| enero 2023, Por Julián Varsavsky

Los gauchos menonitas

Cruzo la Patagonia norte en bus para entrar a provincia de La Pampa, esa planicie verde con pocos árboles, hoy más propicia al ganado que a la agricultura: a cada lado veo una sucesión interminable de cuadrículas alambradas con pastizales y millares de vacas con la cabeza gacha, rumiando y siempre de pie, incluso de noche. En 600 kilómetros no vi una sola vaca echada en el suelo.

Una combinación de buses me deja en el pueblo pampeano Guatraché, la base para llegar a la colonia menonita Nueva Esperanza. La visitaré con Marcelo Giles, un guía amigo de la comunidad. Subimos a una combi con chofer y en el centro de Guatraché vemos a dos hermanas menonitas buscando taxi. Marcelo las invita a subir. Estoy sentado atrás y a mi lado se instala, pudorosa, Gertrudis: es alta y delgada con 21 años y piel transparente a cara lavada, ojos azul verdoso. Viste sandalias de cuero con medias blancas, vestido violeta de algodón con mangas largas muy suelto hasta las pantorrillas -cubierto con un largo delantal negro- y chalina floreada en la cabeza enroscando también el cuello con flecos sobre el pecho. Lleva anteojos comunes por coquetería y pelo castaño claro recogido hacia atrás con raya al medio y dos cuidadas trenzas holandesas hasta la cintura.

Nueva Esperanza queda a 40 kilómetros por ripio, trayecto que los menonitas hacen en taxi: en su submundo apartado no pueden poseer auto. Pero no está prohibido usarlo, siempre que sea por una necesidad importante. Gertrudis y Ana vienen del médico.

Antes de subir al vehículo, Gertrudis le pidió prestado el teléfono a Marcelo, se apartó e hizo un llamado. La regla es la misma: no pueden poseer teléfono pero sí usarlo para resolver algo (van a locutorios pero en su aldea no hay). Durante el viaje intento un dialogo. Gertrudis no me mira y me vuelvo hacia atrás a conversar con Ana. Pero no habla español y la noto molesta. Las menonitas casi no se dirigen a desconocidos.

Dejo pasar un rato e insisto con Gertrudis: la nombro y me mira seria, de reojo. Comienzo a hacerle preguntas separadas por largos silencios.

-¿Tu familia de qué trabaja?

-En la casa.

-¿Naciste en México?

-No.

-¿Y tus padres?

-No.

-¿Por qué no usan tecnologías modernas?

-No estamos acostumbrados.

-¿Te gusta cómo juega Messi?

-No sé.

-¿Sabés quién es?

-No.

-¿Y Maradona?

-No.

-¿Te gustan los nachos?

-Sí.

Me rindo. Gertrudis tiene un marcado acento extranjero, tono frío y cortante: no quiere conversar. Con el guía -en cambio- ríe a carcajadas y dice malas palabras en alemán antiguo. La hermana mira por la ventanilla abstraída de todo.

Entramos a Nueva Esperanza por una ancha calle troncal de tierra -la única- con una sucesión de granjas rectangulares a los costados, cada una con una casa de frente cuadrado y techo de chapa, muy separadas entre sí. Son 1800 habitantes, todos menonitas. Los mayores llegaron en 1985 desde colonias en Chihuahua (México) y Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) luego de comprar 10.000 hectáreas. La propiedad no es comunitaria: hay quien tiene 10 y otro 300.

Llevamos a las hermanas a su casa donde tienen un taller artesanal de zapatos que conduce Juan Neudorf, cuñado de ellas. El padre de las hermanas murió y quizá por eso ejercen el oficio de zapatera, inusual para una mujer en esta sociedad con división sexual del trabajo: ellas lavan, planchan y trabajan la huerta. Los menonitas se autoabastecen de todo lo que puedan: casi todas las comidas -salvo ciertas verduras- y ropa.

Estacionamos para entrar al austero taller de ladrillos a la vista y techo a dos aguas. Juan martilla suelas con su esposa y tres niños pequeños, ellas con vestido largo estampado de flores, ellos con mameluco de tela como de jean, desde el más chico al mayor. En la mesa está el Die Mennonitische Post, un quincenario escrito en Canadá e impreso en Bolivia que llega por avión a Buenos Aires. Las noticias pertenecen al mundo menonita, salvo una sobre la desaparición del avión de Malaysia Airlines.

Foto: Julian Varsavsky

Juan me muestra los zapatos que hace y cuenta que él y sus padres nacieron en México, su abuelo en Canadá y su bisabuela en Ucrania: un peregrinaje similar ha hecho cada familia aquí, donde las casas carecen de red de luz eléctrica. Pero los talleres -y también las casas- tienen electricidad por generador a gasoil que se apaga al caer el sol. Juan me dice que salga a recorrer y veré que hay soldadoras muy modernas, las mejores máquinas cepilladoras para muebles y grandes refrigeradores en las queserías. Las reglas aquí encierran una lógica: no es una cuestión de tecnología, sino de teología. El asunto es el uso. Estas no deben hacer la vida placentera en una sociedad que rinde culto al sacrificio laboral.

La electricidad entró en 2002 con un grupo electrógeno por casa. Los pioneros la introdujeron sin pedir permiso -tenían el “no” garantizado- empujados por la necesidad: el sector manufacturero comenzó a tener cada vez más pedidos de metalurgia y carpintería. No daban abasto para satisfacer la demanda sin tecnificarse. Surgió así una incipiente clase empresarial menonita con empleados, resultado de la reconversión por el bajo rinde de la tierra y la subdivisión de las parcelas entre los muchos hijos de cada familia. El gobierno menonita puso “el grito en el cielo” por la electricidad y los ministros iban por las casas apagando generadores, bajo el argumento del ruido. Luego de mucho debate se decidió: electricidad “sí” -solo para trabajar de día-, tendido de cables “no”.

Los turistas son otro nexo de comunicación con el afuera: los aceptan desde 2001 luego de una gran sequía. Son una fuente de ingreso comprando chacinados, artesanías y muebles. En la casa de Gertrudis venden zapatos y sandalias que sirven para la manutención de trece hermanos: los hijos son “una bendición de Dios” y su llegada no se evita.

Vamos a almorzar a casa de la familia Harder: nos reciben Don Jacobo y su esposa Katerina con la hija Ana. Como todas, es una casa austera con su mesa y cuatro sillas como mobiliario: no hay sillones -a veces alguna mecedora- ni modular para adornos. Las paredes carecen de decoración o fotos, salvo algún almanaque.

Nos sentamos a almorzar con la familia unos varenikes, raviolones de ricota con salsa de frutilla, estofado y cebolla frita. Jacobo es conversador, pero las mujeres casi no hablan. Cuenta que cada uno se casa con quien guste. No hay imposiciones o prohibiciones -siempre que el elegido sea menonita- pero hay que elegir bien: no existe el divorcio. Las familias trabajan de lunes a sábado de sol a sol y van a la cama temprano. Tienen tres feriados: Navidad, Pascua y Año Nuevo. Miércoles y domingos por la tarde, los adolescentes se juntan en grupos de medio centenar a conversar en la esquina de los campos, al aire libre en la inmensidad. Alguno se toma una cerveza y es allí donde se ponen de novios. En la planicie pampeana todo se ve: un encuentro secreto es casi imposible. Si un noviazgo prospera, el novio pide la mano y se establece un régimen de visita miércoles y domingos. Luego de un año, el obispo los casa vestidos de negro en un gran almuerzo. Hasta el sábado siguiente, la pareja va de visita a casas de familiares durmiendo en cuartos separados: se los supone vírgenes hasta una semana después de casarse. Luego de esa prueba, tienen derecho a decir “no me caso”. Consumada la unión, es hasta la muerte.

Después del almuerzo voy a la carpintería de Cornelio Loewen Fast, padre de cinco hijos y una hijita, un hombre alto y robusto, rubio de ojos claros y con mameluco. Conversamos y no me atrevo a comentarle el chisme que sé: en el pueblo lo llaman “Musiquita”. De niño se acercaba a las camionetas que llegaban al pueblo y pedía “musiquita”. Ya más grande, se compraba un walkman para escuchar rancheras mexicanas, hasta que el obispo lo descubría y lo rompía a martillazos. Apenas juntaba dinero, iba al pueblo y compraba otro. Hoy es dueño de tres carpinterías: vienen a comprarle desde otros pueblos por sus buenos precios. Y podría adquirir un super equipo musical. Pero siguen prohibidos. Los menonitas producen mucho y consumen muy poco: la mayoría alcanza una buena posición económica.

