| septiembre 2023, Por Daleysi Moya

¿A qué Cuba vamos a volver?

Según datos de la ONU aproximadamente dos millones de cubanos y cubanas viven fuera de Cuba, un 17% de la población total de la isla. 

Pronto van a hacer dos años de la partida de Maria Luisa. Ninguno de nosotros imaginó jamás que ese día podría llegar. Porque Mari seguía siendo el punto de apoyo sobre el que descansaba el peso del grupo, un territorio fuera del tiempo donde nos dábamos la licencia de ser jóvenes, irresponsables, felices. Fue en noviembre de 2021, a las ocho de la noche, que el avión que Maria Luisa abordara minutos antes con destino a Madrid comenzó a despegarse del suelo de la isla. Por encima de los diez mil pies de altura, Mari ha de haber sentido que el avión, al fin, se dejaba ir a la buena de Dios. Ha de haber mirado a su hija por un instante antes de reclinar el respaldo del asiento y cerrar los ojos para cortar, de una, el flujo de imágenes que insistirían en devolverle el pasado o el futuro de su propia vida como si fuera la de alguien más. Yo, que la conozco demasiado bien, tengo la certeza de que no pensó en nada mientras estuvo en el aire, ambos extremos de la película (el antes y el después) resultarían, en esas circunstancias, igual de improductivos. Un emigrante no puede darse esos lujos. Cosas así terminan pasando factura. Mari cerró los ojos y se mantuvo a flote en la duermevela del trayecto hasta que el piloto, en un español castizo, le dio la bienvenida al destino que ella postergara por ocho horas. A las diez de la mañana del día siguiente aterrizó en Madrid.

Como se marchó en medio de la pandemia del Covid 19, Maria Luisa no logró hacer el viaje que se debía a Puerto Esperanza, en Pinar del Río. Hubiese querido compartir con su familia de allá, los tíos y primos que dejaba atrás, disfrutar de esas comidas cuya preparación dura toda la jornada: se mata un puerco, los vecinos saludan, entran hasta el patio, dicen qué grande está el nieto, las abuelas cuelan dos cafeteras de café y lo sirven en tacitas disparejas, en vasos de cristal, los adolescentes sin camisa abren el refrigerador buscando el pomo de dulce de guayaba, el boniatillo, el de frutabomba con azúcar prieta. A veces, de camino al baño, se pasa por una habitación con olor a “guardado” llena de retratos familiares, se detiene uno en las fotos de los muertos, de los idos, de los olvidados, luego se orina pensando en lo poco que nos va quedando. Mari no sabe si volverá a ver a sus parientes algún día, pero sospecha que sí. No es para tanto, se dice, siempre se puede volver. Y si no es posible el regreso, siempre funciona el olvido. Los hijos son el olvido, el dinero contante y sonante que alimenta a los padres en Cuba, el trabajo de ocho horas, de horas extras si es preciso, tiempo extra para enfocarse en el presente. El trabajo más duro de un emigrante es hacerse a la idea de que a partir de ahora todo será presente.   

Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.
Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.

Mari tampoco se despidió de sus amigos. Bueno, sí que se despidió, pero no es lo mismo, por el WhatsApp no es lo mismo. Los que se van de Cuba pasados los treinta y pico ya se habían despedido antes, muchas veces. Por eso cuando llegó a Madrid, María Luisa sintió que, de alguna manera, estaba más cerca de nosotras. Ana vive en Miami desde hace diez años, Alina en Houston, Mónica en Copenhague, Eylin en Buenos Aires, yo estoy en Montreal, y así continúa ad infinitum la larga lista de la dispersión (“abuso de abandono”, diría la escritora cubana Martica Minipunto). Pero no existe, en realidad, un territorio de reencuentro post-Cuba. Los “quedados” nos la pasamos fabricando la mitología de esa nación perdida. Que si las tandas de Silvio Rodríguez y las ruedas de casino, que si el café Serrano, la escuela al campo, las croquetas, que si esto y lo otro. ¡Mentira! Todo eso está acabado, mientras más rápido se asuma, mejor. Sería más justo decir que esa memorabilia, vaciada de peso real, sirve para tapar los huecos que nos heredó la Cuba comunista y que la distancia, con saña, se obstina en ensanchar. Un recuerdo compartido puede funcionar como un comodín: lo tomamos, al recuerdo, y nos trasportamos con él muchos años atrás, a la adolescencia, pongamos, y le hacemos espacio entre los sucesos reales que nada significan a estas alturas del campeonato. Lo metemos donde es útil. Un emigrante comprende muy rápido la importancia de la memoria colectiva y su ceremonial. Sobre todo si es domingo y se descansa, si se acaba de hacer tierra en Madrid con una hija de seis años y ya se caminó los parques, los cines, las tienditas de barrio. Los domingos son días difíciles.                

