| diciembre 2022, Por Fabrizio Li Gambi

Lorena Jiménez o la hija de La Mona

Al subirse al escenario, la nena se lleva todas las miradas, principalmente las de los otros niños que quisieran ser como ella y estar junto a la orquesta. La admiran por unos segundos, pero después siguen correteando entre las mesas. Se persiguen mientras sus madres alternan la vista de ellos a sus hijas adolescentes que han sido invitadas a bailar al “lavarropas”: una ronda enorme de gente que, tomadas de las manos, giran al mismo pulso. Cuando las coordenadas son las adecuadas, algunas parejas que se han sumado a la calesita logran esquivar la mirada de sus centinelas y robarse un beso. Pero hay que ser pacientes y, sobre todo, no abandonar el paso. Ingresar al latido de esa gran familia que ha dicho presente allí. Y cantar la letra que aquel hombre morocho, de saco brillante, dicta con la camisa abierta hasta el pecho. 

“Soy un muchacho de barrio / que no tiene horario / cuando hay que cantar, / soy uno más de la esquina,  / de esa barra querida  / que no voy a olvidar…”

Nadie ignora quién es la afortunada que está al frente porque es igualita al que canta, salvo que él tiene un casco de rulos, y ella el pelo largo y flequillo. El padre la toma de la mano y le da una vuelta mientras sigue cantando.  

“Soy un muchacho de barrio  / y aunque pasen los años  / nunca me olvidaré, / que mi escuela fue la calle  / y en la vida pierda o gane, / yo te lo juro por esta… / que yo nunca cambiaré”.

El estadio corea el estribillo. 

“¡No cambiaré!  / ¡No cambiaré! / ¡Yo te lo juro  / que yo nunca cambiaré!”. 

Entonces, él la suelta, quiebra las rodillas hacia adentro y se deja caer al suelo como una marioneta. La nena lo imita con gracia. De ahí, sin usar los brazos, los dos se paran fluidamente al compás del tunga-tunga que, desde abajo del mentón, marcan con puñaladas cortas al aire: palma arriba, palma abajo. 

Luego, el hombre continúa con la siguiente estrofa. Ella se queda un rato más disfrutando del conjuro que el ritmo hace en su cuerpo. Es como una alegría inmensa. La lleva consigo desde antes de tener un nombre. Pero no entiende tanto de esas cosas. Solo es una niña de sonrisa ancha bailando cuarteto con su papá en el Sargento Cabral, donde todos la adoran. 

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—Cuando era chica había tres bailes por día. Empezaba el matiné a las seis de la tarde y había trasnoche hasta las nueve de la mañana. La pasaba bomba. No estaba prohibido ingresar con niños. Iban con bebés. Los acostaban arriba del escenario. 

Yo largaba bailando con mi papá, y se iban subiendo los chicos, y eran cada vez más. Y por eso, un día me dijo que ya no subiera. Que los echara a ellos, le dije, y me contestó “No puedo. ¿Cómo les voy a decir, “Váyanse, que ella es mi hija”?”. 

Y entonces, mi mamá me llevó a la boletería. Pero no era lo mismo que estar en el escenario. Me dejaban subir al último. Pero ya no me gustaba más porque subían todos. No era como cuando bailaba yo sola con mi papá.

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“Lima2” está ubicado en los suburbios del Centro, sobre la misma cuadra donde los tipos que tienen con qué pagar cogen a escondidas. 

Tres señoras y un señor de alrededor de sesenta años son los primeros en llegar y agradecer las sillas dispuestas en el perímetro. Al rato se suma una pareja de cincuenta. Más tarde, una familia entera; las hijas de quince, seis y cuatro, todas de zapatillas blancas y conjunto de pantalón y campera de jean. 

La pista todavía está vacía y los cerámicos gastados les sirven a las tres niñas para bailar con la música de fondo y resbalarse a sus anchas. Al mismo tiempo, entran a la cita un par de pibes de veinte que saludan a otros de treinta, y por otro lado, una adolescente atraviesa el salón para darle un beso a quien quizás sea su tía. 

Es como si estuviera por empezar una fiesta de quince. Pero es otra cosa. Es un baile. 

