| septiembre 2022, Por Daniela Boo

Tremendamente ahora

Relacionarse cuesta tanto como un teléfono de última generación o una entrada para ver al artista de moda. Relacionarse con otras personas, de forma íntima, es una de las maneras de intercambio más consumistas que hay. La interacción muta en negociación y ésta es tan líquida que apenas alcanza a percibirse. Una crónica sobre la dificultad del presente, el peso del pasado y la incertidumbre del futuro en las relaciones interpersonales*. 

Soy una chica de los 90. Durante mi adolescencia leía revistas del tipo TKM o PopStars donde abundaban temáticas de ídolos y belleza, la música pop, la moda, el horóscopo, las cartas de otras lectoras, los pósters, las historias de amor. Era fanática de los test de personalidad y las encuestas: «¿Cómo encontrar al amor de tu vida?», «10 preguntas para saber si el chico que te gusta te invitará a salir. Al final, sumas las opciones que elegiste y ¡sabrás cuánto te ama!». Quería que algo me asegurara que iba a encontrar a un chico para mí o que él me iba a encontrar a mí o que, al menos, estaría cerca de sentir eso tan maravilloso que dicen que es estar enamorada (era lo que me interesaba, no importaba con quién). Las comedias románticas de Hollywood estaban en una cresta gigante y trajeron a la nueva Cenicienta con Chad Michael Murray como el único hombre posible con las características que, creí, todas soñamos: lindo, inteligente, amable, simpático, popular. Toda esa información trituró mis ideas y de verdad creo que me cuesta ¿conseguir? ¿conocer? hombres porque nunca estoy del todo convencida de si puedo llegar a gustarles, ¿estaré a la altura de tal perfección? ¿Será acaso que mi vara está muy alta en expectativas y muy baja en realidades? ¿Existen hombres, mujeres, personas así? Gabriela, mi analista, ya me lo dijo: «Antes que nada ¡¡¡Te tiene que gustar a vos!!! No a todas». 

Gastón fue el primero y el más dulce que conocí. Era rubio de ojos celestes y bueno, completamente bueno. Jamás lo había visto hasta que nos conocimos en un viaje con amigos al carnaval de Gualeguaychú. Me dijo que se enamoró de mí cuando me vio bailar en la orilla del río. Las fotos que sacó de mi rostro veinteañero tienen un lugar especial en la carpeta privada de la computadora. Con él perdí la virginidad, o tuve sexo por primera vez, o fue la primera oportunidad en que hice el amor. Lo quise dos años y ya está. Guido era flaco, alto y largo. Fue el único hincha de River Plate con el que me acerqué tanto; mi amor por Boca también es romántico y las peleas por rivalidad siempre terminaban con final feliz. Supe que él se enamoró de mí; ahí fue cuando creí que me gustaba pero duró poco y nada eso que tuvimos y me quedé fantasmeando en un sufrimiento falso, queriéndome convencer de que perdí esa oportunidad. Luciano, cosita rica, andaba en cualquiera; fui un buen salvavidas para él y después él lo fue para mí. Divertido, bueno, fumón. Todavía lo quiero pero no como pareja. Mi sentimiento ya se terminó. Antes de Luciano, estuvo Rodrigo, o está Rodrigo, o qué sé yo. Apareció cuando fui a vivir la experiencia Working Holiday en Australia, una visa que te permite trabajar y residir legalmente durante un año en ese y otros países aledaños. A menudo pienso en cuánto tengo para escribir sobre él, creo que lo necesito. Tanto me pasa por la cabeza cuando lo pienso, tanto sentí dentro mío. Me cuesta escribir sobre esto, es como si viniese algo que no quiero sentir otra vez. Igualmente, ya nada es lo mismo; fue así en su momento, así de hermoso, intenso y doloroso. A veces quiero abrazarlo, mirarlo otra vez y que me mire y se nos esboza una sonrisa a los dos porque nos entendemos y nos hacemos la compañía que nadie nos hizo antes. Extraño lo que éramos, lo que habíamos construido, que solo nosotros dos entendíamos. Las palabras pueden orientarnos pero nunca lo pudimos poner en palabras. Dolió porque fue hermoso también. Los extremos se hicieron más presentes que nunca y olerlo era sabor. Tocarlo, intensidad. Y la mirada, su mirada… saber que todo estaba bien. Saber que ninguno de los dos quería más que estar así, juntos y libres entre los dos, porque él me quería a mí y yo lo quería a él y entonces nos tratábamos con amor. Tanta intensidad hizo confusiones, él tenía muy claro cómo seguía la vida pero yo no estaba convencida de seguirla lejos suyo. ¿Cómo iba a hacer? ¿A quién iba a mirar? ¿A quién le podía contar francamente todo lo que me pasaba por el cuerpo y la cabeza? Mis amigos me decían que lo dejara, que ya está, que diera vuelta a la página pero, ¿cómo hacer? Si nadie más que nosotros sintió esto; porque ¿entender?, nunca pudimos entenderlo. Quiero escribir mil textos más sobre él. Nunca pude sentir bronca. No me sale. Quiero decirle que fue increíble cada uno de los momentos y espero tranquila los nuevos, pero aquellos no los puedo olvidar. Me enseñó que nada es tremendamente para siempre, todo es tremendamente ahora. Eso fue lo nuestro, mi compañero y amigo. Fue como vivir la vida arriba de un escenario.

