| septiembre 2022, Por Marcela A. Martínez

Nair Mostafá: La malla rosa

A cada minuto, de cada semana, / nos roban amigas, nos matan hermanas, / destrozan sus cuerpos, los desaparecen. / No olvide sus nombres, por favor, señor presidente...

                                  “Canción sin miedo”, Vivir Quintana

Cuando a fines de 1989 terminaba de cursar la carrera de abogacía (Facultad de Derecho, UBA), tuvo lugar el femicidio de Nair Mostafá. Aún recuerdo lo mucho que nos impactó a los de mi generación. Quizás porque la víctima era una nena. Quizás porque se cuenta entre los primeros femicidios de la democracia recuperada, junto al de Jimena Hernández, un año antes, y al de María Soledad Morales, el año siguiente. Además, porque sus mamás debieron de un día para otro dedicar sus vidas a luchar por el esclarecimiento de lo sucedido ante la inacción estatal.

El de Nair ocurrió en la provincia donde siempre viví. El caso exhibió brutalmente la indiferencia y la ineptitud policial. Un profundo desencuentro con la gente del lugar que salió a las calles a expresar su indignación, recibiendo a cambio una reacción de las fuerzas de seguridad con un grado de irracionalidad superlativo.

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El 31 de diciembre de ese año era domingo. En la radio sonaba Otro día en el paraíso. Los periódicos capitalinos hablaban de dolarizar la economía, de un segundo pico de hiperinflación, de otro feriado bancario y cambiario para el martes después de las fiestas de Año Nuevo, de un aumento del “bono solidario” para los más necesitados. En el país cundía una incertidumbre vertiginosa. Todavía resonaba la salida anticipada de Alfonsín de la presidencia y la llegada de Menem al poder, en medio de una crisis socioeconómica espectacular. Mientras tanto, en la pueblerina tarde de Tres Arroyos, localidad sureña de la provincia de Buenos Aires, ese devenir transcurría con su ritmo parsimonioso. Sin que nada particular pasara, hasta entonces.

Con sus 9 años a flor de piel, Nair salió de su casa un rato antes de las 3 de la tarde hacia la pileta del Club Huracán, ubicada en la calle Suipacha 351. Cuando el vecindario seguía consagrado al rito de la siesta, sus presurosos pasos cortos iban acompañados por un sol de fuego.

Unas diez cuadras la separaban de su destino. No era extraño que una nena caminara sola a esa hora. En pueblo chico todos se conocen. Tan distinto a la ciudad de Bahía Blanca que había dejado atrás, cuando su mamá se separó de su papá. Además, realizaba ese trayecto cada tarde de verano. A menudo, a mitad de camino se le unía alguna amiga y seguían juntas. Pero ese día no.

Nair llevaba puesta una malla enteriza color rosa, una blusa con puntilla de mangas cortas y calzaba unas ojotas verdes. Iba decidida a zambullirse apenas llegara.

El reloj marcaba las 6 de la tarde. Liliana Fuentes, su mamá, marchó a buscarla desandando el camino que tantas veces habían transitado juntas. Se sorprendió cuando llegó al club y la zona de pileta estaba cerrada, un rato antes de lo habitual debido a la fecha. Revisó en el vestuario, y nada.

Volvió a su casa esperanzada en encontrarla, en que todo fuera un malentendido. Pero no. Cuando llegó solamente estaba Jacobo, su pareja de esa época. Juntos salieron a recorrer el barrio, a preguntar si la habían visto. Fueron donde sus amigas. Nadie sabía nada. Era como si se la hubiera tragado la tierra.

Ya entrada la noche, cuando todo era incertidumbre y desconcierto, Liliana se acercó a la Comisaría Primera de Tres Arroyos para denunciar la desaparición de la nena.

―Vaya tranquila señora, debe estar entretenida en lo de alguna compañera. Cualquier cosa le avisamos ―dijeron.

Las horas pasaban y Nair no aparecía. Liliana esperaba en la casa callada, tropezándose con las cosas que quedaron a medio terminar de una jornada que debió ser de fiesta.