La banda está lista. Son ocho varones. Uno en las timbaletas, otro en las congas, luego teclado, bajo, güiro y tres coristas. Rostro serio y corte militar. Llevan, de uniforme, una remera negra con el logo del grupo en verde flúor. Comienza la música y los tipos arriman unos primeros pasos discretos.

—¡Muy buenas noches! —saluda el presentador—. ¡Aquí comienza el showww! ¡Vamos la gente de José Ignacio Díaz! ¡Suena… Darío, a puro cuaaartetooo! 

Darío entra en escena. Es el más bajito y flaco de todos. Pero mueve la cadera y tiene reflejos rubios en el pelo. Viste zapas Nike con cámaras de aire, pantalón de jean y una remera con la foto de un pibe de gorra estampada en el pecho. 

—¡Uopa! —es lo primero que dice—. ¡Buenas nocheee! ¡De corazón a corazón! ¡Para vos, para vos, para vos! ¡Ahí va!

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Lorena es la hija de Juan Carlos Jiménez Rufino, que en Córdoba, Argentina, es lo más grande que hay. Más que Maradona o Messi, que Evita o el Che. Es el verdadero chamán del pueblo, el único que ha recibido la Llave de la Ciudad, el inventor de un lenguaje de señas para nombrar a cada barrio. 

El “mandamás” cumplió setenta hace poco, pero hace unos meses, con menos de diez grados, se subió en musculosa a tocar gratis para 125 mil personas frente al obelisco de Buenos Aires. Está de festejo. De una casa de una pieza y letrina, a otra con pileta y balcón de prócer; hoy cuenta con 55 años de carrera, 36 millones de discos vendidos y más de 10 mil escenarios. Su figura se equipara a la de leyendas como Gilda o Sandro. Y aunque la neumonía haya querido sofocarle los pulmones, después de cada baile se escucha la plegaria de los que no quieren que llegue el día de vivir sin él: “Hay Mona para rato”. 

La Lore es su primera hija. Nació en dictadura, cuando la censura de canciones y las razzias en los bailes eran rutina, y a su viejo lo llevaban preso a diario. Un día, tres hombres con ametralladoras entraron al departamento donde Lorena respiraba sus primeros días. Dieron vuelta todo y se fueron. Fue solo una amenaza, pero la familia decidió mudarse a las sierras, donde la bebé pudiera crecer más tranquila. 

—Tengo leves imágenes de cuando no sabía quién era mi papá, y me vienen recuerdos hogareños. Disfrutaba que me enseñara a nadar en el río. La gente pasaba y lo saludaba, pero como a un amigo. Disfrutaba de ver una película con él, que me salieran los trabalenguas. Disfrutaba bailar y cantar… Tengo una imagen de cuando presenté mi primer simple en vinilo, a los cuatro años. Me subieron a una sillita de madera. Había mucha gente mirándome. Al frente, colgados, muchos disquitos míos. Yo parada ahí, para que se me viera. Y mi papá, cantando atrás mío para que no me equivocara.  

Un consejo para papá. Phillips. (1982). Lorena Jiménez. @tunelretro
Un consejo para papá. Phillips. (1982). Lorena Jiménez. @tunelretro

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—¡Para la gente del frigorífico La Tinguirita! ¡Lugar de gente coqueta y bonita! —dice el presentador de Darío a Puro Cuarteto y estira los agradecimientos antes de dar paso a la banda invitada.

El camarín de Lima2 es una piecita del tamaño de un baño grande. Del otro lado del durlock, comienza a sonar el piano, el acordeón y el güiro. La Lore atraviesa la puerta del costado y acomoda la vista a los reflectores. Tiene el pelo planchado hacia atrás, las extensiones como una cortina. Luce un vestido ajustado y largo hasta el muslo. Avanza hacia el micrófono, se planta frente a él, y entonces, rompe su silencio con el inicio de una de las canciones más conocidas de su viejo. 

—La lluvia golpea tras de mí, el cristal, / El único cigarro que prendí, me hace mal, / Y me quedo sola, otra vez, / sola y sin amor, sin vos

Para cantar esas palabras que resuenan en la mente de todos los presentes hay que tener ovarios. 

