Cadáveres en el salón de belleza: el arte de camuflar la muerte
La última imagen sobre este mundo. La estampa antes del tránsito definitivo hacia vaya a saberse dónde o qué. Lo único cierto es la despedida, la partida. Los maquillistas de tan trascendental momento explican por qué su trabajo va más allá de “dejar lindo al difunto”.
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Miguel Prieto era un niño cuando, en la portada de una revista, vio la imagen de Óscar “Ringo” Bonavena dentro del féretro. Sintió una suerte de magnetismo por el semblante del gigante postrado que, al momento de ser retratado, contaba 33 años de vida y una semana de muerto. Miguel aún no sabía leer, pero pudo intuir lo irreversible de aquel sueño aparente.
El rostro capturado era el mismo que, en vida, había sufrido los rigores de una vertiginosa carrera boxística, truncada por un disparo. Muhammad Ali, Joe Frazier, George Chuvalo y Floyd Patterson fueron algunos de los “pesados” que tuvo como rivales. Pero las marcas de los golpes y de la muerte violenta habían desaparecido. Los estetas mortuorios habían logrado su cometido.
La mirada de Miguel se perdía por segundos mientras repasaba en su mente la portada del semanario: “En la foto se ve a Ringo como descansando; está impecable. ¡Y en 1976! No fue embalsamado, tenía sólo una tanatopraxia, pero ¡qué tanatopraxia! Yo siempre miraba la foto y decía, ‘¿cómo hicieron los gringos?’”.
Así lo rememora el niño devenido tanatopractor, como suele definirse. Su profesión estaría marcada por aquella impresión temprana.
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Es de noche y el frío invernal arremete contra las casas bajas de Parque Patricios. En la segunda mitad del siglo XIX este barrio porteño improvisó un cementerio público (en el actual Parque Florentino Ameghino), a donde iban a parar las víctimas de las epidemias de fiebre amarilla que azotaron la ciudad.
Es la zona en la que se encuentra la casa de sepelios en la que trabaja Miguel. En ciento cincuenta años ha cambiado prácticamente todo; pero la muerte sigue siendo imprevisible y perturbadora, y el personal funerario debe correr detrás de los tiempos que impone.
Las instalaciones de la empresa son modestas. Apenas traspasadas las puertas de vidrio, un pequeño cuarto funciona como recepción, pintado de un blanco que el paso del tiempo ha opacado. Contra la pared izquierda, un ataúd cerrado confirma lo que sucede ahí dentro. Al fondo, un vano conduce a la única sala velatoria. En su interior, la iluminación tenue acentúa el clima gélido de junio.
Miguel aprovecha la vigilia que exige su labor para explicar la naturaleza del oficio: “En cierta medida, es un trabajo muy creativo y siempre hay algo nuevo para aprender. Por ejemplo, en una oportunidad vino una peluquera a capacitarse y, cuando vio cómo yo peinaba a un difunto, me dijo: ‘No, tenés que darle forma con un secador de pelo, con un peine de cola, un poquito’. En este trabajo hay mucho de estética; pero también de química, de medicina”.
El procedimiento de la tanatopraxia va más allá de una disimulación cosmética de la muerte, que es sólo la última etapa del proceso y se conoce como tanatoestética. Antes se reemplaza la sangre con productos preservantes y colorantes; se aspiran gases que la descomposición interna produce y, en ocasiones, se administran químicos que se fijan a los tejidos de la piel para ralentizar el deterioro temprano del cadáver. Como gustan decir en el sector, se “pone pausa” a la putrefacción.
A diferencia del embalsamamiento, la tanatopraxia no requiere de la extracción de ningún órgano. Es mucho menos invasiva. Además, se distingue de los procedimientos tradicionales de preservación, que utilizan compuestos químicos a base de formaldehído o metanal (conocido como formol). Esta solución, altamente tóxica, perjudica no sólo la maleabilidad y apariencia del cadáver (provoca rigidez, fragilidad de los miembros y tonalidades verduzco-amoratada de la piel), sino además la salud de quien lo manipula.
