Un monstruo en Bahía de Todos Santos
La mar, testigo impasible, susurra en espumas el relato crudo de un ecosistema herido. Avifauna y mamíferos, en un último abrazo con la arena, pintan un cuadro doloroso de la realidad.
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Fui a la mar y me encontré con un monstruo. De a poco fue tomando mi cuerpo.
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El alcalde Armando Ayala llega con una comitiva de su gobierno. Sonriente, con bermuda clara con flores hawaianas celestes, playera azul marino con un gran “BEACH” a la altura del pecho, gafas oscuras y una bandana en la cabeza, se descalza, agita sus manos para que lo sigan y camina a la mar.
Es verano en Ensenada, una ciudad a unos 100 km de Tijuana, al sur de la frontera con Estados Unidos. El agua fría del Pacífico parece menos fría a mediados de agosto. “Devuelta a la población local y al turismo” proclama en la urbana playa de arenas ocres. En pocos días esperarían que lleguen aquellos que huyen de una Mexicali ardiente sin mar y de una Tijuana sofocada. Playa Hermosa no es la única playa de la ciudad, pero es la más popular.
Por la tarde de aquel viernes 12 de agosto del 2022, las redes sociales suplantaron los videos del alcalde por imágenes de autos incendiados en distintos puntos de Mexicali, Tijuana y Ensenada. Se suspendieron actividades sociales, llegaron quinientos militares de la Guardia Nacional que el presidente López Obrador implementó en el país desde 2019 con funciones de seguridad pública y los medios de prensa relacionaron los incendios con el narco que se disputa el norte de México.
El alcalde pasó un día complicado. Primero meterse al agua de Playa Hermosa. Luego, emitir un comunicado de calma a la población.
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Desde el 2017 entre abril y julio las playas de la Bahía de Todos Santos se han cerrado una o dos veces por año. El 12 de abril de 2023, un comité denominado Playas Limpias conformado por distintas instituciones del gobierno cerró las playas por descarga de aguas sépticas a la mar. Esta vez, además de playa Hermosa, se agregaron las que continúan la costa hacia el sur: Conalep, Pacífica y Mona Lisa.
La bandera roja en la playa advertía peligro de ingresar a la mar y fueron desplegadas una patrulla de policías en cuatriciclos y guardavidas en las tres casetas.
Fue notoria la ausencia de los surfistas enseñando a trepar las olas por la mañana y al atardecer de esta primavera. Han pasado las ferias de semana santa y los bañistas: picnic selfies paseo voleybeach, sombrillas sillas carritos de gomitas mariscos ceviche, cerveza gallitos y música norteña redoble y trombón. Sólo quedan los que pasean a los perros, los que caminan la playa, los que van a comer una pizza Little’s Caesar mirando la mar y uno que otro pescador de orilla.
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Lo demoledor de habitar cuerpos. Nacer en un cuerpo. Convivir con cuerpos.
Lo demoledor de recorrer un paisaje roto a lo largo de cuarenta días, observando.
47 mamíferos: focas y lobos marinos.
86 aves: pelícanos grises y marrones, charranes, cormoranes, ostreros negros, gaviotas blancas y grises.
10 invertebrados: liebres de mar y medusas de varios tipos.
Algún que otro pescado: morenas, guitarras, mantarrayas, un delfín.
Algunos frescos, apenas devueltos por la mar, envueltos en una espuma marrón o en macroalgas. Otros cuerpos ya secos, entreverados entre la arena, el plástico y las otras cosas que escupe la mar y que se puede observar habitualmente en esta costa del Pacífico. Fue extraño que apareciesen uno tras otro a medida que avanzaba abril.
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¿Qué es una playa sino un lugar donde encontrarse con el mar?
No es la vista de la arena por todos lados. Es el agua sorprendiendo los pies hundiéndose en la arena.
Es sentarse mirando la Isla de Todos Santos y los barcos como babosas oscuras sobre fondo rojo. Rascacielos flotantes que vienen de Estados Unidos y hacen puerto por unas horas, tres veces a la semana. Uno que otro de los 324 cruceros que llegaron al Puerto de Ensenada durante el año 2022.
O los barcos pesqueros con redes de arrastre, seguidos por una bandada de gaviotas y pelícanos que esperan restos de sardinas, mantarrayas, anchovetas. Puro festín la parvada que aguarda en la costa los restos de la pesca industrial.