—El último minuto entre tú y yo es fatal, / Te vistes y me vuelves a besar, y te vas, / Y me quedo sola, otra vez, / sola y sin amor, sin vos. 

La Lore no se achica. Tiene el porte de una cantante de tango. Se regocija en los matices de cada línea. Desafía el tiempo. Se demora en un silencio. Y luego, el piano empuja poco a poco el ritmo del mantra:   

—¡Mágico sueño del alma, / Goma de mascar usada, / Eres fruto prohibido / Para un corazón que te ama!  

Se repite el coro, y de pronto es como estar en la cancha, alentando. La Lore ya tiene a todos bajo su hechizo. Cuando está por mostrar su coreografía, mira un punto en el horizonte y empieza: primero revolea ambos brazos frente a sí, como molinos, y apunta hacia la izquierda. Luego, repite lo mismo hacia el otro lado. Después menea los hombros hacia delante, y cuando vuelve hacia atrás, levanta los brazos hacia el techo. A continuación, se para con las piernas chuecas, como una muñeca en equilibrio, y vuelve a revolear ambos brazos por encima de su cabeza.

Entre los hits de su padre, la Lore incluye baladas de otros autores. Cuando interpreta “La gata bajo la lluvia”, las mujeres se sueltan de sus maridos y se van solas delante de ella para actuar la letra como en una telenovela.   

—Ya lo ves, la vida es así, / Tú te vas y yo me quedo aquí, / Lloverá y ya no seré tuya, / Seré la gata bajo la lluvia, / Y maullaré por ti. 

Junto a los últimos ecos, la Lore recorre el dorso de su mano con un lamido lento.

El show culmina y ella se mete nuevamente al camarín. Un grupo de personas hace fila para sacarse una foto con ella. Un pibito adolescente lucha para zafarse de su hermana mayor, que le insiste. Mientras tanto, la banda principal se acomoda nuevamente para cerrar la noche y la gente aprovecha a comprarse un vino.

“La Lore no se achica. Tiene el porte de una cantante de tango”. (2021). @juan_manuel.alonso
“La Lore no se achica. Tiene el porte de una cantante de tango”. (2021). @juan_manuel.alonso

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Es el día del cuarteto en todo el mundo. En el Cine Teatro de barrio Alberdi se escucha una de La Mona, y la gente aplaude para que se abra el telón. La Lore y su banda se presentan, como parte de la obra, y empiezan con otra clásica del Rey que tienen en el repertorio.  

—Envidia, por eso a vos te dicen / muchas calumnias mías….

Después del segundo tema, resulta hermoso, pero no extraño, que haya menos personas en sus asientos que haciendo ronda. 

Cuando la gente regresa a sus sitios, la Lore se acomoda en la silla que está dispuesta para ella a un costado y mira a la nada. Entonces, Belén, la actriz, empieza su texto. 

Las manos.

Mirta, 50 años

Me lo confiesa, borracho. 

¿Qué me confiesa? ¡Si he sido su madre además de su esposa! ¿Cuál mierda es la confesión? 

Dice que tiene otra. Gran noticia. Que es una chica que sigue a la orquesta. Bue… Sigue el noticiero […].

—Me acuerdo de que mi mamá se lo comentó a alguien, y yo visualicé a la mina y me paré al lado, y le decía a mi viejo: “¡Papá, la mamá te ama!”.

Harta de no acostarme cuando se acuestan mis vecinas, harta de vivir despierta entre el día y la noche que me voltean como una topadora. Que nunca la controlo. Pero que la aguanto, eh… Yo sí que la aguanto.

Que siga siendo su socia, me dice. Me da una risa que lo mataría. Me lo comería vivo. No voy a seguir siendo tu socia: voy a seguir siendo la otra dueña, boludo. ¿O qué mierda te creés? […].

—Él lo dice, que si no fuera por mi mamá, estaría muerto. La gente le agradece. Ha logrado ser reconocida, a pesar de sus sufrimientos. 

En 1973, durante su segunda cita, Juana Delseri y Carlitos Jiménez casi mueren baleados arriba de un taxi. Les disparaban los sicarios de la Chichí, ex novia de La Mona, una prostituta de alto nivel que el cantante había dejado plantada en un viaje a Estados Unidos por culpa de un accidente que, justo antes del vuelo, lo dejó en coma por cinco meses. 

