongo) estaba a su lado.

—¿Por qué estáis leyendo el libro aquí?

—Es un lugar para descansar, relajarnos y respirar.

—¿No podéis descansar en casa?

—No, es como una jaula.

Para los madrileños, los parques son un lugar para todos, con jóvenes y abuelos. Diferentes personas; un mismo lugar. No es como en Hong Kong, con ruido y como un parque privado de los abuelos.

“Tú que no puedes”

Por Teresa Salinas 

Los días en los que escribo esto hay una exposición en Madrid del pintor cubano Roberto Fabelo y de la serie de grabados “Los caprichos” del pintor español Francisco de Goya. Uno podría quedarse a meditar sobre cada una de las obras que se encuentran allí. En forma de trazo, se revelan las críticas sociales que el pintor hace a la España de finales del siglo XVIII. “Tú que no puedes” reza uno de los grabados. En él, aparecen un par de hombres, con las espaldas dobladas, los ceños fruncidos, las caras doloridas, cargando, cada uno de ellos, un asno que les dobla en tamaño. ¿Quién en su sano juicio, mandaría a un hombre cargar con un asno y, ante el sufrimiento lógico, le diría “tú que no puedes”?  

Estamos en un bar cualquiera entre el Paseo de la Castellana y la calle Bravo Murillo, a la altura del estadio Santiago Bernabéu, donde el ayuntamiento de la capital ha remodelado una avenida llenándola de árboles y de juegos para niños. Muy cerca de allí están la calle Orense y la zona de Nuevos Ministerios, un emplazamiento de Madrid lleno de oficinas y, valga la redundancia, de ministerios. Durante la jornada laboral aquello es un ir y venir de jóvenes ejecutivos, empleados públicos y señoras que van a comprar, o a echar un vistazo al centro comercial de El Corte Inglés, “el mejor de Madrid”, me diría mi vecina, porque es el más grande y el que más marcas de lujo alberga. A la hora en la que hemos quedado, hombres y mujeres observan a sus hijos jugando en el parque tras la salida del colegio, mientras toman algo en la terraza que mira al parque, seguramente una caña, en un complicado equilibrio entre deshacerse del estrés del día y contribuir al divertimento de los retoños. 

Me tomo un café con Marina. Habré coincidido con ella en un par de eventos sociales organizados por una amiga en común. Es alta, tiene el cuerpo fino y unos grandes ojos verdes. El otro día tuvo que ir a raparse su pelo castaño porque ya se le iban cayendo los mechones tras las dos primeras sesiones. Tiene un trabajo estable en la administración pública y un buen salario. Habla mucho, y habla con confianza, de las dificultades que le supone ser madre soltera. Es complicado tener una conversación fluida, porque entre párrafo y párrafo, mira a Ana, su hija. Es su prioridad. 

Me cuenta que han tenido que cambiarse de casa. Que está cansada y que aún tiene todas las cajas de mudanza por medio. Antes podía permitirse un apartamento pequeño por la zona y llevar a su hija a un colegio concertado que por el que se pagan 350 euros al mes en la etapa de educación infantil. Ahora la niña va creciendo, y se hacía necesario buscar un lugar algo más espacioso. 

“Yo ya estaba buscando fuera de la ciudad”, me dice Marina. “Es que no veas como están los alquileres. Y mi idea era buscar algo por esta zona. Mi hija va aquí al colegio y me daba pena separarla de sus amigos”. 

Finalmente optó por irse a vivir a un piso, no muy lejos, en el que vivía su madre. Vivía. La abuela, por la calidad de vida de su nieta, y porque cobija a una gran cantidad de animales, decidió mudarse a una casa que tiene en un pueblo de una provincia próxima, y Marina, se ha quedado en su casa. 

“Está en el barrio, y Ana puede seguir yendo al cole con sus amigos. Menos mal que hemos encontrado una solución, porque yo ya me veía viviendo en un pueblo de Madrid y yendo y viniendo todos los días a buscar a la niña al cole. Imagínate eso, pero sola”. “¿Y tú madre cómo está?”, le pregunto. Mira hacia otro lado y le cambia el rostro. 

“Pues mal. Mi madre se encuentra muy sola. Ha renunciado a su casa y a su barrio. Espero que esto no dure para siempre”. 

La situación de Marina no es extraña en esta ciudad. Lo que pasa es que ella cría a una niña sola. En pareja, con dos salarios, el porcentaje de gastos disminuye. 

El pasado mayo dos conocidos portales, uno de empleo y otro inmobiliario, dieron a conocer los resultados de un estudio que concluía que el precio del alquiler de los pisos en Madrid había subido, en los últimos diez años, un 61,8 %, mientras que los salarios habían ascendido tan sólo un 3,3 %. En el mismo periodo.  