Se suele contratar al tanatopracta para dejar “presentable” a un fallecido; pero los servicios pueden tener, además, fines higiénico-sanitarios (cuando el fallecimiento se produjo por enfermedad infecto-contagiosa), médico-legales (preservación de los restos para realizar pericias forenses) o médico-científicos (estudios de anatomía).
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El mate cocido parece surtir efecto y el frío cede un poco. Entre sorbos, Miguel insiste: su tarea tiene un carácter reparador para quienes lloran a un ser querido. “Cuando una persona muere, el rostro expresa el padecimiento; lo que sintió al morir. Yo puedo cambiar esa expresión y que la gente que viene a despedirla diga: ‘Parece que está durmiendo’, ‘…que está tranquilo’. Obviamente, para ellos es terrible porque se les murió alguien a quien querían mucho; pero imaginate lo traumático que sería si ven al fallecido con la cara demacrada o la boca abierta. O que no puedan acercarse al ataúd por el olor que despide el cuerpo, o porque hay derrame de líquidos”, agrega.
Aún hoy Miguel se sorprende cuando los deudos le agradecen sus servicios, a pesar del dolor. Con una sonrisa cargada de tristeza, los familiares se esfuerzan por reconocer el trato dado a sus seres queridos.
Pero las muertes no siempre son ajenas. Hace poco a Miguel le tocó transitar la pérdida de su propia madre. “Fui a retirarla de la morgue y el tipo que me recibió ni se dio cuenta de que era un familiar mío. Se lo dijo después mi compañero de la funeraria. Me había visto prepararla y todo. Estaba concentrado para que todo saliera lo mejor posible, con todo el dolor que representaba y lo destrozado que yo estaba. El problema fue cuando terminé el trabajo y me di cuenta de que era mi último contacto con ella; que me quedaba solo. Cuando llegué a casa, me vine abajo; tomé conciencia de la ausencia. Más allá de la tristeza, pude quedarme tranquilo al saber que la traté yo, con todo el cuidado y el afecto. No tuve que quedarme con la amargura de no poder hacerlo y que la preparara otra persona.” Gracias a la tanatopraxia, su madre pudo irse bella. Sería su último regalo.
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A la hora de identificar un posible origen de la tanatopraxia, algunos colegas se remontan a los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XIX. Entonces, señalan, los sepultureros comenzaron a desarrollar métodos más sofisticados de tratamiento y disposición de los cadáveres. Philippes Ariès en su libro Morir en Occidente (2012) y Louis-Vincent Thomas en Antropología de la muerte (2017) destacan a un antiguo funebrero llamado Thomas Holmes.
Las crónicas de la época consultadas por los autores afirman que fue Holmes quien puso fin a la denominada “edad de hielo”, en referencia al extendido uso del sólido para la conservación de los cuerpos. El funebrero habría popularizado los procedimientos de preservación y estetización de los difuntos a lo largo y ancho del país, en momentos en que la Guerra de Secesión (1861-1865) los proveía por montones.
En cambio, Jessica Mitford, en su obra Muerte a la americana (2008), ubica los antecedentes de la práctica en el otro margen del Atlántico, en Inglaterra. Reconoce como precursor al médico William Hunter. La historia cuenta que embalsamó, en 1775, el cuerpo de una mujer. Lo habría hecho con tanto éxito que su “obra” se convertiría en todo un atractivo para la época. Por años, continúa el relato, los curiosos pudieron contemplar a quien se apodó como “la dama conservada”. Tiempo después, sería alojada en el Museo del Real Colegio de Cirujanos de Londres, donde “sobrevivió” hasta 1941, año en que un bombardeo alemán destruyó esta y otras piezas de valor.
A pesar del tiempo transcurrido, aún hoy son pocos quienes, fuera del ámbito funerario, conocen el servicio. Y es probable que quienes hayan oído el término lo hayan hecho en circunstancias desaconsejables para ahondar en el tema: el duelo.