Libres de eso, dos años más tarde, tuvieron que bancarse un casamiento en secreto, a la orden de Coquito Ramaló, tío y socio de La Mona en el Cuarteto de Oro, que no quería que las fans del grupo se enteraran.

Ahí, subida a esa montaña rusa, la Juana se metió a controlar la caja y descubrió lo que cantando no se podía ver: que a su marido lo estafaban. A partir de entonces, empujó a Carlitos a abrirse. “Para toda América”, se llamó el primer disco solista de La Mona. Y como él hacía con el mundo, en la foto de tapa, ella se puso al hombro la administración de la familia, la casa y la carrera de su esposo.

La Mona y Juana, embarazada de Lorena. (1976).
La Mona y Juana, embarazada de Lorena. (1976).

Ahí me acordé de sus manos, de esas manos enormes que él tiene, que son tan mías, que ni él sabe lo mías que son sus manos todavía. Sus manos son mis manos, cada caricia, cada abrazo, cada ladrillo que pusimos en nuestra casa, cada invierno que pasamos en los colectivos y en los pueblos. Cuando todo se venía abajo, y no había más que problemas. Nos mirábamos con las manos, nos apretábamos para darnos fuerza. Esas manos enormes que me agarraron cada chico que le di. De todo él, al que odio como nunca odié a una persona, me quedo con sus manos […].

—Él le metió los cuernos cuando yo tenía dos años. Mi mamá pensaba que fue después de mucho tiempo, mucho cansancio, pero eso la destruyó. 

Hay dos hijas de Juan Carlos Jimenez Rufino que tienen el mismo nombre. Una es diseñadora de moda, como soñaba la Juana. La otra tiene un kiosco y hace uñas esculpidas en su casa de Berazategui, provincia de Buenos Aires. 

—Es fan de mi papá. Se llama Natalia, como mi hermana.

Natalia de Berazategui se pelea con Lorena el puesto a la más parecida al padre, solo que la primera es más robusta que su hermana mayor. Las dos son madres solteras y tienen hijos chicos, varones. 

—Una vez le pregunté a mi papá. Le dije: “Yo lo haría por vos”. Y nada. “No lo siento”, me contestó. Otro día, por pena, le escribí a ella, como diciéndole, “¿Vos qué idea te hacés? ¿Que él se va a levantar y va a tomar mate con vos?”. No. Nosotros somos los que más nos hemos adaptado a su mundo. No lo conoce. Y dije, “Que triste, a lo mejor, querer tener una historia”. Me respondió que para ella, era mi mamá la que le metió los cuernos a la suya. Y dije, “No, esta chica no entiende nada”. ¿O sea que vas a agredir a la Juana, que ha lidiado con esto toda su vida? Dejá de joder. Ya estoy grande. Sinceramente, tengo solo dos hermanos.

Natalia de Berazategui sale en el noticiero. Le hacen una nota en su almacén y cuenta que sabe que es hija de La Mona desde los ocho años. Lo venía a ver con su mamá porque sus abuelos eran cordobeses. Dice que su familia le enseñó a quererlo, que su canción favorita es “Ramito de Violetas”. Dice que la gente le reconoce el parentesco, no por su rostro, sino por su manera de ser. 

—Si tuvieras que decirle algo, ¿qué le dirías a Carlos? —pregunta el periodista. 

—Que me encantaría que me conozca para que vea que soy una chica de bien y que soy tan merecedora de amor como los demás. 

Natalia también canta, pero en una banda de cumbia. 

—Los que me conocen de toda la vida dicen que tengo eso, que es natural: el carisma — comenta finalmente—. Va a prosperar. Sé que nací para algo, y creo que es para esto.

Al año nomás, vuela la palomita […].

Y desde ahí todos volvemos a comer en mi mesa. Pero mi cama no se toca. El Matias, el más chico mío, ya está grande y lo corrí para su pieza. Y aunque mi marido, algunas noches de debilidad, me pide de dormir conmigo, yo lo saco cagando. 

Demasiada sangre me costó a mí hacerme de mi cama, para que él venga de nuevo, con esas manos que yo amo, 

y amo, 

y amo, 

y amo… 

Otra vez, a hacerse el dueño.

