Días y noches del vigilador urbano

Buenos Aires, Argentina, de noche, tráfico, luces. Foto: Kaloian Santos Cabrera
La noche porteña. Foto: Kaloian.
La seguridad privada en Argentina factura al año más de 1.000 millones de pesos. Sus insumos básicos son dos: el miedo, que genera la demanda, y un gran proletariado urbano dispuesto a dedicarse a la nada misma a cambio de un sueldo magro: la oferta.

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—Vos sos un gordo pajero.

Los repetidos «no» de Marina no bastaron. Su jefe insistía en perseguirla, con la misma prepotencia con la que había logrado encamarse con sus compañeras. Para frenar el acoso incesante, la joven recurrió a la injuria verbal.

Hasta entonces, sus cuatro años en seguridad privada —el primer empleo que consiguió al llegar a Buenos Aires desde su Gualeguaychú natal— habían sido marcados por un ascenso lento pero sostenido. Comenzó vigilando los molinetes del subte; luego la pasaron al Ministerio de Educación, donde tenía el privilegio de completar sus jornadas sentada. Después de un pase breve al Centro Cultural Kirchner, la convocaron a la oficina de la empresa misma; pagado su derecho de piso, la sacaron de la calle y le dieron escritorio, silla y computadora, todo climatizado con aire acondicionado. Fueron pequeños cambios para bien. Hasta que el jefe de operaciones, el mismo que había aprobado su ascenso, le exigió acostarse con él. 

—Me revisaba el celular todos los días. No podíamos tener trato con los vigiladores, no podíamos tener amistad entre nosotros. Él quería saber todo lo que hablábamos, qué decíamos, qué hacíamos y porqué. Hacía fiestas en la casa e invitaba a las chicas de la oficina, a las vigiladoras lindas. Te obligaba a ir. Todas se acostaban con él. Menos yo, todas.

Con el ego herido y las intenciones frustradas, el jefe decidió castigarla. Y justo tenía una lista de destinos para tal propósito: objetivos-castigo que servían para extenuar y desgastar a los vigiladores, provocando al fin sumisión o renuncia no indemnizada. El puerto, la Villa 31, el aborrecido turno nocturno en el Cementerio de Chacarita, cualquier estación del tren Roca. Para Marina, el jefe reservó una casa abandonada sobre la calle Pringles, en el barrio de Almagro.

Eran tres pisos deteriorados, carentes de agua y calefacción, y tomados por un chiflete constante de aires invernales. El único goteo de electricidad entraba por un enchufe enredado en un cablerío chispeante, apenas suficiente para mantener el celular cargado. El baño consistía en poco más que un inodoro partido en dos. Total, si no andaba el agua…

A Marina le habían asignado las 12 de la noche, un turno que tendría que pasar observando, viendo y mirando las paredes destartaladas desde la oscuridad hasta la madrugada, seis días a la semana las cuatro semanas del mes ad infinitum.

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La seguridad privada, como muchas industrias del país, está dominada por un puñado de empresas europeas y norteamericanas, y complementada por una multitud de pymes locales. Se estima su facturación anual por encima de los 1.000 millones de pesos. Sus insumos básicos son dos: el miedo, que genera la demanda, y un gran proletariado urbano dispuesto a dedicarse a la nada misma a cambio de un sueldo magro: la oferta.

El 95 % de los trabajadores de seguridad privada son hombres; en su mayoría, entre los 30 y los 50 años de edad. A nivel nacional suman entre 250.000 y 350.000 —la informalidad predominante en el sector dificulta el cálculo de una cifra exacta—, de los cuales por lo menos 150.000 están en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Por cada integrante de las Fuerzas Armadas argentinas —ejército, armada y fuerza aérea combinados— hay por lo menos tres trabajadores de seguridad privada. A partir de julio de 2022, tras un aumento del 37,5 %, el sueldo básico de un vigilador general llega a los 75.500 pesos mensuales (unos 260 dólares); para el mismo mes, el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) fija la Canasta Básica Total en $104.217. 