Pueden ganar todo lo que quieran, pero tener solo lo necesario. Algunos compran tierras en otras colonias para sus hijos. Cornelio nació en 1977 en Chihuahua. Me cuenta que fue parte de las 120 familias que compraron una estancia en La Pampa con aportes de cada uno y la parcelaron en proporción al capital, asignando la ubicación al azar. La aldea tributa al Estado como Asociación Civil. A lo facturado, le agregan un 3% para la colonia. Al principio sembraban cereales pero las sequías los reorientaron hacia la ganadería en los años ´90. Ahora tienden a sembrar pasturas para vacas lecheras. A una pareja de recién casados, los padres le ceden una parcela y cuatro vacas con tarros de metal para leche y materiales para construir el buggy tirado a caballo. El ordeñe, más adelante, lo harán los hijos. Cada casa produce leche para alguna de las tres queserías, recolectada por el lechero quien recorre la aldea dos veces por día en un carro a caballo con chasis de camioneta. Hay doce lecheros que se van turnando: trabajan en grupos, una semana uno y la siguiente el otro.

Me despido de Cornelio y voy al almacén de ramos generales de Abraham Braun, quien al caer el sol alumbra su negocio con un ingenioso tendido de caños para gas con lámparas de camping. En los estantes hay paquetes de nachos, tortillas mexicanas, salsa de chile jalapeño, rústicas planchas de acero a carbón, escarbadientes, pilas, cuadernos, Coca Cola, oxígeno para soldadoras, gas, herramientas y tela. Un cartel en marcador indica que hay pollo, lechón, novillo y caballo. La colonia tiene tres almacenes cuyos dueños viajan a proveerse en Buenos Aires, Santa Cruz de la Sierra y Porto

Foto: Julian Varsavsky

Alegre: en Brasil compran los sistemas de amortiguación para buggy en la fábrica Volkswagen. En el almacén la gente se entera de casi todo y charlan tomando algo.

Le comento al guía Marcelo que por idílica que parezca, la aldea debe tener conflictos:

-Bueno, sí. Hace años, los proveedores que llegaron a la colonia una mañana vieron llamaradas importantes con humo negro junto a una iglesia. Al acercarse, vieron un centenar de muchachos con pañuelos y pasamontañas quemando cubiertas. Le reclamaban al obispo poder escuchar música. Como todos visten igual, no era fácil identificarlos. Eso duró hasta medianoche. Al ir al pueblo, alguno habrá visto por TV que esa era una forma de reclamar. No lograron su objetivo y como castigo, no los dejaron volver a juntarse en grupos grandes los días de reunión, para evitar “rebeliones”. Hay fotos de aquello, aunque en teoría no había cámaras en la colonia. Y quedó como que “nadie fue”. Hoy esto no sucedería: muchos jóvenes tienen celulares bien escondidos. Como hay muy poca señal, los usan para escuchar música.

Marcelo me señala lo que parece un galpón o casa común de ladrillos y techo de chapa: es una iglesia. Ninguna cruz o cartel la identifica, austera por fuera y por dentro, sin imágenes ni decoración. El diseño es acorde al puritanismo ascético de la vida aquí.
Parto obnubilado con la corta visita y una rara sensación de “viaje al pasado”, como si hubiese entrado en un cuadro holandés de Vermeer. De regreso en Buenos Aires, miro documentales y leo tesis antropológicas sobre Colonia Esperanza, tratando de desentramar ese malentendido del “viaje en el tiempo”, que es en verdad un mal foco de la mirada.

* * *

Tres años después, me entero que la persona no menonita que más ha intimado con ellos en La Pampa, es la guía Estela Campo Kihn: va casi todos los días. Y viaja a Buenos Aires cada tanto. Le pido una entrevista y la cito en un bar porteño para que me ayude a ver, ella que los ha mirado tanto desde sus 12 años de edad cuando comenzó a ir a la aldea.

-Mis padres tienen contacto con los menonitas desde 1985. Para la gente de Guatraché, son alguien más que vive en el campo y se han formado amistades, no así noviazgos: sabemos qué cosas sí y cuáles no. Aunque vivimos muy distinto, nunca una menonita me dijo “vos vivís mejor que yo”. Una sola vez, una me preguntó por qué permitía que mi hija baile danzas árabes. Ellos se hastiaron de los visitantes: mucha gente les tomaba el pelo, le enseñaban a los niños a hacer fuck you y les mostraban videos inapropiados. Decidieron que iban a recibir gente solo si llegaba con alguien de confianza como yo. Y no llevo a cualquiera: los estudio y filtro.
-Un rasgo de esa religión es que algunas aldeas sufren escisiones doctrinarias y se separan por el uso de tecnologías. ¿A qué línea pertenece Nueva Esperanza?

-Los menonitas no salen a predicar su fe ni a convencer: la viven hacia adentro. Esta es la rama ortodoxa. Hacen una interpretación lineal del Antiguo y Nuevo Testamento. Existen otras corrientes más liberales, pero Nueva Esperanza cambia de a poco. Ahora los celulares están permitidos, no para pavear sino como herramienta de trabajo. Antes, el comercio con clientes lejanos lo hacían a través de intermediarios, pero algunos se portaron mal. El celular ahora les permite saltearlos. Sus tractores no tienen faroles: los sacan porque solo trabajan con luz natural. Hace un tiempo, una familia compró un tractor John Deere: le cortaron el techo con una amoladora y le sacaron el aire acondicionado. Porque el sol debe darles en la cabeza. También le quitan las ruedas de goma y ponen otras de hierro.

Cuando los venden muy usados, tienen ruedas nuevas recolocadas. A las cortadoras de césped les ponen ruedas de hierro para que sean más lentas: la idea es que la tecnología no sea para el placer. Los buggy a caballo tienen ruedas de goma: sino pesarían mucho. Usan lavarropas y heladera, pero estas últimas son a gas para que sigan funcionando de noche cuando apagan el generador.

En la casa no tienen bombitas de luz. Pero usan faroles “sol de noche” con garrafita. Una vez traje un japonés, lo opuesto a un menonita. Al ver que prendían un farol, se asombró como el hombre de las cavernas cuando vio el fuego en 2001 Odisea del espacio: ¡no lo podía creer! No se daba cuenta que eso era fuego y lo quería tocar. Y los menonitas se mataban de risa. También le daban mate para ver qué cara ponía. Quedó tan impactado, que en dos años volvió con el sobrino. A veces llegan menonitas de otros países y me dicen “no entiendo cómo siguen viviendo así”. En México tienen más de 90 colonias. En una de esas, un grupo de familias apareció por el pueblo con camionetas, celulares y TV: se habían puesto de acuerdo y esperaban un castigo del obispo. Al principio no pasó nada. Pero se empezaron a comprar y vender casas entre ellos y en cierto momento, los liberales habían quedado de un lado de la calle y los ortodoxos del otro.

Cuando unos liberales le quisieron vender leche a la quesería -que estaba del lado conservador- los dueños dijeron que no les iban a comprar más. Y quedaron con el pueblo cortado en dos. Yo tengo una amiga menonita mexicana que es influencer, va a la universidad y enseña su dialecto por YouTube.

-¿Por qué tendrán tan arraigada la resistencia al cambio?

-Ante todo, son sumisos frente a dios. No se cuestionan nada. Las ventanas de las casas tienen el mismo diseño: la mitad de arriba se levanta y se baja como un ventiluz con una lona verde. Si está en diagonal, hay gente. ¿Quién lo impone? Nadie. Pero “si mi abuelo lo hace y mi tía también, yo lo repito”. Así se piensa. Imaginate que si no se cuestionan algo tan sencillo, cómo van a hacerlo con lo religioso.

-Una vez en confianza, pareciera que no son muy cerrados.

-Exacto. Al venir de afuera tenés que entender los códigos. La mayoría habla bien castellano pero cuando no entienden una palabra, para no quedar como ignorantes, dicen “sí”: la anotan y me preguntan. Un periodista quiso saber si en la colonia había homosexuales y un menonita dijo “sí”. Yo le dije “¿vos sabés qué te preguntaron?”. Y no lo sabía. Una señora preguntó a una menonita si usaba culottes o bedetinas. A vos, varios te dijeron que no conocían a Messi. Pero el menonita tiene doble discurso, más si te presentaste como periodista. Una vez acompañé un equipo de Telefé Noticias y trajeron cartulinas con fotos. Les pedí que no las sacaran pero cuando fui al baño, lo hicieron. Les mostraron una foto de Messi y preguntaron si lo conocían. Alguien dijo “creo que lo conozco de algún lado”. Con esa respuesta, el menonita logró que la conversación se cortara allí. Porque si no, iba a tener que explicar que una vez lo invitaron a un asado en Guatraché y lo vio jugar por TV, o acaso en la sala del médico. Para no tener que explicar, te dicen que no conocen a Messi y asunto cerrado. Se pasan la vida dando explicaciones y están cansados. Varias veces nos han pedido autorización para escribir un libro sobre ellos y en el consejo del pueblo declararon “no tenemos que dar explicaciones a nadie”. Muchas mujeres simulan no saber castellano como te hizo a vos la hermana de Gertrudis. Una vez traje un grupo de turistas y una señora me preguntó por qué las mujeres no hablan castellano. Yo les dije “vivan su experiencia”. Ella me respondió “soy enfermera y tuve una menonita internada con su bebé; nunca me habló”. Sin decirle nada, la llevé a la casa de esa familia. La chica que había estado internada abrió la puerta y dijo en perfecto castellano: “bienvenidos; pasen que voy corriendo a la cocina, se me queman los panes”. La turista la reconoció y no lo podía creer. Le preguntó por qué no le había hablado y ella dijo: “es que ibas a empezar a preguntarme por qué tengo las piernas con pelo, por qué uso trenzas… y yo no tengo ganas de hablar esas cosas”. Se quedaron charlando un montón.