La familia Jiménez en la fiesta de quince de Natalia. (1999).
La familia Jiménez en la fiesta de quince de Natalia. (1999).

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El día del padre de 1992, en televisión, La Mona recibió de sorpresa a su hija de quince años que, saliendo de una caja de regalo, le dedicó “No seas celoso, pa”. La adolescente sostuvo el playback por tres largos minutos en los que lo hizo bailar, se le colgó encima de un salto, dio giros de danza contemporánea y terminó acostada entre sus piernas, barbilla apoyada en las manos.

—Me daba mucha vergüenza. Elegía exponerme, pero la pasaba mal.

Del 2005 al 2012, La Lore lideró la banda de mujeres ¡Que las parió! Un día, junto a sus compañeras, se presentó a telonear uno de los bailes más multitudinarios de La Mona, en el estadio Forja.  

Lorena eligió cantar un viejo bolero de su padre, tal vez uno de sus más sencillos y románticos. 

— A tu modo, yo quisiera, / que me beses sin fronteras / A tu modo, yo quisiera, / que te entregues cuando quieras.  

Será porque el tempo estaba muy lento, o porque faltaba un coro potente; la cosa es que el escenario, como un monstruo silencioso, se la fue tragando. La Lore bailaba ensimismada, mirando al suelo, y disimulaba los nervios en un canto chico, sacado del cuello. Algunos silbidos comenzaron a oírse. De repente, apareció su viejo desde atrás. La tomó de la cintura y se paró como diciendo: “¿Qué es lo que les pasa?”. Y ella se entregó. Desde ahí, se fueron turnando las palabras. 

“Áaaamame, áaaamame”, repitió el estribillo y todo lo anterior pareció quedar en el olvido. Pero hacia el final, la Lore se soltó de su papá y quiso animarse a una nota alta. Encorvó el torso y lo dio todo. Él hizo la mímica con ella, pero la voz de su hija se quebró igual. Y eso dolió. Por suerte, la canción terminó pronto, y La Mona, inmediatamente, dijo “¡Bien ahí, chicas!” para rellenar los pocos aplausos que coronaron el intento.

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—La gente pensaba que querías suplantarlo. Pero él siempre disfrutaba mucho de mi compañía. Yo podía cantar para mis amigos, pero estar en el baile… O me daba celos a mí de la gente, o la gente tenía celos de mí. ¡Y me daba por el centro de las pelotas! Lo peor que podía hacerme mi viejo, era invitarme a cantar.

La revancha llega más de diez años después. Tras la pandemia, este es el regreso oficial de la Mona a los clubes de la ciudad. Entradas agotadas. Otra vez, Forja. 

En esta oportunidad, la Lore está lista para tirar toda la carne a la parrilla. Entra usando un top transparente y una campera negra y corta con una capucha que se saca para mostrar que está ahí, de nuevo. 

Despega segura. Va activando los músculos, cambiando el aire. Hace el truco de la gata y la gente aplaude. El alivio es tan hermoso como fugaz.  

La segunda canción es “Para Volver”, un cuarteto puro y duro, antiguo clásico de La Mona. Si sale, ya está. Pero así, de repente, a la Lore parece sorprenderla una ola. Aunque interpreta el título de su último disco, es como si recién lo descubriera. Se aferra al pie del micro y lee la partitura para no extraviarse. La letra es larga. Debe falsetear varias notas y la métrica se le complica. Tensa el abdomen y se le hincha la vena del cuello para llegar al final de cada frase. 

Esta vez no aparece La Mona, pero después de un rato agónico, es el piano que la arrastra fuera del agua. Como es un enganchado, la Lore pasa rápidamente de página y agita las palmas. Descansa bailando la intro y toma aire. Entonces, remonta el bache con un tema arriba que no falla. Por suerte, lo domina, y aún está parada. De ahí en más, le va bien. Ella es, claramente, mejor que antes. La banda está curtida. Pero en eso, la Lore, en vez de rematar el final de una canción con un “Cha, cha, chán”, que es la típica onomatopeya, lo hace con “¡Ta, pa, pá!”, y apurada, desliza un juego de palabras que se le ha ocurrido para hacer puente. 

