Kit del cacerolazo: memoria de la revuelta chilena
El domingo 4 de septiembre Chile decidirá si aprueba o rechaza una nueva Constitución. Podría ser un punto de inflexión luego de tres años en los que el país estalló, salió a las calles, se organizó, creó una Convención Constitucional y eligió al presidente más joven de su historia. Agustín Vissio recorre el primer mes de la revuelta en suelo chileno y repasa en esta crónica los contrastes de un Santiago envuelto de efervescencia social y gases lacrimógenos.
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¿Qué tanto puede separar una pared?, ¿distancia?, ¿aísla? Mientras el mes de octubre de 2019 se despedía, la historia reciente de Chile fluía por las calles y parte de la sociedad hacía estallar su paciencia por los aires reclamando una vida mejor. Las cacerolas no cocinaban: sonaban. El fuego y las barricadas se adueñaban de las calles y la represión policial se volvió moneda corriente. “¡El pueblo, unido, jamás será vencido!”, se escuchaba por todos lados y la canción de Sergio Ortega y Quilapayún se transformó en himno. Mientras todo se volvía socialmente explosivo para el pueblo de un país que aún vive con una Constitución elaborada en dictadura, una pared, ni muy gruesa ni muy fina, aislaba del mundo exterior a un grupo de jóvenes que festejaba Halloween en un hostel de Santiago.
En el mismo momento en que una mujer se disfrazaba de la muerte, a 10 metros pasaba un camión policial que disparó fuertes chorros de agua; a la par de que un hombre se tapaba los ojos con una máscara, un joven perdía la vista por un perdigonazo de la policía. Contrastes que emergieron y se cristalizaron en el estallido inicial y que, a días de que los chilenos decidan si aprueban o rechazan la nueva Carta Magna, recobran protagonismo en una votación que promete estar reñida.
La semilla de la explosión social germinó y derivó en diferentes hechos institucionales históricos para Chile. Las protestas se canalizaron en un proceso de reforma que tuvo su primer capítulo el 25 de octubre de 2020, cuando, en medio de la pandemia de COVID-19, ganó rotundamente el “Apruebo” a reformar la Constitución y se eligió que la redacte una convención constitucional y no una convención mixta. Cada marcha, cada grito había valido la pena.
En mayo de 2021 se realizaron las elecciones convencionales constituyentes y de manera paritaria fueron electas las 155 personas encargadas de redactar una nueva Constitución Nacional.
Los días transcurrieron y las discusiones internas de la Convención empezaban a moldear el texto. En el medio, la ola de cambios se llevó a la derecha que gobernaba el país y depositó en el poder presidencial al joven Gabriel Boric, del partido Convergencia Social. Pero poco a poco el rugido social perdería fuerza a raíz de hechos que empañaron el proceso constituyente y de una crisis económica y social que afecta Chile y gran parte del mundo.
Algunas encuestadoras se atreven a indicar que podría haber una victoria del Rechazo al nuevo texto. A pesar de eso, el fuego iniciado en gran parte de la población hace casi tres años empuja a la calle a un sector importante de la sociedad chilena y los incentiva a flamear las banderas del Apruebo.
El 31 de octubre de 2019 Santiago de Chile, como otros puntos del país, vivió una sacudida, un estruendo social. Uno más de los que venían teniendo lugar en las calles a las que alguna vez les cantó Pablo Milanés. Sus estrofas, después de tanto tiempo, se estaban haciendo realidad:
“Yo pisaré las calles nuevamente,
De lo que fue Santiago ensangrentada,
En una hermosa plaza liberada,
Me detendré a llorar por los ausentes”.
El sol recibía el calor humano que se juntaba en Plaza Baquedano, también llamada Italia, uno de los principales centros de reunión que con el correr de las horas se iba transformando en una marea humana tan diversa como los paisajes chilenos. Se percibía la necesidad que tenía la sociedad de expresarse. Era un desahogo. Con más alegría que otra cosa se movilizaba para demostrar un hartazgo de décadas. Familias, grupos de estudiantes, jubiladas y jubilados, sindicatos y hasta barras bravas convivían en el mismo espacio como piezas imperfectas del rompecabezas social.
