| agosto 2022, Por Lucia Ceresole

La Condesa, la travesti más popular

Alguien pronuncia mi nombre

la grúa detiene su acción devastadora

alguien pronuncia mi nombre

los obreros se quitan los cascos y abandonan su tarea

alguien pronuncia mi nombre

soy una demolición en suspenso.

El Mal Amor, José Sbarra

En la mesa de la cocina había una fuente con papas fritas. Laura las miró de reojo, sentada en el comedor de la casa de su hermana en barrio San Martín en Córdoba. Sabe que puede comer las que se le antoje, pero solo probó algunas. No se siente bien, algo le aprieta el cuerpo. Se paró y recorrió los 2 metros que separan el comedor del baño. Entró, cerró la puerta y, justo en ese momento, su sangre se heló y su corazón dejó de latir. La noche del 17 de octubre de 2015 se cumplían nueve días y un mes desde que Laura había salido de la cárcel después de estar diecinueve años encerrada. Tenía 53 años. Esa noche su cuerpo agonizó y murió, pero el mito recién empezaba a escribirse.

Laura era más conocida como La Condesa. Algunas historias cuentan que su relación con la sangre le valió ese mote que la convirtió en la versión femenina del Conde Drácula. Cuentan que guardó sangre en tapitas de gaseosa, esperó a que llegara el guardiacárcel y tosió con fuerza. Esto, y una llavecita limada con prolijidad días anteriores, le aseguró el camino de ida desde el Penal de San Martín hasta la ventana de una habitación en el Hospital Rawson, su primera fuga. Los diarios titularían al día siguiente “La Condesa vuelve a azotar Córdoba”. Cuentan que aparecía de noche, con una jeringa llena de su sangre y hacía sufrir a los farmacéuticos de turno. Dicen que les explicaba que tenía sida, que tenían que entregar una lista de remedios o los inyectaba. Solo necesitaba una anestesia sólida para preparar una costosa cocaína casera que vendía a sus amigos.

Algunas historias, menos divertidas, hablan de que ese título de monarca que se autoimpuso fue por su vínculo estrecho con la ropa, por los atuendos que usaba: grandes vestidos, tapados de piel y escandalosos anillos.

Era la travesti más popular de la ciudad, nació el 29 de octubre de 1961 en Alberdi y su nombre era Ricardo Jesús Pilleri. Años después entraría a llamarse Laura Dominique Pilleri, quien se convirtió en una pionera en la defensa de los derechos de las mujeres trans en contextos de encierro y fue la primera cordobesa en obtener un DNI que reconocía su identidad de género.

Chorra, sidosa, paria y heroína. Laura cumplió la mayor parte de su condena en una cárcel de varones. Al principio, en el pabellón de sidóticos, travestis, trans y putos; hasta que logró disolverlo y fue trasladada a la cárcel de mujeres.

—He leído un libro que se llama La Loca de la Casa. He leído nada más que tres páginas, pero empieza a comentar que cada uno de nosotros siempre está haciendo la narrativa de su vida, desde los ojos que uno lo ve. Suponete, vos y yo hermanas, tenemos los mismos padres, vivimos en la misma casa, pero el pensamiento, la escritura que vamos a hacer, si tuviéramos que describir lo mismo, es diferente. Ahí lo hacemos único —dice Claudia Pilleri sentada en el comedor de la casa donde murió su hermana.

Sobre la mesa hay empanadas caseras y varias botellas de cerveza. Una foto de ella, sacada en el mismo comedor en el que estamos ahora, está apoyada sobre esos envases marrones. Laura está parada con los brazos abiertos, su pelo corto y rubio, unos anteojos negros, un buen escote y una mirada provocativa.

—Esa foto la tengo en la mesa de luz; en vez de tener una virgencita, la tengo a la Laura. Es más, cuando me separé y el guaso se fue, lo primero que hice fue poner la foto de Laura en la mesa de luz. Ella me cuida. Lo hice de inconsciente, para que se quedara acá conmigo —dice Noelia, su amiga.