Ninguna respuesta llegaba desde la Seccional a la que retornó en vano en otras dos ocasiones. El comisario no estaba y el subcomisario a cargo no se dignó a atenderla.

Sin saber más a quién acudir, Liliana se dirigió a la única emisora de radio AM local, LU24. Su director, Evaristo Alonso, le ofreció un micrófono y la oportunidad de que la desaparición de Nair tomara notoriedad. No la desaprovechó.

En solidaridad, los vecinos se fueron congregando en Plaza San Martín, frente al edificio de la municipalidad, para ofrecer su colaboración. Apoyados en la logística de los bomberos voluntarios se organizaron a fin de rastrillar la zona.

Cerca de la 1:15 de la madrugada del año nuevo, un poblador que se metió en los pastizales que bordeaban las vías muertas del ferrocarril Roca ―a casi dos meses de partir el último tren―, entre las calles Falucho y Brandsen, a pasos de la Escuela N° 16, se encontró con la escabrosa escena.

Pasados los festejos de la medianoche, algunos policías también habían empezado a patrullar las calles. Demasiado tarde. El nombre de Nair se había convertido en un caso.

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Nair yacía sobre el piso, medio escondida entre la vegetación del lugar, bocarriba, con la cabeza inclinada sobre su mejilla derecha, distante pocos centímetros de la base del paredón contiguo al edificio escolar. El brazo derecho estaba cubierto por el cuerpo y el izquierdo bajaba extendido hacia la zona pubiana. Los pies semiflexionados como queriendo frenar lo inevitable.

Presentaba hematomas en muslos y rodilla. También rasguños, rastros de mordeduras y de ataque sexual. Había sido estrangulada con el cordón de la mochila que le había dejado “Papá Noel” la semana anterior como regalo de Navidad. Mantenía puesta su malla rosa con manchas de sangre y semen. El flamante bolso desparramado por el pasto a unos metros.

¿Cómo habrán sido los últimos momentos de la vida de Nair? Me pregunté tantas veces.

De cara redonda, enmarcada por su melena rubia y lacia, con sus grandes ojos claros y profundos, rematados por unas pestañas separadas y arqueadas. Su toque personal. Ahí va Nair, pura inocencia, sacando aireada su pecho plano, mientras se bebe el sol a cada paso que avanza.

Imagino que de pronto una sombra gigante la toma por sorpresa. La arrastra y la revuelca por los pastizales. Ella intenta detenerse, detenerla. Pero la sombra la empuja, la zamarrea y ella cae. En el piso le pinchan los pastos secos, los abrojos. Le corre un frío por el cuerpo. En cambio, la sombra suda mucho. Pareciera que el calor intolerable le embrutece el pensamiento. Huele feo, quizás a borrachera, o a rancio. Quién sabe. Es fin de año. Todos ya han tomado mucho para entonces. La besuquea, la muerde. También su aliento parece asqueroso, agrio. La toca allí donde su mamá siempre le dijo que nadie debía hacerlo. La somete a cosas que no entiende, que la lastiman. No quiere ver. Intenta esconderse en el refugio de sus manos. No la deja. Por sus mejillas corren lágrimas de rechazo. Siente impotencia. Le suben gritos que nadie escucha. No sabe si salieron de su boca o quedaron atorados por falta de aire. Todo se vuelve confuso, oscuro. El corazón en la garganta que la asfixia. Una presión más en el cuello, un último nudo dando fin a todo. Ahogo, mucho ahogo. Ella que nadaba tan bien. Luego silencio, muerte. La sombra se endereza, se recompone y emprende la retirada. Satisfecha.

Solo el sol la vio esa tarde infernal. Solo el sol, como cantan las chicas de la banda local Lunátikas.

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Consternados, los vecinos protagonizaron una histórica pueblada frente a la Comisaría Primera de Tres Arroyos.

El diario local La voz del pueblo del 2 de enero de 1990, en una edición de emergencia, tituló: «Indignación y desborde. El aberrante crimen de una niña y la inacción policial desencadenaron una furiosa reacción popular reprimida con armas de fuego desde la comisaría». El saldo: 25 heridos, 17 vehículos destruidos, piedras por doquier, destrozos e incendio en la sede policial.