“Hace diez años, si yo calculaba cuánto necesitaría para vivir sola y relativamente bien, me salían unos 1.500 euros al mes. Al menos para pagar el alquiler, los gastos de luz, agua y gas, la comida y salir de vez en cuando a cenar o a ver una obra de teatro”. 

—¿1.500 euros?

—Hace diez años te digo.

—¡Ah! Porque yo creo que ahora, para vivir solo en Madrid, con menos de 2.500 no puedes hacerlo. O al menos con cierta calidad.

Esto no pertenece a ningún estudio, si no a una conversación entre amigos, seguramente acomodados, que toman vino en un barrio del centro de la capital española. Según un estudio de la empresa de empleo Adecco, el sueldo medio en Madrid es de 2.135 euros. Pero las medias no son justas, porque Madrid, según el Instituto Nacional de Estadística, cuenta con 10 de los 15 barrios más ricos de España. Y esta capital tiene 131. 

Algo más lejos de este centro, a unas ocho paradas de tren y unos cuarenta minutos de trayecto, unos vecinos gritan frente a las puertas de los juzgados de Alcorcón. Alcorcón es una ciudad ubicada al suroeste de Madrid, de esas que siempre se han llamado “ciudades dormitorio” aunque esta nunca llegó a serlo del todo por la industria que desarrolló. Allí ahora mismo hay unas cien personas vestidas con chalecos naranjas y azules gritando consignas como “Hay niños en la calle y no le importa a nadie” o “desahucian al obrero, rescatan al banquero”. Entre los lemas que se gritan, más bien se chillan, se oye a Pilar decir “la policía está por eso, nos tratan como si fuésemos delincuentes”. Lo dice por algo que ciertamente llama la atención de quienes estamos allí. No habrá más de cien personas. Custodiando y vigilando la escena se encuentran siete miembros de la policía nacional en fila, preparados, firmes, con los brazos o las muñecas cruzadas. Más otros dos que están a las puertas del edificio.

Pilar, una mujer de unos 60 años, habla conmigo a la vez que lía un cigarro. Tiene la cara y el ánimo de alguien que ha sufrido, el triángulo de la tristeza bien marcado. Me va contando cómo los fondos buitre compraron pisos destinados al alquiler social y ahora  están subiendo la renta de sus inquilinos e inquilinas. 

“Yo vengo a acompañar a mi hermana que la quieren echar del piso y no tiene trabajo, pero igualmente soy afectada por la subida del Euribor”. Ella y todos los que actualmente pagan una hipoteca. 

El Euribor es un indicador empleado en Europa para medir el precio del dinero que los bancos se prestan entre sí. Se toma como referencia de los intereses que una persona tiene que pagar en una hipoteca de tipo variable. Si el Euribor asciende, la cuota mensual sube. Si el Euribor baja, también lo hace la cuota. Actualmente ha subido hasta el 4 %, desde el 0,85 % de hace tan solo un año. En términos prácticos, esto quiere decir que las familias tendrán que pagar entre 200 y 500 euros más al mes por su hipoteca, según cita el medio español “El Confidencial”. Y el Banco Central Europeo, responsable de poner precio al dinero que se presta, no espera que baje hasta el año 2025. Pilar habla con desgarro sobre los bancos y sobre los ricos. Se le curva la boca. “Están beneficiándose a costa del sufrimiento de las personas”, sentencia.      

Se han reunido en esta ocasión para apoyar a María, una joven que, junto a su pareja, se enfrenta a la demanda que el fondo de inversión Blackstone le ha puesto por no pagar la subida del 30 % en el precio del alquiler que le exigen. 

“Esto no va de que pueda o no hacerle frente. Es que no quiero aceptar esa subida. Ninguna de mis vecinas queremos”. La de María es solo una de las cuarenta familias demandadas por fondos privados de inversión, “fondos buitre” se les llama en los bares. Y sigue explicando María: “Blackstone ha decidido demandar en vez de negociar colectivamente con nosotras. Nos llevan a juicio para meternos miedo después de un año de coacciones y presiones para que nos fuéramos de casa o dejásemos la lucha colectiva, pero nosotras les hemos contestado que nos quedamos”.  

Nos quedamos es el lema propuesto por el Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Madrid ante estas situaciones. La estrategia consiste en quedarse en las casas fuera de contrato y seguir pagando el alquiler de siempre hasta que la situación se resuelva mediante la negociación o el juicio. 

“No hemos firmado un contrato nuevo porque no nos permiten hacerlo sin subidas ni cláusulas abusivas, pero todas queremos renovar y seguir en nuestras casas. Seguir construyendo el hogar que venimos construyendo antes de que esto empezase”, dice María, megáfono en mano. 