Noelia recuerda con precisión la primera vez que vio a Laura, sus uñas azules, largas y naturales fueron motivo de conversación entre la clienta y la empleada del kiosco en Nueva Córdoba. No sabe si fue la química o la intuición, pero ya habían quedado para tomar unas cervezas cuando Noelia terminara su turno. Laura estaba en libertad y trabajaba en una oficina de secretaria de la Universidad Nacional de Córdoba.

Una pequeña casita, refugio del cuidador del parque —ubicado en inmediaciones de la universidad— entre medidores de luz y polvo, se convertiría en un reiterado espacio de encuentro, en el que Laura conoció a Noelia y Noelia conoció a Laura.

—Yo tenía un problema con mi papá y me juntaba mucho con Laura; la Laura siempre estuvo ahí. Nos la pasábamos haciendo maldades, boludeando, me hacía olvidar lo que me pasaba —dice Noelia mientras me muestra en su celular las fotos que le sacó una tarde con una campera negra que le gustaba mucho.

La cámara de televisión enfoca directo a Laura sentada en el banco de una plaza en Córdoba con unas cuantas jeringas, mientras un cronista con un micrófono habla sobre VIH. El cronista dice mucho, ignora o miente; pero no pregunta; solo señala a la persona que un televidente denunció. Son los años noventa, el zócalo nos dice que estamos viendo a la primera persona con VIH de la ciudad. La imagen se reproduce en todos los televisores de Córdoba.

Marta Ocampo conoció a Eduardo Pilleri cuándo ella tenía 16 años, después quedó embarazada de Laura y después de Claudia. Eduardo conoció a otra mujer, se separó y dejó todo. Marta quedó sin nada. Eduardo decidió que Laura no era más su hijo porque él no podía tener un hijo puto.

Marta era empleada doméstica, se fue a una pensión mientras Laura y Claudia vivían en la casa de sus abuelos paternos. Marta iba todos los días, las bañaba, las peinaba y las llevaba a la escuela. Marta se preocupaba cuando Laura desaparecía por mucho tiempo, preguntaba qué había pasado, dónde andaba, la buscaba con la Policía. Marta se quedaba tranquila cuando recibía una fotografía que le mostraba a su hija en el mar. Una fotografía que le hacía pensar que ella estaba bien.

Marta sufría con el VIH, la veía mal y pensaba que su hija se iba a morir. El jueves 10 de febrero de 2005, Marta fue a visitar a su hija al Penal de San Martín cuándo, pasadas las 15 hs, empezó el motín que marcó la historia carcelaria cordobesa. Marta le decía “Richi” —por Ricardo— y recibía la intensa mirada de Laura. “Mamá, Laura me llamo, vos sabés que puedo mandar preso a cualquiera que no me diga por el nombre”.

Cuando Diego Neo entró a la Cárcel de Encausados, los comentarios no tardaron en llegar: “Ahí está el puto La Condesa”, le decían señalando a la leonera, y “tiene VIH” le advertían cuando se acercaba. Diego cuenta que conoció a La Condesa cuando le hacía la cantina, iba hasta la puerta de su pieza, donde estaba aislada por pelearse con los oficiales, y le preguntaba si necesitaba algo de la cantina de la cárcel. “Unos puchos, una Rosamonte y unas galletitas de agua”, le pedía ella.

En el Penal de San Martín, al fondo bien al fondo, alejados del resto de la población carcelaria, estaba el pabellón de gais, trans, travestis y personas con VIH. El viejo pabellón 17 duró poco cuando La Condesa llegó. Junto con organizaciones de derechos humanos, logró que la Justicia lo disolviera para siempre.

