| noviembre 2022, Por Antonio Jaén

El viaje de Alex

“Al llegar a la pubertad, a los 12 años más o menos, sentía que me iban a crecer los pechos. Pero no pasó; y sentí como cuando te va a salir un estornudo y se te atora”. Por veinte años fue así.

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En el verano de 2016 Alex apareció en la oficina. Nuestra compañera Sam, abogada como él, había hablado tanto de su amigo, que cuando por fin lo conocí no me chocó ni la expresión grave de sus gestos ni la forma inquieta de moverse, como si temiera romper algo. 

Lo condujeron de mesa en mesa por las habitaciones de aquel edificio de dos plantas en el barrio de los Yoses, San José, para presentarlo al equipo. Habló poco, le costó navegar entre tanto saludo, rodeado de las paredes de ladrillo visto de aquella laberíntica estructura. Pero cuando llegó la noche, entre risas y chelas, lo sentimos como uno más de nuestro pequeño círculo de confianza, expats y locales, que salíamos de la oficina desesperados por sentir de la vida  algo más que el dolor de aquella América Latina maltrecha en la que trabajábamos.  

Es una de esas noches la que me viene a la memoria cada vez que pienso en Alex. Lo veo sentado en el borde del asiento de rejillas metálicas, apurando el botellín de Pilsen, mirándome con los ojos brillantes de alcohol, con gotas de sudor en la frente y ayudándose de las manos para encontrar las palabras en el aire. Aquella noche, la última en La Sospecha, estuvo dándole vueltas durante un rato a lo que me quería decir, como atrapado en una rotonda sin indicaciones. 

Nervioso, acariciaba la expresión imberbe de su rostro, en busca de una resolución a lo que en ese momento lo atravesaba. Habíamos bebido bastante. La terraza de aquel motel de mochileros nos ofrecía el último refugio que había en el barrio y estábamos enredados en conversaciones que iban y venían de los temas más profundos a las ideas más peregrinas. Al final, Alex me contó cualquier cosa, nada remotamente cerca de lo que tiempo después sabría que tenía por dentro, lo que cada día al ir al Auto Mercado le hacía detenerse frente a algunos objetos y decirse: “Podría matarme con esto”. O lo que, al pasar por debajo del ventilador de la oficina, le hacía pensar: “Esto aguanta una soga”. 

Alex miraba el mundo desde sitios imposibles, llenos de humor y absurdo. Sus ideas disparatadas, ingeniosas surgían de la nada, en los momentos más extraños; cualquier cosa las detonaba. En un viaje a Ciudad de Panamá, en un ascensor, nos preguntó a Esteban compañero abogado tico  y a mí: “¿Saben qué me encantaría hacer un día?”, negamos con la cabeza. “Esperar a que un ascensor lleno de gente abriera las puertas y preguntar: ¿En qué fecha estamos? Y cuando alguien me dijera el día, el mes y el año, gritar: ¡Ha funcionado! ¡La máquina del tiempo ha funcionado! Y también continuó sin dejar que le interrumpieran nuestras risas en un ascensor lleno de gente, me gustaría ponerme en la puerta, mirarlos seriamente a todos y, frotándome las manos, decir: “Bien, se preguntarán por qué les he convocado aquí”. Alex era dueño de un universo del que nos hacía partícipes sin previo aviso y del que todos queríamos formar parte. 

Pero Alex tenía un secreto. Tan severamente guardado que ni siquiera él lo sabía. Poco a poco, ante nuestro desconcierto, fue cayendo en una espiral que ninguno de nosotros supo entender. No quería pasar tiempo solo y se venía a nuestras casas, a la de Nacho y Esteban, a la de Sam y Flor, a la que fuera; no quería pasar tiempo solo. 

La última noche que lo vi fue en mi casa. De vez en cuando invitaba a gente a cenar o ver una película; yo tampoco quería quedarme solo. Alex fue el último en marcharse, si es que se fue, porque a veces dormía en el sofá. Estuvimos hablando hasta muy tarde; yo apenas lo seguía, sus reflexiones eran especialmente oscuras aquella noche. Recuerdo la conversación y la siento en el pecho como algo que me hacía querer huir. Mientras, Alex gotas de sudor en la frente, camiseta negra, cerveza en la mano solo tenía preguntas.   