Para el piquete, sin embargo, Mari representaba otra cosa, algo que no es propiamente el vínculo con un territorio y un tiempo específicos (allí, entonces, Cuba), con una ideología o una manera de estar en el mundo. Mari, su apartamento en Marianao, su patiecito de cemento y los encuentros de ahora pa’ ahorita los viernes en la noche, su resistencia a dejar Cuba, aunque el país no hiciera sino empeorar, fungían, de forma inexplicable, como una garantía de futuro. Porque, aunque todos termináramos largándonos más tarde o más temprano, sabíamos que había un espacio intacto al que volver. Una mujer es también un país. “¡Maria Luisa, llego el 20!”; “¡Mari, estoy en Cuba para Navidad!”; “¿hay evento en tu casa por fin o bajamos pal Submarino Amarillo?” Luego, uno se la pasaba el resto del año rumiando esos días en la isla, y lo hacía pensando sin pensar, como quien dice intuyendo, que estas horas de trabajo mecánico, esta vida allá en casa del diablo, sin familia y sin amigos, ahorrando los kilos, tenía como punto de fuga el horizonte Mari. Ella constituía la posibilidad de abortar misión: que aquello se cayera, que la gente volviera, que la economía echara a andar, aunque fuera con parches y remiendos. Pero Maria Luisa también se fue a finales de 2021, igual que otros cientos de miles de cubanos lo hicieron y lo siguen haciendo en estampida. Según estadísticas de la BBC News Mundo, tan sólo en el año 2022 unos 270.000 mil cubanos ingresaron a Estados Unidos por mar y por tierra. Esa cifra no contempla a los que emigraron a Latinoamérica o a Europa. En total, se estima que el 2,4% de la población nacional hizo las maletas y cerró la puerta tras de sí. Por el camino fueron viendo a dónde. Adónde no es lo esencial. Lo esencial, dicen los viejos que se gastan el último tramo de vida en soledad, es que progresen, que mejoren, que ganen dinero. Quizá y hasta logran ser felices, sea lo que sea que eso quiera decir. Los hijos de los viejos cubanos no son el presente sino el pasado. Maria Luisa hace malabares para mantener a sus padres en La Habana y a su hija en Madrid. Para ello se enfoca en el calendario, en las jornadas laborales, en la cifra que marca su cuenta bancaria el primero de cada mes.

Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.
Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.

Una vez instalada en el apartamento de una sola pieza que rentara en Lavapiés, y hechos los trámites pertinentes para poder trabajar, Mari empezó a mandar su currículum a cuanta galería y centro cultural se encontrara en Internet o en sus recorridos por las arterias de la ciudad. Lo hizo por probar, porque nunca se sabe, aunque ella sí que sabía, y muy bien, que todo aquello era mera pirotecnia, la acción que llevaría a término el proceso que inició cinco meses atrás, la noche aquella en que le sobrevoló, como un aura tiñosa, la certeza de que ya se estaba yendo. Entonces bajó el perfil, eso es lo que un emigrante hace, empezar de cero, de dos o de tres si se puede. Los estudios y logros pasados son cuestiones privadas y no le competen a nadie más que a sí mismo. A menos que se navegue con suerte, claro, pero eso pasa en contadas ocasiones. Mari aplicó para puestos de los que nunca había escuchado hablar, inventó referencias, falsificó los nombres de sus jefes en Cuba. Insistió. Insistió. Al cabo de algunos meses se estrenó como mesera en un restaurante de esos trending que son amigables con casi todo (kid-friendly, pet-friendly, eco-friendly, etc.). Pasar de historiadora del arte a camarera no le pareció gran cosa, no es gran cosa, después de todo. Mari le quita hierro a esas cuestiones meramente narrativas, se enfoca en los hechos, y los hechos, ahora, son los siguientes: con treinta y pico de años, una niña de seis y unos padres que envejecen al otro lado del Atlántico, tiene un trabajo, tiene un techo. Los fines de semana se compra una botella de vino de dos euros y escucha la música que le gusta. Si descubre algún tema con la suficiente bomba lo comparte en el WhatsApp y revuelve al grupo; ahí paramos lo que estamos haciendo y volvemos a conectarnos con ella. En ocasiones cae en cuenta de que ya van a hacer dos años y no se lo cree.