—La aceptación del puto en el pabellón estaba vinculada a que él tenía que conseguir droga, tenías que atender al tipo, lavar ropa. Cuando Laura emprende la lucha por eliminar este pabellón en el penal de San Martín, conllevó primero un momento de escándalo, porque ahora el puto estaba entre nosotros. Laura y otras travestis nos enseñaron —cuenta su compañero, Diego Neo, en una entrevista para la muestra La Condesa.

—Gracias a ella nosotros empezamos a saber en serio qué era el VIH, modos de prevenirlo, de cuidarse. Empezas a ver el lado humano del otro y no el personaje construido. Yo pensaba que era la única que se calentaba por defender derechos colectivos. Yo pensaba que había que bancarlo. Laura fue toda una mentora para nosotros. Yo aprendí con ella a saber cómo se milita una convicción. Fue mi ejemplo adentro de la cárcel.

—Vamos por acá, que tengo un cliente —dice Laura entre bolsillos vacíos y cadáveres de cerveza mientras encamina a Noelia hacia un edificio de Nueva Córdoba. Laura es inconfundible entre la fauna del estudiantado y los oficinistas que circulan en uno de los sectores más cotizados de la ciudad. El portero del edificio está sentado, esperándola en un hall aburrido que tiene solo una mesita de vidrio con un perro de yeso blanco.

—Vos quedate acá, avísame cualquier cosa si viene gente —le pide Laura a Noelia, que se sienta en su lugar. Los dos desaparecen.

—Me hiciste culiar por 100 pesos, Noelia —dice Laura mientras salen del edificio.

—No señora, por 100 pesos —y abre la cartera para mostrar qué hay adentro —y un perro de yeso.

Foto: Colectivo Salchichón Primavera
Foto: Colectivo Salchichón Primavera 

En la cárcel, Laura había transformado su celda en la habitación de La Condesa. El olor a humedad y la poca luz la convertían casi en un sótano. En un espacio chico entraba apenas la cama y, con centímetros de distancia, la mesa y la silla que usaba para la computadora. Como estudiaba la Licenciatura en Letras, le dejaban tener una.

Había algunos libros y una radio chica. La misma mesa en la que ponía la computadora era además el lugar para comer. Arriba, en una alacena, guardaba platos, vasos y cubiertos, todo de plástico. Tenía un espejo, algunas pinturas de uñas y mucha ropa. Siempre mucha ropa sobre la cama. La puerta tenía una cortina y la única ventana estaba bien arriba, con rejas que daba a un patio interno desde el que se alcanzaba a ver el techo del pabellón de al lado.

Era día de visita y ella estaba en su habitación.

—Hola, ¿vos sos Laura?

—Hola, loca, sí. Vos sos Maite. Pasa.

—¿Que tal Laura? ¿A vos te dicen La Condesa, ¿no?

—Sisi, soy yo. Sentate.

—En la cárcel hay todo el tiempo una lectura del movimiento de los cuerpos. Laura tenía muy afinada la lectura, difícilmente se le escapaban detalles —dice Maite Amaya en una entrevista para la muestra La Condesa—.  La vieja tenía eso, son códigos de la cárcel, códigos tumberos de veinte años; tenía cierta perspicacia, su método era muy sutil para entrar. Sabía qué temas tocar y cuáles no. Apenas entrabas, te hacía una radiografía. 

Los días de visita, Laura tomaba mate desde las 5 de la mañana y a las 6 llamaba por teléfono a Maite. Quería saber que todo andaba bien y que iba a venir. No cortaba hasta que Maite salía de su casa. Ella le relataba las cosas que le llevaba de regalo y que guardaba en unas bolsas muy coloridas que había hecho Laura. Esos colores se percibían a la distancia; por ejemplo, desde la ventana de la celda de Laura que daba a la parada del colectivo en el que llegaban las visitas. 

