¿Es posible imaginar el olvido? Cuando la incertidumbre hace sentir que el futuro no existe, que a duras penas existe el presente, una mirada al pasado, al origen, propició para muchos un recuerdo de sí mismos, la probable sensación de que no todo estaba perdido. Los maestros Cruz Ney Mosquera del Chocó, María Concepción Agreda Buesaquillo (una hermana de una comunidad franciscana del Putumayo) y John Fredy Pérez Vega del Casanare cuentan las historias de sus raíces y, con ellas, imaginan no escenarios ficticios ni lejanos, sino cercanos y próximos, el retrato de una Colombia olvidada.
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Cruz tiene una voz estertórea como la sonrisa y el cuerpo. Es negra al igual que su alma musical, alegre cual matrona feliz. La conocí en un taller de formación de maestros en el que empezó a cantar espontáneamente como la lluvia. Los maestros, como si se les prendiera un botón, le respondieron. Fue así como todo el recinto se llenó de música. Dos años después la llamé para conocer más a fondo sobre esos alabaos. La contacté después de haber hablado con la coordinadora de la Normal, Susana Bonilla.

Susana vive en Istmina, Cruz en Andagoya (cabecera del Medio San Juan). Reparo en mi mente en que ambas representan el contraste de estos dos asentamientos, aunque, con el prejuicio de la distancia, uno tienda a decir que son lo mismo. Istmina es más urbana, todo un municipio que recibe en condiciones normales la población de la subregión del San Juan, que suma por lo menos 130.000 personas; Susana, por tanto, ostenta ciertas maneras de citadina estricta, combinadas con la elegancia y cortesía al foráneo. El idilio de Andagoya, en cambio, tiene algo más de cinco mil personas; Cruz conserva la condescendencia, la constancia de los días quietos, el gozo persistente de la piel al baile.
Tal vez por eso mismo Istmina fue el municipio de esa subregión con más infectados por el coronavirus. Según el Instituto Nacional de Salud, para finales del 2020, Istmina tuvo una tasa de incidencia de 735,28 por 100 mil habitantes, lo que lo ubicó en el séptimo peor municipio del departamento con respecto a este indicador. Andagoya, en contraste, no había llegado a ese nivel de contagio. Susana me contó que, al principio de la pandemia, el gobierno dio algunos mercados. Llegaron siete camas UCI como traídas por los ángeles.
Tuve la imprudencia de asociar a la maestra Cruz con Istmina. A lo que ella me respondió, enérgica, que no, “¡que cómo se me ocurría!”, que ella era de Andagoya: lugar cultural por excelencia del Chocó. A veinte minutos en carro desde Istmina, se llega a la bifurcación del San Juan y el Condoto. Ella es una de las 130.000 personas que transcurría a diario ese eje vial hacia Istmina. En medio de la frondosa vegetación del pacífico chocoano, su humedad tropical y selvática, está el territorio cuyas características geográficas han fraguado también la condición de alejamiento, separación y soledad. Se conserva ese extraño ruido de la lejanía en que se mezcla la selva con la tensión social.
Casas de techos de zinc y parches, algunas de adobe y concreto, se amontonan unas sobre otras en un caos selvático. Allí nació Cruz, maestra de la Institución Educativa San Pío X de Istmina, con el mismo apellido que llevan cientos de seres humanos que son hermanos, primos, vecinos, padres, hijos, sobrinos: Mosquera. Y que viven en sus casas amontonadas con sus cuerpos amontonados con ventanas sin vidrio. Cruz, como destinada a llevar la cruz de sanación de sus ancestros, nació allí, en el pueblo que lleva el nombre de Pascual de Andagoya, uno de los conquistadores españoles que inspiraría a otros a conquistar, además del nombre, la riqueza minera.
Como la mayoría de los territorios mineros –si no todos–, Andagoya no ha recibido las ganancias de su oro y platino. Desde 1916 hasta 1993, lo que suman 77 años de reinado, la empresa de minería Chocó Pacífico, con un acuerdo entre la Anglo Colombian Development Company y la South American Gold and Platinum Company, extrajeron oro y platino sin ofrecer, a cambio, ningún tipo de posibilidad para las comunidades, como no sea la construcción de un apartheid chocoano en que la riqueza cosmopolita se vivía del lado de Andagoya, pero, del lado de Andagoyita, el hacinamiento a la colombiana. Si uno va se encuentra con esa historia todavía viva: el murmullo de las máquinas socavando la tierra.