El marzo que volé a Nueva Zelanda tenía muchas más dudas que certezas. Apenas subí al avión, vi a un chico que tenía los pelos teñidos como futbolista; llamó mi atención primero por futbolista pero sobre todo porque él también me miró y percibí cómo se despertó la suspicacia. Después de trece horas de vuelo y algunos cruces de miradas, llegó el momento de bajar. Circular por los aeropuertos durante dos años me dio la impresionante facilidad de percibir quién está en modo viajero. Se me acercó un tucumano con la intención de que diéramos nuestros primeros pasos de visa juntos: cambiar plata y comprar un chip para el teléfono. Mientras el empleado configuraba los WhatsApp para mantener el número argentino, apareció Horacio, el futbolista teñido, porque se dió cuenta de la situación. Resulta que era su segundo arribo al país, ya había hecho su Working Holiday Visa y vivía ahí hace algún tiempo; se dedicaba a jugar como profesional en el equipo de fútbol de una isla al lado de la capital. Casualmente, mi itinerario consistía en que desde Auckland debía tomar el ferry para Waiheke, donde estaban dos cordobeses que había conocido en Tailandia. Horacio se veía entusiasmado con la afinidad de las circunstancias, así que tomamos el barco mientras relatamos nuestros últimos meses de vida. Le conté que me esperaban mis amigos en la isla, más precisamente en un lugar que le llaman “la comunidad” y su cara de asco fue indisimulable. Nuestra conversación me calentó un poco, así que intercambiamos números de teléfono con dos excusas: mi gran interés por ver fútbol donde sea, como sea y con quienes sea y la posibilidad de quedarme en contacto con alguien que ya conocía el lugar. Nos separamos, yo convencida de que volvería a verlo. 

Sebastián esperaba en el puerto; días antes me contó que el lugar donde vivían iba a gustarme mucho porque había gente de todos lados, tocaban la guitarra y fumaban porro. “La Community”, la comunidad, ¿la comodidad? un espacio para viajeros. Con Sebi subí a un auto prestado porque él se manejaba en moto pero era imposible trasladar mi mochila por ese medio. La recepción me dejó un poco en shock: este era el espacio más jipi que había visto y, encima, era el lugar donde iba a vivir. Me dio pudor poner cara de asco al ver los cuatro o cinco domos y la cocina; el rejunte de sábanas, sillones y sillas en los espacios comunes me daban la sensación de que debía buscar pronto otra casa, u otra ciudad, o tomar otra decisión. Me encontré con mayor población de moscas que de humanos. No pude decir nada porque yo también estaba dentro del juego, sabía lo que era vivir en pocilgas, creí en las palabras de Seba y no tuve la confianza de poner cara de asco porque tampoco tenía muchas otras posibilidades. Había dos franceses, un sueco que parecía alemán, un tano que hablaba algo de español, la eslovena Stanislava que dormía en la cucha de perros adaptada a personas, un australiano que acababa de salir del crack, Nereo que era el enano gruñón de Blancanieves, entre otros. Algunos tocaban la guitarra y todos fumaban porro. Me adapté. Otra de las cosas que me había contado Sebi fue que su primo también vivía en ese lugar y, además de mi viejo conocido Iván, estaban Mau, Teo, Viole y Virgi de Uruguay. La certeza de sentirme en casa parecía garantizada, al menos tendría con quienes hablar de fútbol en español. 

Ilustración: Bárbara Boo @b_.arte.dg
Ilustración: Bárbara Boo @b_.arte.dg

Siempre que llego a un nuevo lugar o, mejor dicho, a un lugar donde sé que habrá hombres que no conozco, pienso en la posibilidad de encontrar a mi candidato. Ese que me está esperando, esa media naranja, esa fantasía agobiante. Viajar es un flujo de conocer gente nueva, hombres nuevos, vidas nuevas, maneras de vivir nuevas y mugre nueva. Seba es lindo, sí, pero ya se iba de la isla. Iván también, además son mis amigos y ubicándolos como amigos, se quedan por fuera de la posibilidad de ser mis príncipes azules: así me sostengo en la pérdida. Mauro estaba b u e n í s i m o pero tenía novia a la distancia. Quedaban Teo, que no me gustaba, y Tobi, el primo de Seba. Era un pendejito, pero igual le presté atención. En principio apunté por ahí porque me daba fiaca chamuyar en inglés. El problema fue cuando noté que las uruguayas tampoco habían perdido el tiempo y, aparentemente, más de una estaba buscando a su héroe, o al menos me quise convencer de eso. Claro, todos estaban juntos hace varios meses más allá de que La Community era un espacio de constante cambio de habitantes. Entendí que las atracciones sucedieron antes de mi arribo y que, además, lo inútil que soy para acercarme a un hombre sería el freno de mis intenciones. Lo inútil es en realidad miedo e inseguridad y la inagotable sensación de que la otra es mejor que yo. ¿A qué voy con esto? Ni siquiera lo tengo del todo claro, es otra de las cosas que Gabriela resalta en estos años de análisis: “Siempre crees que la otra es mejor que vos, así empezás con desventaja directamente”. También me ha dicho: “No es ‘mejor o peor’, es diferente”. Esa idea me da alivio y placer.