—Ese lazo que construí con Laura no fue por sus necesidades, sino que fue mutuo, de afectos, de encontrarnos y de jugar, escribirnos, hablarnos por teléfono. Cuando ella tiene el régimen de semilibertad nos inscribimos como pareja de lesbianas. Entonces yo, como su concubina, podía quedarme en cana con ella los fines de semanas. Eso lo hicimos cuando estaba en Montecristo. Iba a dormir y me quedaba una noche. Caía el sábado al mediodía y me iba recién el domingo a la nochecita. Pasábamos mucho tiempo juntas.

Los nenes corren por detrás de la casa, que es el patio de otra. Van y vienen, gritan, la pelota golpea la pared y festejan goles. La puerta de atrás abierta da directo al comedor donde estamos.

Nadie hizo nada por Laura, le pasaron un montón de cosas que se guardan en la familia, dice Claudia, y nombra a un cura “muy buena gente para todo el barrio” que una vez Laura le dijo que era “un hijo de remil puta”. También recuerda la noche del 24 de diciembre, cuando Laura, que podría ser unos de los nenes que ahora juegan afuera, llegó corriendo y se encerró en el baño. A Laura la habían emborrachado y violado en la casa del vecino, el zapatero, junto con varios conocidos de su tío.

—¿Cuánto me das por esta? —pregunta una joven Laura al dueño del local y le muestra la máquina portátil de escribir que comparte con su hermana, una Olivetti celeste. El dueño del local la conoce. Se lleva la plata y deja la máquina. A los meses, vuelve con la plata y pregunta por la Olivetti celeste que le vendió.

En sus últimos años presa, La Condesa empezó a estudiar Letras a través del Programa Universitario en la Cárcel de la UNC.

—Ella dijo “yo cuando salga de acá, voy a ser alguien”. Escribía desde el punto de la desesperación, de la soledad, de adentro de la cárcel, para sacar. Ella escribía para dar, mostrar, para que el otro se entere —dice Claudia.

En 2014, Claudia escribió junto a Laura Cáscara de naranja, un libro de poesías y relatos. No sabe muy bien si se imprimió o no, pero con una búsqueda en Internet se accede a él. El mismo año, Laura publicó “Ese hombre”, una crónica en la Revista Deodoro que empieza así: “Esta es, de manera ‘fantástica’ otra prisión basada en un personaje real, las celdas y las carencias no son invisibles”.

Laura Pilleri creció sabiendo lo que quería, entendió desde muy chica que para eso necesitaba plata y, si no había plata, se podía apelar a otro engaño: el robo.

En el patio de la casa donde viven de niñas las hermanas Pilleri hay un gran árbol de mandarinas. Claudia las saca y las come cuidadosamente cuando su abuela se lo permite, gajo por gajo. Laura trepa al árbol y baja las mandarinas. Cuenta su mercancía y las pone en una bolsa. Esa tarde saldrá a venderlas entre los vecinos. El dinero le permitirá escaparse por unos días.

—Una vez estaba por llover, íbamos caminando juntas. “Uh, nos vamos a mojar”, le dije a Laura. A la media cuadra abre un paraguas, ¿de dónde mierda sacó el paraguas? No me daba cuenta, no te dabas ni cuenta. Ella robaba con una calidad toda de diva. Íbamos a los negocios de anteojos ahí en la galería, ella me decía “vos pregunta por esos lentes”. Mientras yo preguntaba y entretenida me los probaba, decía “bueno, gracias” y nos íbamos. Y cuando salíamos tenía cinco pares de anteojos —dice Noelia.

Un retrato de Laura en la mesa de Claudia. Foto: Lucia Ceresole
Un retrato de Laura en la mesa de Claudia. Foto: Lucia Ceresole

Desde los 12 años, Laura empezó a irse por unos cuantos días y a cometer sus primeros delitos. Con la plata compraba vestidos, zapatos, cosméticos y alhajas que usaba a escondidas.

El 20 de enero de 1990 fue detenida por captura recomendada al salir alcoholizada de un cabaret clandestino en Gualeguay y trasladada al día siguiente a Córdoba. Laura ya acumulaba algunas detenciones. Años después, en 1997, fue detenida por última vez por robo a mano armada.

