Los desplazados del mercurio
El mercurio amalgama el oro pero también conecta América del Sur con Oriente. Una crónica desde China, Brasil, Venezuela y Guyana: el viaje del mercurio termina en la expulsión de comunidades.
Texto e investigación: Nicolás Cabrera (Brasil), Daniel Wizenberg (Global), y Sofía Caruncho Llaguno (China). Imágenes: Pablo Linietsky. Edición: Facundo Avoscan y Mónica Rivero Cabrera.
BOA VISTA — Un sol inquisidor castiga la plaza central de la capital de Roraima, norte de Brasil, a dos horas de ruta del oeste de Guyana y a cuatro del sur de Venezuela. No hay brisa, la bandera del estado casi no flamea. Aquí se trunca el verde amazónico con una pileta artificial que emula un río. Arriba, imponente, se erige un homenaje hecho de madera, aluminio y cemento: es el monumento ao garimpeiro, una estatua un homenaje de la ciudad a los buscadores de oro.
La región concentra proporcionalmente la mayor población indígena del país y es casi toda selva. Ahí está el oro, y para sacarlo hace falta mercurio. Como hay una nueva fiebre del oro, hay también una fiebre del mercurio.
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En los últimos años han llegado más de 200 mil venezolanos a Boa Vista y por eso en Roraima hay casi una decena de campos de refugiados, llamados abrigos. Rondon 1 es el más grande de América Latina: alberga 2 mil personas. Lo organiza la Operación Acolhida: la “ayuda humanitaria” que coordinan el Estado brasilero, su ejército, ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados), oenegés y congregaciones religiosas.
“Siéntense hermano, que yo le voy a contar la historia verdadera. A mí nadie me lo contó, yo lo viví. Buscar oro es un arte”, dice Francisco, que se puso la mejor ropa que tiene. Bermuda planchada, zapatillas inmaculadas y camiseta aurinegra. Tiene 29 años y está leyendo la Biblia junto a su esposa y tres hijas en su “unidad habitacional”: una estructura de acero de 17,5 metros cuadrados con cuatro diminutas ventanas y paredes de plástico; pero la familia no parece sufrir el calor.
Francisco quiere contar. Necesita hablar. Narra con orgullo la búsqueda de oro que perfeccionó durante catorce años. Desde los 15 hasta los 29 se embarró en las minas del Callao, municipio ubicado al noreste del estado venezolano de Bolívar.
Parece un geólogo amateur cuando habla del metal dorado. Sus ojos resplandecen.
—¿Cómo se usa el mercurio?
—Lo vas lavando. Vas sacando el barro, el oro más pesado va quedando abajo. Ese es el cochanero, puro, grande. Pero si hay oro demasiado finito le echas un poquito de azogue y el azogue se encarga de recoger el oro.
Francisco reconoce que ha pasado buena parte de la vida pensando en el oro. Por eso lo buscó de todas las formas posibles. Ha pasado hasta cinco días 500 metros bajo tierra buscando vetas brillantes. Ha bajado por túneles estrechos, nadando en aguas podridas, comiendo y durmiendo menos de lo mínimo. Picaba piedras y usaba explosivos, su especialidad. “Es la forma más peligrosa pero más rentable”.
Hasta que sus pulmones le dijeron “basta”. Le daban antibióticos pero no eran bacterias, sino polvo. Francisco regresaba igual a minar. Tal vez por eso le dicen “Tiroloco”. Lo ha hecho por dinero; pero también por gloria. Aún no descarta volver a la mina.
—¿Por qué?
—Muchos años trabajando eso y nunca llegué a ahorrar. Yo sacaba oro y decía “esto no es suficiente”. Yo aspiraba a sacar 2 o 3 kilos de oro juntos; pero Dios me los dio separados.
Francisco ha trabajado sobre todo de forma independiente, junto a compañeros que han muerto en el camino. Se ha metido como topo por las galerías y sus laberintos, llegando a juntar hasta 10 gramos después de tres o cuatro días sin ver el sol. Una riqueza que llegó a valer unos mil dólares y que ha dilapidado en pocas semanas, dice.
Otras veces ha trabajado en las minas del Gobierno. Y ahí se ha guardado para sí “las piedras más hermosas”, las ha llevado a casa, las ha “machucado” y fundido con “azougue” en la misma bañera en que baña a sus hijos.