La última cifra, que calcula los costos mensuales esenciales —sobre todo los de la comida— de una familia tipo, se usa para determinar la línea de pobreza; los hogares que caen debajo del umbral forman parte de los más de 17 millones de argentinos empobrecidos. Significa que, para un vigilador general que sostiene a una familia de cuatro, sus seis turnos semanales de 12 horas no son suficientes para que no sean pobres. Podrían darle otro aumento del 37,5 % y tampoco bastaría. 

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Las jornadas nocturnas de Marina en la casa de Pringles se tratan, principalmente, de aguantar: aguantar el frío, el aburrimiento y —sobre todo— el sueño. Todas las noches pasa un controlador sin anunciar, en un horario imprevisto: un secuaz del jefe que busca encontrarla dormida y así suspenderla sin goce de sueldo, un empujoncito más hacia la rendición. Que lleve una marca en la mejilla que pueda sugerir una siestita fugaz, sería suficiente.

—Su campera no es del uniforme —el controlador la reprocha una noche, al encontrarla despierta y atenta—. Durante el horario laboral tiene que usar la ropa de trabajo, sin excepción.

—Pero no tengo la campera de la empresa. Nunca me dieron. La pedí varias veces y no había. Hace 8 grados, ¿qué querés que haga?

Al finalizar su turno, en vez de volverse a casa, Marina debió presentarse ante recursos humanos, recibir una segunda recriminación y una sentencia de entre dos y diez días de suspensión sin sueldo. Con el tiempo, el desgaste deseado tiene su efecto y la termina mermando.

—Era todos los días algo nuevo. Hasta que me dije «no, me voy, me voy». Y me fui. No quise saber más nada. Fue demasiado desgastante el trato que había. Denigrante. No, no, no. A la semana conseguí trabajo en una oficina, en una oficina tranquila. De seguridad no quiero saber más nada.

Obelisco, Buenos Aires, Argentina, noche, ciudad, cielo, atardecer. Foto: Kaloian Santos Cabrera
Foto: Kaloian

Marcar presencia

—¿Trabajar de vigilador? —Franco saca un atado de Red Point de su bolsillo y coloca un cigarrillo arrugado entre sus labios. Acerca la llama de un encendedor descartable y con una pitada larga quema las primeras hebras de tabaco—: Es una mierda. 

Acercándose a los 40, entró a la seguridad privada ni bien salió de la secundaria. Ha sido su única profesión durante las últimas dos décadas. La mitad de su vida, «una mierda».

—Pasás tanto tiempo acá, no estás con tu familia y cuando estás en casa lo único que hacés es comer y dormir —dice entre exhalaciones de alquitrán, nicotina y hálito— La vida de un vigilador transcurre en el trabajo. 

Es un día soleado y un cielo de celeste íntegro trae una frescura que anticipa la pronta llegada del invierno. Sobre una avenida en el barrio de Constitución, Franco cumple sus jornadas en la puerta de una terminal de ambulancias. Solo le permiten ingresar para acudir al baño; su comarca es la calle. Vigila la vereda y cada hora da una vuelta a la manzana en la Suzuki GN-125, imitando una patrulla policial.

—Cada tanto hay uno que se hace el Rambo. Pero no tiene sentido, es al pedo. El otro día a uno de los doctores le afanaron el celular ni bien salió del edificio. El chorro se fue corriendo y yo le grité. Cruzó la calle y saltó la reja de aquella plaza. Pero primero tiró el celular al piso. Así que el doctor lo recuperó. Nosotros no nos metemos, tenemos la orden de no intervenir. Es marcar presencia nomás, gritar, eso. Yo nunca tuve una secuencia violenta. El único lastimado que conozco se autolastimó para cobrar la ART y tener unos días de licencia. 

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Si bien la seguridad privada como industria moderna tiene una historia centenaria —estudiosos del tema ubican la primera agencia en Chicago en 1850— la proliferación de vigiladores privados en nuestro paisaje cotidiano es un fenómeno relativamente reciente. Entre los muchos cambios implantados por el auge neoliberal iniciado en las últimas décadas del siglo XX está la terciarización de muchas economías nacionales: una marcada preferencia y expansión por actividades no productivas, como financieras, consultorías, shoppings, call centers, casinos, kioskos, remiserías, etcétera; entre ellas, también, las empresas de seguridad. 