O los barcos que transportan contenedores hacia el resto del mundo.
O todo eso, con la brisa áspera del mar.
Para algunos, es sentirse un cuerpo levantado por las olas, revolcado, sumergido y devuelto al mar.
Para otros, es merodear la costa. Bordear la línea del vaivén de la mar y los médanos. Hundir los pies en las rugosidades del territorio y distinguir las variaciones del color de la espuma.
Distinguir, por ejemplo, que llegaron unas medusas velela vellela, no más de 5 cm de largo que recorridas hacia las dunas eran como una caspa transparente, blanquecina, una vez que se desprendiera el azul profundo pegajoso cuando llegaron frescas a la línea de la pleamar. Una “marea azul” que algunos se desviaron para no pisarlas. Otros las pisaron en su trote. Hubo quiénes le tomaron fotos de cerca.
Para otros, la playa es sentarse con cañas de pescar a las seis de la tarde en sillones plegables, vistiendo mamelucos impermeables y consultando de refilo las app de pesca; o, también, sin tanto más que una cubeta blanca, una bicicleta de niño y perros laderos vagabundos como sus dueños:
—¿Ha visto el desagüe a unos 500 metros hacia allá?, le señalé con el dedo.
—Sí. Namás lo pesco y lo devuelvo. – dijo con una sonrisa que mostró la ausencia de un diente.
—….
—….
—Bueno, nomás si lo cocina, quítele las vísceras y la cabeza, por favor.
Para otros, una playa es sólo una costa. Un lugar donde acaban los desechos líquidos que no se contienen: aguas negras, aguas pluviales, aguas de lastre, detergente, cloro, gasoil, aceites.
“Esto no había visto todos estos años que vengo acá” me dice una señora que hace su caminata con una amiga. Vive aquí nomás, en Punta Banda, un condominio de vivienda social aledaño a la playa. Hace instantes ha tomado un video de la descarga de aguas negras que sale de una tubería celeste hacia la playa, la corta en dos y obliga a los caminantes a trepar la duna y desviar el camino.
El olor es nauseabundo, invade las fosas nasales, penetra la frente y coloniza la cabeza. Una halitosis emana la contraluz por donde pasa el agua horadando la arena y formando un canal hasta hacer contacto con la mar.
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Más al norte, Pedregal Playitas es una costa de piedras negras cuadradas todas desparramadas. Hay que trepar algún que otro resto de hormigón y las piedras de la intermareal. Hallar caracoles, anémonas que se cierran al dedo que se posa en su centro, donde se aferran choros y se esconden cangrejos y cucarachas del mar. Es primero de mayo, feriado internacional de un domingo alargado. Hay quiénes se acercan a tomar el sol y beber una cerveza, otros cazan pulpos que se esconden en las rocas. O colectan choros negros de esos del cuerpo fibroso naranja. Otros saben que también aquí hay un spot de pesca de orilla. Los hombres sacan la paciencia con el sedal de pesca y la carnada, tiran y esperan que se tense el hilo para enrollar y verificar si pescaron una macroalga o una mojarra, guitarra o mantarraya de menos de diez centímetros de largo. Se los ve llegar con una caja de plástico que parece de herramientas y cubetas blancas donde llevan coca colas de 300 cc, latas de Tecate y botanas. A veces los acompañan niños y mujeres que cuidan a los niños o son las que se sientan cerca del recipiente blanco mientras esperan también que pase algo.
Cerca de ellos, seis cuerpos que eran lobos y focas. Algunos ya expuestos en los huesos y la carne que ya es una gelatina elástica al sol. Unos monstruos. Otras tres focas aún conservan la piel que contiene todo antes del desborde: los ojos saltones, el hocico y la boca rociados de sangre. La boca entreabierta quizás fue un último aliento desprendido. O quizás fue la desesperación por tomar aire.
Ni los restos de las focas y lobos marinos se perciben desde los campamentos de humanos en las pequeñas playas rodeadas de piedra de la intermareal. Si acaso llega un poco el vaho de la pestilencia, se disipa pronto por el viento leve y el olor pegajoso de la mar.
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Dice Humberto Maturana, biólogo que prestó atención a la autopoiesis, que el conocer es un procedimiento posterior al momento de la vida sucediendo. Cuando algo está siendo, uno no discierne, sino luego cuando toma distancia, compara, clasifica y ordena en un esquema que le es conocido.