Foto: Julian Varsavsky

A lo mejor Gertrudis no sabía quién es Messi, pero los hombres conocen incluso a jugadores mucho más comunes. Hace poco llegó uno de River Plate y fueron todos en buggy a conocerlo. Acá no pudieron ver el mundial pero quien fue al pueblo a hacer trámites, vio algún partido.

-Me imagino que algunos choques deben ser inevitables, aun cuando vos cuides eso.

-Hay gente que al ver que andan en carro y llevan una vida dura y austera, creen que son pobres y sienten lástima. Una vez, alguien les dio plata a los niños por una foto. Esos nenes jugaban descalzos por placer, pero no pasan ninguna necesidad. Además el dinero ahí debe hacerse trabajando. Yo no vi cuando les dieron y eso es una ofensa grave. Al día siguiente, vino el padre de ellos a mi oficina en Guatraché, me golpeó la puerta de manera no muy amigable -es alguien con quien tengo relación- y me tiró los billetes arriba de la mesa: “tomá, dáselos a esos porteños de mierda; ¿te pensás que yo no me puedo comprar una Hilux?”. Otro día, una señora le preguntó a un menonita “¿Usted es feliz?”. Y él respondió “¿qué es la felicidad? Yo soy feliz porque tengo a mi hijos, pero a lo mejor usted no es feliz porque no puede comprarse la camioneta que quisiera”.

-A simple vista dan imagen de seriedad, de cierta “frialdad” centroeuropea.

-No son muy demostrativos. A veces ves a un hombre y creés que está enojado, pero a lo mejor está feliz; ellos son así, de palabras escuetas. Todo es según el contexto. También ríen a carcajadas. Tienen un humor muy inglés, hacen chistes que a lo mejor a vos no te harían gracia. También les está entrando la picardía de afuera. A un nene le preguntás “¿cómo estás?” y te responde “buenardo”. El lunes fui a la colonia y en una casa donde siempre tomo agua, pedí si me calentaban un poco porque me había intoxicado días antes. Pero me prepararon un mate con un termo. Yo me serví agua en un vaso y ellos insistían en que tomara un mate, algo que no hice. Me lo confesaron: habían llenado el mate de sal con una capa de yerba arriba. En las rondas de mate, cada quien tiene el suyo con yerba hasta la mitad y lo que circula es el termo. Otro ejemplo: tienen el “día del fantasma”, una tradición secreta de la cual me enteré de casualidad. Llegué a una casa y el buggy de la familia estaba arriba del techo a dos aguas. Resultó ser un chiste para esa fecha. Los adolescentes “complotan” contra una familia y le hacen algo. Y son chistes pesados. A esa casa habían ido por la noche -nadie sabe cómo- y le subieron el buggy sin que los escucharan. Pueden pasar 30 años y nunca se revela quién fue. Se divierten a lo loco, pero creo que les da vergüenza exteriorizarlo.

-¿De qué otra forma se divierten?

-Leen de todo: fotocopian libros y se los pasan. Ahora todo el pueblo está leyendo una novela de siameses que los operan para separarlos. El deporte no está permitido: la única actividad física debe ser el trabajo. Además promovería la competencia y el egoísmo: los deportes son costumbres “de afuera”. Los más chiquitos juegan un poco al fútbol. Algunos hombres se van de caza con amigos de afuera de la colonia: se ve que no lo consideran diversión. Los chicos juegan al ludo y la música teóricamente está prohibida, pero aprovechan los viajes en taxi para escuchar. Los chicos usan monopatín, pero bicicleta no pueden. Los domingos hacen visitas familiares y los jóvenes salen a caminar en grupo. Los chicos me cuentan que las chicas están muy “te miro pero no te me acerques”. Les dije que eso se llama “histeria” y ahora dicen “ella se hace la histeria”. Van incorporando palabras que les interesan.

-¿Has ido a un velorio?

-Sí. La muerte es parte de la vida para ellos, creen en la vida después de la muerte y por eso hay que portarse bien. El menonita no es bueno por santo, sino por el miedo que le tiene a un dios vengativo: todo lo escucha y ve. La existencia del paraíso le quita dramatismo a la muerte y no visitan nunca el cementerio: dejan el cuerpo y no vuelven más. No hay cruz ni marca en las tumbas: solo un hilo eléctrico contra los animales. Una vez llevé a un ser querido y donde está el cajón, pusieron cuatro fierritos clavados indicando que ese lugar está ocupado: cuando se van de la vida, también son todos iguales ante dios. Estaban muy tristes pero nadie lloraba. Para ellos, alegría y tristeza van hacia adentro.

-¿Tienen en su imaginario alguna referencia a un tiempo o lugar idílicos? ¿Una Arcadia feliz ya perdida cual los judíos con el reino de Salomón?

-No. El menonita es “aquí y ahora”. Quien solo piensa en el progreso, mira más hacia adelante, aunque estén basados en un pensamiento remoto. Además no se aquerencian mucho: migran con facilidad. Un matrimonio amigo de 45 años con una casa hermosa, mucha clientela y su vida acomodada, de golpe vendió todo y se fue a una calurosa colonia en Santiago del Estero. Seis meses después, el hombre me llamó por teléfono a ver como andaba. Y cuando me empecé a poner melancólica diciendo que los extrañaba, me dijo: “bueno, te dejo que me vinieron a buscar”. Y cortó. Ellos no miran mucho hacia atrás: “si me fui, me fui”.

-Un marcado misticismo parece convivir con una mentalidad práctica, instrumental y concreta.

-Diría que son fríos y directos, muy literales. No usan anticoncepción pero si el médico les dice que ya no deberían concebir, empiezan a cuidarse. Allí nada se da a entender: se dice directo y clarito. Si te dicen un precio, es ese: no hay regateo. Quizá esto les venga de la literalidad con que interpretan los textos sagrados. Muchos turistas llegan esperando probar comida menonita: les explico que no la hay, quizá por eso de que no tienen mucha mirada generacional. Una vez un señor me escribió: quería gastronomía típica y le expliqué. Días antes de que venga, yo le había enseñado a mi amiga menonita una receta de kivitl, una pasta alemana. Ella se la cocinó al turista, quien se puso solemne y dijo “estoy conmovido, vamos a comer algo que seguro es una receta que viene a través de generaciones.” Y la menonita dijo “noooo, si esto lo aprendí a hacer el viernes”. Ellos no tienen filtro. Si algo no les gusta, te lo van a decir. Si alguien les dice algo, lo toman literalmente. Una vez había una menonita en el negocio de mi mamá en Guatreché. Y apareció una señora que había estado cenando en mi casa y en chiste le dijo mi mamá “no sabes cómo le dio al chupi la Estela”. Mis familias amigas menonitas estuvieron dos meses escandalizadas: pensaban que yo era alcohólica, algo grave para ellos. Un día se me acercó una amiga y dijo “mi cuñada escuchó que… ¿No era que vos no tomabas alcohol?”. Ellos siempre cumplen su palabra: si te prometen un silo para el día 14 lo vas a tener el 14. Cuando charlan con turistas, no tienen pudor en preguntarles cuánto ganan. Me llevó mucho tiempo sacarles esa costumbre.

-Creer que los menonitas son antitecnológicos es un estereotipo.

-Están tan fascinados como nosotros por la tecnología. En nuestra cultura la ligamos más al placer y entretenimiento: y ellos al trabajo. Viajan en avión, pero no en un sentido consumista de irse de vacaciones: van a visitar familiares en colonias de otros países. Algunos son ricos pero ni se les ocurre ir a Cancún. Lo interesante es cómo van copiando tecnologías para fabricarlas ellos. Cuando se instalaron, contrataban a un molinero que iba casa por casa haciendo el pozo de agua. Lo miraron, aprendieron la técnica, compraron los materiales, hicieron sus molinos incluso mejorados y no lo llamaron más. En todos los rubros tienen la tecnología más avanzada. Hay fábricas con cortadoras de hierro plasma que hacen 300 silos al año: viajan y los instalan. El año pasado dos hermanos menonitas fueron a China a comprar tecnología de punta. Nada los detiene y no piensan más que en progresar: esta comunidad le rinde sacrificio a dios con el trabajo. Nosotros somos una sociedad de consumo y ellos de producción. Todos deben ganarse el pan. Este es un concepto religioso y no aceptan nada del Estado: rechazan los incentivos agrícolas. Muchos van a desayunar al bar de mi mamá porque tenemos una PC. No la tocan pero piden que busquemos tecnologías por Mercado Libre. El otro día uno me pidió que buscara una novedosa amoladora a batería y sin cable. O viene una mujer y quiere ver una cocina con ocho hornallas y dos hornos. Ellos saben que esas tecnologías aparecen y las quieren. Le buscan la veta laboral a Internet. Es superficial creer que son tecnofóbicos porque no tienen TV. En 1985 trabajaban el campo casi como en la Edad Media arando a caballo. Cuando la agricultura decayó, reconvirtieron su economía hacia la manufactura metalúrgica y la carpintería (además incorporaron el tractor). Así cambiaron su sistema económico.

