Bosques de ciudad

La flor de Barracas - Fuente @cafecontado
La charla sucede a borbotones, mencionan un bar tras otro. Demolido, vendido, arruinado parecen ser sinónimos en una conversación que no necesita de aplicaciones móviles para ubicarse de qué lugar están hablando. Quise llegar primero a la cita, pero Carlos se me adelantó por algunos minutos y para cuando llegué al café Saint Moritz él estaba sentado leyendo el diario. Minutos después llegaron Carina y Martina. Por último, se sentó Lucas.
Anteriormente había charlado con cada uno de ellos por separado, pero a medida que las conversaciones sucedían algo me decía que debían conocerse. Imaginé imposible que cinco agendas coincidieran, pero la sincronía sucedió y allí estaban. Nombraban bares como si jugaran al ping pong, uno lo recordaba y el otro contaba qué había pasado con él.
En Argentina, la última década del siglo pasado funcionó como una apertura a cualquier negocio que provenga de afuera del país. Antes habían pasado los años setenta y ochenta, la propaganda política giró en torno a la desvalorización de la industria nacional y para cuando llegaron los noventa, la mesa estaba servida. Se recibió con buenos ojos lo que permitía la globalización: viajes al extranjero a bajo costo, la llegada de centros comerciales que aquí conocimos como shoppings, como también la aparición de las cadenas internacionales. Los cafés clásicos porteños fueron parte de eso que Buenos Aires dejaba ir. Incluso estando abiertos, la gente caminaba por allí pero ya nadie siquiera volteaba a mirar por sus ventanas.
El tiempo parece discurrir con rapidez y prontitud. Sin embargo, todavía están los que observan la ciudad no como un lugar de consumo sino como el espacio de diálogo que es. Carina Migliaccio es dueña de Bar de Fondo, que primero fue un blog literario y después pasó a ser un bar propiamente dicho donde se habla de literatura, las mesas son de fórmica, el estilo monocromático y un armonioso recauchutaje de cuanta cosa se pueda colgar en la pared decora el salón, un bar como los de antes. Carlos Cantini es el creador de Café Contado. Al principio su proyecto también fue un blog sobre los cafés notables hasta que con los años llegó la oportunidad de plasmar ese trabajo en un libro de nombre homónimo. Además, durante algunos años, se dió el lujo de ostentar la propiedad del bar La flor de Barracas. Histórico notable de la ciudad que su dueña entregó a Cantini y que él lo administró hasta la llegada de la pandemia.

Martina Alfuso es la creadora de Bar de Viejes, no le interesa tener un bar y lo primero que pensó al hacer el proyecto fue publicar un libro, sin embargo, hoy está segura de que ese momento más bien será la finalización del recorrido. Mientras, prueba diferentes formatos para diferente público: está el boletín informativo vía mail, los bares abiertos donde se reúnen cientos de personas a tomar un vermut y pensar el mundo, y en menor grado de importancia y a regañadientes, la cuenta de Instagram. Otra cuenta de la misma red social pero que asegura no ser un proyecto sino simplemente un hobby es Bares Olvidados, a cargo de Lucas Langelotti, un hombre viajado que considera esta ciudad su faro, que toma fotos de esos lugares que nadie puede comprender cómo sobreviven a la economía: con cuatro habitués y un menú imperturbable que nadie jamás leyó, pero todos saben qué contiene.
Todos estos proyectos reivindican un tipo de ciudad perdida bajo la sombra de un mundo globalizante y aspiracional.
Los bares y cafés que están siendo vendidos para ser demolidos nacieron en la primera mitad del siglo pasado, la mayoría de ellos propiedad de inmigrantes escapados del horror del primer mundo. Estos lugares servían como espacio de reunión para inmigrantes de cualquier nacionalidad, mayormente para los hombres, que entre copas y cafés disfrutaban el tiempo de ocio. Los precios, siempre bajos, aun cuando la inflación es un factor indisociable de la economía argentina.