García Márquez escribió una crónica en El Espectador sobre Andagoya hace casi 70 años, que llamó La riqueza inútil del platino colombiano. Allí el escritor cuenta que los servicios públicos, la belleza de la armonía, la limpieza y la ciencia eran en primer lugar para los europeos, los estadounidenses en Andagoya, y un puñado de colombianos privilegiados. Con toda la población solamente compartían la basura y el amor en la marginalidad de las horas. Aún se oye la tensión que cuenta García Márquez, solo comparada con el olvido.
A orillas del río San Juan pueden verse, como grandes bestias bebiendo agua, las maquinarias oxidadas e inertes con la nostalgia de la vida que no tienen. Porque el Chocó ocupa el primer lugar de la producción de oro y platino. Porque la geografía hace que esta zona sea reconocida por su endemismo. Porque aproximadamente el 25% de las especies no se encuentra en ninguna otra parte del mundo. Porque un amplio margen de extensión biogeográfica (187.400 km2) tiene pluviosidad alta o muy alta, característica de una de las regiones más biodiversas del planeta. Porque esa expresión exuberante de la vida ha sido la inspiración de la codicia, en lugar de la invitación a la armonía. A pesar de ese rumor de selva quemada, la gente vive: se baña en el río, lava los platos en el río, lava la ropa en el río. El río es la vida. Aunque, en temporadas de lluvia, por las inundaciones, también sea la muerte.
La maestra Cruz es hija de ese pasado, y lo tiene aún en la memoria como una imagen que no le gusta recordar. Alegre me saludó en una llamada telefónica (ella lo prefirió así, pues por Zoom no podía porque su celular no tenía espacio). Había acabado de compartir su historia en un programa del Ministerio de Cultura llamado Frente al espejo. Ella hace parte de la Asociación Cultural de Andagoya. Una de las primeras cosas que me dijo es sobre ese apartheid.
—Esto era un apartheid —me dijo—. Allá había guardias que les decían guachimán. Yo no podía pasar, era con alambres de púa. Allá ellos primero se veían las películas, les llegaban los medicamentos, los alimentos, y después para los otros. Pero el pobre, el proletariado, el de a pie, no podía comprar. Si compraba algo caro, investigaban si estaba robando las producciones.
Me contó que los alabaos son una tradición viva, que se ha mantenido más allá del apartheid, el conflicto armado y la pandemia. (Irónicamente la muerte se ha sobrepuesto a los seres humanos). Han venido de boca en oído, de cana a piel tersa, pregonados como ritos de sanación que cantan a Dios, a la virgen, a Jesucristo, a la muerte –o a lo que sucede durante la muerte–.
—Nuestros ancestros, como fueron esclavizados —me explicaba—, traían sus creencias religiosas y se las arrancaron de la manera más cruel que pudieron. Ellos escucharon a esos europeos, con sus músicas gregorianas y todo. De pronto no entendían mucho el idioma. Pero como la música no tiene idioma.
Sentí que sonreía. La música de su voz no tiene idioma. La maestra Cruz anotaba que en algunos casos las canciones se pronuncian con palabras en italiano como regina, en vez de ‘reina’, y vendetta, en vez de ‘venganza’. Así lo entendían. Así lo oían. De la voz a la comprensión.
Según el Ministerio de Cultura, estos rituales mortuorios ayudan a “aliviar” el duelo a través de actos de solidaridad, para así reafirmarse como comunidad, unirse entre familia, amigos, conocidos. Mientras que los alabaos son oraciones para sanar, los gualíes son cantos menores –tipo canciones de cuna– para los niños que mueren. A ellos se les crean altares y se les viste de blanco pureza. El levantamiento de tumbas, por su parte, es el ritual del novenario, el acto de acompañamiento, que se ve más en las comunidades rurales como Andagoya, y no tanto en las urbanas como Istmina.
Héctor Rodríguez, conocido en la región como Tresenuno, es un gestor cultural y director de la Fundación Cultural de Andagoya. También es cantaor y profesor de gualíes. Llego a él porque Cruz me habla de su liderazgo para que se hicieran los Encuentros de Alabaos desde el año 2000 –el de 2020 fue virtual por la pandemia–. Con este evento garantizaron que las comunidades se reunieran para mantenerse vinculadas pues los cantos cambian de comunidad en comunidad, de calle en calle. Le pregunté por WhastApp la dificultad más grande para los alabaos en la región. Él me respondió: “Los grupos armados al margen de la ley, porque hay partes en que no dejan que suban a participar en el Encuentro de Alabaos. Tampoco dejan que se amanezcan en los velorios y novenas”.