El oro es la segunda exportación más importante de Guyana, detrás del petróleo. Brasil y Venezuela están entre los veinticinco países que más oro exportan. Suiza, el Reino Unido, Estados Unidos y Emiratos Árabes son los países que más lo compran. El mercurio posibilita la extracción de ese oro.
El mercurio que circula por Venezuela, Guyana y Brasil, según un informe de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), viene principalmente de China e ingresa por Guyana y Surinam, desde donde se dispersa a los países vecinos. El mercurio también va desde Bolivia hasta Brasil, de manera ilegal, aunque luego pueda encargarse en plataformas en línea como Mercado Libre, camuflado como producto odontológico.
Marcos Orellana, relator especial de la ONU sobre las sustancias tóxicas y los derechos humanos, afirma que “China consume gran parte del mercurio que produce; pero hay un remanente que exporta ¿Qué nivel es exportado ilegalmente y alimenta el Orinoco, Guyana y Brasil? No se sabe”.
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De los 6 millones de venezolanos que abandonaron su país en la última década, a la ciudad de Boa Vista fueron a dar los más pobres y vulnerados. La proximidad geográfica hace que muchos de ellos lleguen caminando a su país de acogida. Así llegaron Milly y su familia.
Un gallo impuntual interrumpe cada vez que Milly, 27 años, abre la boca. Ella ríe con ternura. Tiene el rostro ancho y bronceado: no por sol, sino por linaje. Es pemón taurepán, un pueblo indígena cuyo vasto territorio está distribuido entre Brasil, Venezuela y Guyana. Estamos en el patio de una casa prestada. Zona periférica de Boa Vista. Hay animales y árboles generosos. Parece un pedacito de selva. Milly convive con su pareja y sus tías. Todo parece armonioso tal como, dice Milly, era su vida de pequeña, cuando jugaba al arco y la flecha.
—¿Era para aprender a defenderte?
—No, también se aprende algo que mi abuelo siempre repetía: “Como la flecha… siempre hay que seguir para adelante”.
Milly nació en la comunidad Kumarakapay, en el extremo sur de Venezuela, estado de Bolívar. “Pese a que nuestra tierra siempre fue rica en minerales, los pemones nunca hemos explotado el oro”, asegura.
Vivían del turismo. Milly y su pueblo ofrecían caminatas, alojamiento, comidas típicas y rituales
ancestrales en un área conocida como la Gran Sabana, un océano de vegetación tan verde como imponente entrecortado por crestas rocosas bañadas de agua dulce.
–– Con el agravamiento de la crisis venezolana, ¿el turismo murió?
—Infelizmente, la única manera de sobrevivir para muchas de las comunidades cerca de la frontera con Brasil es la minería.
Frente a la escasez del oro negro, el Gobierno venezolano de Maduro se propuso sustituirlo por el dorado y dio luz verde a la explotación legal e ilegal. Las visitas de militares a las tierras pemones para “negociar” por la fortuna enterrada comenzaron a ser recurrentes. Los uniformados llegaban a las aldeas proponiendo “ofertas” de extracción a los caciques. Si la respuesta era afirmativa, relata Milly, el ejército prometía el dinero que faltaba y las mejores que necesitaban las comunidades. Si la respuesta era negativa, los militares amenazaban con plomo. El debate fue arduo en los “consejos de ancianos” que Milly rememora. “Muchas comunidades cedieron. Las que se negaron, llevaron la peor parte”.
El viernes 22 de noviembre de 2019 un grupo de hombres vestidos de negro llegó a Ikabarú, municipio del estado Bolívar, Venezuela. Dispararon con habilidad. Mataron a ocho personas. Una de ellas, Edidson Ramón Soto, era indígena Pemón. Las investigaciones apuntaron al “sindicato del oro”, un grupo armado paraestatal —con probados nexos con el ejército— que asesina inocentes, ocupa territorios, aceita maquinarias y explota oro.
—¿El Gobierno envió soldados?
—El mismo Gobierno armó sindicatos para cobrar al mismo paisano que trabajaba en la minería; a ver, los que dispararon eran indígenas también, pero del Ejército. Armaron todo para que nos peleemos entre nosotros.