Esa noche pareció interminable.

La Confederación General del Trabajo convocó a un paro para el 2 de enero. El intendente decretó duelo administrativo y hasta el gobernador de la provincia Antonio Cafiero acudió a calmar los ánimos caldeados de los locales a los que les habló desde el balcón del edificio municipal. En el medio de ese exacerbado clima social se acercó a dar el pésame a Liliana Fuentes que llorando desconsoladamente decía:

―Mi única nenita que Dios me dio y así me la sacaron.

Él le pidió «perdón en nombre de la humanidad» y comprometió una investigación pronta y exhaustiva. Tamaña hipérbole para nada.

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Las tres autopsias que se realizaron a lo largo de la investigación confirmaron el fatal desenlace: violación, posiblemente con la introducción de un dedo, y muerte por asfixia obstructiva por objeto opresivo. También determinaron que el hecho tuvo lugar entre las 14:45 y las 16:30 horas del 31 de diciembre.

Nair nunca pudo llegar a la pileta del Club Huracán, pese a que estaba tan cerca cuando halló la muerte. Se supone además que el escenario del crimen fue donde se la encontró sin vida. Eso echó por tierra diversas hipótesis, por ejemplo, la de un eventual secuestro con asesinato en otro sitio y el posterior descarte del cadáver al lado de las vías del tren. No obstante, en la última autopsia realizada a un año de su muerte se habría comprobado la presencia de cocaína. Un dato no revelado en las anteriores y que dio pie a que se hablara de homicidio alevoso. Encima surgió la posibilidad de la intervención de más de un sujeto.

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Desde ese trágico día para Liliana todo es ayer. Seguramente sorprendida de la cantidad de pequeños momentos vividos junto a su hija que ha guardado en la memoria. Como la de la noche anterior, la del 30 de diciembre, que conversaron hasta la madrugada y se durmieron juntas en la habitación de Nair en una complicidad casi fraternal.

La candidez del pueblo se tornó irrespirable para esa mujer. Sentía la mirada de todos, la del papá de la nena, y la suya propia, clavada en la nuca, reprochándole y reprochándose: ¿Por qué la dejaste ir sola? Aunque la responsabilidad no fue de ella por confiar en lo que todos confiaban: que allí vivían seguros. Ni de Nair, por ir tan campante con su malla rosa y su mochila recién estrenada.

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Norma Monfardini, mamá de Jimena Hernández ―la niña que apareció muerta el 12 de julio de 1988 en extrañas circunstancias en el fondo de la piscina durante una competencia de natación en el colegio Santa Unión de los Sagrados Corazones en Caballito― y Liliana Fuentes se convirtieron en las caras visibles de todas las madres que buscan justicia por sus hijas violentadas; sin consciencia aún de que pueden violarnos o matarnos por el solo hecho de ser mujeres.

Juntas participaron también en Catamarca en las «Marchas del silencio» encabezadas por Ada y Elías Morales y la monja Marta Pelloni en repulsa al crimen de María Soledad, la joven desaparecida el 8 de septiembre de 1990, después de haber concurrido a una fiesta que recaudaría fondos para el viaje de egresados del secundario. Fue encontrada dos días después a la vera de la ruta 38 por unos trabajadores de vialidad, a siete kilómetros de la capital catamarqueña, salvajemente drogada, golpeada, violada y asesinada. Esas marchas se hicieron célebres como mecanismo de presión popular, pacífica, contra el amañado aparato político y judicial, remiso a investigar a «los hijos del poder».

Otra procesión de mujeres contra la barbarie. Jóvenes mamás que no anhelaban cambiar el mundo, solo saber qué les pasó a sus hijas. Verdad y justicia. Ellas también transformaron el dolor en acción, en un país que sabe de mujeres luchadoras; que parió a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo.