En julio de 2021, el padre de la hija de Maria Luisa formó parte de los muchos cubanos que se atrevieron, movidos por el cansancio y la precarización de la vida en la isla, a mostrar su descontento con un modelo de país que no da para más. Esa tarde, recostado en el muro del balcón de su casa en La Habana Vieja siguió por Facebook el contagio indetenible de la llama de la protesta. La cosa empezó por San Antonio, pero entonces nadie imaginó que podría llegar hasta Guantánamo (la provincia más oriental de Cuba) luego de atravesar la isla como un tren de alta velocidad. A los cubanos se nos había olvidado que se puede llegar así de lejos. No obstante, ese día la gente se embulló y salió para la calle, eufórica ante la oportunidad de tomar el espacio público y echar a andar el engranaje del cambio. El padre de la hija de Mari no se acabó su H. Upmann, lo apagó por la mitad y haló de la tendedera el pullover azul que terminaría de acomodarse en la escalera. Una vez abajo tomó la ruta más directa para acceder al Malecón, e hizo el camino de ida acompañado por otros cubanos que se sorprendieron diciéndose ahora sí, ahora es diferente, somos demasiados, esto no hay quien lo pare. ¿Cómo se le pone frenos a un cuerpo que ha resistido y resistido hasta que no le ha quedado tierra a la que agarrarse, ni idea de la que tirar, y que de pronto comprende que sigue vivo? Un reconocimiento es como un chorro de energía cruda. Parece imposible detenerlo, pero hay maneras, sí que las hay, sobre todo si tienes de tu parte el monopolio de la fuerza y el de los medios de comunicación. El monopolio del relato.

Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.
Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.

Cuando Mari recibió la llamada aquella estaba ingresada en la Covadonga, contagiada de Covid-19 desde hacía tres días. Después de que le soltaran la palabra “preso” ya no escuchó nada más, el resto de la conversación la gastó en piloto automático. La palabra se tragó, a partir de ahí, lo que le quedaba de tiempo en la isla. Fue haciéndose grande sin que ella tuviera la oportunidad de entender cómo, dónde, por qué, sin que lograra arañarle un par de certezas básicas con las que armar el esqueleto de los días próximos. Cosas prácticas del tipo zapatear La Habana, de estación en estación, repitiendo el nombre y los dos apellidos del desaparecido; buscar en las listas que la gente iba armando con la información que llegaba a cuentagotas; contratar un abogado; levantar el teléfono y pedir ayuda a nadie en particular, pedir que por favor la pesadilla acabara de una maldita vez. Los días que siguieron a las manifestaciones del 11 y 12 de julio fueron oscuros: 1484 arrestos, madres desesperadas montando guardia afuera de las policías municipales, rostros de chicos de todas las provincias acumulándose en Facebook, videos sobrecogedores de la represión de las protestas. Mari no vio nada de eso, se negó a entrar a las redes, en su mente una única idea, quemando como un hierro caliente: qué decirle a la niña cuando preguntara por el padre.