Tres meses después de lo ocurrido en Ikabarú, la misma desdicha llegó a Kumarakapay. El ejército irrumpió sin preguntar y comenzó a escupir pólvora contra Milly y sus parientes. Mataron a su tía y a su tío. Debieron trasladar hasta Santa Elena a más de quince heridos. Días después, murieron otros tres parientes. Se habla de más asesinados, pero las cifras son confusas.
Los sobrevivientes huyeron monte adentro. Durante tres días se refugiaron en la misma selva que buscaban proteger. Pero hasta las tierras más fecundas pueden ser adversas cuando el destierro es forzado. Milly con sus dos hijas, cinco sobrinos huérfanos y otras cinco familias de su aldea, no tuvieron más opción que cruzar hasta Brasil a pie. Caminaron por tres horas.
Hoy Milly vive en Boa Vista con su pareja y sus hijas. Todos pemones. Junto a otras y otros parientes crearon la Asociación de Migrantes Indígenas de Roraima (AMIR). Tienen tres proyectos: con el emprendedurismo venden artesanías, con la agroecología producen lo que comen y con la música que componen mantienen vivo el territorio que dejaron y al que sueñan volver.
—¿Cómo quedó esa tierra después de que se fueron?
—Explotada, bastante explotada.
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El área de extracción de mercurio más grande de la historia está a la vista de los campesinos de Wanshan, a las afueras de Tongren, en Guizhou, la cuarta provincia más pobre de China y la segunda con más minorías étnicas —cuarenta y ocho en total—, conocida por la belleza del sistema montañoso que decora el billete de 20 yuanes.
La actividad comenzó durante la Dinastía Qin (221 a.C.) y llegó a convertirse en el centro de producción de mercurio más importante de China por su ubicación en el cinturón de fuego mercurífero del Pacífico (el sistema de placas tectónicas que recorre zonas con mercurio).
Para 2008 se habían descubierto en Guizhou doce depósitos grandes o supergrandes del metal, con reservas de unas 80 mil toneladas de mercurio metálico, lo que representaba en la época aproximadamente el 70 % del total en China. La actividad finalizó en 2003, tras años de lucha contra la bancarrota.
Chen Deliang tenía 17 años cuando empezó a trabajar en la mina. A los 30 se le empezaron a caer los dientes; un par de años después se quedó sin aliento: era silicosis. “Alrededor del 80 % del vapor de mercurio inhalado se retiene en la corriente sanguínea y desde allí se distribuye a los tejidos. La orina y las heces son las principales vías de eliminación del mercurio y la vía urinaria domina cuando la exposición es alta”, dice la OMS y confirma Chen.
El mercurio —gong en chino— afecta principalmente al sistema nervioso central y al riñón, y puede incluso modificar el ADN.
A Chen Deliang el Gobierno le dio una pequeña indemnización mensual por los daños causados; él poco recuerda de todo lo que le pasó: “Tengo mala memoria. Todos los trabajadores de la fundición estamos igual”.
Sobrevivió. Chen Deliang tiene ahora 90 años y bebe un preparado de hierbas a base de yunzhi que, asegura, le salvó la vida: “Realmente sirve para potenciar la energía qi de los órganos y limpiar los riñones de mercurio”.
Chen Deliang vive en una de las casitas típicas de Guizhou, con oscuros tejados a dos aguas y fachadas blancas. Es un poblado de la etnia gelao, que a su vez se subdivide en otras etnias minoritarias, casi todas taoístas, que hablan un dialecto en extinción. La zona ha quedado con una altísima contaminación del aire y la tierra: se le conoce como el Pueblo Antiguo del Cinabrio.
El cinabrio es sulfuro de mercurio con una sustancia cristalina de color rojo bermellón. Su nombre procede del griego, kinnabari y, a su vez, del persa: zinjifrah, cuyo significado es “sangre del dragón”. Así es como aún se le conoce en Japón, mientras que en China se dio este nombre a un preparado medicinal en polvo de color rojo. Entre las calles del Pueblo Antiguo del Cinabrio se encuentran tiendecitas de suvenires que anuncian artesanía hecha con sulfuro de mercurio: figuras rojas de leones guardianes, jarrones rojos, cajitas rojas con dragones grabados, obleas rojas con la silueta de los tejados del pueblo, latas de tinta roja para sellos decorativos, polvo rojo de uso libre. Aunque se hayan hecho inhalando vapor de un metal pesado, el rojo es el color de la buena suerte en China.