“Había algo que lo hacía en ese momento no estar feliz, estar mal, ser como un perezoso que se te pegaba a todos lados, que lo tenías que echar de casa, cerrar la puerta para que se fuera”, me dice Flor, la compañera argentina que a al conocer a Alex en San José lo adoptó como si fuera su hermano pequeño. “Me di cuenta de que Alex estaba más conectado con sus inseguridades, o que había algo más allá que no le permitía soltarse”, recuerda Sam al hablarme de esos tiempos. “Mi impresión era que estaba apagado y triste”, añade. 

Todos, a nuestra manera, intuíamos que el universo de Alex estaba en crisis, pero no fue hasta años después de que se marchara que entendimos qué estaba pasando con él. 

La llamada

Recibí su llamada a principios de 2020. Una voz suave me habló con cautela, midiendo las aguas. Volvió a enredarse como aquella noche en la terraza de La Sospecha, pero esta vez sí dijo lo que quería decirme: “Estoy empezando mi transición a mujer”. 

No recuerdo las palabras exactas con las que le dije que mientras estuviera bien y feliz, poco me importaba el pronombre que usara. “Esperaba algo así”, me dijo. “Si tienes cualquier pregunta que hacerme, hazla sin problema, podemos hacer un Zoom, y te contesto lo que quieras saber”. 

Durante mis años en América Latina había conocido y trabajado con varias mujeres trans, pero nunca llegué a tener la suficiente confianza como para preguntarles sobre su transición. Era el momento para romper la pared de los clichés y lo que llega a través de los medios y saber de primera mano lo que significa dar un paso así. Pero entonces, en marzo de 2020, el COVID-19 apareció en escena y el mundo se llenó de otras preguntas. Yo vivía en Irlanda, acababa de tener un hijo y me veía, como el resto del planeta, sumido en una pandemia. Me fui olvidando de las preguntas que tenía. Y de Alex.

Una noche de insomnio me devolvió el tiempo en Costa Rica y, con él, a Alex. Habían pasado más de dos años desde nuestra conversación por teléfono. Sabía de ella por redes. Su popularidad había crecido gracias al conocimiento específico que manejaba sobre derechos humanos, del que hablaba constantemente a través de memes y videos. Alex era una mujer reconocida e influyente, lejos de la imagen de ese chico inseguro raspando la etiqueta del botellín, sentado al borde de la silla metálica. Eran casi las dos de la madrugada en Irlanda; pero sabía que en México, donde ella estaba, había cinco horas menos. 

Le mandé un mensaje y le propuse convertir nuestra conversación pendiente en un artículo sobre ella, sobre su transición, sobre todas las cosas que quería saber. Le gustó la idea; aunque luego dudó. “Siento que mi experiencia no es representativa de nada”, me dice. “Está llenísima de privilegios, de buena suerte, de buenas personas”. 

Cuando hizo pública su transición, Alex no tuvo problemas con los amigos, la familia o el trabajo. Me centro en los datos de México y busco si esto es lo normal. Según refleja el Consejo Nacional para Prevenir La Discriminación (CONAPRED) un órgano creado por la Ley Federal de México para prevenir y eliminar la discriminación en un informe reciente, “más del 60 % de la población trans en México sufre de discriminación laboral y únicamente 5 % ejerce alguna profesión”. 

Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación en 2017, un 36 % de quienes viven en México “no rentaría una habitación a una persona trans”. Esta discriminación viene unida a la violencia que existe hacia el colectivo y que ha convertido México en el segundo país de América, después de Brasil, con más crímenes contra personas trans, según ha documentado el Observatorio de Personas Trans Asesinadas

En 2021, el Observatorio Nacional de Crímenes de Odio contra Personas LGBT registró en el país 93 casos, entre asesinatos y desapariciones, motivados por identidad de género. En una encuesta de 2019 publicada por el CONAPRED, se recogía que 6 de cada 10 mujeres trans han tenido pensamientos suicidas, y en el caso de hombres trans, 7 de cada 10. 

Existe una discriminación continua a personas del colectivo, a los que se les ha negado la entrada a baños por su identidad y se les ha discriminado al recibir atención médica o al ir a la policía. Esto, afirma el CONAPRED “ha llevado a las personas trans a tener una mayor probabilidad de desear terminar con su vida o, incluso, de intentar suicidarse”. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha alertado que la expectativa de vida de las personas transgénero en México es de 35 años. 