Las tiendas gastronómicas proliferan por la ciudad, pero son pocos los lugares que quedan de los tiempos anteriores a la demolición, donde uno entra así, como viene, solo, sin anticipación, donde el mozo no pide escanear ningún QR, pero tampoco te da la carta, apenas si pregunta qué vas a pedir. En los bares que le escapan a la demolición, las mesas son cuadradas, de madera, pintadas con barniz en las patas y en el centro por algún color que acompaña al de las aberturas del lugar. Las sillas tienen respaldo de madera emparrillado y, en el mejor de los casos, el tapiz del asiento todavía tiene algo de la esponjosidad de antaño. No serán un canto a la higiene contemporánea pero tampoco aspiran a eso, todo se ofrece sencillamente, un café es un café solo, un cortado es un café con poca leche y, una lágrima es leche con una gota de café.

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Florida Garden, es uno de los café bar que sobrevive con un talante al que pocos podrían competirle. Considerado patrimonio histórico, si logró permanecer en el tiempo fue gracias a la buenaventura de sus dueños que decidieron aggiornarlo a los tiempos modernos. En el primer piso del salón, en algunos minutos, Carlos Cantini presentará su libro Café Contado, el primero de la editorial De pocillo, ilustrado por su primo, el dibujante Lucio Cantini. El ruido que proviene de la planta baja por momentos impide escucharlo con atención. Entre los presentes se encuentran los cineastas Pedro Ruth y Juan Carlos Capurro. Mas tarde, ambos tomarán el micrófono y alertarán que no nos dejemos engañar, que no es nostalgia lo que Carlos escribió sino el vivo testimonio de la ciudad que caminamos todos los días.
Libro en mano y un pasado como gastronómico, avalan las palabras de Carlos Cantini que ya desde los noventa daba rienda suelta al gusto de ir a sentarse a un café simplemente para ver el tiempo pasar. Todo comenzó con las rateadas de la facultad, reconoce que eran más las tardes que prefería quedarse en el bar de enfrente que “cursar un teórico”. Con los años, gracias a su trabajo, viajó por el mundo y se empachó de bares, cafés y puertos que declaraban la identidad de la ciudad que visitaba. Pero como esta ciudad nunca nada.
Si la semilla había sido puesta en esos años noventa de rateadas y cafés, el tallo salió en 2013, cuando Carlos Cantini decidió comenzar un blog para publicar historias y fotografías de los bares por los que había pasado y también por los que no llegó a conocer.
—El proyecto crece y un buen día me ofrecieron hacerme cargo de La flor de Barracas. La dueña no lo quería atender más, lo había empezado con sus hijos, sus hijos habían crecido, ya estaban universitarios, no les interesaba. Entonces a través de un amigo me dijeron “che, querés tener La flor de Barracas”. Fue a finales de 2014 y estuvimos hasta la pandemia.
—¿Siempre es la economía o por qué cierran cada vez más lugares como estos?
—Yo no sé si pasó con los cafés o con la vida misma. El otro día escuchaba un reportaje que le hacían a Pacho O’Donnell, que hablaba del viejismo, él decía el poco valor que se le está dando hoy a la vejez como testimonio de sabiduría. El viejo parece que ha perdido valor, el joven no lo reconoce. Hay también una parte de tilinguería porteña y aspiracional que te pone un Starbucks enfrente, vos entrás y pensás que estás en Nueva York. Esa pavada sucede. Después está la crisis, sobre todo la de los noventa, esta invasión de la globalización y las marcas. Tampoco hubo desde el Estado una defensa de los cafés, de los notables al menos, no todos, pero de los notables.
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A la hora de hablar de bares y cafeterías clásicas porteñas se traza una diferencia entre los notables y los que no lo son. En cuanto a los primeros, la ciudad de Buenos Aires dictó una ley, la número treinta y cinco, que suponía ser una protección para estos lugares, pero jamás se cumplió excepto con una pequeña reducción de impuestos. Los bares, a pesar de ser considerados patrimonio histórico y cultural, fueron destruidos y con ello, algo de la identidad porteña.
Se podría pensar que la diferencia entre notables y no notables también tiene que ver con el mantenimiento y cuidado del bar, sin embargo, perdido en la vorágine de la Avenida Scalabrini Ortiz está el Bar Los Andes, que cuando sus dueños se enteraron de que integraban la misma lista que Café Tortoni les avergonzaba el solo pensar la idea. El Tortoni, entre columnas de mármol, sillas que parecen formidables sillones y mozos bien trajeados, se afana al contar que en sus mesas se sentaron los hombres más importantes de la historia argentina. Mientras que en el Bar Los Andes sobreviven, entre paredes de humedad, baños dantescos, con los mismos parroquianos desde hace tres décadas, junto a un pool y el quinielero que pasa todos los días a levantar las apuestas.