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El hallazgo del cuerpo de Nair reveló cómo murió. En cambio, nunca se supo quién o quiénes cometieron el delito, por qué la eligieron a ella, cuál fue el móvil.

El enorme hueco dejado por la deficiente investigación que transitó por varios jueces, tanto del fuero federal como de la jurisdicción provincial, contribuyó a que la prensa elucubrara varias historias sobre lo sucedido.

Fueron aprehendidos y enseguida liberados una decena de sospechosos sin más criterio que un identikit confeccionado a partir de la versión de unos niños que rápidamente se desdijeron.

El único procesado, y que más tiempo estuvo en prisión, fue un barrendero municipal indagado por los delitos de abuso deshonesto y homicidio preterintencional, luego declarado inimputable debido a padecer oligofrenia mayor, lo cual conllevó la nulidad de las actuaciones labradas en su contra. La familia nunca creyó que este sujeto fuera el responsable del crimen de Nair, más que un chivo expiatorio. Tan así que el diario Clarín tituló el 7 de agosto de 1990: «La madre y su abogado no quieren un «croto» de culpable».

Varios años después, el joven hijo de un hacendado se atribuyó la autoría del hecho, siendo desvinculado rápidamente y puesto en libertad por padecer esquizofrenia paranoide.

En el ínterin otros anuncios rimbombantes llenaban espacios en los periódicos. «Detienen a un violador y sospechan que es el asesino de Nair Mostafá». La noticia refería a un mecánico dental de 36 años, detenido en el conurbano bonaerense, al que se le atribuían otros casos de abuso sexual con similar modus operandi al sufrido por Nair. Se decía que había estado por la zona y que el director del hospital local lo habría reconocido como quien merodeaba el edificio durante la autopsia. Igual fue liberado.

El 16 de octubre de 1990, Clarín publicaba: «Nuevo vuelco en el caso Mostafá: podrían ser dos los asesinos de Nair». Yendo tras las pistas del posible cómplice local del referido mecánico dental, resultó detenido un vecino de la escuela donde había aparecido el cuerpo de la nena. Se empezó a hablar de un trasfondo narco en el crimen. Sobre este cauce de la investigación existía «coincidencia y optimismo» en el entorno familiar. Pero no. Los sospechosos fueron despegados del caso.

El 13 de septiembre del 2000 el matutino Página12 decía: «Más cerca del asesino de Nair Mostafá». Un estudio de ADN podría determinar la identidad del autor de prosperar el análisis «sobre un vello hallado en el pubis de Nair y rescatado ahora como prueba decisiva» por el equipo de la División Homicidios de la Policía Bonaerense dentro de un sobre de papel amarillento entre los «efectos» del expediente. Pero no. Por falta de adecuación a los protocolos, el vello no estaba en condiciones de ser analizado.

Hasta la malla rosa que vestía Nair se peritó mal. Y para colmo terminó misteriosamente perdiéndose cuando era una de las pruebas principales. Imperdonable.

El abogado de Liliana, ya separada de Jacobo, sospechaba de una enmarañada trama de mafia y drogas que recalaba hasta en el padrastro de la nena. Nada pudo corroborarse.

Tras quince años de malogrado proceso, la causa prescribió en 2005. Psicológicamente abatida por la falta de resultados, para Liliana «ganó la injusticia». A más de tres décadas, el crimen de Nair sigue siendo un misterio.

Foto Nair. Del Facebook de María Belén Goetta (fotógrafa).
El rostro de Nair en una pared. Foto: María Belén Goetta

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Tengo pocas imágenes vívidas de Liliana. La primera, cuando se lanza llorosa a los brazos del gobernador que se acerca a darle las condolencias frente a una multitud impaciente. Es el rostro de una mamá joven, de melena corta y lacia, en tono castaño. Luce una camisola clara, rosa pastel. Se ve desencajada por el dolor. Tiene que sacarse los anteojos para secarse las lágrimas. El otro recuerdo es el de una mujer empoderada. Distinta. En otra lucha. Porque al comienzo supo movilizar a una multitud para la búsqueda de su hija, mientras en esta oportunidad reclama para que paguen los culpables. Por eso peregrina por distintos canales de televisión, sola o en compañía de su abogado. Recuerdo especialmente su paso por el ciclo Parece que fue ayer emitido por canal 9, en 1992. Pese a que viste una impecable blusa de raso color fucsia con detalles de plisado en el escote, maquillaje al tono y una cabellera teñida de castaño rubio a la altura de los hombros con flequillo de época, su voz, aunque afable, también da cuenta de su cansancio.