-Hicieron su propia revolución industrial a las puertas del siglo XXI.

-Casi. Eso son los menonitas. Hacen tinglados para galpones, carros tolva y ganaderos, y conjuntos de silos que cuestan millones de pesos y venden a todo el país, Bolivia, Chile y Paraguay. Y por supuesto están bancarizados. Lo admirable es que generaron industria en pleno campo.
-Al menos a simple vista -esa forma tan engañosa de mirar- en algunos aspectos parecieran vivir dos siglos atrás. Y en otros, uno los ve en el siglo XXI

-Yo no sé si viven en el pasado. De chica yo venía y la pasaba mal, había cosas que no entendía. Hasta que un día me di cuenta que cuando empezaba a transitar la calle de tierra en Nueva Esperanza, tenía que irme olvidando de cómo habían sido mi crianza y educación. No podemos mirarlos desde nuestra mirada. En mi casa, si la religión me dice algo, hago lo que quiero. Ellos no. Pero si la religión no les dice nada sobre viajar, viajan.
-Vivir en otro siglo es hoy más imposible que nunca. Ellos de todas formas elijen refugiarse en una burbuja: creo que esta es la metáfora más ajustada. Y dentro de ella, tratan de mantener -adaptados al contexto- pudores del pasado. En derechos de la mujer no parecen haberse modernizado.

-Esta no es la sociedad machista que la gente cree. Mi hija feminista de 16 años es amiga de ellos. Va mucho a la aldea y opina que no son machistas. En el campo una mujer no puede cargar los mismos kilos que el hombre. Dividen el trabajo por género porque las labores son muy físicas: la mujer se queda en la casa con los hijos. El hombre va al campo o al taller. Sin embargo, es común ver al hombre lavando pisos o ropa, pero no vas a ver a una mujer cargando madera. Lo sé porque entro a las casas. La crianza de los hijos es de los dos. Aunque las parejas no se vean cariñosas, son muy compañeros. A veces ves al hombre arreglando un alambrado y a la mujer al lado cebándole mate. En las carpinterías es la mujer quien barniza los muebles.

-En la asamblea comunal es el hombre quien vota.

-Los hombres casados y con tierra llevan el voto a la reunión: pero vota el matrimonio. No sé cómo se ponen de acuerdo dentro de la pareja. Por otra parte, el hombre trae el dinero y mujer lo administra. Cuando al menonita le proponen una compra grande, dice “dejámelo pensar”: le pide opinión a ella. En la vida cotidiana, el hombre es esbelto y atlético porque trabaja con el cuerpo. La mujer es más sedentaria, no hace casi nada y es la que mejor la pasa: es más rellena porque no gasta las mismas calorías, está en la casa, tiene más vida social. La madre hace la ropa para toda la familia. Por eso no hay tiendas.

-¿La autoridad religiosa lo es también política y siempre es un hombre?

-Sí. El sistema de gobierno se compone por un consejo vitalicio de seis ministros que son votados y liderados por el obispo, quien casa y bautiza. Los ministros ayudan a dar misa en las iglesias. Ninguno tiene sueldo y deben seguir sus labores normales. Tampoco hay postulaciones: se elige entre los hombres casados y al que le toca, debería aceptar. Además hay nueve jefes de campo -uno por parcela- elegidos cada dos años.

-¿Cómo se informan y contactan con el exterior?
-No tienen radio ni TV pero toman el bus al pueblo cada tanto. Se enteran de muchas cosas por los proveedores. El día que murió Néstor Kirchner, lo supieron por un camionero que repartía cereales: la noticia corre en línea casa por casa. El comerciante que llega temprano sabe que debe traerles la noticia de a cuánto cerró el dólar: todos preguntan. La materia prima que compran -el hierro- está atada al dólar. Aquella mañana en que cambió cuatro veces el precio, preguntaban como locos a todo el mundo. Ellos tienen oficios pero no profesiones: el contador, el abogado y el escribano lo contratan afuera. Entre las colonias se comunican por carta: tienen una casilla en Guatraché y el que va al pueblo las trae a una caja del almacén de Abraham.

* * *

En la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología ubico al argentino Lorenzo Cañás Bottos, el primer antropólogo que hizo una tesis de licenciatura en Nueva Esperanza para su graduación en la Universidad de Buenos Aires. Lo llamo y atiende desde su casa en Trondheim para hablar de su experiencia con menonitas, el sueño de todo antropólogo: un grupo étnico casi sin mezclar con otros pueblos, muy encerrado en sí mismo. Lorenzo estuvo seis meses en la aldea y valora la calidez humana que le brindaron unas personas para quienes “la patria es el cielo”. No le fue fácil explicarles el tipo de trabajo que hace y terminaron llamándolo geschichtsschreiber, “escritor de historias”. Para su tesis de doctorado vivió un año en colonias menonitas de Bolivia.

-Ni una de las costumbres menonitas que nos llaman la atención, ha de ser resultado de arbitrariedades: obedecen a razones profundas que los influyen hace 500 años y acaso no sepan por qué las siguen. Creo que un antropólogo habrá empezado a indagar por ahí.

-Pertenecen a una rama anabaptista de protestantes creada por el ex cura católico holandés Menno Simons en 1536. Lutero se había rebelado, desconociendo al Papa como único intérprete válido de la Biblia: cada cristiano debía poder hacerlo según su conciencia. Esto generó una proliferación de subgrupos entre los reformistas. Así aparecieron los anabaptistas, quienes releyeron la Biblia y no encontraron argumento para que el bautismo fuese en la niñez: lo pasaron a la adultez. Lo consideraron una manifestación consciente y optativa de la fe, un compromiso de alejarse del pecado y la vida mundana, algo que un niño no podría decidir. Simons rompió con el catolicismo para ponerse al frente de un grupo pacifista -no reconocía el derecho de la iglesia a condenar a muerte- y se sometió a la pobreza “bajo la pesada cruz de Cristo”. Los católicos le pusieron precio a su cabeza: 500 florines. Y penaron de muerte a quien hospedara anabaptistas. Simons y sus seguidores tuvieron una vida errante y fugitiva en los Países Bajos. Planteaban que “el pueblo de Cristo” no puede estar bajo una autoridad terrenal. Por eso los menonitas separan la religión del Estado, lo celestial de lo terrenal. Argumentaron eso desde la teología en el siglo XVI, incluso antes de que se aceptara la teoría política republicana de Maquiavelo. Decían “el Estado no debe decirme en qué creer”. La represión fue feroz: los condenaron a la hoguera y huyeron hacia la zona ucraniana del Valle del Rin y Polonia.

-En tanto minoría, deben haber tenido problemas en otros lugares.

-En 1780 hicieron acuerdos con la zarina rusa Catalina II, quien respetaría sus creencias. Se instalaron en Ucrania bajo la condición de no convertir a otros cristianos: ahí perdieron la costumbre de evangelizar. Un siglo después, el zar comenzó incumplir los acuerdos: hasta hoy ellos siguen pactando con cada Estado -antes de instalarse- que se les permita hablar su idioma, no hacer el servicio militar y que el gobierno no se inmiscuya en educación y salud. Aceptan tributar impuestos: los pagan “religiosamente” incluso por adelantado. Y quieren estar eximidos de votar. Ante los primeros problemas con las autoridades rusas, enviaron delegados a explorar países buscando condiciones para emigrar. El gobierno de Canadá, deseoso de poblar, les ofreció todo aquello y tierra gratis. Algunos se quedaron en Ucrania y 18.000 emigraron a Canadá. En 1922 el gobierno canadiense quiso imponerles educación pública en inglés y el servicio militar, y otra vez sondearon horizontes vía México: los que negociaron cambios rompiendo “la doctrina” se quedaron en Canadá y otros se fueron. Cada emigración implica una ruptura religiosa entre los que aceptan imposiciones y los que no. Por eso sus colonias son tan diversas en costumbres. En tierras mexicanas sucedió lo mismo. A veces sin injerencia externa sino por simple evolución interna, surgían distintas interpretaciones de la Biblia frente a una tecnología y se volvían a escindir. Así llegaron a Paraguay en 1927 y Bolivia en 1967. Otra causa de emigración es su alta tasa de reproducción: el terreno les termina quedando chico.

