La diáspora venezolana ha llegado al «paísito». Compartimos retratos migrantes de personas que no sólo buscan un porvenir económico, sino que también se aportan a sí mismas como banderas de la transformación intercultural en Uruguay.
Partir
es siempre partirse en dos
Cristina Peri Rossi
Gabriela
Era 24 de diciembre de 2015 y era también la primera navidad de Gabriela lejos de su tierra natal. Vivía en la calle Canelones esquina Salto en lo que parecía ser otro mundo pero era Montevideo. No previó eso. No tuvo cómo saberlo. Que la manera de vivir la navidad en Uruguay no se parecía en nada a la de Venezuela. En su país era el día más importante de todos. Las familias enteras se reunían desde temprano y preparaban cenas desmedidas. La ciudad se maquillaba toda y en los barrios sonaba música especialmente para la fecha. El contraste con Montevideo la agarró desprevenida. El estómago se le hizo ovillo.
Esa no fue la primera vez que Gabriela tuvo que acomodar el cuerpo. Antes fue el invierno. El primer invierno en Uruguay. Fue tanto el frío que sintió que le daban puntadas en el cuero cabelludo. Antes o después fueron las arepas. Parecía claro que extrañaría a la familia y a los amigos, pero no sabía que se podía extrañar las arepas.
Las había tenido a mano desde siempre y hacía seis meses que nos las probaba. Esa masa en base a harina de maíz, sal y agua, era mucho más que sus ingredientes. Ahí estaba Venezuela. Estaba su abuela amasando el desayuno. Estaba su identidad. En esa época, Uruguay no comercializaba la harina con la que se hace su masa, así que la compró en una tienda de ropa en la Galería Roxlo a un compatriota suyo que la traía clandestinamente y la vendía oculta bajo prendas de vestir. Luego de comprar la harina a precio de oro (300 pesos uruguayos, casi 8 dólares), llegó a su casa, puso música, bailó, preparó las arepas y supo que estaba siendo feliz.
Gabriela (37) voló de Caracas a Montevideo con dos valijas y la esperanza de regresar cada año. Vino con un título de licenciatura que en Uruguay no existía ni existe. Con el Caribe pegado en la piel. Con la familia en la punta de la lengua. Volvió después de siete años y de juntar más de mil dólares que es lo que cuesta un pasaje de Uruguay a Venezuela. Si Gabriela tuviera que describir lo que sintió cuando volvió a su país, no lo podría hacer. No le importaron las playas ni los paisajes. Casi no durmió y pasó 15 días abrazada a su abuela.

María
María Auxiliadora Villalobos Anaya no fue más de Marín. Después de 40 años de matrimonio, de llevar orgullosamente el apellido de su marido en los documentos, tarjetas de crédito y hasta en la visa con la que viajó a Estados Unidos.
En Uruguay no se utiliza el apellido de casada. Cuando me fui a sacar la cédula me dijeron ‘¡cómo es eso, tú tienes que llevar tus apellidos, no el de tu marido!’. En Venezuela sí soy de Marín.
Creció en Maracaibo. En el calor inalterable del trópico. Con padre anestesiólogo y empleada doméstica en su casa. En ese lugar donde la lluvia no estorba, comenzó la universidad. Conoció a su futuro esposo. Se graduó de ingeniera agrónoma. Se rompió su burbuja.
En Venezuela todavía existían los campos petroleros. Nosotros salíamos de colegios privados católicos a las universidades públicas, que eran las mejores. Ahí conocí gente que no estaba conforme con su vida.
¿Cómo llega a romperse un país? Cómo llega a considerarse la migración venezolana el éxodo más grande de Occidente en los últimos 50 años, según las Naciones Unidas – en Uruguay en el 2015 había un poco más de 500 venezolanos, hoy superan los 22.000 -. Cómo llega a ganar Hugo Chávez – el que dijo “váyanse al carajo yanquis de mierda que aquí hay un pueblo digno. Aquí estamos los hijos de Bolívar, los hijos de Guaicaipuro, los hijos de Túpac Amaru y estamos resueltos a ser libres”- en un país que, según me cuentan, siempre tuvo como brújula a Estados Unidos.
Tal vez nos olvidamos mucho de los más necesitados. No es un tema que maneje demasiado.
María (65) primero emigró a Panamá, luego pensó en Colombia, finalmente fue Uruguay. Primero Montevideo, luego Maldonado, y otra vez Montevideo. Se acostumbró a andar así. Con el cuerpo repartido.
Cuando llegó a la capital uruguaya, en el 2018, caminaba mirando hacia arriba. Admiraba la arquitectura de sus edificios. Tan europeos. Tan diferentes. Tenía la mirada de quien no forma parte del paisaje. Tanto miró que un día tropezó con las baldosas desprendidas de la acera y la tuvieron que ayudar a levantarse.