A la par que los bares clásicos porteños sobreviven a la demolición y las empresas en cadena consolidan las arterias urbanas de consumo, están también los autoproclamados cafés de especialidad. Lugares destinados a un público joven, o a quienes se perciben como tales, capaces de sentarse en sillas poco cómodas, de buen café, donde la medialuna fue desplazada por el croissant y el cortado por el latte. Grupos por aquí y allá. Rara vez alguien se sienta en soledad y si lo está casi siempre es mirando una pantalla. Nadie ve pasar el tiempo.
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La primera vez que conversé con Lucas Langelotti fue por teléfono, él estaba en Miami, a la que menciona como la “meca de la frivolidad”. Se excusa rápidamente, está allí sólo para visitar a su novia. Tiene 48 años y es joyero. Desde los 25 se siente atraído por el asunto de los bares, para algunas cosas resulta un verdadero fundamentalista y afirma que los mejores bares son los que no quieren modernizarse porque “la cadena los arruina”. También dice que para que un bar sea tal tiene que haber un billar, servir Espirulina y Amargo Obrero, los parroquianos saludar al entrar, se debe poder fumar y, en lo posible, tiene que haber un gato. Si puede sonar un tango, tanto mejor.
—Yo no sé qué estás buscando, pero esa Argentina ya no existe, ya pasó, hoy no vende. No corre más.
—¿Qué pasó con esa ciudad que ya no existe?
—Lo que pasó con Buenos Aires pasó con el mundo entero. La vorágine capitalista se está comiendo todo. No estoy en contra del progreso, pero hay cosas que se deberían valorar más porque Buenos Aires, a pesar de todo, sigue siendo una joya.
La cuenta en Instagram que lleva el nombre de Bares olvidados es un registro fotográfico que bien podría llamarse el último orejón del tarro en cuanto a cafés y bares se refiere. Allí se pueden ver imágenes que Lucas capturó: El San Antonio de Barracas, el Brasilia en La Boca, el Ibérico en Constitución, La Piedra en Villa Lugano. La mayoría cerrados después de la muerte de sus dueños y el desagrado de los herederos de mantener el resabio de lo que ven como un aguantadero.

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Caminar por el barrio porteño de Palermo da la sensación de que el país vive una economía sólida y pujante, comercios repletos de gente, etiquetas de ropa que anuncian precios que la mitad de los salarios del país no podría pagar. Cierta idiosincrasia palermitana, profesada no solo por los habitantes del barrio sino también por los aspirantes a serlo, requiere frivolidad. Nada debe importar mucho, excepto la apariencia. Sin embargo, y por suerte, no siempre sucede así y todavía quedan en el barrio lugares donde sentir algo auténtico, el deseo de quedarse.
Las persianas de Bar de Fondo están bajas, llegué tiempo antes de la hora pactada, le escribo a Carina y en menos de cinco minutos está parada frente a mí. Vive a dos cuadras del bar. El proyecto lo lleva junto a su marido, pero la idea y el carisma es de ella. Podría decirse que la historia de Bar de Fondo comienza en 2015 cuando Carina Migliaccio, que había estudiado la carrera de Letras en la UBA, decide sumarse al taller literario dictado por el escritor y periodista Juan Martini, sin embargo, ya en su juventud aparecen las huellas de lo que vendría después.
Un día de 2019, al cabo de cuatro años de publicar en el blog cuentos y crónicas, se le presenta la oportunidad de comprar una propiedad en Julián Álvarez y Mason, pleno Palermo. Lo que anteriormente había sido un geriátrico y antes un bar o una mueblería -los vecinos no recuerdan con exactitud-, ahora es Bar de Fondo. Una cápsula del tiempo con ventanas tipo guillotina y aberturas de madera, la protagonista del salón es una barra rescatada de una librería que cerró después de cien años de actividad, las mesas fueron compradas en un remate luego del cierre del restaurante alemán Hermann, vendido para ser demolido.