-¿Por qué ese rigor en crear aldeas alejadas de todo?

-El concepto de “separación del mundo” es un valor central de su sistema religioso. En tiempos de Simons, los recién convertidos al menonitismo continuaban viviendo en sus aldeas, rodeados de vecinos católicos. La “separación del mundo” implicaba alejarse de ellos en términos de no compartir prácticas pecaminosas. Cuando comenzaron a conformar colonias, esa idea de separación devino en geográfica. Hacen una clasificación social binaria: el Christenvolk -“pueblo de Cristo”- y el Weltmensch o “pueblo del mundo” que serían todas las demás personas. El límite entre “adentro” y “afuera” es tajante: los menonitas no pueden casarse con no menonitas. El Christenvolk son quienes optan por el “camino angosto” que implica “entregarse a Cristo por entero; Cristo no quiere un corazón partido”. Eso implica el alejamiento del pecado y del mundo moderno, que sería el “camino ancho” con sus invitaciones al confort. El “camino ancho” pertenece a los Weltmensch, esos “hombres de mundo”. El lugar del “pueblo de Cristo” no es entonces “el mundo”: esta lógica los ubica “afuera del mundo”. Y allí se debe vivir de manera sufrida para salvar el espíritu y alcanzar vida eterna en el cielo. En cambio los Weltmensch arderán en el infierno. El lugar ideal para el Christenvolk no es la ciudad sino el campo con su economía agrícola autosustentable que limita el contacto con el exterior. Las negociaciones comerciales para obtener mayores ganancias derivan en “tentaciones”: por eso evitan el regateo y su recurso a pequeños pero codiciosos engaños. La vida de campo facilita el andar por el “camino angosto”. Estar alejado del mundo no es una demostración de fe sino una estrategia para preservarla, manteniendo apartadas las incitaciones demoníacas. Y es un reconocimiento de las debilidades humanas de la carne. Para el Christenvolk el peor enemigo es el propio cuerpo que impide al espíritu mantenerse puro: es por donde penetran las tentaciones.

-Por todo esto resisten la entrada del Estado en sus aldeas.

-Claro: es una amenaza del ingreso de los Weltmensch. Si un Estado intenta ponerles un pie en la educación, prefieren emigrar a correr el riesgo de ser contaminados por el pecado: quieren que sus hijos sean buenos cristianos y den su vida por Cristo, no por una bandera. Y las tecnologías son una amenaza similar si otorgan placer, al cual buscan suprimir. Al tomar decisiones sobre qué aparatos prohibir, analizan las resultados de su uso en relación a las tentaciones que los podrían conducir “hacia el mundo”. Para los ortodoxos, las colonias que se modernizan ya son Weltmensch: dejan de ser menonitas. Pero lo moderno va entrando de todas formas. Quien irrespeta las normas es excomulgado, algo terrible para un menonita: se convierte en Weltmensch. El Christenvolk no debe tener relaciones sociales con los castigados, quienes pueden comprar comida pero les cortan el crédito y la ayuda comunal. Una semana después, el excomulgado puede pedir perdón. Si resulta creíble, le levantan la pena. El problema es si el grupo de excomulgados crece y la prohibición de relacionarse con ellos ya no es efectiva: terminan conviviendo dos comunidades con distintas reglas. Entonces el grupo “excomulgador” se siente en peligro de contaminación por estar en contacto con el Weltmensch y suele emigrar. El origen de todo esto quizá esté en los siglos de persecuciones: la forma de sobrevivir era apartándose del mundo. Es muy probable que el modelo de colonias cerradas haya surgido de condicionamientos estructurales y luego idearon la interpretación religiosa para legitimar los hechos.

-Max Weber planteó en 1905 que la ética protestante y sus votos de humildad, más un espíritu trabajador consagrado a dios y a la salvación personal, allanó el terreno cultural para el surgimiento del capitalismo en Inglaterra, antes que en los Estados católicos. Los menonitas del siglo XXI son una prueba viviente de aquel análisis sociológico.

-Los menonitas son un grupo similar a los que usó Weber para su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Su tesis es que el protestantismo ascético se basa en el predeterminismo: como dios “lo sabe todo”, sabe quién se va a salvar. Pero los humanos no pueden saberlo. Lo único que pueden hacer es cumplir sus obligaciones religiosas, ser “humildes” y dedicarse a su “vocación” (el trabajo). El éxito en la vocación será interpretado como señal de que Dios los mira con buenos ojos. Esa ética promueve el trabajo, la generación de riqueza y su acumulación. Pero inhibe su uso para fines no productivos: debe mantenerse como capital y no como medio de consumo. Los economistas clásicos sostienen que lo que motiva a trabajar, es el deseo de consumo. Los menonitas valoran, en cambio, la producción en sí misma. Todo excedente monetario se ahorra y reinvierte. Y las labores intelectuales no son consideradas trabajo por no producir bienes materiales. Por eso no estudian medicina, abogacía ni profesión alguna. Además eso implicaría ir a contaminarse en el mundo: vivir en la colonia es regla.

Foto: Julian Varsavsky

-¿Qué razonamientos determinan las tecnologías aceptadas?

-El ingreso de la TV permitiría un conocimiento del mundo, generando una atracción por él y ofrecería imágenes pecaminosas. El techo del tractor lo quitan para que en el trabajo se realice “la crucifixión del cuerpo”. El reemplazo de las ruedas de caucho por hierro es para inhabilitar al tractor como medio de transporte con el cual los jóvenes podrían ir de paseo a la ciudad. Pueden ir en bus o taxi si quieren: pero se busca impedir la “mala utilización” de los bienes de capital. El problema con permitir autos y bicicletas es que reducen la distancia a los centros urbanos. Utilizar transporte público es más caro que si tuviesen vehículo propio y en su lógica, ellos ven ahí una ventaja. Si todos tuviesen auto -la mayoría podría- eso facilitaría viajes innecesarios y promovería distracciones, perjudicando el trabajo. Los autos propiciarían encuentros prohibidos entre novios. Y la existencia de diferentes modelos y colores generaría competencia, diluyéndose la homogeneidad e igualdad: las casas son muy similares y la ropa también, así como el buggy a caballo con parabrisas. La tracción por combustión atenta contra la “humildad del asno” con que Cristo, José y María huyeron de la matanza de niños por Herodes. Lo mismo aplica a la música: es pecaminosa al incitar los placeres corporales del baile. El problema no es la música sino el baile que induce al sexo: para evitar el baile, se prohíbe lo que lo causa. Cuando uno pregunta por qué una tecnología no está permitida, muchos dicen “no sé, es por la religión”. Otros explican que su uso no está en la Biblia, pero es un arreglo entre ellos para poder vivir como indica ese libro.

-El bautismo es el evento religioso central menonita.

-Diría que sí, para ser parte del Christenvolk toda la vida. Marca el ingreso al sistema legal donde los individuos son sujetos de derechos y responsabilidades. Los efectúa una vez al año el obispo. Yo asistí a esos bautismos en que el individuo pasa a ser considerado miembro de la comunidad. Es condición estar bautizado para poseer tierras y casarse: ese rito de pasaje implica una aceptación de las reglas, un contrato con sus “hermanos” y Dios. Si bien es voluntario, resulta casi compulsivo para continuar viviendo allí. El bautismo demarca la frontera del grupo: solo son bautizables los nacidos en la colonia. No hay entonces mecanismos para incorporar gente nueva, salvo desde otras colonias. Y el bautismo es justamente la institución para incorporar: ahí solo entran los propios. No buscan expandir su religión sino cerrarse en sí mismos separados del Otro. Un bautizado subraya su nuevo rol de persona mucho más seria y trabajadora. Y deja de juntarse con no bautizados. En general sucede a los 18 años pero varía un poco: ellos pueden elegir el momento en que devienen en adultos.

-¿Hablan un idioma medieval casi congelado en una cápsula de tiempo que solo entienden ellos?

-En el cotidiano hablan plattdeutch -alemán bajo-, un idioma contemporáneo con raíces comunes en el alemán y el holandés y palabras de otras lenguas que incorporaron en sus migraciones. Y en la escuela aprenden hochdeutsch -alemán alto-, una lengua litúrgica para los sermones, cantar los salmos y leer la Biblia. Esto es porque los libros litúrgicos siempre los han tenido en ese idioma, el que hablaba Lutero: es una razón práctica. Además lo usan para el intercambio epistolar y en el periódico menonita. Tienen un nombre propio en cada uno de los dos idiomas y un tercero en castellano.

-¿Cómo es el sistema educativo?

