DHAKA.- Estoy a más de 16.000 kilómetros de distancia de mi casa en Buenos Aires: en una calle cualquiera del centro de la capital de Bangladesh. No me conocen pero me tratan como a un famoso. La situación es caótica, estoy rodeado. Quiero caminar pero me cierran el paso. Intento girarme y lo mismo. Encerrado, me resigno: en inglés me dicen “por favor acá”, “otra con nosotros”, “otra todos juntos”, “una foto más” mientras de fondo suena un concierto inmisericorde de bocinazos. Pasan 15 minutos y esto no se va a terminar, no sé cómo hago pero me escapo.


No llevaba puesta la camiseta de la selección. Todo comenzó cuando alguién me vio extranjero entre la multitud y me preguntó where are you from? Apenas contesté y me vi rodeado por una multitud sedienta de selfies, abrazos, un apretón de manos o simplemente un hello. Son todos hombres y conforman, al cabo, una avanzada de lo que vimos por televisión durante el Mundial: sonríen, bromean entre ellos, celebran el inesperado encuentro y parecen todos de muy buen humor. En Bangladesh se festejó el título mundial albiceleste con un fervor viral y apasionado. Y acá, por el solo hecho de ser compatriota de Messi, el Dibu Martínez o Julián, yo también soy un héroe más.
De entre todos los recuerdos inolvidables que nos dejó Qatar 2022 a la gente de Argentina, el capítulo Bangladesh, sin lugar a dudas, ocupará siempre un lugar especial. Antes de la Copa, casi nadie en nuestro rinconcito de Sudamérica había escuchado siquiera nombrar esta nación. Pero, de repente, gracias a los videos que empezaron a circular por Internet, todo/as nos enteramos de que en una pequeña porción de territorio entre el Himalaya y la Bahía de Bengala, miles de personas explotaban de júbilo como (y junto a) nosotros en cada gol. Y ese sentimiento compartido, durante treinta días maravillosos, nos hermanó de una manera muy particular. En febrero de 2023, sólo dos meses después de la gloria mundial, Argentina reabrió tras 45 años cerrada su embajada en este país. Vine aquí a presenciar el evento y así pude sentir en carne propia el cariño y la admiración de un pueblo muy sufrido, demostrativo, querible y con mucho afecto para brindar.


El libro de Tahmima Anam, «Días de amor y guerra» -uno de los poquísimos de algún escritor bangladeshí con traducción al español-, retrata de una manera muy sentida los días aciagos y luminosos de 1971, en que una guerra terrible dio luz a la nación bengalí. En las calles de Dhaka, los monumentos en recuerdo a los mártires, las madres sufridas y sacrificadas y los heroicos guerrilleros y guerrilleras de aquellos tiempos se multiplican como los puestos de biryani, pakora o pescado recién sacado del mar. Los orígenes de aquel conflicto y posterior independencia, sin embargo, pueden ser rastreados hasta los tiempos del Raj: la dominación británica de Indostán.
En Bengala, la región más densamente poblada del planeta, se habían consolidado con los siglos dos grandes mayorías religiosas: hinduistas y musulmanes. Pese a que la convivencia era pacífica, los ingleses fomentaron la separación entre comunidades, bajo el principio de ‘divide y reinarás’. En 1905, así, partieron la zona en dos mitades, establecidas de acuerdo a las creencias de la gente. La decisión de los amos coloniales tenía como objetivo debilitar el reclamo por la independencia india, que se había asentado en el área con una potencia inusitada. El gran escritor Rabindranath Tagore era uno de los principales estandartes de aquella lucha nacional.


