El alma de los goles

Marcela Sacripanti, de 57 años. Foto: Ivan Kovacich
En la pequeña ciudad cordobesa de Bell Ville no se inventó la pelota de fútbol, pero sí fue modificada con un pequeño invento que sobrevive hasta hoy.
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La fuerza de los ladridos marca el territorio. El invierno ha olvidado las hojas y esa parte del barrio huele a salamandras ardientes. A esa altura, la calle Falucho es un consolidado de tierra y piedra y está recién regada. La siesta se va haciendo tarde y es otra jornada de sol diluido, de días cortos y abrigos largos. La primavera vive lejos. Ya es la hora del mate; tal vez siempre sea la hora del mate cuando se trabaja en el mismo lugar en donde se vive.
Con una mano corre el pasador de la verja que separa la vereda de su casa y con la otra hace un ademán que acompaña con una reprimenda verbal.
—Fuera, dice levantando el tono.
Los tres perros asimilan la orden mientras avanzo, a paso lento, hacia la vida de Marcela Sacripanti, 57 años, 9 hijos, 1 oficio. Hace 45 empezó a coser pelotas de fútbol. Ese saber, ahora hecho trabajo, comenzó a sus 12 cuando mamá y papá cerraron su ciclo escolar para que se incorporara al mundo del trabajo.
—En cuarto grado me sacaron de la escuela, había que trabajar, la plata no alcanzaba.
Esa definición anuncia el camino que recorreremos en el diálogo y advierte, también, sobre una historia de amor no correspondida. Sus palabras irán describiendo una desigualdad notable entre el rol familiar asignado y el oficio asumido versus la magra reciprocidad económica que ofrece una industria tan necesaria como envejecida, al menos en esta parte del mundo y del negocio del fútbol. Me propone sentarme en su silla. Acepto. Nos separa la mesa donde se apoyan por igual, guisos calientes, la pava, el mate y todos los insumos para fabricar la pelota. La pinza, una especie de pie de madera donde se colocan los cascos para trabajar con más comodidad, está a mi lado. Los cascos son pentágonos y hexágonos individuales que, combinados, van armando el “rompecabezas” de la pelota. Van cinco minutos. Ya estoy en el medio de su cotidianidad y tengo un dato cargado de contexto: de piba y con las manos, Marcela aprendió a modelar el alma de los goles.

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Desde los barrios de una trama urbana rodeada de cultivos intensivos de soja, maíz y trigo y lotes que también son potreros, aquí, en el centro de la pampa Argentina, en la comarca de Kempes y en la tierra de Maradona, cosen la redondez de la pelota y sus posibles ingresos económicos, decenas de mujeres del sudeste cordobés. Marcela es una ellas. Su singularidad es representativa. Llegaron al fútbol mucho antes que la cuestión de género, que las ligas femeninas, que las comentaristas en el prime time de la tele futbolera. En sus casas, hacen lugar a la vida productiva entre continuidades reproductivas. Como una especie de extensión de ese saber que es característica y cultura, cosen y hacen rodar un negocio que las tiene en el último eslabón de una cadena productiva poco conocida. La fuerza de sus cuerpos antecede el canto de las tribunas. El oficio desencadena todas las rentabilidades, pero no nombra lo que veo: el trabajo. El trabajo de coser pelotas de fútbol desde la periferia, lejos, muy lejos de la medialuna.

En Bell Ville, Córdoba, la pelota de fútbol se asocia siempre con el acontecimiento innovador más singular de este terruño. El balón rodaba con dificultad hasta que en 1931 tres bellvilleses -Romano Polo, Antonio Tossolini y Juan Valbonessi- diseñaron y fabricaron una pelota con válvula y costura invisible que eliminó el “tiento”, cierre que hasta el momento era el utilizado. En Bell Ville no se inventó la pelota, pero se imaginó y ejecutó una modificación en el sistema de inflado que quitó el tiento, una especie de protuberancia que impedía hablar -como lo hizo siempre el recordado relator argentino José María Muñoz- del esférico. Incluso, el riesgo de que cualquier cabezazo terminara en sangrado era moneda corriente. Hasta ese momento la pelota no era redonda y cualquier pase, por más precisión técnica que tuviera, dependía del azar. El 25 de mayo de 1931, en un partido entre Argentino y Bell -ambos clubes de Bell Ville- rodó por primera vez la pelota modificada. Redondísima como ahora. La llamaron Superball.
El invento expandió el negocio y la figura de la cosedora de pelotas se consolidó en el hallazgo, pero no en la industria. Hacer la pelota implica entramar la aguja y los hilos entre los cascos, y ese acto demanda habilidad artesanal, fuerza física y predisposición para jugar un partido que no es sustancial en términos de ingresos, menos de salario. Aquel invento se hizo identidad y multiplicó las fábricas, pero no tanto los panes. Esa trama productiva logró reproducir exponencialmente la red de cosedoras que jamás fue masa asalariada. Cosen, a diario, individualizadas y tercerizadas. Y es cierto, tampoco la masividad del oficio quiso, supo o pudo cooperativizarse. Hacerse sujeto, hilvanar poder, politizar el trabajo. Se cose lentamente, en casa y en soledad, pero rodeada de pibes, en medio de otros quehaceres, desde la quietud que el acto impone y a cambio de un sueño tan propio como ajeno. Se cose para otro, siempre. Y esa alteridad pareciera no estar retribuida, nunca.
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La cultura local y regional ha instituido monumentos, pintado murales y escrito artículos y libros en torno a la dinámica social y productiva alrededor del invento y su devenir. Uno de sus últimos hitos es un registro audiovisual producido y filmado por VacaBonsai Colectivo Audiovisual. Hacia el final, el documental les habilita la palabra a las cosedoras Mariela Tulián, Claudia Carballo, Romina Tulián, Carina Simonini, Rocío Rearte, María Juárez, Verónica Simonini y Judith Calderón. Allí se aprecia, a fuerza de imágenes y decires precisos, toda la trama de trabajo femenino y la fragilidad de origen que la industria propone. La informalidad del oficio es un aspecto que consolida los rasgos de vulnerabilidad que anteceden la realidad de ese colectivo y del género. El último testimonio es de Judith: resalta el impacto en la salud que las condiciones de trabajo forjan en el cuerpo. Habla de la vista, las manos, la espalda, los riñones. Decido contactarla por Facebook. Junto a su familia viven en Villa Carlitos, una barriada que se asentó hacia el norte de la ciudad, pegada a la ruta nacional 9 que conecta la capital de la provincia con Buenos Aires.
—He cosido por años, tengo experiencia, pero ya no coso. Es muy duro, es lento hasta que le agarras la mano. Se paga poco, es durísimo el trabajo. La vida de la cosedora es jodida, en especial cuando es la única entrada de dinero. A mí me pasó, vivir sólo de eso. Dejé. Empecé a trabajar como empleada doméstica y como niñera, me conviene. Dejé de pedir fútbol.