En la misma zona, en marzo de 2013 —cuando China firmaba el Convenio de Minamata— se llevó a cabo un muestreo para calcular la contaminación del mercurio sobre la población más vulnerable al metal pesado: los niños. Seleccionaron varias escuelas locales y en total examinaron a 273 estudiantes que llevaban al menos tres meses habitando el lugar. Los resultados fueron los esperados: exorbitantes. Rastrearon las vías de contaminación: las mayores provenían de la ingesta de arroz.
En Guizhou es famoso el arroz en su versión glutinosa, a base de almidón, y puede ser dulce, salado, agrio o picante; incluso de colores cuando llega el Festival de las Hermanas Miao, que se celebra con un desfile de mujeres en túnicas de colores vivos, bordadas y con tachuelas, el decimoquinto día del tercer mes del calendario lunar, en torno a mitad de abril de nuestro calendario solar.
En las casas de los niños de Wanshan y en los comedores escolares se sirve a diario arroz con pollo picante (el plato típico de la región), pepino, acelgas chinas y tofu o huevo. En esta provincia el consumo diario de arroz era, en el momento del muestreo, de 371 gr per cápita frente a 250 gr en el resto de China; es decir: un 48.1 % superior a la media.
Entre 2018 y 2019, se llevó a cabo un estudio sobre la misma población, y se investigó la relación entre las concentraciones de mercurio en el cabello y el coeficiente de inteligencia (CI) —según la Escala de Wechsler—. Evaluaron a 314 niños de la misma edad que los del muestreo anterior y los resultados mostraron que estos tenían 1,58 veces más probabilidades que la media de los niños chinos de tener una puntuación de CI inferior a 80, el límite clínico para la discapacidad intelectual.
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Carlos, 40 años, está buscando oro en algún punto de la densa selva guayanesa. Escribe por WhatsApp. Se autorretrata como un “trabajador del oro”. Muestra el oficio de garimpar. Manda audios, fotos y videos en los que se ven botes anchos que cargan barriles oxidados con gasoil; camiones alemanes potentes marca MAN que traccionan en ríos de barro espesos llevando maquinarias, armas, jaguares muertos y pieles pasadas como trofeos; una retroexcavadora hidráulica CAT 320 que voltea árboles y cava fosas; viajes turbulentos en lancha por ríos bravos tropicales; un pasaje de avión de Boa Vista a Georgetown de casi mil dólares. Y oro. Carlos muestra mucho oro.
¿Quién financia semejante logística? ¿Cómo se distribuye lo ganado? ¿Cuánto lucra un garimpeiro?
Carlos gana un salario fijo de 5 mil reales al mes (unos mil dólares estadounidenses), durmiendo poco y arriesgándose mucho. Y tiene gastos, sobre todo Internet para ver y escuchar a sus afectos. Tras siete meses de sudor, vuelve a Boa Vista con 22 mil reales en el bolsillo (4.300 dólares). Treinta días de descanso y parte nuevamente a Guyana.
Cuenta, y muestra, que en cuatro días de garimpar se extraen 143 gramos de oro puro. En la zona se paga, más o menos, 400 reales (78 dólares) el gramo. Cuatro días de Carlos y sus cuatro compañeros suponen 11.154 dólares de ganancia para, como Carlos lo llama, “el patrón”, quien no va nunca a la mina y de quien no quiere decir nada más.
En Guyana, Carlos consigue el mercurio cuando “hace mercado”. Compra comida, bebidas, cigarros y mercury. Así de fácil se consigue uno de los metales más contaminantes y restringidos del mundo en la ex colonia británica. Allí todavía su importación es legal y su comercialización al menudeo tiene escasísimas negaciones.
Carlos paga 2.272 reales (440 dólares) por 5 libras de mercurio; es decir, 2,26 kg. 5 dólares el gramo. Se lleva un peso suficiente para sacar la mitad en oro ya que, por ejemplo, cada 10 gramos de mercurio se obtienen 5 gramos de oro.