Cuando los británicos huyeron desordenadamente en 1947, se formaron dos países independientes en lo que había sido una gigantesca colonia: India, de mayoría hinduista, y Pakistán, de predominio musulmán. Pero Pakistán nació, a su vez, también dividido en dos partes: una en el oeste, en la región del Punjab (donde se encuentra su capital actual, Islamabad) y la otra en Bengala. Estas dos regiones no estaban comunicadas entre sí. El área bengalí, a grandes rasgos, correspondía al trazo inglés de 1905. En Calcuta (la Bengala india) se habían quedado los adoradores de Vishnu, Shiva o Kali y en Dhaka (Pakistán Oriental) quienes profesaban el Islam.
Como era de esperarse, no obstante, los choques entre ambas mitades de Pakistán -separadas por la India- no demoraron en comenzar. El gobierno central del país se ubicaba en el occidente y los bengalíes, en el este, se sentían marginados y discriminados (se decidió, por ejemplo que sólo el urdu sería el lenguaje oficial y no el bengalí). Y en 1971, luego de varios años de opresión de una mitad por la otra, empezó la guerra de liberación. La Bengala musulmana no quería más ser gobernada desde el Punjab.
Con mucha ayuda militar de india -que quería debilitar a Pakistán- la región oriental pakistaní proclamó la victoria final en diciembre de 1971, tras varios meses de asesinatos -muchos lo llamaron genocidio- y una audaz resistencia de las guerrillas. Uno de los generales pakistanís, Tikka Khan, pasó a la historia con el mote de «El carnicero de Bengala». El gran héroe de la independencia y primer gobernante del nuevo país se llamó Sheikh Mujibur Rahman. Su rostro -mirada profunda y bigotes- se exhibe aún hoy en todos los rincones de la nación, reverenciado. Bangladesh significa: el país de los bengalíes.
Quince años después de la independencia, en un país muy pobre, superpoblado y con muchos problemas de gobernabilidad, la población encontró un bálsamo a las penurias y un motivo de algarabía en el Mundial de México 1986.
Los tiempos de opresión y racismo de los sahibs (los amos europeos) eran recordados con especial recelo por la mayoría. Uno de los episodios más trágicos había sido la hambruna de Bengala, en 1943, cuando los británicos habían usado los granos bengalíes para alimentar a sus soldados en el frente, causando así la muerte por inanición de más de dos millones de locales. Por eso, cuando Diego Maradona, un joven de origen humilde y de un país desconocido, humilló a los ingleses a los ojos del mundo, se ganó para siempre el amor del tan sufrido pueblo bangladeshí.
Widu es estudiante y me la crucé cuando volvía del colegio, con su uniforme marrón claro. Ella no usaba hijab, pero su amiga así. Me reconoció como argentino -yo llevaba puesta una remera con la foto de Messi y tres estrellas- y me vino a saludar. Le pregunté qué significaba el título para ella y me dijo: «Mi papá era fanático de Maradona, yo crecí con él, era un nombre común en mi casa. Luego vino Messi y el sentimiento continuó. Hoy estamos todos muy felices».
El de Widu fue uno de los pocos testimonios femeninos que pude recabar en mis días bangladeshís (y creo, como no tenía velo, que pertenecía a la pequeña minoría hinduista de Dhaka). La vía pública en la capital de Bangladesh es predominantemente masculina: el esquema del hombre en la calle y la mujer en la casa está muy extendido. Sin embargo, lentamente, ellas están ocupando cada vez más lugares. Para homenajear al canciller argentino Santiago Cafiero, que abrió la embajada, la Federación de Fútbol local organizó un partido de fútbol entre las integrantes de las selecciones juveniles femeninas. El nivel fue muy bueno. Mientras ellas pateaban la pelota, a los costados de la cancha cientos de hombres las miraban con el mayor respeto.
La devoción por Argentina que comenzó gracias a Maradona continuó así, en tiempos de redes sociales y globalización del espectáculo, con Messi. Los padres habían amado al Diego y sus hijos aman a Lionel. Las banderas albicelestes flamean aún hoy en todos los rincones de Dhaka: ventanas, terrazas, transporte público, también en guirnaldas que cruzan las calles. La principal urbe bangladeshí, de 18 millones de habitantes, es así una «ciudad sudamericana». Aunque, claro, una muy particular…