-Tienen nueve escuelas independientes del Estado cuyo fin es formar cristianos agricultores, verdaderos Christenvolk. Los varones asisten entre los 7 y 13 años pero las mujeres estudian un año menos (se considera que para sus labores hogareñas no necesitan ciertos saberes). Los varones comienzan a trabajar al terminar el colegio. Muchos lo hacen en alguna de las cincuenta metalúrgicas y veinte carpinterías, o acaso en queserías. El aula es ocupada por todos los alumnos de la escuela sin distinción de edad ni sexo, aunque varones y chicas se sientan en mitades opuestas. Tienen clase seis meses al año y estudian matemática simple, el catecismo y el Nuevo Testamento. La idea es que los chicos no conozcan mucho del mundo por prevención, evitando el deslumbramiento. La limpieza de las escuelas la hacen un grupo de alumnas. El profesor tiene sueldo y puede ser un menonita sin formación en especial: vive en la escuela y le dan el terreno circundante para cultivar. A fines de los años ´90 el gobierno provincial intentó crearles una escuela, lo cual rechazaron. Luego de largas negociaciones en las que los menonitas me convocaron a mediar, firmaron un convenio: todo quedó como hasta entonces, pero incorporando al castellano como materia curricular (antes lo aprendían en la casa). Al principio solo los hombres lo hablaban para negociar. El resto, era preferible que no lo aprendiera para mantener las distancias. De haber entrado la escuela estatal, quizá hubiese habido una escisión traumática con emigración. Interpretan estas “persecuciones” como señales de la llegada del Apocalipsis. Cuando se quiso instalarles una sala de salud, la reacción fue la misma: cada intento por integrarlos a una nación, termina por aislarlos más o expulsarlos. Se consideran Christenvolk antes que argentinos, bolivianos o canadienses. Opinan que las nacionalidades son una identificación con “el mundo”, algo incompatible con su condición de pueblo “fuera del mundo”.

Foto: Julian Varsavsky

-Parece haber pudores respecto a la pureza y la homogeneidad: un reflejo es la ropa.

-La ropa busca marcar diferencias con el exterior e igualar hacia el interior. Los hombres están siempre muy afeitados. Un menonita me dijo “yo me puedo dejar la barba y vestirme como vos pero si lo hago, los ministros me mandan a llamar y dicen que por qué hago eso, que si me creo diferente”. Ningún menonita usa cinturón porque las hebillas pueden ser un signo de ostentación: para ellos es literal la frase “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre al reino de los cielos”. Los hombres visten el schlovaxen, un pantalón azul tipo jardinero con tirantes -útil para el trabajo al no apretar el abdomen-, una camisa cuadrillé y gorra como de beisbolista. El pelo de las mujeres debe cubrirse en público, una señal de respeto al marido y a su familia.

-A vos te hace “ruido” que se hable de “viaje en el tiempo” en una aldea menonita. Los antropólogos están entrenados en identificar esos comentarios inconscientemente etnocéntricos que a veces uno hace, al sacar conclusiones apresuradas sobre el Otro.

-Decir que viven en el pasado es aplicarle a esa cultura nuestro punto de vista que asocia el desarrollo tecnológico con el avance de la historia. Eso implica que si el Otro otorga sentido a su existencia de otra manera, lo ubicaremos en el lugar del retrógrado al que hay que modernizar. Lo que devela esa conclusión es cómo damos sentido nosotros -y no ellos- al devenir del tiempo. Y eso es una concepción cultural: el tiempo físico transcurre igual para todos. Ellos viven en el presente -como vos y yo- y se proyectan al futuro. Colocarlos en otro lugar crea un prejuicio que naturalizamos e impide ver que nosotros también tomamos decisiones de una manera parecida. Ante ciertos desarrollos técnicos, cuestionamos si están bien o mal, si los aceptamos o no: la clonación humana y la modificación genética de fetos. A ciertas cosas decimos “no”. Ellos hacen lo mismo, pero con otros valores. No aprecian el progreso técnico como fin en sí mismo: antes de aceptar un avance, es evaluado por un consejo según su sistema de creencias. Casi todas las culturas han hecho eso: cuando Benjamín Franklin inventó el pararrayos en 1752 hubo un dilema moral porque implicaba “interferir en los designios de dios”. Se pensaba que “si el creador manda un rayo a mi casa, no puedo pretender torcerle el brazo”. ¿Si los menonitas van a comprar tecnología a China dónde está lo medieval?

-Hay quien los idealiza y está el que los critica y degrada.

-Porque los terminamos usando como destinatarios de nuestras fantasías sobre lo que ellos son. La mirada idealizadora los enmarca en el paradigma de Rousseau y su teoría del buen salvaje: “el hombre es bueno por naturaleza pero se lo corrompe” y viviría feliz y puro si estuviese incontaminado por la modernidad, permaneciendo en armonía (en el caso menonita gracias a su religión). En cambio la perspectiva degradante los ve como gente primitiva. Esto genera la fantasía de que viven en el pasado. Por eso se cree que hablan alemán medieval cuando no es así: es un idioma propio y actual que ha ido evolucionando en cada país por el que pasaron y en cada época, como cualquier idioma. El plattdeutch tiene el mismo ancestro que el alemán contemporáneo, pero nadie dice que los alemanes hablen una lengua medieval. Idealizarlos crea estas ilusiones.

-¿Por qué resisten tanto el cambio?

-Es un rechazo al individualismo, a que haya diferencias entre ellos. Han configurado una forma distinta de autorealización, no a través de la exaltación de lo individual, sino de la construcción de comunidad. Hacen un contraste muy grande entre la persona y la figura de Cristo. El ser humano debe ser humilde: no es nada en comparación con Dios. Cualquier intento de individualización corre el riesgo de ser considerado demostración de “orgullo”. Si una persona expresara ambiciones para ser obispo, eso lo descalifica: tal vanidad va contra el valor de humildad que él debería ejemplificar.

-Me voy a poner en “abogado del diablo” -o en el occidental etnocéntrico que intento no ser- para cuestionarte desde el lugar común. Después de leer tu tesis, pareciera que aplicás cierto relativismo cultural al tratar de entenderlos. ¿Cómo evitar el juicio de valor cuando un pibe quería escuchar música y el obispo le rompía el walkman a martillazos? ¿Por qué casi para cualquier cosa hay que pedirle permiso a un hombre que fue votado solo por los hombres y para siempre? Subrayás que el bautismo es optativo. ¿Pero qué otro camino queda? ¿Dónde vas a ir y con quien te vas a relacionar si te criaste como menonita? Ahí llevás una vida hiperreglada que -desde nuestra perspectiva, claro- coartaría tu libertad (a veces algunos jóvenes parecen verlo también así). ¿Y qué tal si soy menonita pero salgo distinto en algo? Supón que yo fuese homosexual, o no creyese en dios, o que el celular que tengo bajo la almohada me revelara que me fascina el cine iraní. Un entrevistado te dijo “si quiero me dejo la barba pero viene el obispo y reclama”.

-Cuando los antropólogos nos acercamos al Otro, partimos del relativismo cultural. Para entender cómo funciona una comunidad o cultura, el primer paso es intentar dejar de lado los prejuicios de nuestro punto de vista. Y luego hacer preguntas como -por ejemplo- el tema de la libertad. Tal como decís, la idea de “coartar la libertad” es dicha desde la mirada de un occidental moderno. Si reclamás que al obispo lo eligen “una vez y para siempre”, estás juzgando el sistema de elección y libertad de ellos, a partir de tu medida de la democracia. Para entender al Otro tenés que empezar por cuestionar la sociedad desde la que venís. Poder elegir bautizarte cuando lo deseas, implica que allá elegís cuándo pasás a la adultez, una libertad que nosotros no tenemos (es siempre a los 18 años). ¿Qué otro camino les queda sino bautizarse? Conozco menonitas que abandonaron su colonia en Bolivia y se insertaron bien en la vida laboral. ¿No pueden casarse con un no menonita? Efectivamente, tienen reglas explícitas. Pero en tu mundo “moderno” también tenés reglas de ese tipo, acaso implícitas pero bien definidas. En general tu elección de pareja es “totalmente libre”, pero dentro de ciertos límites de clase y raza: estas delimitaciones a veces funcionan mucho mejor que cuando están verbalizadas. Si a lo largo de tu vida la sociedad te va creando un cierto sentido sobre con quién debés casarte, quizá lo vas a seguir sin darte cuenta. Es muy etnocéntrico decir que los menonitas carecen de tal o cual libertad. El concepto “individuo libre” es una construcción sociohistórica de nuestra sociedad en particular. Ellos ejercen el libre albedrío de otra manera: es la libertad de decidir cómo vivir siguiendo a dios. Me decís “debe ser difícil ser distinto en una colonia menonita”. Pues también es arduo ser menonita en Argentina: entonces funcionamos parecido con respecto al Otro. Nuestra sociedad hoy se cuestiona ciertas cosas como la igualdad de género. Pues ellos también hacen esos procesos, pero con otros temas y desde su perspectiva. La relación que tienen con los deficientes mentales es mucho más abierta e integradora. El tema de la barba fue debatido en algunas colonias. Un grupo se escindió en Bolivia porque adoptaron ciertas tecnologías y decidieron diferenciarse de los “tradicionalistas” dejándose la barba. Su planteo era que si dios diferenció al hombre de la mujer, eso debía ser respetado y lo correcto era dejarse la barba. Al mismo tiempo, esos “liberales” decidieron que sus mujeres se alargaran más el vestido para diferenciarse: antes llegaba a las pantorrillas y a partir de entonces, fue casi hasta los talones. Del lado “conservador”, prestaron especial atención a que sus mujeres no tuviesen la falda tan larga para que no se parecieran a las “rebeldes”.