En el oficio, “pedir fútbol” equivale a buscar, en los fabricantes, el kit con la cantidad exacta de cascos cortados y el hilo necesario para coser una pelota. Cada una lleva treinta y dos cascos más unas seis hebras de hilo de dos metros. Al final, y antes de ser cerrado, en cada balón se introduce una cámara. La cantidad solicitada de pelotas para armar la define la cosedora, en función de su disponibilidad y de las expectativas entre el esfuerzo y el tiempo proyectado, y la premura por hacerse del dinero. El pago es contra entrega y la ecuación es una mezcla de matemática y urgencias. Más de 3 horas -en promedio- se demora en coser 1 pelota y 500 pesos (3.5 dólares) es el ingreso que la industria paga a una cosedora que hace -con calidad- el trabajo. El equivalente a 3 leches, a menos de 2 kilos de pan o a ½ kilo de yerba mate. Está a la vista: se cose siempre para el presente, se hace la diaria, se corre atrás de la pelota. En el récord de sus cuentas, Marcela llegó a coser 10 pelotas en un día. 20 horas de corrido. Aquello fue una “diaria” que la dejó de cama, confiesa. A costa de un esfuerzo físico altísimo, la ecuación no pareciera rendir si el volumen producido es pequeño.
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Alcanza imaginar Qatar 2022 para radicalizar el contraste, para dejar expuesta la pregunta recurrente de un fenómeno global que se ha desmarcado de esas manos originarias. ¿Aquel invento modelado desde estos cuerpos es el que estima dejarle a ese pedazo de Asia algo más de 20.000 millones de dólares de ganancias? Toda asimetría económica es una derrota y más cuando se la piensa desde este punto geográfico de la producción. Hay algo rayano con lo inexplicable, una sensación de oportunidad perdida, si se mira en perspectiva el acontecimiento histórico del invento y se lo coteja con la realidad de la dinámica de trabajo local. A pesar del estado de euforia del negocio global, aquí, en esta meseta sin mundial, la cuestión no deja de ser un interrogante amargo. En especial, cuando se advierte la situación de vida de este entramado humano que agrega un valor innegable al objeto. La pelota se hace con las manos: así de redonda y absoluta es la definición.
Volví a la casa de Marcela varios días después. Habíamos quedado en regresar con el fotógrafo.
—¡Pasen!, propone mientras acomoda las sillas alrededor de su oficio.
Su oficio no es excluyente. Además de coser, Marcela Sacripanti complementa sus ingresos haciendo empanadas, vendiendo leña y limpiando sitios con Pancho; albañil, compañero de vida desde hace 20 años y pareja de tango dos veces por semana. También supo ser personal doméstico en casas particulares, aunque la experiencia acumulada la hizo desistir de ese trabajo y del tipo de relaciones que muchas veces genera. Su vida está atravesada por la pelota y por la implícita escasez constitutiva de ese trabajo y, también, por las variables macroeconómicas. Es que el trabajo además de llevar en su ADN la inestabilidad de origen de una cadena de valor demasiado informal, tiene, asimismo, los avatares de las condiciones políticas que a veces favorecen el desarrollo productivo nacional, y muchas otras habilitan el ingreso desmedido de pelotas vía importación. Y eso, corroe cualquier economía de subsistencia.
Marcela preparó la secuencia para ayudarnos a ver el proceso artesanal de cosido. Todo está sobre la mesa, incluso la alegría por el nuevo campeonato obtenido por Boca Juniors. La tele está prendida, pero en mute. De afuera llegan, desde algún amplificador del barrio, las estrofas de “No me arrepiento de este amor”. Canta Gilda mientras se suceden las fotos. Cambian los ángulos, los planos, la distancia entre el cuerpo y la pelota. Muestra y explica mientras hace. Cose, describe, reflexiona desde la práctica. El manejo de las manos, la fuerza de los brazos, el uso de las agujas, el nacimiento de la forma, la proyección de una redondez que es su historia y su expectativa cotidiana. Pasado y presente. Todo eso pasa mucho antes de la cancha, de las camisetas, del 11 contra 11, de las pasiones desatadas. Del futuro que siempre tiene ganas de triunfo.
Arde la salamandra y el deseo en su casa de la calle Falucho. Antes de irnos, Marcela resume:
—Si me falta el fútbol, me falta todo.

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