El día que llegué nadie tenía que trabajar. Tuve suerte porque salí a recorrer con Sebi, Iván, la banda uruguaya, Nere, Stani y Tobi. ¿Qué puedo decir de un lugar como Waiheke? The Dream Island: muchas playas con arena lisa, acantilados para saltar al agua, verdes intensos. Subidas y bajadas. Y porro, por supuesto. De pronto ya tenía otro grupo humano convertido en familia aún siendo el día 1 de mi visa neozelandesa y mis percepciones empezaron a abrirse cada vez más, hasta que en el atardecer me di cuenta de que varios estaban de ácido sin haberme convidado y que Tobi y Viole tenían onda. El día mágico terminó un poco en fiasco cuando confirmé que mi conquista ya tenía puesta una bandera.

Pasaron pocas jornadas y la comunidad se convirtió en mi casa. No era el lugar más limpio, ni el lugar más cómodo, pero todos los países me recibieron con amor, espíritu y cariño. Fue ineludible sentir pertenencia. Iván y Seba partieron pero me dejaron en un lugar seguro, sobre todo por la fortaleza de mi vínculo con Tobías. Los días parecen meses, las horas son momentos inolvidables e intensos, la solidaridad es moneda corriente, el amor abunda. Sentía celos de Viole, no sé si Tobi era mi hermano menor o mis ganas de estar con alguien pero sin lugar a dudas, lo quería para mí. Fue tan así que hasta me daba cuenta cuando estaba mal. Esa mañana antes de ir a trabajar me dijo que quería que hablemos a solas. Pensé: “Bueno, si pinta, pinta y todo bien”. Me despertó el deseo de que me deseara, que me buscara. La confianza la sentíamos, pero no la teníamos.

Una vez entrada la tarde fuimos a la carpa de yoga donde dormía el sueco para evitar interrupciones. Al ingresar respiré la cercana sensación de estar en un templo budista. Atardecía y los elementos reflejaban colores cálidos. Estaba confundida entre la calma del lugar y la cara de angustia de Tobías. Fumamos, hablamos de lo hermoso que se sentía el espacio, de por qué el sueco dormía ahí si era para todos, del hermoso vínculo que estábamos construyendo juntos y de qué onda con Viole. Esa tamaña intimidad que abrazó a la carpa pareció demasiado para lo que el tema, creí, significaba para mí. Pero después le vi la cara, las lágrimas y sentí pena. Con ese quiebre emocional supe que eso que a mí no me causaba drama, a él lo partía. A él y a muchos más. Era la primera vez más importante: la primera vez después de la primera. Me contó que le pesaba muchísimo la frustración de que no se le parara cuando estaba con Viole. Hablamos y le sirvió. Le dije que se animara a contarle lo que le pasaba, que no tenía nada de malo y que hay muchas maneras de encontrarse con otros. Sonrió y salimos de la carpa.

Yo me quedé: ¿What the fuck? ¿Por qué me pregunta esto a mí? ¿Por qué esta intimidad? ¿Creerá que tengo experiencia? ¿O necesita una imagen maternal o de hermana, que las tiene a no sé cuántos kilómetros, para sentir calma? ¿Acaso no lo puede hablar con un amigo hombre? Nos conocemos hace solo quince días. Me confesó que sentía muy a flor de piel su lado femenino; a mí me pasa lo mismo con mi lado masculino.

Tal vez la intensidad de conocer al “candidato” es solo un fantasma en la cabeza. Tal vez llegué a lugares que no fantaseé pero que sí fueron amor; lugares que fueron estar enamorada no de Chad Michael Murray sino de las personas que han pasado por mi vida, sin intentar poner el título de qué fueron o qué son porque lo que realmente me importa es lo que hicieron conmigo, cómo me transformaron, lo inspirador que resultó ser / vivir estas historias para poder contarlas, para repasar sentimientos, volver a la nostalgia sin pudor, abrir el corazón, sonar cursi y sentir la adrenalina de ser una mujer que le encantan los hombres. Qué ganas de conocer a alguien a quien le guste salir a cenar, ver pelis y comer mil Doritos, caminar de la mano y hablar profundo, fumar los domingos con el primer mate y, por supuesto, hacer el amor a la mañana… Conocer a alguien para salir del pasado, para no estar en el futuro; alguien que se anime a construir conmigo lo tremendamente hermoso que tiene el ahora.

*Los nombres de las personas referidas fueron modificados excepto por las letras iniciales.

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Esta crónica fue producida en el marco del Taller de escritura de no ficción «Se busca una realidad» impartido por Camila Fabbri y G Jaramillo  Rojas.  

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