Bar de Fondo recuerda la razón social que estos lugares tenían cuando fueron creados a comienzos del siglo pasado y propone no solo el café sino también actividades culturales variopintas. Al fondo del bar, atravesando un patio interno, construyeron una sala de teatro, el piso de arriba también lo tomaron, pero para construir habitaciones que sirven de hotel turístico. Cada habitación lleva lleva nombre de un escritor. Carina Migliaccio reconoce que, de toda la oferta, el alquiler de habitaciones es el que más rinde. Aunque en el bar siempre hay propuestas culturales como talleres literarios, presentaciones de libros, jam de jazz y rock, lo cierto es que más de una vez vieron cómo propuestas de alta calidad artística convocaban un reducido grupo de personas.
—Yo no sé si en los barrios es igual. Yo cuando voy a un barrio es diferente a la zona que uno conoce acá por Palermo, Barrio Norte o Recoleta. Vos te vas a Villa Urquiza y es otro ambiente, en Flores, incluso Caballito. Siguen manteniendo esa cosa, ¿se le dice bohemia? ¿nostalgia? La cosa de sentarse a delirar en un bar y debatir. También hay mucha pelea y parece que uno tiene que estar siempre de un lado o del otro. Yo creo que también hay mucho más egoísmo, mucho menos sentido de querer compartir con otro las cosas que le ocurren a uno. Igual también sé que existe un montón de grupos de gestión cultural que son comunitarios que están buenos. Hay de todo un poco, pero creo que se tiene menos tiempo para estar sentado compartiendo cosas. Hay más miedo a enfrentarse con las cosas que se te puedan ocurrir en tiempos de ocio, me parece. Uno se arma la agenda para no enfrentarse a otras cosas que te pueden surgir, miedos, o cosas lindas. Estar apurado es como una forma de mostrar que uno está activo.

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Martina era la única en el bar que, además de mujer, en su piel no cargaba el paso del tiempo. El bar es El Motivo, en la esquina de Zamudio y Avenida del Carril, el año 2011, ella estudia Letras y apenas imagina que será ese bar la inspiración para crear años después el proyecto Bar de Viejes. Quien atiende es el dueño del bar, que bien podría ser su abuelo. Al principio la mira con distancia, los dos actúan como si nada de eso fuera extraño.
Su trabajo de entonces -hacer encuestas a empresas por toda la ciudad- le permite estar mucho tiempo en la calle y siempre que encuentra uno de estos bares, como si se tratara de algún juego arqueológico, entra, pide y observa. Sin embargo, El Motivo es distinto, la cercanía con su casa de aquel entonces hacía del lugar el favorito, el buen trato del dueño y los habitués también. Al principio les costó entender que ella no estaba ahí para más cosa que lo mismo que ellos, ver pasar el tiempo.
Pasaron once años de los tiempos en que iba a El Motivo, aquello que anotó se convirtió en una declaración de principios y en una cartografía, que con la era digital se pudo difundir a tantos otros interesados por el mismo patrimonio cultural que ella. Más tarde me va a contar que no le gusta la idea de que el proyecto sea particularmente conocido por las redes sociales, sin embargo, reconoce la llegada al público en general de las plataformas. Apenas el mozo llega con el café y la medialuna, busca el celular y captura la foto. Los días de primavera están cerca y la alergia la obliga a sacar una y otra vez su pañuelo de tela, se ríe al contar algo que le parece obvio, pero a los demás no.
Cesare Pavese escribió en julio del treinta y nueve: “la vitalidad creadora está hecha de una reserva del pasado. Se llega a ser creadores -también nosotros- cuando se tiene un pasado”. Para Bar de Viejes, la visibilización de estos lugares, no se trata de un paseo por la nostalgia de la Buenos Aires que fue sino de una discusión cultural sobre la Buenos Aires de ahora, porque los bares de viejes no dejaron de existir. En la actualidad hay más de cuatrocientos. El proyecto es una búsqueda de resistencia urbana a una corriente que pretende hacer del ciudadano un consumidor, incapaz de ser heterogéneo, sin contradicciones, que consume lo mismo se encuentre donde se encuentre. Para Bar de Viejes, en estos bares hay un mundo que las nuevas generaciones no deberían olvidar.

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Texto realizado en el taller de Revista Late. “Se busca una realidad. Taller de escritura de no ficción”, coordinado por Camila Fabbri y Giovanny Jaramillo Rojas, segundo semestre 2022.
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