De todos modos, muy poco del mercurio se gasta en las minas guayanesas. Gran parte se trafica hacia los países fronterizos. Una investigación de Bram Ebus y G. I. Sutherland mostró que algunos conductores de servicios de transporte cobran 500 dólares para contrabandear 34,5 kg de mercurio en pequeñas botellas de plástico que van de Guyana a Boa Vista, Brasil. Es fácil esconderlo: es un metal tan pesado que medio kilo entra en un frasco de 40 ml.
El mercurio puede entrar en y por cualquier lado. Entre los principales puntos fronterizos solo se interponen cientos de kilómetros de tupida selva y el río Takutu, que en ciertos trechos no supera los 100 metros de ancho y en la época de seca se puede cruzar a pie.
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China ya no expide licencias de extracción de mercurio. En 2019 existían diecisiete empresas con derechos de exploración —sólo dos se encontraban en período de vigencia– y veintidós con derechos mineros en China —sólo trece en vigencia—, repartidas por diferentes provincias: Hunan, Guangxi, Chongqing, Sichuan, Guizhou, Shaanxi, Gansu y Xinjiang. Para finales de 2020 se logró reducir la cantidad de minas activas a una en Hunan, una en Guizhou y dos en Shaanxi.
En la web Made-in-china se encuentra un listado de empresas que proveen mercurio al 99.9 % en tarifas low cost. Por ejemplo, Linbing International Trading tiene fábrica en la provincia de Hebei y ofrece una muestra gratis de mercurio en botecitos de cristal a quien se anime a hacer un pedido mínimo de 25 kilos a 30-70 dólares cada uno, el mismo precio de la cúrcuma natural en polvo con la que los chinos preparan el té de moda: “leche dorada”. La empresa asegura la entrega en quince días laborables y embarcando desde el puerto de Tianjin, una ciudad del norte a 140 km de Pekín. Mr. Chen, business developer, ayuda a resolver dudas en el chat que aparece a la izquierda, bajo una foto que podría anunciar trajes a medida.
Otro ejemplo es la empresa ShiLai, cuyo departamento de ventas se ubica en Shanghái y su fábrica en Guizhou, en la misma ciudad donde se dieron los casos de intoxicación por mercurio: Tongren. La empresa trabaja al por mayor y requiere pedidos mínimos de 20 toneladas anuales en matraces de 34,5 kilos a 85 dólares por kilo, y la entrega en 30-35 días hábiles desde el puerto de Guangzhou, al sur de China, a unos 200 km de Hong Kong.
¿Cómo convertirse en distribuidor?, invita ShiLai al internauta. La negociación se da por email o WhatsApp —censurado en China—, en vez de vía Weixin, —la aplicación equivalente china, controlada por el Gobierno. Dicen que prefieren dejarla para el uso privado. Para cerrar el acuerdo sólo hace falta un certificado de que la empresa existe; ShiLai se encarga del resto. La persona que responde en WhatsApp no quiere decir cuál es, pero cuenta que una empresa los contactó para que les envíen un cargamento de mercurio al puerto de Arica, en Chile.
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Brasil no solo destruye su naturaleza, también asesina a sus guardianes. Las matanzas y amenazas de muerte a líderes indígenas no son novedad, pero desde que asumió Bolsonaro se incrementaron. En 2019 los asesinatos fueron siete; en 2020 igual, y en 2021 la cifra trepó a diez casos. Hay que sumar los recientes homicidios del periodista Dom Phillips y el indigenista Bruno Pereira.
No se sabe si Antonio conoce estos casos, pero tiene experiencia suficiente para saber que exponerse es arriesgarse. Es maestro en la comunidad yanomami de papiu, una de las zonas más castigadas por el garimpo y el mercurio en el mundo.
Lleva gorra y barbijo. Aun así, no camufla su piel parda y sus ojos rasgados. Habla pausado sobre temas pesados. Transmite una tensa calma, como el Río Branco que tiene a sus espaldas; el afluente que conecta su aldea con la ciudad de Boa Vista;la corriente por la nadan los peces infectados de mercurio.
Por seguridad, pide que solo se filmen sus manos: con las que pesca, con las que caza, con las que se defiende. Si sus abuelos huían de los invasores hacia la selva, los yanomami de hoy los enfrentan. Y lo hacen, principalmente, de tres formas: arco, flecha y buena puntería; magia y chamanes; y palabras.