—¡Tá papá! ¡Está papá en todas las canciones! Y para esta, le pregunté a él: “¿Te parece que la haga? ¿Vos te acordás?… 

El murmullo del público la apura.

—(…) Así que otra canción retro para ustedes…

Ya no hay cabida. La gente pide solo a un Jiménez. Y demuestran su amor con impaciencia. 

—Ya me voy —dice Lorena y, por una vez, baja la guardia—. Solamente queda esto y viene La Mona… Gracias por escucharme a mí, que tengo algo del registro de su historia. ¡Chau, chau, chau!

La Lore y La Mona cantando juntos en el obelisco de Buenos Aires. (2022). @nv9.photo.
La Lore y La Mona cantando juntos en el obelisco de Buenos Aires. (2022). @nv9.photo.

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Es un día especial en la sede de la Asociación Cordobesa de Volantes, viva hace más de setenta años. Su escenario hoy se refunda con un nuevo nombre: Lorena Jiménez.  

La agasajada aparece con un vestido de lentejuelas rosa, mangas largas y un cinturón plateado. Tiene las pestañas hechas y bucles. Las uñas esculpidas, amarillas.

La anfitriona del espacio la recibe y le entrega un ramo de flores. Luego, destapan una placa con su nombre. 

—Lorena ha hecho varios géneros musicales, pero se decidió por el cuarteto porque lo lleva en la sangre. ¿Hace cuánto que empezaste este proyecto?

 La Lore toma el micrófono.  

—Sí, bueno, es que un día, mi papá me dijo: “Mirá estas canciones, que vos las escuchabas cuando eras chiquita, a ver qué sentís”. Y cuando lo hice, me conmovían. Además, no tenía que ver con “el camino fácil”. Era un camino dejado. Y dije, “Esto sí me gusta”…

El público no supera las doscientas personas, así que cada uno siente el compromiso de prestar atención. La Lore está tan nerviosa que no puede parar de hablar.

—Muy bien — aporta la anfitriona, tratando de intervenir. Pero ella sigue.   

—(…) Y pensaba en cómo suele hacerse homenajes al final de la vida de la gente, cuando ya no les queda más nada. 

La Lore cierra el puño, y es como si hubiera llegado, finalmente, a lo que quería. 

—Pero también los que luchamos día a día merecemos cosas. El premio, no solamente significa estar en un escenario… significa que están mis amigos por ahí, que están las mamás del colegio de mi hijo, que las adoro. ¡Y eso es el triunfo!  

La Lore se emociona. La anfitriona pide aplausos otra vez.   

—Después, subís al escenario y es un momento, pero la vida diaria… Eso es lo que más somos…. Así que muchísimas gracias a cada ojito… ¡Ah!, como si cada uno tuviera un ojito —aclara y con su sonrisa más ancha, lanza una carcajada—. Cada mirada, digo. Muchas gracias por cada mirada.  

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La Lore ya se ha ido del boliche, pero en Lima2 la fiesta continúa. La banda de Darío no defrauda y las rondas siguen, y se hacen palmas, y algunos se besan. 

—Hay muchos cantantes —comenta el de la barra—, pero este es bueno.   

En el escenario, Darío no baja su intensidad. Hace varios enganchados, mete un par de temas propios, y dice “¡Uopa!” o “¡Ahí va!” varias veces, y es como si reseteara la caravana. 

El público más añejo ya se ha ido, pero aún quedan algunas familias y varias parejas o jóvenes que demoran el momento de irse a la parada del colectivo.

De pronto, una niña de unos siete años se sube al escenario. Tiene una campera estampada con un pony de lentejuelas. Las zapatillas blancas. El pelo largo y castaño. Darío la recibe contento y le da la mano para que dé un giro. Luego, la suelta para volver al micrófono y cantar la próxima estrofa. 

Ella, por su lado, se queda ahí, haciendo el pasito del tunga-tunga perfectamente, mirando cómo los que están abajo bailan esa misma cosa alegre y apasionada que se llama cuarteto. El público la aplaude y la anima a soltarse más. Entonces, ella también hace palmas y, finalmente, muestra una sonrisa tímida, pero imposible de borrar.  

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