Su discurso previo al juicio es también un acto de reivindicación en el que se habla de la okupación, un término recientemente adoptado por algunos círculos ideológicamente cercanos a la derecha española. El mensaje extendido, el que corre de un lado a otro sin juicio, también en esos bares, gira en torno a la posibilidad de que alguien se instale en tu casa mientras vas a hacer un recado o te ausentas un fin de semana.  

Manifestación por la vivienda. Foto: Teresa Salinas Cuadrado.
Manifestación por la vivienda. Foto: Teresa Salinas.

Okupación es un término utilizado de forma general tanto para los allanamientos de morada, como para los casos de usurpación, es decir la ocupación de viviendas vacías. Según la Fiscalía General del Estado, a fecha de mayo de 2023, de los 9.739 procesos judiciales llevados a cabo en el último año por ocupación, 82 han sido allanamientos de morada, un 0,85 %. Y dice María: “Se les llena la boca hablando de okupas porque no se atreven a cuestionar que unos pocos se hagan más ricos a nuestra costa. La usurpación de inmuebles es el único delito que cometen más mujeres que hombres porque la mayoría de las personas que ocupan son familias monomarentales que viven en viviendas vacías de grandes propietarios y de fondos buitre, porque ellos son los que nos ahogan y nos echan de nuestras casas para luego dejar las viviendas vacías y abandonarlas mientras controlan la oferta del mercado”. 

Por allí pasa una vecina con su carro de la compra, setenta y muchos, y pregunta “¿esto es por lo de los desahucios?”. Y le explican. Y ella dice que también tiene una sobrina que, pobrecita, soltera, madre y sin trabajo tiene que pagar 750 euros de alquiler todos los meses. Le preguntan “¿y cómo lo hace?”. “Pues con ayuda de gente ¡cómo lo va a hacer!”. Y entonces de repente, la conversación pasa de la empatía a la disputa. 

El hombre le intenta explicar que la presidenta de la región, Isabel Ayuso, no quiere poner facilidades para cumplir la nueva Ley de Vivienda del gobierno, refiriéndose al tope de una subida del 3 % en el precio del alquiler al año. Que dijo en un programa de radio, parafraseándola, que el propietario podía subir el precio del alquiler como quisiera que para eso era su casa. Las disputas entre el gobierno central, socialdemócrata, y el de la región, de centro derecha, son continuos y abundan los mensajes polarizados. Y la señora suelta, sacudiendo enérgicamente el dedo índice, un “no, por ahí no, ¿eh? Que el otro día me decía una amiga que su nieto le preguntaba si era él, ella o elle… ¿tú te crees que es normal lo que la izquierda está haciendo en este país?” Y el señor le responde “señora, eso no tiene que ver con la vivienda”. Y ella le responde “va todo en el mismo saco”. Y se marcha, indignada, con paso firme. 

Las caras se transforman en este acto que es de apoyo y que es político, cuando agarra el megáfono Antonio, un vecino de Alcorcón. 

“Hola compañeros. Soy Antonio y llevo más de veinte años viviendo en una vivienda de protección oficial que ha acabado en manos de Testa. Soy vecino de María y hoy también es mi juicio, porque como han dicho mis compañeros, ya están yendo a por cada uno de nosotros”. 

Antonio tiene 85 años, y vive con su mujer Mari, de 82. Comenzaron pagando 200 euros por el alquiler de una vivienda social allá por el año 2000. Ahora pagan 650 euros. A ellos les han ofrecido un contrato de siete años, prorrogable cada año, pagando lo mismo. Pero según declaró Antonio en una entrevista que le hicieron en el diario español eldiario.es “Nosotros luchamos por lo colectivo”.  No aceptaron. 

“Aunque haya un desahucio a las 8 de la mañana, allí está Antonio para tratar de impedirlo. No sabes cómo es”, dice su esposa. Antonio va a ser apoyo y soporte de María durante el juicio. Cuando se abren las puertas del juzgado, María, su pareja, su abogado y Antonio salen. Lo primero que el hombre va a hacer es buscar con la mirada.. Alguien le dice “¡aquí, aquí!”. Mari levanta el brazo. Antonio la mira y con una amplia sonrisa, y brillo en los ojos, levanta el puño en alto. 

La Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Constitución Española nos han contado, en sus artículos 25 y 47, respectivamente, que todas las personas tienen derecho a vivir en una vivienda digna. Parecería que las leyes del mercado van por otro lado, y que sobre sus fundamentos se asientan las nuevas reglas del juego. Sin embargo, unos y otros, nos preguntamos si habrá alguien capaz de aligerar el peso o, en caso contrario, tendremos que seguir aguantándolo tal y como hacían los hombres de Goya con sus asnos, bajo la excusa y el mensaje, injusto a la par que aterrador, del “tú que no puedes”.

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