Cuando la muerte no es suficiente

Alex responde mi llamada de Zoom desde el comedor; lleva el pelo largo, de color rojizo, las uñas de blanco y una camiseta morada con los colores del arcoíris cruzada a la altura del pecho, sobre los que se lee “Human”. Hace años que no hablamos. Tengo la sensación de que es la primera vez que lo hacemos. Decido comenzar por el principio y le pregunto si recuerda algún momento de inflexión que la haya ayudado a decidir transicionar.    

“En noviembre de 2019 estaba viendo un caso de una granja que contaminaba el agua de una comunidad”, cuenta. “Me metí por una entrada subterránea, para ver si era posible hacer una diligencia de inspección judicial o una pericia, para que alguien tomara muestras del agua. Bajé unos cinco metros a una caverna y caminé 15 metros para llegar a la corriente de agua. Cuando llegas a ese punto, estás justo debajo de la granja, que está soltando todo”. Debido a esto, Alex cogió un virus que le generó una miocarditis. Lo ingresaron sin saber qué tenía. “Es horrible, imagina estar en urgencias y escuchar a los doctores diciendo que no saben lo que es”, recuerda. Creían que era un infarto; pero un cardiólogo con experiencia en miocarditis se dio cuenta de lo que tenía. “Mi percepción era que me iba a morir”, explica con expresión asustada. “Me ponían una anestesia para hacerme un cateterismo y pensaba: a ver si despierto”. A Alex le surgió una pregunta que lo cambió todo: ¿Y si aquello la hubiera matado sin haber podido hacer la transición? 

“Me dio un chingo de miedo, me horrorizó”, dice. “En el discurso de la conciliación con la muerte, para mí aquello era una conciliación injusta. ¿Para qué conciliar con la muerte si no me ha dado chance de vivir?”.

Alex vivía con quien entonces era su novia, María. “Yo lo he conocido toda la vida, a su mamá, a su hermano; lo conozco por la escuela, la universidad, y siempre hubo algo ahí pero no pasaba nada porque estábamos en distintas circunstancias”, cuenta María. “Cuando llegó de Costa Rica, empezamos a salir más, a hablar más, a profundizar en la amistad y a ponernos al corriente de todo lo que había pasado. Fue rápido, pero tuvo mucho sentido para nosotros; más que empezar algo, era retomar lo que estaba ahí”. A los cinco meses compartían techo. 

María tiene una forma de hablar serena, precisa, muy articulada. También abogada y de la misma localidad que Alex, transpira una calma cómoda durante nuestra conversación. Ha elegido una habitación de la casa para la charla. Apenas se ve la hoja de lo que parece un poto como única decoración del cuarto. El resto, pared blanca. Desde ahí me narra la cronología del reencuentro con quien, desde febrero de 2020, es su esposa. “La enfermedad nos llevó a pensar en la fragilidad de la vida: estamos acá, pero un día ya no podemos estar”, explica. “También pensamos en las responsabilidades que tenemos la una con la otra”. La enfermedad y darse cuenta a nivel íntimo de lo que estaba sucediendo, las llevó a tomar la decisión de casarse cuanto antes.   

Jugar al despiste

“Al llegar a la pubertad, a los 12 años más o menos, sentía que me iban a crecer los pechos. Pero no pasó; y sentí como cuando te va a salir un estornudo y se te atora”, me cuenta Alex. Al escucharla contarme esto, pienso en la vida de alguien que lleva cerca de veinte años esperando poder estornudar. 

“No hay forma de que sientas paz si no asumes una identidad”, explica. “Es como tratar de estar feliz en una fiesta cuando tienes amarradas las piernas y los brazos: no hay forma de que la puedas disfrutar. Te puedes acostumbrar a ver a todo el mundo bailar, te pueden poner un vaso con el popote para que bebas la cerveza y te puedes acostumbrar y creer que así son las fiestas; pero siempre vas a sentir que algo falta”. 

Nacho, otro de los componentes del pequeño círculo que formamos durante nuestro trabajo en San José, y Esteban, habían compartido almuerzos, viajes y multitud de noches interminables con Alex. Les pregunto si alguna vez habían sospechado algo sobre su identidad de género; ambos niegan con rotundidad. “Tuvimos serias sospechas de que esto fuera una de sus típicas bromas”, dijo Nacho. “Luego vimos que no”. También le pregunté a Flor, con quien tuvo una relación muy cercana. “Cuando me dijo que se estaba repensando su identidad, le pregunté que si pensaba que era adoptado”, dice entre risas. “Jamás me lo vi venir”. 