En Argentina, mientras las empresas de seguridad privada fueron un imán para personas de las fuerzas armadas durante los años 80 y 90 —sirviendo incluso en algunos casos como acogida para ex policías y ex militares culpables de crímenes de lesa humanidad durante la dictadura— posterior a la crisis económica de 2001, el puesto de «vigilador» aparece como una de las pocas oportunidades de trabajo formal para las masas populares urbanas; un empleo que exige poca formación y educación. Se trata, en la mayoría de los casos, de simplemente estar y mirar.

El desplazamiento de las responsabilidades estatales al emprendedurismo privado se alienta con la inseguridad o, mejor dicho, de las inseguridades: la «objetiva» —la probabilidad real, en términos estadísticos, de sufrir los efectos de un delito— y la «subjetiva»: el temor de ser víctima, una sensación de vulnerabilidad producto de la construcción social del miedo. Un grafiti, un vidrio roto, una cara morocha…, todos pueden aumentar la inseguridad subjetiva sin que haya ningún incremento en la peligrosidad concreta.

Es cierto que el crimen y el delito que caracterizan muchas metrópolis globales también encuentra tierra fértil en la capital argentina: todos los días hay robos, atracos, asesinatos. Pero la inseguridad en el país es relativamente moderada. El índice de «Safe Cities» de la revista inglesa The Economist analiza seis grandes metrópolis latinoamericanas y califica Buenos Aires como la segunda más segura, detrás de Santiago de Chile, mientras la tasa nacional de homicidios ubica a la Argentina como el tercer país menos violento de América Latina. Su índice de criminalidad lo posiciona en un lugar promedio, menos peligroso que Venezuela, Brasil y Perú, pero más que Uruguay, Paraguay o Bolivia. Mientras tanto, los medios de comunicación opositores al gobierno de turno se deleitan en cubrir entraderas, robos y asaltos como evidencia de una gestión fracasada o incapaz, y nada satisface mejor el morbo de la cultura digital que la circulación viral de videos de atracos, tiroteos y asesinatos. 

Según una encuesta nacional publicada en 2017, el 85 % de la población del país considera la inseguridad en su ciudad de residencia un problema «bastante o muy grave» y menos del 50 % se siente seguro cuando camina solo por su barrio. El peligro existe pero el miedo abunda. Y ambos nutren la demanda de vigilancia.

Ciudad de Buenos Aires, Argentina, atardecer, cielo, edificios, urbanismo, colores. Foto: Kaloian Santos Cabrera
Foto: Kaloian

La vigilancia como sacerdocio

—A mí me gusta. Me gusta el contacto con la gente.

Agustín, el vigilador con más antigüedad en la pequeña empresa que lo contrata, comienza sus días temprano: dos horas de viaje para llegar desde su casa periférica en Merlo hasta el barrio céntrico de Caballito, donde pasa la jornada en la entrada en una escribanía, abriendo la puerta para los que entran y salen, registrando los autos que ingresan a la cochera y recibiendo a los repartidores de comida a la hora de almuerzo. En los momentos sin actividad, tal vez lee.

—En la escribanía estuve siete meses sin venir cuando me operé. Y, cuando vine, todos estaban chochos con que había vuelto.

Los sábados también trabaja, cubriendo un turno nocturno en un edificio residencial sobre la avenida Libertador. Cuando se libera a las 7 de la mañana del domingo, emprende el viaje de regreso a Merlo y llega a la parroquia justo para el inicio de misa.

Las fotos que Agustín sube a WhatsApp día por medio llevan frases que varían entre plegarias religiosas y mantras new age: «Sonríe, Cristo te ama»; «Tú creas tus propias oportunidades»; «Las buenas acciones no necesitan premios ni aplausos»; «La gratitud es humildad»; «Nuestra naturaleza es el servicio. Quien no vive para servir, no sirve para vivir». Son frases que le atribuyen una dimensión moral a un trabajo monótono, no productivo y mal pago; frases que ayudan a Agustín a darles sentido a los últimos veinticinco años de su vida.