Nosotros la llamamos varias veces, preocupados por el rumbo que parecían tomar las cosas. Sin noticias aún, decía. Miedo a lo que estaría pasando allá adentro, y a lo que esa detención vendría a representar a corto y a largo plazo. ¿Por qué sale a la calle un hombre que tiene tantísimo que perder? Mari, le repetíamos, no es un crimen hacer uso de los derechos que te tocan. Le decíamos eso para calmarla, pero todos teníamos muy claro el precio que podría terminar pagando por semejante iniciativa de civismo. Mientras hablábamos con Maria Luisa por teléfono o chateábamos en el WhatsApp, fuimos registrando, con tristeza, la caída vertiginosa del pedazo de país que nos iba quedando, al que valía la pena regresar. Ese órgano vivo en las entrañas del fósil de la nación. A la angustia y el terror de los primeros días sobrevino la ansiedad, a la ansiedad el agotamiento –ocho horas de espera para ver diez minutos al padre de su hija, filas eternas en Fiscalía con el objeto de escenificar, de cara a las autoridades, que ese muchacho tenía familia, que había ojos mirando, personas que no se iban a olvidar–, y al agotamiento, al fin, el derrumbe. La certeza de que, en realidad, un solo hombre, una sola mujer, no puede competir con el empuje de una maquinaria de esas proporciones. Es una cuestión de escalas, de tiempo vital. Mari se conectaba sólo para ponernos al tanto, enviaba un audio largo sin interlocutor definido y con detalles, muchos detalles: del caso, de las gestiones, de los juicios sumarios y las sentencias de las que se iba enterando. Audios de esos en los que uno se afinca para preservar, o simular, cierto margen de normalidad, y con los que es mejor no hacer nada: no preguntar, no reaccionar en demasía, no esperar otra cosa que la anestesia de la información desnuda.

El día en que lo soltaron, a dos semanas del arresto y bajo régimen de reclusión domiciliaria, no hubo detalles. Hubo un dato preciso, contundente, abriendo una zanja entre el pasado inmediato y lo que estaba por precipitarse. Hacia allí irían a drenar la desilusión y el dolor de ese año 2021, la constatación de haber asistido a algo grande, demasiado quizás, y la angustia de ver cómo todo, los signos de la historia y la sinergia colectiva eran absorbidos por la trama de una normalidad osificada (cercana, en espíritu, a aquella que Anna Ajmátova había definido como “vegetariana”). Una normalidad restaurada a golpe de fuerza bruta y castigos ejemplarizantes, y de la que huyen los cubanos desde hace un buen rato. También, hacia ese sitio, el pánico del día después, las consecuencias para los que salieron y para los que permanecieron en sus casas. Cuando esa zanja se llenó y ya no hubo cosa alguna de la que agarrarse, Mari nos dijo, sin ceremonia de ningún tipo, que se iba. Coló la frase en el cuerpo de otra conversación, algo sobre un libro de Yuri Herrera, y saltó hacia el próximo punto sin detenerse tampoco en él. El libro del que hablábamos era “Señales que precederán al fin del mundo”. Me acuerdo como si fuera hoy.

Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.
Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.

El resto fue puro trámite. Un rito del que participamos como no lo habíamos hecho cuando nos tocó a nosotros, individualmente, ese momento que parecía cualquier cosa menos un final-en-serio. Entonces dejábamos tanto atrás… Pero ahora era diferente, cada uno, por su cuenta, pagó sus deudas con el ejercicio de la despedida, y también con la vida que se venía acumulando más allá de Cuba: la lengua de adopción, los hijos nacidos de madres y padres extranjeros, la nieve, la altura, el aislamiento, las profesiones y oficios aprendidos por el imperativo de la necesidad, el pago de impuestos. La idea de que ya no habría vuelta atrás, y de que cuanto habíamos construido, y teníamos a la mano, era todo con lo que podíamos contar. Eso y par de viajes a la isla antes de que los nuestros estuvieran muertos y enterrados. Le dijimos a Mari que vendiera lo que tenía valor, que paseara por el Malecón a falta de la comida con su familia de Puerto Esperanza, que abriera bien los ojos. Saca el pasaje cuanto antes, Maria Luisa, ya vas contrareloj. El tema, en el chat, era ese. Decir adiós sin que se notara que llevábamos un retraso de varios años. ¿Cómo se despide uno a través de alguien más? No se puede, ya lo sé. Pero se puede.  