Claudia hace un descanso, toma un sorbo de cerveza y dice que todavía no nos leyó la parte del libro que nos quería leer:

—Siempre he pensado que la narrativa es el arte primordial de los humanos para ser; tenemos que narrarnos y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento. Nos mentimos, nos engañamos, nos imaginamos. Lo que hoy relatamos de nuestra infancia no tiene nada que ver con lo que relataremos en veinte años y lo que uno recuerda de la historia común, familiar, suele ser completamente distinto de lo que recuerdan los hermanos. De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía. Se escribe sobre todo dentro de nuestra cabeza. Es un runrun creativo que te acompaña mientras conduces, mientras paseas al perro, mientras estás en la cama intentando dormir. Uno escribe todo el relato.

—Hay una cuestión de ella que nunca se mostró, que es el tema de la bondad. Ella estaba privada de la libertad, pero estaba para vos —dice Claudia.

—Vos lo que necesitabas, ella estaba. Ella siempre estaba. Una vez me robaron el celular y fue la Laura y me lo sacó con la tarjeta —dice Noelia. 

—Ella no te podía ver sufrir por la comida ni por nada. Ella desde el encierro era capaz de hacer tantas cosas. Inclusive conmigo, cada dos por tres. Por ser paciente de VIH ella recibía una caja con alimentos. Me daba mucho de ahí. Si tengo que decir de las bondades de Laura creo que no le faltó ninguna; por más que era terrible, nunca hizo nada con daño. Si robó, no le hizo daño a nadie. Se quiso domesticar; insistió para ser alguien en la vida, cosa que no todo el mundo puede. Y creo que hasta el final hizo lo mejor que pudo.

Maite camina contenta hasta el departamento en el que la espera Laura, que está disfrutando los primeros minutos en libertad. Pasa por la zona roja y se encuentra en la esquina a dos pibas jóvenes, que no compartieron calle ni generación con La Condesa.

—Me voy a ver a Laura Pilleri, que salió.

—¿Salió La Condesa?

—Ella era como parte de una leyenda. Es algo que está, es alguien de quien se habla, son historias que hacen a nuestra comunidad, a nuestra identidad —dice Maite—, ella es de esa generación, la que hizo posible que nosotras nos podamos construir en ese corralito.  

Han pasado horas desde el mediodía y no hay más botellas por abrir. Ni a Claudia ni a Noelia parece sorprenderles que se acabó primero el alcohol que los recuerdos sobre Laura.

—Vamos a hacer un cadáver exquisito —dice Claudia Pilleri—. Es una forma de escribir que tenían los surrealistas franceses para demostrar que el inconsciente podía decir cosas que el consciente no podía decir. Les digo las reglas: frases, no largas, que no sean insultos, una frase, no dos, una, puede ser un ¿qué?, ¿cómo? o un ¿y? Arrancas vos, lo que vos escribís, lo das vuelta, así yo no veo y arriba escribo yo y después escribe Lucía. Para que sea un poema hagamos cinco vueltas.

—Pero, ¿cómo pongo? ¿Cualquier cosa? ¿La empanada mordida, puedo poner? ¿Así? —pregunta Noelia.

—Sí, lo que a vos se te cante.

—Y, ¿cómo sé que va a quedar un poema?

—Decí lo que vos tengas ganas de decir ahora, en este preciso momento.

Claudia Pilleri lee en voz alta:

El vino está muy rico

la potencia furiosa

y en verdad era

como Laura no está yo tomo por ella

Y, ¿cómo es el dolor?

Porque el mismo resonar

qué hermoso momento, que no se acabe nunca

es lo que encontramos adentro nuestro

y sin embargo la cárcel

te recuerdo con cariño

o es donde encontramos lo que nos hace bien

y fin

Laura en la UNC. Foto: Archivo familiar
Laura en la UNC. Foto: Archivo familiar

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