Las únicas rispideces que ha tenido en su larga carrera de vigilador se remontan a la década de 1990, cuando, en uno de sus primeras tareas en el oficio, cuidaba la entrada de un edificio residencial.

—No querían que estuviera, que trabajara ahí. Me dijeron que iban a hacer todo lo posible para que me rajaran. Era por mi condición. 

Su «condición», y no el tumor cancerígeno del que se operó pero le ha vuelto a crecer; tampoco su adherencia devota al catolicismo. «Es que soy gay».

Por esta «condición» lo echaron de la casa familiar. «No sos mi hijo», le dijo su madre al cerrarle la puerta del hogar. Fue una época en que la visibilidad y el orgullo de la comunidad LGBT+ estaban mucho menos diseminados que hoy. Agustín tenía apenas 20 años.

Expulsado de su familia, se volcó hacia la otra institución que había encuadrado su infancia: la iglesia. Se anotó en un profesorado de Teología para convertirse en diácono y poder oficiar bautismos y casamientos. Mientras tanto, buscaba changas para sostenerse: en una ferretería, en una zapatería y luego en una empresa de seguridad. Usaba sus vacaciones anuales para misionar en Salta y Jujuy. Hasta que decidió asumir otro rol en el rito nupcial: el de novio. 

En 2014 se casó con su pareja, Juan, confirmando públicamente lo que todos sus parroquianos sospechaban en secreto. Había roto el acuerdo tácito de «prohibido preguntar, prohibido decir». Estaba por ser condenado a otra expulsión.

—Aunque lo escondiera, todos se daban cuenta de que era gay. Pero soltero era catequista, administraba la hostia, ayudaba en lo que podía en la parroquia. Me casé y no pude dar más catequesis, no pude ser más ministro…. Soltero podía hacer todo; casado, ¿por qué no?

Abandonó su carrera de teólogo con solo dos exámenes pendientes. ¿Qué le quedaba? Su pequeño escritorio en la entrada de la escribanía. Un lugar en el que lo dejan estar, en el que aceptan sin rencores ni rabia su mera presencia. La vigilancia es su sacerdocio: un lugar en el que, mientras él no cuestione el aburrimiento diario, no se queje del sueldo magro y no se angustie por la falta de oportunidades, siempre estarán chochos de verlo. 

Por un tiempo

Lo que llevó a Joel al ámbito de la seguridad fue la muerte.

—Entré y pensé que iba a ser algo por un tiempo, una solución momentánea; pero ya hace siete años que estoy acá.

Un joven energético y entusiasmado del conurbano bonaerense, decidió dejar su empleo en una sucursal del supermercado Coto para dedicarse a la campaña de un traumatólogo barrial que se presentaba para intendente. Pero antes de que llegasen los comicios, al médico le llegó su propio traumatismo: su coche fue embestido por un colectivo y murió en el instante.

La campaña se quedó sin candidato y Joel sin un ingreso. Pero un compañero de militancia lo ayudó a orientar su futuro incierto. Trabajaba en una empresa de seguridad y le dijo a Joel que podría hacerlo entrar. En poco tiempo Joel estaba cumpliendo jornadas de doce horas en la recepción de un edificio. 

—Al principio lo sufrí. Tenía que estar en el medio de los ascensores viendo que la gente pasara su tarjeta de ingreso. No podía hablar con la recepcionista. Para ir al baño tenía que pedir un código por Nextel. Estar parado doce horas era mucho, con zapatos de punta de acero. Era heavy. A veces pedía el código del baño simplemente para ir a sentarme un rato.

Con el tiempo lo pasaron al turno nocturno y le dieron una silla. Se había acomodado en su nuevo puesto. Pero la muerte lo persiguió.

Una noche el vigilador de otra empresa que trabajaba en el edificio de enfrente salió a sacar a patadas a un linyera que había acomodado su cama de cartón en la puerta. El linyera era una figura conocida y generalmente benigna que solía vagar por aquellas cuadras del microcentro porteño, más aún de noche. En varias ocasiones le había hablado a Joel sobre los extraterrestres.

