Me conocen en el bar, luego existo
Entrar a un bar, que te conozcan por tu nombre y te entiendan cuando pedís “lo de siempre”. Es eso: una extensión del espacio privado en lo público; hogar fuera de casa.
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En Buenos Aires hay 81 “bares notables”. Son algunos de los más antiguos y representan el espíritu de una ciudad que, si no fuera por sus bares, sería otra.
El ambiente de los bares notables suele tener una paleta de colores beige, marrón, bordó, gris. Hay mesas con poco equilibrio, mucha madera, no hay televisores y, si hay, no son de pantalla de plasma. La mayoría son viejos pero hay uno que, a la vez, es nuevo: se llama Roma y está en la esquina de Anchorena y San Luis, en Once, el barrio más diverso de Buenos Aires. Estaba por cerrar y lo rescataron. ¿Por qué rescatar un bar?
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Es un miércoles de verano en la ciudad; pero no hace calor. Son las 5 de la tarde. Julián Díaz, dueño del Roma, 40 años, jeans, remera y zapatillas, levanta la persiana de metal: un nuevo día y una nueva noche en el bar.
En la ventana principal hay un cartel pegado en el vidrio: “Bar Notable del Abasto”, y abajo “Pizza Porteña”. Porteños son los que nacen en la capital de Argentina, que se adjudican una pizza propia; aunque esta no sea muy diferente a la que se hace en otras provincias argentinas. La pizza llegó de Italia con la masa finita, con poco queso. En Argentina la masa se infló y se multiplicó la mozarela. Llegó como porción individual y se transformó en un plato a compartir. Los pizzeros argentinos ahuman la pizza, la cocinan sobre madera de quebracho en hornos de barro, usan mucha levadura para favorecer el rápido crecimiento de los bollos y para obtener una masa esponjosa. En el Roma acompañan la pizza con vermut. Una bebida que, como la pizza, también descendió de los barcos.
El bar existe desde 1927, cuando lo fundaron unos asturianos. En 1949 se lo vendieron a unos primos suyos, también asturianos, Jesús y Laudino, quienes, luego de setenta años, bajaron la persiana. Pero Sebastián Zuccardi, Martín Auzmendi, Agustín Camps y Julián Díaz la volvieron a levantar. Compraron el Roma en 2019; pero no querían abrir un nuevo bar, sino reabrir el que estaba.
Buscaban renovar sin perder de vista la esencia. Julián y sus socios no se definen como adoradores de cadáveres y tampoco como meros dueños; son cuidadores de una estética y una moral. No buscan que los bares notables transmitan melancolía de lo que ya no es; quieren que Roma no cambie para que todo cambie, a contramano del gatopardismo.
Julián mira la ventana, hace una pausa y dice:
—Al fin y al cabo, lo divertido de la gastronomía es que es una mezcla de rasgos culturales. Este bar se llama Roma, era de asturianos, yo soy de familia asturiana, está en un barrio que era italiano y está lleno de judíos ortodoxos. En el barrio hay restaurantes de comida peruana y depósitos de familias chinas. La gastronomía tiene mucho que ver con esa mezcla.
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Buenos Aires ha sido históricamente una ciudad de bares y cafés que albergan cultura y política. No son un lugar de paso. Durante las primeras cuatro décadas del siglo XX existían cafés cuya concurrencia habitual eran escritores y periodistas, dramaturgos y actores, pintores y escultores, músicos, críticos literarios y de arte. La mayoría estaba cerca de las redacciones de los diarios o los teatros de estreno. Con la llegada masiva de inmigrantes europeos en el siglo XX, los cafés fueron espacio de integración y sociabilidad para quienes se acomodaban en tierras desconocidas.
En esa época las cuatro esquinas del cruce de las calles Suárez y Necochea fueron el centro de los cafés tangueros en los que se realizaban payadas y actuaban intérpretes de música popular. Los cafés porteños fueron fundadores y propulsores de figuras políticas y musicales, como el compositor de tango Vicente Greco y el político Alfredo Palacios. Y muchos otros.
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Todo en el Roma muestra la convivencia entre actualidad y lo que una vez fue. El grifo con forma de cuello de cisne coexiste con la pizza vegana; las mesas de madera con cubierta blanca se tambalean, pero hay WiFi y el nuevo aire acondicionado pega justo en el mítico cuadro del General San Martín; el típico ventilador de metal del siglo pasado sigue intacto, a pocos metros de un baño unisex con cambiador de bebés.
En el menú se puede leer: “Todas nuestras pizzas las hacemos con harina orgánica certificada, fermentando la masa en frío por 48 hs. Y se hacen en el horno en el momento, junto a todos los ingredientes al molde. Las pizzas de Roma son del tamaño tradicional porteño: las grandes (G) son de 8 porciones, las medianas (M) de 6. Ninguna pizza es chica”.
—Julián, ¿cómo se hace para actualizarse y a la vez mantener una esencia?
—Y… Esa es la pregunta del millón.
—¿Miran al pasado con melancolía? ¿Hay atadura?
—Jesús y Laudino eran los que laburaban en el lugar hasta ahora, desde 1947 hasta 2019. Querían legar el espacio, no querían que cerrara y… cuando nos conocimos fue amor a primera vista.
—¿Por qué?
—Vengo de una familia que vino de Asturias y tuvo su bar en La Plata. Mis viejos no siguieron el camino gastronómico, son arquitectos. Yo tengo debilidad por los viejos y cuando les contamos lo que habíamos hecho en Los Galgos, bar notable de Buenos Aires, y la idea de recuperar el lugar y ponerle un valor respetando lo que habían hecho y demás, fue muy fuerte. Fue muy emocionante; había una coincidencia entre lo que ellos habían soñado para el laburo de su vida y lo que nosotros buscábamos; con mucho respeto por los que están ahí —dice mientras señala un cuadro con la foto de Jesús y Laudino—, muy parecidos a mis abuelos.