Santiago de Chile tenía otro aire, soplaban vientos de cambio y traían consigo el hollín de edificios, estaciones de metro, y autos quemados. Como decía Rodolfo Walsh, las paredes actuaban como “las imprentas de los pueblos” y miles de carteles y pintadas marcaban desprolijamente el pulso de la disputa discursiva que se daba en las calles. Una pintada hecha con aerosol que decía “Sin temer, el pueblo va a vencer” contrastaba con la pintura relativamente nueva de un edificio público, mientras que a escasos metros una pancarta pegada y algo desgastada interpelaba directamente al mandatario nacional: “Piñera, ¿está actuando como presidente o como empresario?”.
Las gargantas se desgastaban entonando el canto más popular por esos días: “¡ohh Chile despertó!”, mientras a otras les pasaba lo mismo pero por el enojo que les generaba que cierto sector alzara sus voces reclamando mejores condiciones en la salud, la educación y las jubilaciones.
Pero el fuego no llegó a todos y todas, había quien seguía con su vida, ignorando la situación. El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) cita un informe de la Cepal realizado en 2018 que señala la disparidad en Chile: “El 50 % de los hogares más pobres posee el 2,1 % de la riqueza neta del país, mientras el 10 % más rico concentra las dos terceras partes (66,5 %) y el 1 % más rico, el 26,5 %”.
La resistencia del orden impuesto en Chile se vestía de verde por aquellos días. Los Carabineros, o simplemente “los pacos”, diría alguien enojado con la fuerza. La fórmula buscada por el Gobierno de Piñera para cortar la onda expansiva del estallido social fue la represión. Según publicó la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en un informe, “en varias oportunidades la respuesta del Estado frente a las movilizaciones se caracterizó por el uso desproporcionado de la fuerza y conductas repetidas de violencia en contra de manifestantes”.
Orquestas profesionales se movían por la plaza y las calles cercanas al ritmo de canciones populares. El compás de las trompetas, trombones, chelos, violines y otros tantos instrumentos se mezclaba con los gritos de los vendedores y vendedoras ambulantes: “Fresca la chela”, gritaba un hombre que se trasladaba con sus carritos, uno para las latas de cervezas y otro de helados. Se vendía de todo, era un mercado a cielo abierto, hasta un “kit de cacerolazo”. Giraba la rueda de la economía popular. El tiempo agradable se adaptaba al sentimiento social que imperaba. Banderas chilenas se agitaban al aire, al igual que otras tantas mapuches. Y ante cada carcajada, un perdigón iba ingresando a la recámara de alguna escopeta carabinera. Mientras se debatía a puro grito en asambleas qué seguir haciendo, algún jefe de operativo arengaba a sus fuerzas previo a la “dispersión”.
Las bengalas que prendían diferentes manifestantes anticiparon que el clima se pondría denso. Camiones carabineros comenzaron su marcha, en conjunto con otros vehículos blindados y personal de seguridad. De un lado, los movimientos organizados y fríamente calculados para disponerse a “recuperar la calle”, mientras que a escasos metros se encontraba el torbellino social que, sin un plan claro, se movilizaba aquel día.
Una horda de balazos derrumbó como a un castillo de naipes la paz y la felicidad de aquel momento. El INDH informó que entre el 18 de octubre de 2019 (cuando comenzó el estallido) y el 30 de noviembre del mismo año se registraron 11.179 personas heridas que requirieron atención en urgencias. Se contabilizaron 1.980 lesiones por arma de fuego y se reportaron 347 heridas oculares, entre las que se cuentan estallidos del globo ocular, pérdida de visión por trauma ocular irreversible y traumas oculares.
Las ruedas de los “mosquitos”, como llamaban los manifestantes a un tipo de automóvil de las fuerzas policiales, pisaron con saña en calles, veredas o plazas los carteles que habían desfilado horas antes: “Si la precariedad es lo ‘normal’ prefiero el caos”, “Asamblea Constituyente ya, a refundar Chile”, “Ollas contra balas no es guerra”, decían algunos.