Antonio es un maestro de la selva que se hizo profesor, investigador y estudiante de la Universidad Federal de Roraima. Sabe que hablar frente a grabadores o escribir en “pieles de papel” —como llaman al papel escrito— es tan importante como un pulso firme para flechar o una buena dosis de “ye’kwana” para soñar.
—Mis bisabuelos me contaban muchas historias del pasado. Me contaban que cuando los garimpeiros invadían nuestras tierras, ellos huían selva adentro. Dejaban atrás casas, comidas, animales. A veces volvían escondidos a buscar lo que dejaban. Pero tenían miedo, mucho miedo. Ellos me dijeron: ustedes no pueden hacer lo mismo que nosotros. Ahora deben luchar. Ahora pueden luchar. Ahora nos pueden grabar, van a registrar nuestras palabras, podemos anotar en cuadernos, hacemos investigaciones propias. Nos van a escuchar.
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Taizhou, ciudad costera a 300 kilómetros al sur de Shanghái, es conocida como destino turístico por sus islas y por su marisco, por sus mandarinas y pomelos wendan —del tamaño de una pelota de voleibol— y, desde hace unos años, también por ser el centro chino para el e-waste: desperdicios eléctricos y electrónicos.
Una mujer que ronda los 50 está sentada en una zhuyi, una silla de bambú que deja las rodillas a la altura de la cintura. Lleva una bata azul y el pelo corto le cae sobre el rostro. Frente a ella hay un balde metálico con circuitos integrados en placas y unas babuchas rojas de estar por casa, una de las comodidades laborales favoritas en China. Con una especie de destornillador enorme separa las micropartes de los circuitos y por un agujero de sus guantes de lana asoma su dedo gordo. Alrededor se disponen montañas de computadoras, teclados, teléfonos, impresoras, calefactores y otros baldes llenos de piezas electrónicas, también metidas en latas oxidadas y cestos de paja. Hace un rato que sus compañeros han recogido estos desperdicios con palas cerca de la carretera que lleva a Wenlin, al fondo un pueblecito recortado por montañas.
En 2015 se llevó a cabo en Taizhou un muestreo para medir las concentraciones de mercurio en el ambiente de una planta de reciclaje como la anterior. Se examinaron aire, polvo, suelo superficial, cultivos, aves y cabello humano, y en todo se encontró que la concentración de mercurio era casi tan alta como en la ingesta de alimentos contaminados —sobre todo pescado y arroz—, la vía más común de intoxicación humana. Tres años más tarde, en 2018, los campos de cultivo de la zona aún seguían contaminados.
Estos casos de Wanshan y Taizhou se debatieron en la tercera Conferencia de las Partes del Convenio de Minamata, celebrada a finales de 2019. Había que tomar medidas más estrictas para eliminar el mercurio de una vez por todas.
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En 2017 Brasil firmó la convención Minamata. Se convirtió en miembro pleno en 2018, cuando el boletín oficial publicó el decreto 9.470 refrendado por el entonces presidente Michel Temer. El acuerdo limita el uso de mercurio a través de una regulación más estricta para su importación, ya que Brasil no lo produce.
Ley muerta. El mercurio sigue llegando en gran cantidad y por distintas vías hasta las tierras yanomami.
Cuatros de las cinco empresas tecnológicas más grandes de Estados Unidos compraron oro para sus productos en las refinadoras Chimet (Italia) y Marsam (Brasil). Estas, a su vez, se lo compraron a garimpos ilegales en tierra yanomami.
En 2018 la agencia medioambiental Ibama incautó 430 kg e interceptó otros 1.700 kg de mercurio importado ilícitamente desde Turquía por la empresa química Quimidrol, de Santa Catarina. El destino eran los garimpos ilegales de Amazonas, el otro estado brasilero que contiene territorio yanomami.
Una parte del mercurio que termina en Roraima nace en las minas de la Reserva de la Biosfera de la Sierra Gorda en Querétaro, México. Entra a Brasil por Bolivia (el segundo mayor importador de mercurio después de la India), a través del estado colindante de Rondonia, más concretamente por Porto Velho y Guajará-Mirim. De allí sube hasta Amazonas y Roraima.