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Los cafés porteños son universos en los que cada mesa es un mundo. En un rincón hay un grupo de tres amigas que parecen ponerse al día; en otra mesa está una chica con su computadora; y en una más alejada, dos hombres conversando seriamente. Mientras, el pizzero acomoda los potes enormes con orégano y a su lado el horno está recién encendido. Dos personas se sientan en una mesa afuera, justo al lado de la entrada. El encargado se acerca a saludarlos de manera efusiva: “¡Pero buenas tardes! ¡Qué sorpresa!”, exclama luego de pasar por la mesa de unos clientes que parece no recibir hace tiempo.
Nuestro paladar no pertenece solo al país o la región que habitamos. No es necesario pagar miles de pesos para comprar un pasaje a Japón y comer ramen. Pero, ¿dónde queda lo tradicional en ciudades cada vez más permeadas de otros mundos? La ciudad es la fuga de la identidad, dice la escritora y periodsita Tamara Tenenbaum, que nació entre los judíos ortodoxos del Once.
¿Buscamos ser reconocidos en algún lugar que habitamos o preferimos el anonimato posible de las redes sociales? Entrar a un bar, que te conozcan por tu nombre y te entiendan cuando pedís “lo de siempre”. En Roma la gente entra como si fuera su casa, aun quienes atraviesan la puerta por primera vez.
En medio de la soledad y la distancia, surge la necesidad de ir a un lugar en el que nos reconozcan fuera de casa, donde logremos pertenecer de alguna manera. Los bares son eso: una extensión de casa; en la que no importa tanto lo que aparentas, sino lo que sos. El bar, para muchos, el hogar fuera de casa.
Una señora de unos 80 años entra con una planta en sus manos. Saluda a los mozos y encargados con un beso, como si llegara a su hogar después de un largo día. Conversa un rato, muestra la planta un poco por acá y por allá y luego se va. No consume nada, no calienta ni dos segundos un asiento. Julián mira y me dice: “Esta escena es muy ‘bar notable’”.
Tal cosa es posible en un lugar que se siente como propio, en el que no es necesario que escribas tu nombre en un vaso para que se sepa quién sos. En los bares una rutina se teje y una identidad se construye. El espacio da lugar a que suceda. Los bares notables no son perfectos; no tienen el sentido de estética de moda ni la mejor tecnología; hay fallas; pero quizá sea ahí donde se cruza la idea de hogar: en lo imperfecto está la belleza más genuina y humana; está la vida y el movimiento; está la demostración del paso del tiempo.
Otro día la misma señora entra al Roma cargando cartera y bolsa. Varios mozos la saludan al unísono: “¡Hola, Noemí! ¿Cómo le va?”. Había entrado gritando alegremente. El encargado se acerca, la abraza y le da un beso en la cabeza. Ella permanece charlando. Ser habitué en Roma es la sensación de que estaban esperando tu llegada.
Noemí saca de su cartera una taza de metal que dice OSDE y se la entrega al mozo. Acto seguido se acerca a la barra y se sirve soda ella misma. Pasa largo rato charlando con los del local, mostrando unas fotos de lo que parece ser algún viaje. Pasa por donde se encuentra el imponente horno de barro para hacer la mítica pizza de Roma. “¡Hola, hola! Ya voy a saludarte, querida”, le dice a la pizzera.
Noemí agarra servilletas y alcohol y limpia su mesa, en la que ha dejado la cartera y la bolsa apoyadas. Se aleja y vuelve a conversar con los mozos. Un rato después, se sienta y espera a que le traigan lo que pidió; minutos después, llega el café en su taza metálica de OSDE.
El sociólogo Richard Sennet define la ciudad como un “asentamiento humano en el que los extraños tienen probabilidad de conocerse”. Zygmunt Bauman retoma la idea desarrollando qué sucede cuando los extraños se encuentran con extraños; un encuentro sin precedente y quizá sin futuro, en el que puede no haber nada más en común que el encuentro mismo.
Julián parafrasea al gran compositor Gustav Mahler: “Seguir la tradición no es venerar las cenizas, sino mantener viva la llama”.
Bauman cita al antropólogo francés Marc Augé sobre los no-lugares, que desalientan cualquier idea de permanencia al no dejar abierta la posibilidad de adueñarse del espacio: “Ese espacio destinado únicamente al tránsito y que debe ser abandonado tan rápido como sea posible”. Augé los define como espacios despojados de identidad. El Roma, por eso, es un Lugar, con todas las letras.
El Flaco Spinetta propuso que se clasificara notable y así lo hicieron en 2014, dos años después de su muerte. El Roma sobrevivía pese a los cambios del barrio y la instalación del Shopping Abasto cuando dejó de ser Mercado Central.
A los que nacen en Buenos Aires les dicen “porteños”. Nacen en el puerto de un país que se pensó mirando hacia Europa. Sin embargo, los bares reconfiguraron el gentilicio para muchos habitantes, quienes jamás pasaron ni cerca de nada parecido a un puerto y que viven en los bares.
Julián dice: “Los bares notables van a seguir vivos siempre que los tratemos como objetos vivos. Es entender de dónde venimos y, sin melancolía, saber a dónde queremos ir”.
A los bares de Buenos Aires les pasa lo que le sucedía al barco en el que volvieron Teseo y los jóvenes de Atenas desde Creta: los atenienses lo conservaron por muchos años, cambiando y renovando las tablas que se deterioraban con el tiempo. ¿El barco continúa siendo el mismo si se le cambian las partes?
Este texto es un trabajo final de “Contar el mundo”, taller de periodismo narrativo de Late y Le Monde Diplomatique .
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