“Desde que tenía ocho años me ponía la ropa de mi hermana a escondidas”, dice. “De hecho, en Costa Rica tenía ropa de mujer”. Alex iba a un mall cercano a su casa con el miedo de toparse con alguien conocido. Planeaba la operación, respuestas si de pronto se cruzaba con alguno de nosotros, coartadas para justificar su presencia en tiendas del hogar. “Creo que es lo más organizado que he hecho en mi vida”, bromea. Cuando volvía a su casa, llevaba la blusa o el traje o la falda bien plegadas y escondidas debajo de una toalla o un cojín o cualquier otro complemento que sirviera para el propósito. “Haces eso, pero al mismo tiempo lo bloqueas; es tu forma de relajarte, como tu meditación”, explica. “Es estar en tu casa con esa ropa; pero nunca querer preguntarse por qué. Decirlo era enfrentarme a preguntas que eran muy fuertes”.

Su manera de vestir ahora grácil, delicada, elegante me resulta llamativa. En San José era sosa y descoordinada. “Me sentía incómoda con la ropa de hombre y entonces me daba igual”, explica. “Yo me fijaba en la ropa de mujer, la de hombre me era indiferente y por eso usaba lo que fuera: una camisa morada con un pantalón café; me tenía sin cuidado. No diría que ahora me importe la ropa; pero ahora me siento cómoda con ella, me cuido más. Si voy a un evento, el día antes pienso que puedo usar esto con esto o aquello. No estoy obsesionada; pero ahora me importa”.   

Una conversación necesaria

Al volver a su ciudad natal tras su paso por Costa Rica, y verse obligado a empezar de nuevo, Alex inició un camino de reconstrucción que le llevó a involucrarse con los temas legales que verdaderamente le interesaban; con las causas que más lo llamaban, y a volver al centro de derechos humanos de su universidad, en el que hacía años había trabajado con Sam y María. Esta aún seguía al frente del centro y acogió a Alex de regreso. 

Cuando comenzaron a salir y se fueron a vivir juntas, María se encontró con una realidad que, aunque era palmaria para ella, Alex parecía no percibir. Le explicaba a María lo que sentía, lo que estaba viviendo; pero el bloqueo era tan grande que no podía ver lo que tenía enfrente. “Es como uno de esos juegos de ilusión óptica, que cuando te dicen la forma que hay dibujada, te cambia el enfoque y entonces es cuando ves lo que estaba oculto”, explica al recordarlo. 

A diferencia del resto de las personas a las que les pregunté si intuían algo sobre la identidad de Alex, María fue taxativa: “Siempre ha habido algo en ella. Yo le decía que siempre había notado algo, en su forma de conducirse, una forma de incomodidad del espacio que ocupaba”. 

Una vez que se mudaron juntas, la incomodidad se volvió más evidente y las conversaciones sobre el tema más necesarias. “La conversación empieza porque de repente tomaba mi ropa”, dice María”. “Empezó con ‘creo que me gusta mostrarme de esta forma, ponerme esto’, y luego a ser más profundo y hablar sobre quién es. Ese momento de entender qué es, generó mucho conflicto; pero a su vez la incomodidad empezó a bajar. Primero comenzó con un cómo mostrarse y luego un decidir quién es y cómo es y quién ha sido siempre”.

“Cuando estaba con María me desinhibía más”, reconoce. “Cuando conocía a alguien, forzaba la voz, la ponía más ronca; pero con María había más apertura. Una vez le dije lo que sentía y ella me dijo: ‘sinceramente, yo creo que eres trans; pero no te has dado cuenta. A partir de ese momento lo vi y a los días le dije que creía que tenía razón”. 

Es entonces cuando comienzan a decirse cosas en voz alta, a exteriorizar por primera vez, y se origina el cambio. 

¡Vivan las novias!

En diciembre de 2019, Alex informó a Flor de su transición. Le mandó un audio con el que Flor recuerda haber sufrido enormemente por no poder reaccionar a lo que estaba oyendo al no encontrarse sola en el momento. “Ahora ya no me identifico como hombre; comencé a usar ropa de mujer en la casa”, le dijo. Flor, que tiene esta manera de sacarle punta a las cosas desde su argentinidad más espontánea, me lo cuenta y explica: “Esto en diciembre de 2019; y yo lo había visto en mayo de ese mismo año, con bigote mexicano y sombrero”. 