―En este largo caminar han sido solo negativas por parte de la justicia ―repite a través del envejecido formato televisivo una mujer a la que le han estrujado la esperanza.

Entrevistada en tres momentos diferentes por Rodolfo Braceli para el libro Madre argentina hay una sola (ed. Sudamericana, 1999), cuenta que lo perdió todo: su única hija, su segundo matrimonio, su casa.

―Me vine a Buenos Aires para escapar de los rumores y la maledicencia. No hago otra cosa que trabajar. Trato de no parar y de no pensar… para no enloquecer.

Confiesa que fue terrible darse cuenta de que no volvería a ver a Nair. «Que aquí no estará más».

Hasta pensó en suicidarse. Porque además tuvo que soportar que se dijeran atrocidades de ella y su nena: «que droga, que prostitución, cualquier cosa. Ser mujer y víctima es mucho más sospechoso que ser asesino y culpable…».

Creo que en afán de preservarse se volvió casi invisible. O tal vez la elección del silencio no sea más que otra dimensión exacerbada del duelo.

Si viviera, Nair tendría 42 años. Nació el 17 de abril de 1980. Algunos años más que su mamá entonces. Por el parecido de la nariz y los ojos, esos ojos que miran profundamente, imagino que tendría una apariencia similar a la de Liliana. Que compartiría la sutil delicadeza de sus modos.

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María Belén Goetta, batera de la banda Lunátikas y fotógrafa, junto con otras jóvenes tresarroyenses, se interesaron por recordar a Nair en el aniversario número treinta de su femicidio.

Me atrevo y le comento a través de un mensaje por Instagram que escuché la canción que le dedicaron. Le pregunto si puede contarme algo más.

―Tengo un rato libre, llamame.

Lo hago.

Apenas empieza la charla, me aclara que es contemporánea de Nair, que es mamá de un nene y una nena. Suena decidida. Encadena lo que me cuenta con tal verborragia que apenas me dan las manos para ir anotándolo.

―¿Cómo nació la canción, María Belén?

―Cuando nos juntamos a ensayar fue surgiendo la necesidad de hablar de lo que pasó aquél 31 de diciembre de 1989. Un par de las chicas de la banda no habían nacido, otra era una beba, salvo yo que soy casi de la edad de Nair.  

―¿Entonces?

―Eso. En la juntada nos salía hablar de temas que nos interesan a las mujeres: la soberanía de nuestros cuerpos, la lucha por la legalización del aborto (todavía no se había sancionado la ley IVE), sobre la discriminación en los lugares de trabajo, en fin, hablábamos de muchas cosas. Y bue…, entre todo eso se dio el tema de Nair. Nos fuimos contando lo que sabíamos. De lo que nos íbamos enterando. Surgió lo de hacer una canción y enseguida fluyó la letra. En la banda yo estaba en la batería, coros y en las letras.

―¿Qué sabes de la mamá?

―Hace mucho que Liliana se fue de Tres Arroyos. No la pasó bien acá.

Dice que cuando tuvieron ocasión de contactarla para comentarle lo de la canción, se conmovió al escuchar que Liliana tenía el mismo dolor impregnado en su voz que ella cuando reclamaba justicia por su hija.

―Es el mismo tono que recordaba. Sentí el dolor en esa voz. Como si no hubiera pasado el tiempo ―se emociona, toma aire y continúa con su relato― El dolor de una madre que no tiene consuelo.

―¿Qué dijo de la canción?