Se filtra además desde Colombia, gracias al mismo método con el que aparentemente se contrabandea en Surinam, según Elena Hoyos Ramírez, economista colombiana que asesora empresas mineras chinas y latinoamericanas:
—En los puertos de Colombia se han visto cilindros de mercurio con letras chinas. Quienes los traen alegan que son para estabilizar los barcos; pero se sabe que les pagan a los agentes de aduana para colarlos. Es muy probable que en Surinam funcione de la misma manera.
—¿Cómo sabe que eso pasa en Colombia?
—Me lo contó el propio traficante.
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Valeria Oliveira, 32 años, es editora del portal g1 del multimedio Globo. Nacida y criada en Boa Vista, hace varios años cubre la temática del garimpo, las confiscaciones de mercurio y los impactos en las tierras indígenas.
Zapatos marrones, pantalón de vestir y camiseta gris. Todo su color se lo llevan dos piedras verdes que cuelgan de sus orejas en unos aritos que bien combinan con sus achinados ojos negros.
Valeria lo hizo público: en junio del corriente año militares venezolanos —entre ellos, un teniente y un coronel de las Fuerzas Aéreas— fueron presos por transportar más de 30 kilos de mercurio que serían comercializados en los garimpos ilegales que usurpan las tierras yanomamis. Sucedió en el municipio de Pacaraima, Roraima.
Hay muchos pueblos mineros en Bolívar, en el sur de Venezuela. En uno de ellos, Laura, vecina de La Claritas, reconoce haber traficado mercurio en su pueblo y sin saberlo confirma el dato de Valeria: “Amigos que están en la Guardia Nacional de Venezuela nos lo trajeron para vender”.
Laura también refiere haber cruzado hasta Boa Vista para abastecerse ilegalmente; aunque sea una actividad peligrosa: “La misma persona que te vendió o te compró, te puede mandar a robar”. Suele comprar el kilogramo de mercurio a 3 gramas de oro y lo revende a 5. Una grama de oro equivale a 40 dólares y es un medio de pago muy utilizado en el sur de Venezuela.
Laura asegura que quien maneja el negocio del mercurio en la región es Johan Petrica, alias “El Viejo”. “Este hombre hace lo que quiere, todo alrededor del oro. Luego compra el silencio de sus habitantes haciendo obras o actividades. Hace poco trajo al cantante Silvestre Dangond. Ellos son muy sanguinarios; la gente hace lo que ellos dicen porque todos viven del oro. Se dice que tienen fosas comunes, no sé.”
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China exporta a Guyana vehículos de construcción grandes, llantas de caucho, tapas de plástico, generadores eléctricos, pesticidas, plásticos para el hogar, estructuras de hierro, y el tercer producto más importado en Guyana y del que China es el exportador líder mundial son máquinas excavadoras que terminan en el Amazonas. El destino exportador chino más frecuente con destino Guyana ha sido históricamente la provincia de Hunan, una de las tres que en la actualidad extraen mercurio.
El gigante asiático busca aprovechar Guyana como puente hacia el resto de Sudamérica, por eso acordaron que sea parte de la nueva ruta de la seda. Cuando firmaron el acuerdo, en 2018, el entonces vicepresidente y ministro de relaciones exteriores de Guyana, Carl Greenidge, dijo que esperaba poder financiar así una autopista que conecte Linden, cerca de la capital Georgetown, con Lethem, atravesando por la mitad el país y la selva.
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Dario Vitorio Kopenawa Yanomami, 40 años, tiene lengua de boxeador: por cada movimiento, un golpe. Está entrenado en el arte de la denuncia ante los napë, una palabra que en su propio idioma significa tanto “blanco” como “hostil”: “Hace quinientos veintidós años que estamos enseñándoles a los napë y no aprenden nada”.
A simple vista, Dario podría ser confundido con cualquier hijo de vecino de Boa Vista. Lleva bermuda marrón y camiseta roja. Tal vez por eso, antes de grabar, coloca sobre su cabeza un “cocar”, símbolo indigena de estatus hecho con plumas de arara o guacamayo.
Estamos en una pequeña oficina cuyas paredes luchan sin éxito contra la humedad tropical. El escaso decorado son imágenes y artesanías yanomamis. Dos computadoras, una impresora y un aire acondicionado. Es la sede de la Hutukara, la fundación de la cual Dario es vicepresidente y que es una especie de embajada indígena en medio de Boa Vista. El presidente es su padre, máxima referencia del pueblo yanomami. Davi Kopenawa Yanomami, que ganó en 2019 el Right Livelihood Award, el “Nobel alternativo” por su defensa de la selva.