En enero de 2020, María invitó a Sam a su casa a cenar porque quería contarle algo, le dijo. “Durante todo ese tiempo no había visto a Alex porque estaba enfermo y nadie podía verlo”, subraya Sam. “Cuando llegué a la casa, [María] me dijo que Alex iba a venir después, y entonces me contó que estaba transicionando a mujer. Me contó algunas cosas de cómo ella se dio cuenta, de cómo él le dijo y demás”, añade. “Llegó Alex con su nerviosismo, con una blusa de flores, con el pelo largo, y esta sensación de abrazarla y decirle ‘todo está bien, aquí estamos contigo’, y sentí una sensación de quererla recibir a la womenhood. Esa noche conversamos y recuerdo la sensación de verla expuesta, vulnerable”.

La mayoría de las personas que asistieron a la boda de Alex y María, en febrero de 2020, creyeron que asistían a la boda convencional de una pareja cisgénero. Solo algunas personas sabían que Alex había comenzado la transición e incluso el tratamiento hormonal. Sam y Flor, las únicas de nuestro círculo en Costa Rica que acudieron, nos mandaban fotos y vídeos más y más borrosos conforme avanzaba la celebración, retransmitiendo el evento del año, celebrando con sus dos amigas.  

Tiempo después, quizá más del que se hubiera tardado la gente en enterarse si no hubiera habido una pandemia, Alex terminó de contarles a todos sus familiares y fue solo entonces cuando María hizo lo propio con los suyos. 

“Mi familia se quedó en shock al pensar: ‘te casaste con un hombre, ahora estás con una mujer; no estoy entendiendo. Entonces, ¿tú qué eres?, ¿eres lesbiana?, ¿cuál es tu orientación? De la LGTBQI+, ¿dónde estás?’. Y fue complejo porque yo nunca antes había estado con ninguna mujer; pero ahora sí lo estoy. Yo amo y me atrae Alex, que es una mujer; pero no puedo decirme lesbiana. Para mí fue entender dónde estoy en estos momentos y darme cuenta de que no necesito ponerme en ninguna letra, ponerme en ningún lugar; no necesito identificarme con nada. Pero eso les cuesta mucho a las personas entenderlo; siempre está la narrativa de que uno nace con una orientación sexual y se muere con esa”. 

Aquella boda fue parte de la transición que ambas están viviendo. Alex camino a su identidad y María ajustándose a ese nuevo rol que la sociedad señala, como si fuera algo raro, sospechoso, “si te casas con un hombre y transiciona a mujer, ese hombre te engañó, nunca te dijo que era mujer y quiere amarrarte a ella”, le dicen algunas personas. La imagino dando explicaciones a todo el mundo, en la tarea ardua e imposible de que la gente entienda; pero ella lo tiene claro: “Yo asumí decir ‘soy esto y esto’, pero tampoco puedo acompañarlos ni educarlos. Mira, si quieres saber más, aquí hay un PDF, hay un pódcast. Yo estoy bien”, dice. “Mi madre me preguntó sobre mi orientación sexual. Contesté: Solo puedo decirte que quiero a Alex”. 

 ¿Qué es ser mujer?

“Al principio teorizaba mucho sobre qué es ser mujer; pero no me sirve ahora para mi proceso porque no necesito teorizarlo. No necesito ni siento que se me pueda poner la carga científica de tener que dar explicaciones de por qué se da esto para ser yo y para que se respeten mis derechos”. 

Más allá de la controversia que ha surgido en los últimos años alrededor de las llamadas TERF de manera despectiva, hay una concepción sobre la feminidad que se ve reflejada en estereotipos proyectados por la moda, los medios, el cine, etcétera; pero también una idea de lo que es o no una mujer. Pero, ¿quién marca estos estándares, quién los define? 

“Yo no soy una mujer cis. Hay cosas que no voy a vivir nunca; no sé lo que es menstruar y es algo muy importante en una mujer”, reflexiona Alex. “Son experiencias que no he tenido; pero sé que, en general, no todas las mujeres comparten lo mismo. Puedo asegurar que muchas cosas de mi vida como mujer trans blanca se parecen más a la vida de las mujeres cis blancas, que lo que la vida de estas mujeres cis blancas tienen en común con la vida de mujeres indígenas o afroamericanas precarizadas. Hay un chorro de experiencias de mujeres que no entendemos”. 