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Mendoza es la jurisdicción que más ha avanzado en la regulación de la tanatopraxia en Argentina. En 2009, el Consejo Deliberante de la Ciudad meridional de San Rafael promulgó una ordenanza que prescribe “la realización de la técnica de tanatopraxia en los restos que serán inhumados en estos cementerios parques” (art. 114). Con esto, argumentan, se evita la contaminación de las capas freáticas (aguas subterráneas, poco profundas).
Cinco años más tarde haría lo mismo la municipalidad de Malargüe y, en 2016, el Poder Legislativo de la Provincia sancionaría la Ley de Régimen de Sanidad Mortuoria, cuyo articulado obliga a los municipios mendocinos a adherir al marco regulatorio extraído de la ordenanza sanrafaelina.
En la provincia también se encuentra la sede de la Cámara Argentina de Tanatopraxia, Tanatoprácticos y Afines (C.A.T.T.Y.A.), que reúne algunas de las funerarias que ofrecen el servicio. Su presidente fundador, el tanatopracta Guillermo Mangione, se desempeña además en el área de Disección Cadavérica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Cuyo.
“El trabajo que hemos hecho con los médicos de la universidad —destaca Mangione—, permitió, a través de la tanatopraxia, descubrir dos arterias perforantes del cerebelo que no estaban descritas en ningún libro de anatomía. Por eso nuestro trabajo va más allá de ‘dejar lindo a un difunto’. Ayuda a conocer más cabalmente el cuerpo humano”.
Con el advenimiento de la pandemia de COVID-19, el aumento acelerado de fallecimientos alarmó a las autoridades sanitarias. Al problema del destino final de los fallecidos se sumaba el riesgo de contagio. El Ministerio de Salud de la Nación y la cartera homónima del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires se apresuraron a publicar una serie de recomendaciones y procedimientos para manejo y disposición de cadáveres. Se sugiere explícitamente interrumpir, entre otros, los tratamientos de tanatopraxia y tanatoestética, con el fin de prevenir el contagio del personal hospitalario y/o funerario.
La mención contrasta con el vacío jurídico preexistente sobre estas prácticas. Hoy, mitigada la crisis pandémica y relajados los protocolos de cuidado, los muertos pueden partir, de nuevo, con expresión de paz.
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En la redacción de las normativas mendocinas sobre tanatopraxia, tuvo un rol protagónico el conocido tanatólogo Ricardo Péculo.
Cansado del ritmo impetuoso de Buenos Aires, Péculo decidió radicarse hace años en una pequeña ciudad del interior argentino. Sin embargo, no renunció a su oficio de toda la vida. “No sé hacer otra cosa”, dice con humor. “Es algo que amo, que siempre me apasionó y me apasiona”.
Actualmente, alterna sus labores funerarias con capacitaciones sobre la materia en el país y en el extranjero. Ha sabido convertirse en una autoridad del mundo tanatológico. A menudo aparece en medios de comunicación nacionales y llegó a tener un programa televisivo, “De aquí a la eternidad”, emitido entre 2008 y 2009 por el canal de cable Utilísima Satelital.
“Hace unos días vi en Netflix un documental sobre el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas y, en un momento, aparezco al lado del cortejo. Me acuerdo que les sugerí a los colegas que cargaban el ataúd que levantaran sus cámaras de fotos. ¡Esa imagen recorrió el mundo!”, evoca. Algo similar sucedió cuando depositó sobre el féretro de Rubén Juárez el bandoneón del músico.
El carácter afable de Péculo contrasta con la imagen sombría y luctuosa con que se suele representar a los “funebreros”.
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—¿Usted qué se piensa, que mi madre es una prostituta? —lo increpa sorpresivamente un hombre.
—No.
—Entonces, ¿por qué le dejó las uñas así?
—Pero si es el mismo color que tenía cuando la trajeron…
—No me importa, ¡ya le saca ese esmalte!