El territorio yanomami, entre Brasil y Venezuela, es la mayor tierra indígena demarcada de Brasil. 10 millones de hectáreas: un poquito menos que Corea del Sur; un poquito más que Portugal. Hay casi 30 mil yanomamis distribuidos en más de trescientas setenta aldeas. Habitan una de las zonas amazónicas con mayor biodiversidad y riqueza mineral. Oro, diamante y casiterita se cuentan en cantidad. Una abundancia devenida maldición.
En mayo pasado, la tierra indígena yanomami cumplió treinta años de demarcación. El estatus legal protege la biodiversidad al prohibir, por ejemplo, la explotación minera. La demarcación se dio en un contexto de auge del garimpo, como se llama en Brasil a la explotación ilegal de oro, principalmente artesanal, aluvial y de pequeña escala. Por aquellos años se contaron 40 mil garimpeiros. Hoy se estima que hay más de 20 mil.
Sin embargo, la situación no es muy distinta a la de hace tres décadas. Son doscientas treinta y siete las comunidades afectadas por el garimpo ilegal. 16 mil yanomamis, más de la mitad de la población total. Solo entre 2020 y 2021 la explotación ilegal del oro creció un 46 %. Los más amenazados son los yanonamis en aislamiento voluntario o “no contactados”; cientos de personas que no han tenido relación con la sociedad mayoritaria. Para los alcanzados por la minería, las consecuencias han sido abusos sexuales, deforestación, malaria, asesinatos.
La explotación minera de oro fue una de las parteras de la nación brasilera. Se garimpa desde el siglo XVIII. Hoy se regula mediante un cuerpo de leyes. Pero no se cumplen.
La mitad del oro que Brasil vende es ilegal. Los precios en el mercado internacional rompen récords: se paga cerca de 65 mil dólares por kilo de oro.
Jair Bolsonaro siempre se mostró a favor del garimpo y contra los derechos indígenas. Sin vueltas ni vergüenzas, el año pasado el presidente visitó y apoyó en persona a un garimpo ilegal ubicado en la tierra indígena Raposa Serra do Sol, la segunda más grande del estado de Roraima.
Las autoridades estatales también colaboran con la destrucción de su propia naturaleza. Hace un mes el gobernador Antonio Denarium sancionó una ley que prohíbe la destrucción de las máquinas confiscadas a los garimpeiros ilegales.
No es novedad. En febrero de 2021, el mismo gobernador sancionó la ley estadual 1.453/2021, que libera el garimpo y el uso del mercurio. La medida fue posteriormente anulada por el Supremo Tribunal Federal (STF).
Los ríos Magalhaes, Catrimani, Paríma y Uraricoera, en las tierras yanomamis contienen 8.600 % más de mercurio que lo aceptado para consumo humano. Hay mucho del metal en más de setenta tipos de peces que navegan por cuatro ríos del estado de Roraima; entre ellos, el Río Branco, principal afluente de la ciudad de Boa Vista. Es improbable en Roraima comer un pescado que no tenga mercurio.
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Richard, 49 años, parece un renegado tropical: llega en moto y viste todo de negro. Pantalón, camiseta, lentes y un pañuelo atado a la cabeza. Él es un puente fundamental entre el mundo yanomami y el resto. Trabaja como traductor en el área de salud. “Estoy cansado”, dice.
—¿De qué?
—De ver chicos con diarrea, de no poder bañarme en los ríos donde crecí, de respuestas sanitarias que siempre parecen llegar tarde. La salud de los yanomamis y de las selvas que habitan es indivisible. Los esfuerzos de los xapiri, que son los espíritus protectores de la selva invocados por los chamanes de la comunidad, son estériles ante el mercurio.
—¿Cómo se dice “mercurio” en yanomami?
—No existe una palabra para esas cosas que vienen de las ciudades. Lo llaman xawara upë, que significa “líquido de las epidemias”.
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*Esta nota forma parte de la investigación “La Ruta del mercurio” de Late, que es posible gracias al Rainforest Journalism Fund con el apoyo del Pulitzer Center.
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