Para 2023 Alex terminará su proceso hormonal. Cuando la escucho hablar sobre el tema, vuelve la inseguridad de antaño. Aún tiene muchas dudas sobre cómo luce, cómo la ve la gente por la calle. Dice que no busca ser femenina sino ser ella misma; pero es evidente, y comprensible, que la enorgullezca el hecho de que ya nadie usa el pronombre masculino para referirse a ella. Alex ahora tiene los brazos más delgados, la piel más tersa y hasta las entradas que tenía en el pelo se han recubierto. Además, tiene tetas. “Me salió el estornudo”, bromea. “No me interesa el tamaño; si me dices que así se van a quedar, estoy contenta”.  

El ser mujer hace que ahora haters la insulten por Internet llamándola puta o deseándole que alguien la viole. La han acosado en un concierto al que fue con sus amigas. Y, al pararla la policía, María tuvo que recordarle que ahora es una mujer así como cuando circulan por la noche, en un estado como Nuevo León, con casos frecuentes de desaparición de mujeres.   

“Alex está intentando entender qué mujer quiere ser. Empezó intentando crear un molde de lo que creemos que es una mujer; incluso con las manos, cuando habla, trata de calzar en ese molde. Está viendo qué mujer quiere ser y eventualmente lo será; pero ahora está viendo cómo conducirse en el mundo de forma distinta. La transición va a terminar cuando se vea a gusto con lo que ve en el espejo”, considera María. “Ahora tiene muchas exigencias de cómo verse; pero en diez años va a ser distinto, va a tener pelo en el cachete y le va a dar igual. No solo en lo físico, sino  también en lo societal ha de entender qué significa ser mujer”. 

Una endocrinóloga le dijo a Alex que su período de transición iba a sentirse como una especie de adolescencia; la etapa en la que hay necesidad de maquillarse mucho, hacerse mil fotos, sentirse vista. “Cuando comencé a vestirme de mujer, lo hice muy feminizada, muy al extremo. No me gustaba y lo fui modulando”, admite Alex, que, a pesar de tener tensiones con su esposa cuando discuten sobre qué es ser mujer, coincide con que cada quien es la mujer que quiere ser y necesita.   

“Eso de que las mujeres trans solo toman lo estereotipado de lo que es la mujer, me parece una crítica muy injusta”, dice María. “Lo que necesite en estos momentos estará bien. Cuando eres cis género criticas desde ese privilegio”.

El duelo

El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales señala que la categoría de duelo puede usarse cuando el objeto de atención clínica es una reacción a la pérdida de una persona querida. Sam me habla de este proceso: “Al escuchar por primera vez a Alex en un video, sentí el luto de saber que nunca iba a ver a él-Alex y que esa parte había terminado. Era una nueva versión de ella y lo sentí como un sinking the heart al saber que a ese amigo con el que tanto había construido no lo iba a ver, al menos como lo conocía. Y mezclado con esa emoción, había un orgullo muy grande de verla finalmente abrirse y ser quien es; porque eso es lo que sentía que le faltaba desde que la conocí. Esta seguridad y confianza no se la conocí como varón, se la he conocido como mujer”.

Sam se pone la mano en el pecho al hablar del amigo que ya no está; pero a la vez se le iluminan los ojos al hablar de la nueva fortaleza que ha surgido con su amiga Alex y que la ha llevado a posicionarse como una mujer influyente y reconocida en sus luchas por los derechos humanos. 

Flor vive la historia desde otros sitio: “Pensé que iba a ver un cambio, que no me iba a acostumbrar, que mis recuerdos con Alex iban a ser siempre como hombre; pero ya medio me acostumbré. No siento que haya cambiado. Incluso, a veces, le hago chistes de que se pinta más que yo, se arregla el pelo más que yo. La panza cervecera no la vas a perder nunca, le digo, pero seguro que vas a tener más tetas que yo”.