El gas pimienta enceguecía momentáneamente, impedía ver lo que estaba ocurriendo y provocaba una sensación de miles de pinchazos sobre los rostros de quienes lo padecimos. A la par, el gas lacrimógeno rociaba los cuerpos como si intentaran fumigar las esperanzas del pueblo chileno.
Pero mientras más fuerte era la represión, más crecía la solidaridad. “No parecen entender que la mano dura no sirve y solo genera más unidad”, relató un alumno de Ingeniería que sostenía una pancarta: “No quiero pagar mi educación con mi jubilación”. Los rociadores de agua con bicarbonato y los limones pasaban de mano en mano para aliviar el ardor que generaban los productos agresivos de la policía. De una carpa de primeros auxilios salían profesionales de la salud y estudiantes dispuestos a colaborar, desde médicos a psicólogos y psicólogas que trataron más de un ataque de pánico. En el caos había cierto orden.
La masa de manifestantes, algo instintiva y temerosa, se dispersó; pero gran parte decidió cruzar el río Mapocho por las diferentes vías que conectan un sector de la ciudad con el otro. Me uní a ellos. El obelisco de Plaza Baquedano asomaba a lo lejos, muy tenuemente ya que el denso humo negro que salía de algún lado actuaba como cortina. El sol caía y la luz la comenzaban a entregar las barricadas. Los primeros pasos me hicieron sentir que estaba en barrio Bellavista, un sector de la ciudad aparentemente mucho más parsimonioso y algo desligado del fervor que se vivía al otro lado del río.
Los ecos de los balazos aún rebotaban en los tímpanos de quienes corrimos y escapamos. Volver al sector en el que había ocurrido la manifestación era entregarse a la fuerza policial. La masa empezaba a diseminarse y penetraba las calles barrio adentro como hormigas. Allí la atmósfera daba cuenta de un mundo paralelo. El fuego que se veía estaba dentro de cocinas y lo manejaba un chef, las chelas eran suplantadas por un vaso de vidrio con cerveza, los papeles sobre las mesas no pedían una nueva constitución sino que ofrecían comidas y bebidas, y los parlantes no entregaban la entonación de “El pueblo, unido, jamás será vencido”, sino el “punch punch” de la música electrónica sin letra. Las calles se movían al ritmo de la noche de Santiago.
A escasas cuadras, alguien pegaba con engrudo papeles sobre una pared céntrica: “Pa’ les amigues un abrazo, para el gobierno cacerolazo” y “Desprivaticen la dignidad”.
El avistamiento de autos policiales quebró en mil pedazos el frágil manto de tranquilidad que cubría este sector de la capital. Ante algunos gritos de advertencia, “¡Vienen los pacos!”, se activó un mecanismo que parecía bien entrenado y se desataron más corridas. Las personas sentadas sobre las veredas volaron de sus asientos y con ellos las copas, vasos, platos y casi todo lo que estuviese sobre la mesa. Se había encendido una especie de alarma insonora. Los bares cerraron puertas y ventanas en segundos. Las calles habían quedado vacías, quienes estaban al interior de los locales miraban temerosos hacia afuera y los que quedamos afuera corrimos y corrimos esperando no ser alcanzados por los carabineros.
La represión fue solo un fantasma. Algunos rostros resoplaron con un alivio que mutó posteriormente y sin escalas a enojos e insultos al aire con destino a las fuerzas de seguridad. Las estrellas iban a ser testigos de la laberíntica tarea de tener que volver a cruzar el río para poder regresar a mi alojamiento. La vuelta se tornó casi una partida de algún complejo juego de estrategia: había que evaluar dónde estaban los retenes, los cruces y las manifestaciones más revoltosas a esa hora de la noche. El ritmo de mis pasos era acompañado por el sonido ambiente que orquestaban sirenas, muchas sirenas que no se distinguían si eran de policías, ambulancias o bomberos, estruendos de algún arma carabinera, gritos y las cacerolas que arrojaban un sonido que iba muchos más allá del ruido latoso. Era una soledad extraña, con la sensación de que flotaba en el aire la omnipresencia de una posible represión. Por fin llegué a un puente y crucé.