El primer trabajo que consiguió, luego de seis meses de búsqueda, fue como casera en una chacra fuera de la capital, en el departamento de Maldonado. Como cosa del destino, estaba en la oficina de la Aerolínea Avianca dispuesta a volverse a su país, cuando sonó su teléfono y del otro lado la oportunidad. No tenía idea qué significaba ser casera pero aceptó y se quedó cuatro años.
En el medio la pandemia, el casamiento de su hijo, el nacimiento de su primera nieta.
En el medio 5200 kilómetros.
La chacra en la que trabajaba tenía un parque infinito. Allí aprendió sobre flora autóctona, manejó un huerto orgánico, hizo algo de desarrollo paisajístico. Tuvo que atender a la familia que iba solo en verano, de vacaciones, y hacer lo que se hace en esos casos. Limpiar. Cocinar. Cuidar lo ajeno.
El trabajo fue haciéndose un poco duro y dijimos hasta aquí, ya estamos grandes, vamos a tratar de buscar otra cosa.
María Auxiliadora tuvo que barajar y dar de nuevo muchas veces.
¿Y el ego?
Vivo al día y pienso que todo lo que viene es mejor.
El filósofo español Carlos Javier González dice: “el progreso es contar con la posibilidad de la derrota y sin embargo perseverar”.

Leomar
Se recuesta contra la pared y espera que la chica de McDonald´s le avise que su pedido está listo. No es para él, dentro de unos minutos, se subirá a su moto y lo entregará a otra persona. Ese es su trabajo durante 10, 12 horas según el día y la demanda.
Es martes. Son las 19 horas pero podrían ser las 22. La calma de esta ciudad es invariable cuando baja el sol. Leomar Rodríguez (34) no lleva la campera que distingue a todos los trabajadores de Pedidos Ya. Viste de gris y tiene una sonrisa constante. Impasible, la voz.
Cuando dejó Caracas no miró más para atrás. Tiene que hacer fuerza para recordar. Como si la memoria fuese enemiga de los casi seis años que lleva fuera de su país. De cualquier forma, hace memoria y cuenta:
Esa tarde de agosto de 2017 viajó por tierra hasta la frontera más cercana con Brasil, Boa Vista, en un trayecto que duró alrededor de cuatro días. Luego tomó un ómnibus hasta Manaos y de ahí un avión a Porto Alegre. Finalmente un ómnibus lo dejó en Montevideo. Fue un camino difícil. Más de una semana de viaje y 400 dólares en el bolsillo. Aunque no se queja ni se muestra arrepentido.
No había averiguado nada del país al que iba. Solo sabía que su primo estaba allí y que le iba a dar hospedaje. Se lanzó con el empujón que da la desesperación, sin medir distancias ni consecuencias.
Y le salió bien. La vida premia a los valientes, dicen.
A Leomar le gustaba su trabajo en Caracas. Trabajó 11 años en el metro de esa ciudad. Desde sus 18. Primero como vendedor de boletos, luego como operador de protección. Era el encargado de vigilar que las condiciones eléctricas estuviesen bien. Además, prestaba los primeros auxilios si algún pasajero lo necesitaba, mientras llegaban los paramédicos. Eso era ser un operador de protección. Eso que no existe en Uruguay, donde ni siquiera hay metros. Eso que no le daba para subsistir, a veces comía una vez por día. Eso que es lo único que dice que extraña.
Dice que está satisfecho, pero no adaptado.
No fue lo que yo decidí. No es una emigración que programé. Es forzada. Lo urgente era salir del país y buscar una mejoría que pudiera sustentar a mi familia en Venezuela.
Hay una ley en Uruguay – la 19.254 creada en el 2014- que permite a los ciudadanos de los Estados del Mercosur y a los asociados al organismo obtener la residencia permanente de manera bastante sencilla. Aunque Venezuela en el 2017 fue suspendida del Mercosur, Uruguay sigue manteniendo dicha política con ese país. Cuando se adquiere la residencia, se está habilitado para obtener la cédula, y con esa documentación se tienen los mismos derechos que cualquier uruguayo. Así lo reconoce la Ley de Migraciones N° 18.250 -creada en el 2008- que decreta la igualdad de derechos para los extranjeros sin distinción alguna.
Tienen garantizados por el Estado “los derechos de salud, trabajo, seguridad social, vivienda y educación en pie de igualdad con los nacionales”.
Esta ley también reconoce el derecho a la reunificación familiar y establece que, incluso cuando los padres se encuentren en una situación migratoria irregular, “el acceso de los hijos de personas migrantes a las instituciones de enseñanza pública o privada no podrá denegarse ni limitarse”.
Esta legalización, a priori, parece prometer mucho. Y es por eso que hubo momentos que en la Dirección Nacional de Migración de la capital uruguaya se pudieron ver largas colas de extranjeros, algo que no era común en este país del conosur. Leomar obtuvo la residencia a los pocos meses de haber llegado a Montevideo, y con ella comenzó a trabajar. Permaneció tres años en un supermercado que luego le ofreció hacer la temporada en Punta del Este y se trasladó para allí con el alojamiento pago. Logró estabilidad económica, se instaló en el Balneario Buenos Aires, cambió de trabajo.