Quien relata el altercado es uno de sus protagonistas, el tanatopracta Daniel Carunchio. Desde entonces es más cauteloso al elegir las tonalidades que “embellecerán” las partes visibles del difunto.
A Daniel lo apodan “el embalsamador de los presidentes”. En su portafolio figura el acondicionamiento de los cadáveres de los exmandatarios Arturo Frondizi y Fernando de la Rúa. También intervino en la preparación de los restos de Juan Domingo Perón, para su posterior traslado a la Quinta de San Vicente, donde descansan hoy. “Inicialmente, la idea era exhibir el cuerpo del General en un mausoleo que iban a habilitar en la quinta”, se explaya sobre el último personaje, que dio origen a su mote presidencialista.
Sobre la frustración del plan, Daniel no tiene mucha información: “Estaba todo listo; incluso hay un tanatorio al lado del mausoleo para dejar los restos en condiciones. Pero bueno, los dirigentes no se pusieron de acuerdo. Participé en un montón de reuniones en las que estaban todas las figuras políticas de la época: Lorenzo Miguel, Antonio Cafiero, Gerónimo “Momo” Venegas, Antonio Arcuri y muchísimos más… Un año antes del traslado iba todas las semanas a la quinta para ultimar detalles; me había preparado mucho para eso”.
A mediados de los noventa, Daniel recorrió el mundo para aprender más sobre la técnica. “Viajé muchísimo con mi tío [el fallecido Alfredo Péculo, hermano de Ricardo, y precursor del rubro]. Visitamos Moscú y Pekín para aprender sobre los métodos que usaron en los cuerpos de Lenin y Mao [Zedong]. Aprovechamos el nombramiento de Alfredo al frente de la Federación Internacional de Asociaciones Tanatológicas para entrevistarnos con algunos de los tanatopractas más importantes del mundo. Eso fue en los Países Bajos y, de ahí, nos fuimos a hacer el recorrido por Europa del Este y Asia”, dice.
Carunchio aún conserva fresca la impresión que le causó abrir el féretro de Perón y manipular sus restos: “Fue muy fuerte todo. Imaginate que, desde la profanación de sus manos, nadie había ingresado a la bóveda. El problema era que, después del robo, no sellaron bien el cajón. Se formó toda una capa de hongos, similar a la que suele aparecer en las latas de tomate, ¿te ubicás?”.
Desde un comienzo, la iniciativa de trasladar los restos de Perón debió sortear numerosos obstáculos. “Habíamos reservado las instalaciones de la Morgue de la Facultad de Medicina [de la Universidad Nacional de Buenos Aires] para tratar los restos. Antes, la universidad nos puso un honorario simbólico de $1 porque, al ser una institución pública, no podían ingresar ahí personas ajenas con fines no educativos, digamos. Justo cuando estábamos por dirigirnos a la facultad, aparece el abogado de la Sra. Martha Holgado [presunta hija no reconocida de Perón] y queda todo truncado. Entonces, ordenan hacer las extracciones de ADN, se cambia la caja metálica y hacemos directamente el traslado a San Vicente, sin poder acondicionar el cuerpo”.
Debieron desmentir versiones que ponían en duda el destino del cuerpo. “Antes de trasladar los restos, tuvimos que pedir tres ataúdes de diferentes tamaños. Los hongos tapaban el vidrio del féretro y no sabíamos bien cuál era la medida del cuerpo. Una vez que elegimos el ataúd adecuado, devolvimos los otros al fabricante. La gente que estaba afuera del Cementerio de la Chacarita vio que por una puerta salíamos nosotros en una ambulancia hacia la Morgue y, por otra, los ataúdes (vacíos). Entonces empezaron a decir: ‘Se llevaron a Perón por otro lado ¡Se lo están robando!’. Inventaron una historia de película”.
Encima, se produjeron incidentes durante el traslado a San Vicente. Pugnas partidarias y sindicales se resolvían por medio de disparos, pedradas y botellazos, mientras el resto del cortejo continuaba su recorrido a duras penas. Daniel, que iba sobre la cureña, vio cómo en pocos minutos se arruinó todo el acto.