Dice Tim Ingold, antropólogo hijo de un micólogo, que el movimiento de caminar por las rugosidades del terreno es un tipo de pensamiento distinto a desplazarse por vehículo de un punto a otro punto y a otro punto. El merodeo interviene en el conocer.
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Recorría los diez kilómetros de playas cerradas y ya el sol empezaba a ponerse fiero. Cuando topé el condominio construido sobre la zona federal de costa que interrumpe la continuidad pedestre de la playa, me di la vuelta. Regresaba. A lo lejos algo se mecía cerca de la costa. Las olas revolcaban un cuerpo gris. Era una foca de pintas blancas mecida por las olas. Me descalcé, me subí el pantalón a la altura de las rodillas e intenté tomarle foto. Pero las olas me hundieron en la arena y alejaron ese cuerpo. Dejé la cámara y fui detrás de ese cuerpo. Lo atajé con un brazo, pero las olas nos derribaron. Tomé en mis brazos esos veintitantos kilos de peso muerto. Lo arrastré fuera. Lo volqué en la arena.
Podría ser un perro doméstico. O podría ser un gato. O podría ser algo más cercano que silvestre. Ese cuerpo rompió la distancia de la fotografía. La distancia fue afectada por la incertidumbre visceral a plena luz del día. La ansiedad cortó el aire, nubló la vista, detuvo todo. Tristeza. Urgencia. Impotencia. Impotencia. Silencio.
Ese momento condensó los veintitantos días anteriores.
La mortandad fue doblegando mi cuerpo: diarrea sanguinolenta, el dedo medio del pie izquierdo hinchado. Una uña se caerá, un empeine dolerá, una rodilla derecha se resentirá.
A los niños les llamaba la atención los huesos salidos de las marmajas de lo que fuera un mamífero. Algunos intentaron tocarlos y fueron detenidos por los adultos que los tironearon del brazo, alejándolos o conteniéndolos. A todos nos asustan los monstruos -seamos niños o adultos- porque el terror habita en lo más familiar cuando se torna siniestro.
En el invierno del año 1981 aparecieron 3000 aves acuáticas llamadas colimbos muertas en la Bahía de Todos Santos; en el año 1992, 110 pelícanos; en el 2005, en primavera, varios peces aparecieron fuera del mar; en el 2007 fueron atunes; en el 2015 aves y mamíferos marinos; en el 2007 cerca de quince especies de peces, 25 invertebrados, como 40 lobos y focas marinas. En algunos casos fue asociado con fitotoxinas presentes en eventos de mareas rojas, en otros, no se supo la causa.
En Chile reportaron que aparecieron más de 1500 lobos marinos muertos y más de 700 aves marinas este primer trimestre del 2023. En Perú, más de 3500 lobos marinos y 22 mil aves silvestres entre las que se encuentran pelícanos (Pelecanus thagus) en el mismo periodo. Todos asociados con influenza aviar del tipo H5N1. En México fue detectado la circulación de ese virus en aves de crianza y silvestres desde fines del 2022, aunque el 15 de junio del 2023 el Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria comunicó como causa de la mortandad de aves en el Pacífico mexicano la inanición.
Esta primavera fue silenciosa. No hay una certeza de por qué la pestilencia y la muerte que tocamos en Bahía de Todos Santos. Carcome más no saber qué acecha.
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El sábado 13 de mayo se abrieron las playas. Hacían 21 grados de temperatura y había un sol fuerte. Como cada fin de semana, llegó gente a hacer picnic selfies paseo jugar voleybeach, los carritos de mariscos y ceviche, las tiendas Oxxo y 7Eleven abarrotadas, los vehículos por el bulevar a paso de pie, las escalinatas con chelas, gallitos y música norteña, como cada fin de semana de un antes apacible. Como si el mundo cupiera dentro de la normalidad.
Parecía que nada había pasado y todo había pasado.*
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Agradecimientos: a Clara María Hereu, @mujeresenparvada por la identificación de especies. A Erick Núñez Vázquez por las referencias de otros eventos de mortandad de especies en Baja California.
*Texto surgido del Taller de No Ficción de Revista Late dirigido por G. Jaramillo Rojas y Camila Fabbri.
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