Distintas instituciones han denunciado preocupación por la manera en que la violencia volvió a arremeter: la Diócesis de Quibdó, el Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato (Cocomacia), la Mesa Indígena del Chocó, el Foro Interétnico Solidaridad Chocó, la Red Departamental de Mujeres Chocoanas y la Mesa Territorial de Garantías. Esto se expresa históricamente en que el Chocó ha sido uno de los departamentos más victimizados por el conflicto armado. Según un estudio de Manuel Beltrán Espitia y Elizabeth Montoya Giraldo, son 170.000 las víctimas registradas, lo que es bastante si se tiene en cuenta que el Chocó es un departamento de 510.000 habitantes.
Pero, a pesar de esa violencia, a partir de lo que me cuentan la maestra Cruz y Héctor Rodríguez, “hay alaba pa rato”. Los cantos propiciaron uniones entre las comunidades durante la pandemia. En octubre del 2020, como una manifestación de lo virtual en matrimonio con la tradición, hubo más de 200 participantes que cantaron sus canciones sanadoras del dolor y de la angustia frente a la pantalla de un aparato.
Entre tanto, Istmina se convierte en una bomba de tiempo, como también parece suceder con territorios de mucho movimiento y con el lastre del conflicto armado. Cruz y Susana lo dicen: hasta que el gobierno se tome en serio las problemáticas que aquejan a las comunidades, no cambiará nada. Una dignidad que piden con justicia, pues las juventudes, en muchos casos, hallan en el microtráfico, los grupos armados y la delincuencia opciones mejores de vida. Mientras, la maestra Cruz seguirá cantando, al tiempo que cuida de su nieta, con el celular en una mano y con la cuchara de palo en la otra, sin importar pandemia o conflicto armado, las tonadas de sus ancestros que le salen de la boca más viva que nunca:
La muerte por qué es la muerte
y por ser tan agresiva.
La muerte de uno en uno
nos va quitando la vida.
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Más de 500 km los resumo en un clic. Veo a la hermana Conchita en mi pantalla. Ella, como Cruz, también sabe acompañar la muerte y cuidar la vida. Cuando la conocí, recuerdo que no paraba de moverse entre oraciones y saludos, regalos y misas, clases y evaluaciones, talleres y funerales. También era capaz de quedarse en silencio ante la imagen de un Cristo colgado en la pared, como si suspendiera su existencia y la enfocara solo en Dios.

En la comunidad de la hermana pareciera que todas la conocieran: en Pasto, en Sibundoy, en Puerto Asís hablan de ella. Por su ferviente fe, por su entrega total a su vocación, por su origen kamsá –comunidad indígena de Sibundoy–, y porque estuvo a punto de morir debido a una inflamación del cerebro, hace 15 años, cuando hacía una misión en Malí, en el África occidental. Un día, en septiembre del 2019, tras una jornada de intercambio con los maestros de su colegio, ella contó esa historia. Eran las horas de recogimiento. Había cantado canciones de alabanza. Luego comimos abundante arroz, plátano y carne, tal y como siempre estas anfitrionas atienden a sus comensales.
Pasó un año y medio. Quería recordarla mejor y saber qué había hecho para resistirse a la pandemia y su confinamiento. Me habló desde Puerto Asís, en donde con seis hermanas lideran la Institución Educativa Ciudad de Asís. Se oían los pájaros como una bandada que vuela en su ventana. Recuerdo su éxtasis desbordado como el de esos pájaros volando. Salía de un cuerpo de estatura media, de piel y rasgos amazónicos, nariz respingada. Había acabado de entregarle una ropa a una madre que la necesitaba. Estaba calificando exámenes y estudiaba para su Maestría en pedagogía de la Universidad Mariana de Pasto.
—Siento mucho pesar; humanamente me duele —dice, tras contarme que se murió una querida amiga—. Sé que no hay nada más lindo que el encuentro con el señor, pero ella era una gran amiga.
Me cuentó que la pandemia había sido menos agresiva para las personas del alto Putumayo, como en Sibundoy, en donde las comunidades indígenas trabajanban en armonía por un bien común. En este caso, por el cuidado, la organización, los protocolos y el reconocimiento de su autoridad. Para finales del 2020, según datos del Instituto Nacional de Salud, Santiago había tenido 46 casos, Colón 65, Sibundoy 219, San Francisco 29. Mientras que Puerto Asís 986 y Mocoa 1.640 (cifras de diciembre 11). Según la fundación Gaia Amazonas, el nuevo coronavirus penetró las comunidades indígenas más alejadas de la Amazonía (en donde está el Putumayo), lo que puso en evidencia la poca vinculación del sistema sanitario con las condiciones rurales. Fue por esto que afloraron los sistemas de conocimiento y prácticas tradicionales indígenas: la base para comprender y conservar el territorio fue la base para entender la enfermedad.