Dhaka es una de las veinte ciudades con el aire más contaminado del planeta, según la OMS. Es muy fácil percibirlo desde el avión: a medida que uno se acerca al suelo, observa la nube de smog que parece engullir los bloques de apartamentos blancos, raídos. Luego, ya en tierra, las copas de los árboles exhiben en sus hojas un color marrón polvo, como sucias. Pero, aún así, y más allá de la polución, el primer gran shock de esta urbe fascinante, caótica y exagerada, a la que se mudan 2.000 personas por día, entra mucho más por las orejas que por la nariz.
Desde los primeros destellos de la mañana hasta ya bien entrada la noche, la ciudad se convierte en un pandemónium de bocinazos, una verdadera caja de resonancia sin escape a los avisos de colectivos, motos, rickshaws y vehículos de todo tipo. Los conductores usan la bocina para cualquier maniobra, todo el tiempo (no sólo como último recurso) y los miles de sonidos simultáneos se convierten en uno imparable, invasivo y demoledor. No se detiene nunca; imaginar a Dhaka sin bocinas es como pensar a Paris sin la torre Eiffel.
De la cantidad de vehículos y la desmesura sonora de las bocinas, sobresalen los rickshaws a pedal, quintaesencia bangladeshí. Cada uno de estos triciclos con carrito para pasajeros está pintado de colores vivos, chillones, en muchos casos con representaciones de los paisajes del país o las principales estrellas de Dhallywood (la industria del cine local). Todo en Bangladesh es colorido y estridente; los letreros de las tiendas, las vestimentas de hombres y mujeres, los carteles publicitarios. Y ese inmenso abanico de tonalidades y espesores contrasta con el gris amarronado de las calles de tierra, el humo de los caños de escape, el polvo y el smog.

Mientras hablo con Ahmad, que por supuesto me menciona a Messi y Di María, empieza el último llamado diario al rezo, desde un minarete verde que se ubica al lado nuestro (y que se mezcla con las bocinas). Cruzamos la calle juntos: es todo una aventura hacerlo sin ser atropellado y uno se encomienda a todos los dioses. Antes, navegamos por el río Buriganga, que es la continuación del Ganges; unas pequeñas piraguas nos llevaron durante media hora por dos dólares. Buena parte de la vida en Bangladesh transcurre en el agua. No por nada, lo llaman el país de los ríos, que bajan desde las alturas del Himalaya y desemboca, en mil brazos llenos de vida, en el Océano Índico.
La intensidad de la ciudad es tanta, todo es tan apabullante que un día aquí parece una semana en cualquier otro lado. Se siente como estar parado en el centro de un escenario, con múltiples obras simultáneas desarrollándose a cada lado, envueltas en la bruma confusa de las bocinas. Y si bien ver a la humanidad sin filtro, en todo su esplendor contradictorio, es terriblemente cansador, el agotamiento (y la polución y los ruidos y todo) se compensa por medio de un factor omnipresente y mucho más importante: la amabilidad y el amor desinteresado y sincero de los locales a los extranjeros. Y si son argentinos, muchísimo mejor.
Mahammadiz es vendedor de frutas. Su carrito callejero se ubica delante de un negocio en el que flamea la bandera albiceleste. Lleva la barba teñida de un naranja furioso: es muy común en Bangladesh y, al mismo tiempo, encarna devoción religiosa y posee valor estético. Me cuenta -traducido del bengalí por amigos- que festejó muchísimo el día de la final ante Francia. Tiene puesta la camiseta de Messi. La cantidad de personas que ostentan, orgullosas, nuestros colores es estremecedora. Es una sucursal asiática de Argentina, y todos se vuelven locos cuando ven un «compatriota».
Se nota que Dhaka está creciendo mucho y de forma muy acelerada. En una de las tantas recepciones y cenas ofrecidas a la delegación argentina, un funcionario muy importante destacó que, al ritmo de crecimiento actual, el país estará en un par de décadas entre las 25 mayores economías del mundo. Con 180 millones de habitantes y sólo 50 años de independencia, Bangladesh apuesta a eso, aunque antes debe resolver muchos problemas. Pero por todos lados se ve el empuje; en cada cuadra de la capital hay gente construyendo. Cemento, ladrillos, grúas. Una nueva terminal del aeropuerto, una autopista, muchos edificios. Paseo incluso por zonas de la ciudad en las que el hacinamiento deja paso a amplias avenidas arboladas, shoppings y la ribera del río, ideal para sentarse a beber chai masala. Es inevitable sentir que, aunque uno se quede una vida entera, nunca terminará de recorrerla.
Una vez que las niñas terminaron de jugar al fútbol, entraron a la cancha cientos de chiquillos, dispuestos también a divertirse. Así, mientras el canciller argentino agradeció la recepción cálida, a sus espaldas se desarrollaban mil partidos mixtos. Ellos corrían, reían, saltaban. Varios jugadores llevaban túnicas, iban descalzos…¿Qué importaba? Lo único importante era jugar.