Al padre de la niña de Mari terminaron por absolverlo, algo que no sucedió con muchos de los manifestantes del 11J (a día de hoy, según la plataforma “Justicia 11J”, 784 personas se mantienen en prisión). Tuvo suerte, otros no tanto. Luego, padre, madre e hija tomaron un avión rumbo a Madrid y formalizaron su estatus de inmigrantes en el país de sus ancestros. A los treinta y pico nacieron a un mundo nuevo en donde tratarían de olvidarse de lo que fue. Al menos por ahora. Nadie en el grupo sabe exactamente cuánto es ahora, pero suponemos, al menos yo lo hago, que dure varios años. El tiempo que lleva recomponer lo roto e hilvanar, a las prisas, un par de recuerdos inmediatos con los que sustituir los que se quedaron allá lejos, los que no cupieron. Porque en una maleta de 23 kilos no se puede cargar con ese peso. Un emigrante entiende, desde el momento en que comienza a serlo, lo esencial de economizar afectos, posesiones, memorias. Lo demás se acomoda en el ínterin. El sentido de pertenencia, la consciencia de una identidad no circunscrita a un pedazo de tierra flotante, la cultura que arrastramos, todo eso toma su sitio. Se acomoda, de hecho, de modos insólitos y eficaces, un poco al margen de nosotros mismos, esquivando el diario para no estorbar, para no competir con aquello que es urgente. Lo mejor es no pensar en ello y seguir de largo, verse a uno mismo seguir de largo y confiar en que se están haciendo los reajustes pertinentes, reajustes que vienen a recordarnos –uno de esos días en que se nos va la mano con el vino de dos euros– que, al fin y al cabo, no estamos perdiendo nada que no hubiésemos perdido ya, hace años, bajo el sol inclemente de esa isla.     

A veces me quedo pensando en Maria Luisa, en sí, una vez fuera de Cuba, está en efecto más cerca del grupo, más cerca del pasado que fuimos. Desde que se marchó, hablamos un poco menos por el WhatsApp, sus horarios de trabajo y sueño se cruzan con los míos, nos leemos y escuchamos casi siempre en diferido. Pero eso no dice nada sobre nosotras y nuestra amistad, por supuesto, habla de la vida real que es otra historia, algo a lo que no hay demasiado que agregar. Me pregunto qué va a pasar cuando los del piquete emprendamos el viaje de regreso a esa Cuba sin Mari, sin las cientos de miles de Maris que ha drenado el país en los últimos dos años. Mucho en este éxodo migratorio ha sido diferente. En primer lugar, claro, la contundencia de las cifras, que superan con holgura las de procesos anteriores como el Mariel en 1980 y la crisis de los balseros a mediado de la década de los 90’s. Luego, la precariedad extrema, la pandemia del Covid 19, la caída en picada de una moneda que, de cualquier forma, servía para casi nada. Envolviéndolo todo, el líquido amniótico de la desesperanza: la constatación del costo excesivo, impagable, que tienen la praxis del disenso político y los derechos ciudadanos en la Cuba de hoy (ya lo sabíamos, pero ahora lo sabemos mejor). Yo sigo pensando: ¿cuántos cubanos se habrán ido para el cierre del 2023?, ¿quién va quedando en ese país aparte de los padres de los cubanos idos, los ancianos, los que no lo lograron?, ¿quiénes van a regresar y a dónde?

Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.
Foto: Amed Aroche. Sin título. De la Serie “Ciudad silencio”, 2023. Fotografía analógica 35 mm.

Allá, en Madrid, Maria Luisa se mantiene en estado de presente. Cuando le hablo de los días felices en su apartamento de Marianao, de lo jóvenes que nos sentíamos –como no creímos que fuera posible–, del cafecito recién colado y las madrugadas regresando a casa en las que cantábamos, a voz en cuello, los temas letales de Ana Gabriel, ella me dice Ay, Dale. Pero no se entristece, ni siquiera cambia la conversación puesto que no hay conversación que cambiar ni seguir, hay imágenes fijas que vamos modificando de tanto manosearlas, recrearlas, reinventarlas; esas imágenes, digo, son callejones sin salida, compartimientos estancos a los que se entra con el tiempo contado. Se entra y se sale y ya está. A Mari, en el restaurante, le han preguntado por Cuba, su país, que si lo extraña, y ella ha respondido que sí, que no, que no se ha puesto a pensar. Pero a mí me dijo que solamente se preocupa por su familia, que no le falte el dinero para comprar a sobreprecio la leche en polvo del desayuno. Ese día la sentí muy próxima de todos nosotros, de los idos y los que están por partir. Lo que Maria Luisa arrastra consigo se me figuró, de pronto, más real que aquello que dejaba atrás. Entonces le insistí: ¿y aparte de tu familia, Mari?, ¿qué más? Más nada, me dijo, yo no extraño más nada de allá. El mes que viene, si las cosas salen bien, van a subirle el salario en el restaurante.                          

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