Todos los días recorre 18 kilómetros en moto hasta Maldonado, la ciudad donde ahora trabaja para la compañía multinacional de delivery en línea.
En Caracas lo más bajo a lo que llega la temperatura es a 18 grados.
Maldonado, en cambio, puede experimentar temperaturas bajo cero.
Leomar no volvió a ir a su país y no está en sus planes hacerlo. Al poco tiempo vinieron sus tres hijos, su compañera y su mamá. Y hace cinco años y diez meses que se imagina la vida acá.
-¿Qué hacés en tu tiempo libre?
-Yo sólo quiero trabajar.

Gabriela
Hubo un sentimiento parecido a la culpa. Una pregunta recurrente: si había luchado lo suficiente.. Pero es bravo estar en el día a día siendo carne de cañón, ver cómo apresan a tus compañeros.
Luchó hasta que pudo. Luego sintió que la echaban. Que su país la echaba. Mientras estudió en la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, iba a cuanta manifestación había. Pero dejé de verle el sentido a exponer mi vida y salir a protestar por algo que no veía la salida. Por eso escogí salir yo.
A los años de estar instalada en Montevideo logró convencer a su madre y a su hermano de que vinieran con ella.
Mi hermano nació pesando casi 5 kilos, imagínate, toda la vida ha sido un gigante. Cuando yo me fui de mi país, lo abrazaba y mis brazos no daban para abrazarlo. Cuando lo recibí en Uruguay literalmente se le veían las costillas. Yo jamás había visto eso de mi hermano ¿entendés?
Su acento caribeño se mezcla con el rioplatense. Hizo de Uruguay su segundo hogar, y, a veces, cuando habla, se toma licencias y echa mano de las dos culturas.
Antes de emigrar leyó sobre inteligencia migratoria, se preparó para los choques culturales, devoró información.
Pero la realidad es más avasallante, te pasa por arriba aunque ya sepas que te va a pasar.
Gabriela hace dos años que puede ejercer algo parecido a la profesión que estudió (Licenciatura en Relaciones Industriales) y se dedica a la consultoría de empresas. Ha dado talleres sobre el proceso del duelo migratorio a través de su emprendimiento Manos Facilitadoras. Allí busca que los migrantes logren una adaptación positiva en el país de acogida.
En la medida que vas transitando el duelo y lo vas procesando hay cosas que en algún momento dejan de doler, que se transforman en añoranza o melancolía, pero sin que te llegue a lastimar.
Su bastón emocional fue juntarse con compatriotas. Iba atajando las semejanzas con su tierra, en las calles, en la feria, por un tono, por una forma de vestir. Se daba cuenta que alguien era de su país y le hablaba, así, de sopetón ¿Eres de Venezuela? ¿Cuándo llegaste? ¿Dónde estás viviendo? Las redes se tejen así cuando no estás en tu país. Se pegan manotazos de ahogado.
Apenas unos meses después de su llegada a Uruguay, en el 2015, formó un grupo de venezolanos. Organizaron un encuentro en el Parque Rodó y fueron 30. Esa tarde en el parque comenzaron a conocerse, intercambiaron teléfonos, se alivianaron el peso. Dice que fue una muy buena estrategia reunirse con compatriotas para atravesar el duelo.
Le veo la sonrisa en la voz, aunque no la esté viendo. Todo lo que se pueda transmitir a través de un teléfono Gabriela me lo transmite. Los venezolanos somos así ¿sabes? muy extrovertidos.

María
Puede que llore mientras teje una manta. Cuando el dedo dobla y la aguja pasa por la lana, pasan muchas cosas más. María dice que pasan las emociones.
En cada puntada cada situación es diferente, tú puedes estar llorando, rezando, escuchando música. Vas plasmando el momento en un trozo de tela. Después el trozo de tela te da ese feedback de lo que quedó ahí adentro. Es como ver una pintura, te transmite algo. Así mismo es el trabajo con las telas, un arte.
Su voz se desliza con toda la parsimonia del mundo. Adivino que teje así. Con esa paciencia infinita que se necesita para tejer. María tiene un emprendimiento en Uruguay que se llama Retazos Yula y que pudo desarrollar a través de Cpued, una cooperativa para emigrantes venezolanos donde potencian emprendimientos y hacen talleres que tienen que ver con la transición del duelo migratorio y los proyectos de vida.
Descubrir el textil como expresión artística, utilitaria y terapéutica la salvó de varios inviernos sombríos.
Me refugié en mis telas. Ese movimiento que haces como de vaivén te va relajando. Yo practico mucho el aquí y el ahora y trato de recibir las cosas que vienen, buenas y menos buenas, atravesarlas y sacar algo positivo de ellas.
María cree que el duelo migratorio se hace más prolongado en las circunstancias que tuvo que atravesar ella: mayorcita en edad, establecida en el campo, sin mucho contacto humano.
María mira concentrada la tela. Corta. Toma el hilo. Luego la aguja. Y empieza a unir.