* * *

Ocho años después de la visita, viajo en mi propio auto a Colonia Esperanza. Desde las afueras, ya veo cantidad de tinglados, talleres productivos de 100 metros de largo. Las construcciones han crecido en tamaño y cantidad: la esperanza se volvió prosperidad.

Entro y la primera imagen es una carretilla apoyada a un alambrado: me parece un sobrio monumento al trabajo. Avanzo entre casas con cierto aire californiano y dos hileras de álamos firmes, a pesar del viento. Son las 10 a.m. y a lo largo de tres cuadras, aún no he visto a nadie, como en un pueblo fantasma. Deben estar trabajando. Por todos lados hay silos, tolvas y tanques de agua recién fabricados. Aparece el primer menonita, parado sobre las vigas de acero cargadas en un gran camión Scania. Aquí todo es producción, laboriosidad, brío.

He llegado con el objetivo de conocer a los hermanos Rempel. No sé dónde viven y le hago señas a un joven en tractor con ruedas de hierro. Frena y lo apaga para escuchar. Es el hijo de Gerardo Rempel y estoy frente a su casa. Entro en el auto al terreno con la casa y la fábrica de silos, y aparece don Rempel, algo canoso, unos 55 años. Viste overol con tirantes, gorra y camisa a rayas arremangada hasta los codos. Me invita a pasar a su oficina bajo el gran tinglado, una cabina de madera con el aire acondicionado que en la casa no puede tener.

En el escritorio hay una máquina contadora de billetes y calculadora. A sus espaldas, en la pared, la cabeza de un ciervo con cornamenta espiralada. Me sirve un mate bien pampeano.

-Con mi hermano Isaac fuimos a la feria de Cantón. Y Shanghái me encantó; Argentina es una porquería al lado de eso -dice Gerardo muerto de risa en su castellano muy extranjero.

-¿En esos siete días qué visitaron?

-Fuimos al lugar ese donde… no sé cómo se llama, eso que hicieron arriba de la montaña; el pared.

-¿La Gran Muralla?

-Sí, ese; ahí estuvimos; ¿raro que lo hicieron eso no? ¡Qué manera de trabajo hacer eso!

-¿La conocía ya por fotos?

-No; yo nunca la había visto ni escuchado nada.

-¡Esos chinos trabajaban más que los menonitas!

-¡Y síííí! Son kilómetros eso ¿no? ¡Qué manera de laburo!

-¿Fueron a Beijing?

-Si te digo te miento.

-Es donde está la Ciudad Prohibida, el palacio rojo.

-Ah, sí, entramos, está muy linda.

Rempel es abierto, simpático, curioso: él también hace preguntas. Siempre sonríe pero nunca me mira a los ojos, sino hacia abajo. De China trajeron tornillos, arandelas, una máquina que hace material plegable, motores eléctricos, tractores y algunos samping, esos camioncitos elevadores de cosas pesadas. Enviaron todo por barco a Buenos Aires en containers. Allá se movieron con una persona bilingüe, inglés/castellano. Y estuvieron dos días solo, usando el traductor del celular, un I-Phone que veo cuando entra su hijo de diez años y se lo da porque ha entrado una videollamada de trabajo. Además de ir a la mega feria de tecnología -ahí encontraron menonitas mexicanos- visitaron fábricas y quedaron en contacto con esas empresas, a las que hacen pedidos: “ellos me escriben en chino por WhatsApp y leemos con el traductor automático”. Rempel había observado que la tecnología que usaba decía Made in China. Eso le despertó curiosidad y viajaron: se fascinaron con la maquinaria.

-¿Le gustaría ser como los chinos que inventan esos aparatos?

-Sería bueno. ¿Pero quién tiene la memoria para eso? Antes fabricábamos nuestras herramientas.

-¿Hay gente acá que quiere tener auto?

-Querer sí, pero ni en pedo te dejan. A mí me gustaría, me compraría una Ford 150; esa es una buena camioneta; tengo un empleado que viene con su camioneta y hacemos viajes con él.

Rempel cuenta que su fábrica Metalmen hace 600 silos al año con siete empleados no menonitas. Trabajan de lunes a sábado, ocho horas y media netas al día. “Tenemos monte con 200 vacas; pero lo alquilamos este año”, dice con respuestas muy cortas. Nació en Chihuahua y tiene cinco hijos varones y una nena. Cuando era niño, a su padre lo mató un rayo arriba del tractor. Hace poco viajó a su pueblo, pero extrañó Argentina: “acá llegás, te comés un asado con vino tinto y ya sentís que estás en casa otra vez; como allá en Luján, en la parrilla al lado de la ruta; ¡Maaaama mía! ¡Cómo comés de bien ahí!”.

Le pido conocer su casa y acepta. Es enorme, lo necesario para las ocho personas que la habitan. En la cocina, su esposa Gertrudis cocina milanesas y saluda tímida. En el living con gran mesa familiar hay un reloj de pie de dos metros de alto y un ventilador de techo. Veo varios cuartos con decenas de peluches y muñecas, y un reloj musical chino en una pared. En una sala está la máquina eléctrica de coser con que la dueña de casa viste a la familia. En un cuarto hay una repisa a todo lo ancho de la pared con torres de ollas, batidoras y una juguera eléctrica. Por todos lados hay adornos: un gran águila de yeso comprada en Once, más relojes de pared por toda la casa -uno de madera con forma de castillo medieval-, colchas y cortinas muy floreadas, una Pepa Pig de plástico y pocas bombitas eléctricas en una base pequeña que se enchufa a la pared y permite trasladarlas. Esta es una novedad en la aldea, una suerte de transición tecnológica, un testeo de los límites. También las hay en almacenes. La lógica es: si llega algún menonita ortodoxo que se pueda molestar, retiran las luces o las esconden de antemano. Hasta hace unos años, no estaba permitido el cableado interno en las casas. Ahora sí, pero también usan foquitos led recargables: así tendrán luz a la noche al apagar el generador. El asunto de la tecnología es un permanente “tira y afloje”.

En casa de Rempel también hay un farol a gas con garrafa. Pero las luces hogareñas nunca son fijas. En los talleres, sí. En el living hay una caja fuerte moderna de acero. Gerardo dice que son de los chicos: “solo ellos saben la clave”. Pongo cara de incredulidad. Pero con nosotros está el pequeño Bernardo. Ante una seña del padre, va y la abre para mostrarnos su tesoro: unas galletitas, un pequeño juego de herramientas -regalo de cumpleaños-, caramelos y una billetera vacía.

Le pregunto cómo vivieron la pandemia: “muchísimos nos enfermamos, pero murió una sola persona: el obispo; justo el capo se murió, fue en su casa. Tenía 58 años”. Antes de irme, le pido a Rempel retratarlo con su hijito y acepta: “solo si no la publicás. Después mandámela”.

Salgo a recorrer el pueblo en auto, en busca del restaurante. No hay veredas: se camina por la ruta de tierra. Pero la única gente que veo, pasa en buggy tirado a caballo a toda velocidad. Para hablar con alguien hay que cruzar el terreno de una casa, siempre retirada de la calle. Entro a una al azar y encuentro a la familia trabajando en su taller. Me indican cómo llegar al restaurante, pero tienen tantas ganas de charlar, que apago el auto y entro. Me recibe Juan Andrés, 34 años, acento menonita: “Andrés es mi apellido; soy un menonita con apellido español; mis padres no saben bien el origen del abuelo, dicen que era de raza indígena, vivía en Canadá. O el bisabuelo mío sería, no sé si la padre de él tenía ese apellido. No soy rubio, pero mis 4 hijos salieron rubiecitos como la madre, aprendí castellano de 20 años. ¿Ustedes se sienten aliviados de salir de la ciudad?”

Juan ha ido dos veces a Buenos Aires, “para mirar, me gustó, no lo vi tan mal como me la pintaron; lo vi más tranquilo, uno no alcanza a recorrer ni un tercio; si ves noticiero, parece que pasó algo grave”. Sus hijos más chicos juegan en el pasto con tractorcitos de juguete y el de 11 años, ya sabe soldar: “ayuda mucho en metalúrgica, viene porque le gusta”.

La pregunta por la técnica es inevitable: es un tema central en la vida de este pueblo. Me explica Juan que el castigo por romper una regla es no poder ir a la iglesia: “un hombre del campo 4 tenía teléfono y vehículo. Estuvo meses castigado; al final vendió la camioneta, se acomodó un poco y pidió perdón; le dieron oportunidad de volver a entrar. Se la había comprado y andaba por todo lado; capaz que el celular lo tenga escondido.