Ya del otro lado del Mapocho, y de nuevo un poco más cerca de Plaza Baquedano, Santiago entregaba la imagen de una ciudad digna de estar atravesando un estallido social. Grandes avenidas deshabitadas, desoladas. Columnas de humo y el fuego de las barricadas, esparcidas sin lógica, le cambiaban la tonalidad a la capital. A algunas cuadras un DJ preparaba su bandeja y su traje de Halloween para tocar en el hostel en el que me estaba alojando.
El paisaje urbano fue mutando, era decorado por maderas y materiales similares que tapiaban las fachadas de edificios y comercios, para evitar saqueos y vandalismo. Ahora, quienes extendían sus mensajes de manera artística tenían “hojas en blanco” por todas partes: “Me informo más en los muros que en la tv”, “No + represión”, “Organizarse y luchar, hasta vida digna alcanzar”, decían las pintadas y papeles pegados. Cada tanto, excepcionalmente, podía verse algún local saqueado. La atmósfera tenía cierto dramatismo que con el correr de los días se iba naturalizando y la vida, algo convulsionada, continuaba.
Mientras volvía sobre mis pasos, repitiendo el camino que había hecho varias horas antes, me detuve a leer un paredón muy grande pintado con aerosol verde: “Dejemos de regalar nuestros recursos a extranjeros”. En las movilizaciones se hacía hincapié en recuperar y cuidar lo propio. Los cantos, el clima festivo y la muchedumbre contrastaban con el tenue sonido ambiente. Tras un retorno que se extendió casi una hora más de lo previsto al ir esquivando carabineros, la puerta de mi hostel empezaba a asomar. A lo lejos ganaba espacio una potente sirena. En la intersección de una calle con la avenida, a unos 60 metros, ardía madera, crepitaba en una noche cálida. En el piso había cientos de papeles para pedir aborto legal, anticipando uno de los debates centrales que la Convención Constituyente terminó saldando en favor de los colectivos feministas.
Se oye de pronto el chirrido de una rueda que dobla a toda velocidad. Era un camión policial, que comenzó a lanzar un potente chorro de agua y químicos contra las pocas personas presentes en la vía pública. Corrí a toda velocidad para no ser empapado de nuevo por los carabineros. Después de dar un salto, logré cruzar el umbral del alojamiento. Aún no estaba dentro, me faltaba atravesar un pequeño pasillo. Apenas unos pasos más me bastaron para llegar al picaporte de una puerta. Al girarlo, me habilitaba el paso a otro mundo.
Podría haber sido cualquier lugar del planeta. Oscuridad, telarañas artificiales colgando en distintas paredes junto a calabazas con rostros precarios. No me golpeaban los palos carabineros, sino las ondas expansivas de los bajos que emitía un grupo de parlantes gigantes. Un halo de miedo recorría el ambiente, había muchas caretas y trajes, chilenos y chilenas festejaban Halloween.
La escena no hacía más que sintetizar al absurdo las realidades dispares del país. Afuera, un mundo; adentro, otro. Universos sociales, políticos, culturales y económicos que se mueven paralelamente aun cuando habitan las mismas calles.
El domingo será un día bisagra en la historia chilena, se pone en juego un texto constitucional revolucionario a nivel mundial, que expande muchos de los derechos reclamados por las multitudes que coparon Plaza Baquedano. El cuerpo constituyente discutió y, a pesar de ciertas oposiciones, escuchó los cientos de pedidos que se hicieron en los carteles que se elevaron en las manifestaciones y fue una idea, una esperanza que unió por mucho tiempo a gran parte de la sociedad de un país. Aún con un panorama de incertidumbre y un horizonte que puede ser algo gris por los augurios de las encuestas, ya lo han dicho una pared, una bandera y más de una pintada: Chile despertó.
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