―Liliana nos agradeció. Eso nos dio mucha fuerza para estrenarla. El 25 de noviembre de 2019, en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, a poco tiempo de cumplirse treinta años del femicidio, Lunátikas lanzó al público «Solo el sol la vio». Por ese tema la banda recibió el premio Agua Clara 2019, organizado anualmente por LU24 Radio Tres Arroyos.

María Belén, como otros en el vecindario y la propia Liliana Fuentes, sospecha que en el crimen de Nair no intervino un único sujeto. Considera que entre los que fueron detenidos y luego liberados estarían los culpables. A uno que es del pueblo, María Belén le apunta especialmente.

―Ese nos acosaba a las chicas del barrio.

―¿Tenes recuerdos del día del crimen?

―Tengo el recuerdo de haber ido con mi mamá a la pueblada. Hasta que escuchamos un tiro y nos refugiamos en una obra en construcción.

―El caso nos marcó mucho. Las chicas teníamos miedo de salir a la calle, de que nos pasara algo malo. Antes de lo de Nair yo iba y volvía caminando sola del colegio. Después no.

El miedo fue el sentimiento que invadió a muchos padres esa madrugada. Cecilia María Fernández, por entonces adolescente y vecina del lugar, recuerda que estaba en el Golf Club por los festejos del Año Nuevo, cuando de pronto empezaron a llegar los papás de sus compañeros desesperados. Querían saber que estaban a salvo y llevárselos a sus casas, porque se habían enterado de que había aparecido el cuerpo de una niña asesinada en un pajonal.

―El camino que hacía Nair es el mismo que hice toda mi vida para ir a la pileta de Huracán, en bici o caminando con mi hermana. Porque la calle de mi casa después de la avenida es Brandsen, la de la Escuela Nº 16 ―relata Cecilia.

Sentimientos de angustia aparecen en estas mujeres al volver a transitar esos recuerdos. Hoy son madres de niñas y el crimen impune de Nair sigue siendo un latigazo al alma.

―Ese pajonal, asilvestrado, luego del hecho desapareció. Se cortó, se mantuvo limpio ―aclara Cecilia. Pero el olor del miedo quedó.

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Con la misma idea de mantener vivo su recuerdo, un afiche del retrato de Nair fue pegado sobre el paredón frente a las vías, donde apareció su cadáver. Es el rostro dibujado y pintado con acrílico sobre papel misionero por Romina Saint Denis Lara ―profesora de artes plásticas, grabado y arte impreso (UNLP)―, decorado por una especie de collar de nomeolvides celestes.

Me interesa lo que tiene para contar sobre el proceso de esa intervención artística callejera. La ubico. Conversamos.

Romina aclara que es exalumna de la Escuela N° 16, la misma a la que iba Nair. La escuela del barrio. Sólo que es un par de años menor.

―Eras muy chica. ¿Tenes recuerdos de entonces?

―Yo cursaba primer o segundo grado de la primaria cuando fue el hecho. Sin embargo, tengo muy presente lo que hice ese día. Que festejábamos Año Nuevo a la vuelta de mi casa. Vos podías en verano a las 9 de la noche salir y hacer un mandado, era muy tranquila la ciudad. Sabías que no te iba a pasar nada. Esa noche faltaba pan para la cena y nos mandaron a mi primo y a mí a comprar por ahí nomás, no recuerdo exactamente el negocio. Pero sí que fuimos caminando por calle Mitre, cruzamos la vía del ferrocarril, compramos y volvimos otra vez por la vía. Pasamos caminando a una cuadra donde estaba su cadáver. Siempre me impresionó mucho eso ―piensa y sigue―. Cerca de las 2 de la madrugada del primero de enero, cuando volvimos con mis padres de regreso a casa, la zona estaba rodeada de policías. Nos enteramos del hecho más tarde.

―También recuerdo que nos costó mucho volver a la escuela. Porque, al aparecer el cuerpo de Nair junto al paredón del colegio, se rumoreaban barbaridades. Que habían pasado cosas en la portería. Nuestros padres no sabían si mandarnos a clase o no.

―Volvamos al retrato, Romina. ¿Cómo fue el proceso de hacer el afiche?