Es lindo probar cosas que no se debe, je je je je. Por ejemplo, uno casi no lo quiere entender, pero en otras colonias, tienen camioneta, tanta gente se rebeldearon, que ahora se puede tener una. Mi papá fue a visitar a sus padres en México y todos tienen; vio que la paz está desapareciendo, o sea, tiene su lado negativo tener todo fácil. Me gustaría tener un auto, pero si miro las consecuencias… allá se murieron cuatro menonitas de quince años que iban en auto por la ruta; el que manejaba había tomado.

-¿Si fueras ministro cambiarías eso?

-No podría cambiarlo, ellos no son los que mandan, están elegidos por las personas, no pueden votar lo que quieran; ellos lo toman como una falta de respeto si cambian las reglas, cuando la gente se rebeldea, los ministros se van, no se adaptan a cosas nuevas.

Juan hace acoplados para vehículos, unos 30 por año. Un empleado no menonita le maneja la cuenta de banco con su celular, atiende a los clientes y hace compras por Mercado Libre. Hace un tiempo se debatió en consejo sobre paneles solares: “muchos querían instalarlo, uno siendo joven, lo mira como energía verde. Y habían otros que decían “es muy fácil así la vida”. Varios ya los habían instalado. Pero algunos decidieron interrumpir, lograron frenarlo. Entonces tuvieron que desarmar y vender. Para mí, la energía solar es algo muy limpio, me gustaría tener; pero me gusta más la corriente eólica, la solar no tiene mucho rendimiento”.

Nos interrogamos mutuamente, con genuina curiosidad. Me pregunta por qué se habló tanto de la Reina de Inglaterra, recién muerta: “¿las Malvinas ellos vinieron a usarlas sin permiso no?”. Le di mi opinión y pedí la suya. Dijo “nooo, yo no sé nada de ella; solo vi un video donde un tipo decía que era reptiliana”.

-¿Cómo reptiliana?
– Sí, reptiliana. O sea, que era puta

El padre de Juan, curioso como el hijo, se acerca a conocer a los forasteros. Tiene 55 años y nació en Zacatecas: “yo soy mexicano y también me llamo Juan”, dice. Pero el acento no lo delata.

-¿Quieren salir a pasear en buggy? –dice Juan padre.

-Bueno -respondo animado.

Pero la charla sigue en el taller: “tengo una hermana con 14 hijos, yo solo cinco. ¡Y se cerró la fábrica!”. Usan dos grupos electrógenos, uno grande y otro chico, según la cantidad de empleados en el taller. Se levanta cada día 7 a.m. y no duerme siesta: “yo ordeño una vaca y mi señora otra; tengo cinco vacas pa criar terneros y no tener que comprarlos, porque son caros. Los crío yo y los carneamos para comer. Dos vacas son de mi hijo, así que me quedan tres, pero una se secó. Estoy ordeñando dos nada más.

-¿Salimos un rato con el buggy entonces? -le digo.

-A mí me gustaría más en el auto, se llega más rápido.

Arranco y Juan cuenta que el gobierno de La Pampa le regaló un diccionario castellano-alemán a cada familia. En una casa hay un precario cartel escrito a mano, apoyado en el suelo contra un alambrado: “Se vende chorizo”. Mi guía explica: “los jefes no querían que pongamos carteles, pero como ahora viene turismo, hubo que poner; están así para que la gente no crea que estamos muy agrandaos”.

La charla deriva siempre hacia lo productivo: “se están armando más metalúrgicas; para mí, hay más de cien. Nunca las cuenté, pero hay cantidad. Algunos hacen tubos para cereales; otros galpones y tinglados, o puros silos. Dos hacen buggys”.

Vamos a almorzar a uno de los dos restaurantes familiares que han surgido: cinco mesas en un anexo a una casa. En el menú hay varenikes y tacos. Llega la comida. Juan hace una oración breve y explica: “dios dijo a sus apostolos que no era necesario decir muchas palabras “.

– ¿El diablo está presente en este mundo?

– Si, él hace lo máximo que puede.

-¿Viene con tentaciones?

-Sí, la gente que abre el corazón, él se mete; si yo me abro, se mete enseguida.
-¿Si hay un robo es porque dios lo quiso? ¿O fue por el diablo?

-No. Fue porque la gente no se cuidó,

-¿En qué está presente el diablo?

-Nunca se ve.
-¿Cómo se lo siente?
-Uno lo cree nomás, no lo sentís, es la fe nomás.

Juan viajó hace poco viajó a Buenos Aires a comprar tela en la calle Lavalle al 1200, en Once. Le gustó mucho “el mástil grandote”, el obelisco. “¡Es puro Portland allá! ¡Pura calle de cemento es Buenos Aires!; no sé de qué viven, dónde hacen la quinta, ja ja ja ja. En Guatraché vi que pasaban por TV que en calle 9 de julio había carpas; y decía que hay millones de pobres y hambre. Yo creo que la gente tendría que salir de Buenos Aires, irse al campo a trabajar”.

Le pregunto a Juan por un caso policial en la comunidad menonita de Manitoba en Bolivia, donde nueve hombres fueron condenados por violar a 151 jóvenes y niñas en 2009. Entraban a las casas en la noche por la ventana y rociaban con un aerosol de planta tropical que dormía a la familia. Con el tiempo se empezó a sospechar: a algunos les costaba levantarse en la mañana por el dolor de cabeza. Las chicas tenían molestias púbicas o amanecían desnudas con recuerdos vagos. Los ataques eran vox populi. En una sociedad pudorosa -donde una mujer que no sea virgen no podrá casarse fácilmente- se callaba todo.

Juan conoce mejor la historia: “unos padres tenían dos hijas que tenían problemas con el útero; fueron al médico y dijo ´las nenas tienen un novio sexual´. Al llegar a la casa, las retaron; ellas decían que no. Las chicas lo charlaron a los novios, que habían escuchado lo del spray; estaba el comentario. Esos novios dijeron ´esa casa la vamos a cuidar de noche´. Estaban cuidando y de repente viene un viejito de unos 45 años y va por una ventana con un fly. Como hace mucho calor, está abierta con mosquitero. Lo siguieron y se metió. Ahí lo agarraron y ataron. Uno de ellos lo quería matar. El otro dijo, “si lo matamos, somos igual de malandros como él”. Llamaron a los jefos de la colonia y el acusado dijo ´yo no soy solo violando, está fulano, está éste, está otro´. Y los pusieron presos adentro de la colonia. Todos confesaron. No sabían qué castigo le iban a hacer y se decidió: ´tiene que ser el gobierno del nacional´. Los llevaron a Santa Cruz y denunciaron. Les dieron 25 años de cárcel”.

En los postres aflora una historia de amor. Un menonita casado dejó a su familia y “se robó a una mujer joven que tenía dos nenas de 7 y 9 años”. Cada cual dejó a su pareja y desaparecieron: se habían ido a Tucumán. Él tenía más de 50 años y ella menos de 30. Al principio las hijas de ella quedaron con el padre abandonado en Nueva Esperanza, quien una vez las llevó a Guatraché y las dejó esperando en la calle, mientras se fue a emborrachar. Como no volvía, ellas lloraron y vino la policía. Una sabía el teléfono de la madre y llamaron a Tucumán: al día siguiente volvió a La Pampa y se las llevó. Tiempo después, los hermanos de los “fugados” fueron a verlos y los convencieron de volver. Las dos parejas se rearmaron. Pero un año después, el cincuentón se fue un día en taxi a Guatraché a hacer un trámite y la ya treintañera tomó un bus a ese pueblo: no volvieron más. Los encuentros furtivos son muy difíciles en la colonia, salvo en la noche. Por lo visto, habían quedado comunicados a través de teléfonos secretos.
Juan conoce al abandonado: “alquiló su casa porque le quedaba grande y agarró un buen trabajo en una metalúrgica, por suerte; ahí le cocinan, le lavan. ¿Quién le iba a cocinar? Se quedó solito”.

-A lo mejor se podría casar con la mujer abandonada.

-Pero él es joven y ella es una abuelita.

Juan no sale del asombro: “el menonita que se fue tenía nietos, una casa linda, no entiendo cómo puede dejar su metalúrgica, el tambo, los hijos y las hijas casados, ¿vas a dejar todo por una mina? Los hijos ya fueron varias veces; pero no pueden acomodarles el cerebro para que vuelvan; allá viven con la tradición de ustedes. Yo he visto en velorios, cómo llora un hombre cuando se le muere la mujer, y cómo llora una señora cuando se muere el hombre. Y ahora estos que están vivos, están contentos de irse ¿Quién puede entender esto? ¡Para mí está loco!

-O estaba enamorado.
-Pero tenía una mujer.

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