“Hoy podríamos tener nuestro propio Lenin o Mao acá en Argentina”, se lamenta.
Luego del episodio, volvería a “darle mantenimiento” al cuerpo de Perón. “Le colocaba algunos líquidos por la válvula… pero, por el momento, lo de exhibirlo está todo frenado”, dice con resignación.
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Miguel se levanta de pronto y se dirige a un antiguo armario de chapa que se encuentra al lado de la cocina. Al rato, vuelve con una pequeña urna: “Esto también lo hago yo”.
El gusto por la carpintería le permitió vincularse con el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Lo contactaron para comprarle unas urnas para restos óseos que había comenzado a construir hacía poco. El EAAF estaba analizando material hallado en las fosas comunes abiertas durante la última dictadura cívico-militar que asoló el país (1976-1983). Luego de la exhumación de los cadáveres, los científicos cotejaban las muestras de ADN con las de su banco de datos. Finalizado el proceso, los restos eran devueltos a los familiares. El Equipo llama el procedimiento “restitución”.
“Al principio lo veía como una oportunidad de venta común y corriente; no significaba para mí nada especial. Tomé conciencia de lo que realmente era cuando vi publicadas las fotos, y a los familiares abrazados a las urnas emocionados y… es la primera vez que hablo sobre esto, y me conmueve mucho. Ahí me di cuenta de lo que es. Algo que les inculco a quienes trabajan conmigo es que dejen la urna perfecta. Para nosotros parece sólo una cajita; pero para ellos tiene un valor afectivo enorme, contiene a su familiar recuperado. El grabado del nombre, la terminación, todo tiene que estar hecho con amor”.
Desde que fue fundado en 1984, el EAAF ha recuperado 1.400 cuerpos e identificado a más de 800 víctimas, sólo en Argentina[1]. Asimismo, integran el organismo forense el Plan Proyecto Humanitario Malvinas, que hasta el momento ha logrado identificar los restos de 115 soldados argentinos enterrados como NN (“nombre desconocido”, por sus iniciales en latín) en el cementerio militar de Darwin, en las Islas Malvinas.
“Me imagino la pérdida, a eso súmale el tiempo que estuvieron alejados, buscándolos… Estas cosas terribles que pasaron en nuestro país. En mi Facebook posteé algunas fotos de un encuentro del EAAF, porque estaba orgulloso. A mi manera, también formé parte de la ceremonia de restitución. Y el Equipo confió en mí para eso”, continúa Miguel. “No es un trabajo cualquiera, que uno hace para tener un ingreso; es un trabajo en el cual hay algo más”, insiste.
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Lo alarman sonidos aislados provenientes de la calle. Es de madrugada y todavía faltan unas horas para que finalice su guardia. “Puede ser alguien que viene por el servicio”, se excusa.
En las tazas vacías se conserva la marca del nivel verduzco alcanzado hace instantes por el mate cocido. El frío no da tregua.
Para darle un término cortés a la charla, Miguel se pone de pie y lleva las tazas a la cocina contigua. A su regreso, sentencia: “La muerte es pudrición y olvido. Y nosotros combatimos contra eso”.
De regreso, el colectivo toma la calle Luna y enseguida se alza soberbio el estadio del Club Huracán. El azar puede ser caprichoso: la tribuna popular local lleva el nombre de su hincha más querido: Ringo. A unas cuadras de allí se encuentra el Monumento a las víctimas de la fiebre amarilla. En una de sus caras aparece esculpida la famosa escena que pintara Juan Manuel Blanes sobre el episodio.
El rostro rozagante del boxeador contrasta con el ocre de la difunta de Blanes. Es lógico: en la Buenos Aires del siglo XIX no existía la tanatopraxia.
[1] Según fuentes del mismo organismo. Disponible en: https://eaaf.org/eaaf-en-el-mundo/argentina/
Este texto es un trabajo final de “Contar el mundo”, taller de periodismo narrativo de Late y Le Monde Diplomatique.
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