―Con un grupo de mujeres autoconvocadas, interesadas en la problemática de violencia de género, nos pareció importante que se visibilizara el caso de Nair. En una semana se dio todo. Le pedí prestado un proyector a un amigo fotógrafo que gentilmente me lo facilitó y tomando una foto de ella que está en Internet, que todos conocen, la proyecté sobre un papel muy grande y con lápiz dibujé su rostro. Después en casa lo pinté con pincel y acrílico. Al final se me ocurrió agregarle las flores pintadas.

―Ese toque de color me parece luminoso, que le hace bien al retrato ―le comento. Coincidimos. Hace poco me enteré de que Liliana había dicho que el nombre «Nair» significa «luz».

―¿Qué te generó pintarla?

―Dibujar el rostro de ella fue muy fuerte. Me acuerdo y me vuelvo a emocionar. Cuando empecé a delinear los ojos, ay no sé … ―se quiebra―, es que veo que empieza a salir la identidad, la niña que era. Teniendo en cuenta que también soy madre de una nena, un poco lo de su condición de niña y un poco el tema de la maternidad, me pegó. Ambas cosas se mezclaron en ese sentimiento. Es que el crimen de Nair es una herida abierta para la sociedad de Tres Arroyos ―concluye afectada.

―El afiche luego lo pegamos en una sencilla ceremonia en el paredón lindero a la fábrica Istilart.

―¿No se deteriora a la intemperie?

―Claro. Las huellas del tiempo lo van desgastando, pero es el significado mismo de la memoria. La idea es ir cada tanto renovándolo.

Romina se expresa en un tono didáctico. Es una artista proactiva. La incentiva visibilizar. Visibilizar siempre, con pegatinas en las calles. En su Instagram tiene posteado: «Las paredes son la imprenta de los pueblos», de Rodolfo Walsh.

Ese es quizás el real sentido de ese afiche estampado justo allí donde apareció muerta. La fotografía de Nair salió de su ámbito privado para adquirir otra dimensión. Ya no responde al instante en el cual fue tomada probablemente por alguien de la familia para atesorar un recuerdo propio, sino a otro contexto: el de la experiencia social con ese hecho. El de la memoria.

Para ese mismo aniversario la colectiva feminista NiUnaMenos de Tres Arroyos presentó el mural de Nair Mostafá realizado por Alejandra Rial, Mila Mirari y Florencia Carrera, intervenido por les niñes del programa social Puentes en la Infancia que plasmaron sus manos alrededor del mensaje más importante que se quiso dar de cara al futuro: «Construyamos infancias libres», según lo expresó ese día Paola Moyano, una de sus fundadoras y comunicadora de la radio Cooperativa Indie Rock.

A partir de esas intervenciones artísticas, el rostro de Nair Mostafá que luce esa sonrisa incompleta, casi una mueca, sobrevuela las calles del pueblo, rescatado del olvido.

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En el libro Para entender la fotografía, de John Berger (ed. GG, Barcelona, 2015), que recopila varios ensayos del autor, en el capítulo dedicado a la fotógrafa checa, «Jitka Hanzlová: Bosque», Berger alude a una formulación de la artista, en su búsqueda de retratar «las innumerables escalas temporales de los bosques» de su niñez y, a su vez, de los «acontecimientos» que existen «entre esas escalas». Dice Jitka: «El camino por el que voy va hacia atrás para ver el futuro».

Entonces me pregunto, ¿cuánto hacia atrás habrá que ir para entender este presente con un promedio en el país de un femicidio cada treinta horas? Ni idea. Solo sé que el femicidio de Nair está entre los que debemos repasar nuevamente. Porque ese crimen aún duele y duele su impunidad. Quizás tengamos que hacer el ejercicio de indagar en los intersticios de las violencias machistas de las que todas somos en mayor o menor medida sobrevivientes para reconocernos. Ir hacia atrás para, con ojos mejor informados, ver el futuro.

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Esta crónica fue producida en el marco del Taller de escritura de no ficción «Se busca una realidad» impartido por Camila Fabbri y G. Jaramillo  Rojas.  

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