Alex ha de vivir las dos caras del duelo. Por un lado, el duelo de los demás. “Mucha gente cuando se enteró, tuvo la reacción de sentir que me morí y no se pudo despedir”, dice, y recuerda que le contaron que cuando un amigo supo de su transición, se puso a ver fotos viejas de los dos como si hubiera fallecido, durante horas. Pero, por otro lado, Alex ha de enfrentarse también al que ocupaba su lugar. “Sé que pasó algo antes, no es que murió una persona y aparecí yo”, explica Alex subrayando la obviedad con el gesto. “No estás conociendo a nadie nuevo; soy yo, pero mejor, sin velo. Soy consciente de que es una continuidad, pero ahorita estoy en un proceso como que estoy reconciliándome con eso, asumiendo que Alejandro [su nombre anterior en el registro] es Alejandra [su nombre actual]; pero que Alejandra estaba en otras cosas por circunstancias de la vida. Al final del día quien estaba deprimida en Costa Rica era Alejandra; al final del día la que no entendía en Bogotá por qué se sentía como se sentía, era Alejandra. Ando trabajando en esta conciliación”. 

Sobre la dualidad, María siempre ha sido muy clara con Alex: “Yo no puedo matar a Alejandro, le decía; lo conozco desde que es un adolescente de 13 años. Me casé con Alejandro; no puedo borrarlo de la mente. Tienes que entender que Alejandro me trajo hacia ti, se fue y está bien, no lo extraño; me quedo con Alejandra; estoy muy feliz con ella. Pero Alejandro es el puente que me trajo hasta Alejandra”. 

Sin embargo, si alguien sube a redes alguna foto antigua de Alex, le cuesta aceptarlo. 

Esteban y Nacho me dicen que borró de su Facebook las fotos que tenía de cuando los tres hicieron un viaje juntos. Un viaje que, aunque Alex considera uno de sus favoritos, no fue ella quien lo hizo, sino ese otro quien la tuvo secuestrada durante muchos años. “Me cuesta reconciliar los recuerdos de viajes y de gente que conocí, cosas de satisfacción que ahora siento que son ajenas. Es un sentimiento como si no hubiera sido nunca esa persona, que nunca estuve allá”. 

Esteban me sorprende cuando dice, desde la más profunda añoranza, que la relación con Alex ha cambiado desde que ella vive en su plenitud. Se alegra del éxito que está teniendo, tanto personal como profesional; pero la extraña. El pequeño apartamento en el que vivían Nacho y Esteban en Los Yoses fue el refugio de Alex en innumerables ocasiones. “Echo en falta al Alex pre-transición, independientemente del género”, dice Nacho. “Nos dijo en su momento que todo estaba igual, solo que ahora estaba más completa, pero siento que nos ha borrado de su historia. Yo estaba muy feliz con el amigo Alex que tenía”. 

Hablan con mucho cariño pero desde la pérdida. Aun así, me dejan claro que, pese al duelo, apoyan a su amiga en este proceso y se alegran de que por fin se haya liberado. “Alex está viviendo lo que no ha podido vivir en treinta y tantos años; eso es ser quién es e implica mirar hacia adelante y, claro, puede ser difícil integrarnos en la nueva Alex”, dice Nacho, comprensivo. 

La nueva etapa Alex tiene que ver con esa posibilidad que ahora se le brinda de vivir experiencias a las que antes, como hombre, no podía acceder. En esta nueva etapa queda con sus amigas, se van juntas a festivales, pasa la noche en sus casas. Es una mujer que por fin puede ser serlo.    

Romper el miedo, crecer de nuevo

Alex dice que la suya no es una historia representativa, que no refleja lo que sufren las personas trans porque ha tenido suerte. Pero aun así, para ella, dar el paso ha sido lo más difícil que ha hecho en su vida y a veces olvida, o prefiere omitir, que sigue con muchos frentes abiertos. 

Confiesa que con su padre ha sido complejo; que todavía está en proceso de aceptar. Los dos solían ir a pescar juntos, comparten el amor por la naturaleza, por hacer cosas al aire libre y explorar sitios nuevos. Alex disfrutaba pescando con su padre quien, a su vez, se sentía orgulloso de hacer este tipo de cosas padre-hijo. “Espero que en algún momento se dé cuenta de que todo el tiempo estuvo pescando con su hija”, dice Alex, “y que puede ir a pescar con ella si quiere”.  

Al despedirnos, Alex me dice que tendríamos que juntarnos de nuevo, como antes, con Esteban y Nacho, a tomar, a reír, a fumar, y que íbamos a ver entonces que todo sigue igual. Yo le creo porque no me parece que haya cambiado, excepto para sacudirse de encima las telarañas de duda que no la dejaban ser la que siempre ha sido.


Este texto es un trabajo final de “Contar el mundo”, taller de periodismo narrativo de Late y Le Monde Diplomatique.

 

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