Además de despabilarle el sueño, las indecencias que el vigilador le gritó y el puntapié que le clavó al costillar despertaron en el linyera el instinto que más había refinado durante toda una vida en la calle: la sobrevivencia. En instantes se puso a pie, agarró un palo y en un movimiento veloz y determinado plantó un golpe seco en la coronilla de su agresor. El vigilador cayó al piso, inerte. En minutos se le fue la vida por causa de una muerte cerebral. 

La muerte siguiente también ocurrió de noche, también enfrente. Varios robos y vidrios rotos hicieron al dueño de un local abandonado erguir en la entrada una pared apurada e improvisada. Pero un pequeño espacio entre la última fila de ladrillos y el dintel de la puerta era suficientemente ancho para que pasara un cuerpo pequeño.

Una noche un chico de unos 12 años, mandado por familiares que lo observaban desde la otra vereda, se metió en el hueco con la misión de apropiarse de cualquier objeto de valor que encontrara dentro. Pero al trepar la pared mal hecha, esta cedió y se cayó, y con ella el preadolescente. 

—Lo aplastó, lo explotó. Estaba ahí respirando mal debajo de todo el ladrillo; pero nada, ya estaba todo explotado por dentro. 

Sus respiraciones forzadas, impregnadas de polvo de ladrillo, duraron solo unos minutos. 

Con el último muerto, Joel tuvo un contacto más íntimo. 

Habían pasado unas tres horas antes de que al empleado de limpieza le llamara la atención que el ocupante del segundo cubículo aún estuviera sentado en el inodoro y que su celular estuviera en el piso. «Señor, señor, el celular», le dijo; pero no recibió respuesta. Al forcejear la puerta y abrirla, encontró a un contador con la camisa abierta y el corazón parado.

El hallazgo provocó un desfile de policías y abogados que reclutaron a Joel para que se quedara en la puerta del baño y no dejara entrar a nadie que no fuese policía o abogado. Hechas las pericias, le dieron la indicación de sacar el cadáver de ahí. 

—En el ascensor lo tuvimos que parar porque la camilla no entraba. Después lo arrastramos hasta el camión policial. Había otro muerto adentro. Pero lo subimos, uno arriba del otro y chau. 

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A partir de las 10 de la noche, el edificio se vacía; Joel apaga las luces, cierra las puertas y se acomoda detrás del mostrador de la recepción. Faltan unas siete u ocho horas para que se llene nuevamente de oficinistas y comienza su lucha contra el sueño.

—El que te dice que no duerme es mentira. Pero no es que vos te acostás a dormir. Te dormís solo muchas veces. Yo qué sé. Tomo mi trabajo como un medio para subsistir. Si tuviera que trabajar en un kiosko mañana, o en un supermercado o en una oficina, me daría lo mismo. Obviamente me cuesta mucho porque a veces yo vengo con 100 pesos y son 100 pesos para la tarjeta de transporte. Yo veo compañeros que, cobramos, y van y gastan en McDonald’s. Pero yo me traigo la comida de casa. Está bien, cada uno gana su plata y hace lo que quiere. Yo sé de las limitaciones de mi sueldo y trato de sacar de cosas que podría hacer yo, ¿entendés? No es que me muero por no comer en McDonald’s. Es algo que tengo que hacer y es algo que tengo incorporado, me es orgánico: no como en McDonald’s, no me compro un chocolate, no me compro una gaseosa, nada. Muchas veces te ponen en un casillero según el laburo que tenés. Si sos vigilador, sos vago, te gusta dormir, no te gusta progresar. Yo creo que ensucia un poco el currículum tener quince años de seguridad. Tengo compañeros que llevan cuarenta años como vigiladores. Todo el que llega dice que es por un tiempo. Yo cuando dije «no, es por un tiempo», se me rieron. Y ahora cuando llegue uno y me diga «es por un tiempo», me voy a reír. Pero ojalá, ojalá sea por un tiempo. Eso solo.

Este texto es un trabajo final de “Contar el mundo”, taller de periodismo narrativo de Late y Le Monde Diplomatique .

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