Por eso su comunidad kamsá es valiosa, aún más hoy en día. Me aclaró que de donde viene es única en el mundo. Han procurado mantener su tradición con la creación de una escuela bilingüe, a pesar de que, según me cuenta, suceda el mestizaje, anden en jean, y negocien con la agricultura y la ganadería. Pero aún así la pandemia no fue fácil: de hecho, pusp en crisis su tradición. La UNESCO publicó recientemente el Informe de Seguimiento de la Educación en el Mundo (2020), en el cual, me explicó Gina Dafalia, representante de esta institución, a través de un correo electrónico, al preguntarle por los aprendizajes más importantes en la educación a propósito de la pandemia, que:
“El covid 19 precipitó la crisis educativa, incrementada por las profundas y múltiples inequidades que existen en Latinoamérica y la región –la región todavía más inequitativa del mundo–. (…) Recuerda que, antes de la pandemia, las cifras de asistencia a las escuelas eran más bajas para personas con habilidades especiales, hablantes de lenguas indígenas y afrodescendientes”.
La hermana pudo superar la barrera casi infalible de la inequidad educativa: como lo dice Gina Dafalia, los jóvenes de las familias menos favorecidas tienen una probabilidad cinco veces menor de ingresar a la educación superior. La hermana lo hizo al estar arropada por la oportunidad de pertenecer a una comunidad religiosa: estudió Licenciatura en educación en la Universidad Mariana de Pasto y, actualmente, hace su maestría. Además, la mayoría de sus hermanos son profesionales. Lo cual constituye un logro apoteósico para la familia del taita Andrés Agreda Chindoy y María Dolores Buesaquillo Jamioy, puesto que, según el Ministerio de Educación, la tasa de cobertura bruta en educación superior en el departamento es del 11,6%, en comparación con el 52,8% nacional.
—La identidad va por dentro —me dijo, al preguntarle de qué manera la identidad puede diluirse con la experiencia educativa y vocacional, pedagógica y religiosa.
—Y usted, hermana, ¿aún se acuerda del idioma? ¿Recuerda cómo se dice en kamsá la palabra imaginar? —le pregunté.
—Me acuerdo muy poco, pero mi papá sabe. Él ahora da clases virtuales.
Lo llama.
—Papi, la bendición, buenos días, ¿cómo amaneció? Bendecida por el señor Jesús y mamita María —dijo Conchita y lo puso en altavoz—. Papito, estoy en una entrevista. Me preguntan cómo se dice en kamsá imaginar.
—¿Imaginar?… Ah… Tsaba munte jenojuaboyam —respondió su padre, y sonó como trabá monté jenojuabuayán. Ella procuró acertar la palabra—. Hay que pensar las cosas buenas, pensar cosas para bien —continuó.
Pensar las cosas para bien resultó ser más que necesario. El Putumayo es de las zonas de Colombia que, como en el Chocó, la pandemia había traído una proliferación de casos de corrupción: su gobernador fue destituido y judicializado por irregularidades en el proceso de contratación de ambulancias para atender la COVID. A su vez, hubo asesinatos a excombatientes, líderes sociales, denuncias de incursión armada y denuncias de incursiones de narcos mexicanos.
¿Cómo imaginar para bien allí cuando en el Putumayo la corrupción y el conflicto armado han sido el telón de fondo histórico? Según la Fundación Paz & Reconciliación, el municipio de Puerto Asís ha sido el epicentro en Putumayo del conflicto armado. Narcotráfico, grupos armados al margen de la ley, conflictos a propósito de la extracción del petróleo, cultivos de coca y conflictos por la construcción de infraestructura: el pan de cada día. La guerra de finales de siglo de los capos del narcotráfico, junto con la de las Autodefensas del Magdalena Medio y las Farc, desembocó, para inicios del milenio, en enfrentamientos entre el Ejército Nacional, la guerrilla y los paramilitares por el control territorial. Rondaban los 2000 cuando la hermana, antes de su viaje a Malí, presenció la época en que la guerra era la cruda cotidianidad de las balas silbando su sotana.
Los más de mil asesinatos por la guerra de los narcos en los noventas fueron empatados con la violencia desatada en el marco del Plan Colombia, firmado por la Presidencia de Andrés Pastrana y el gobierno estadounidense. 13 mil millones de pesos fueron destinados para cumplir los pactos sociales, pero esto convergió en el descontento popular por la criminalización de los campesinos. Los cultivos de coca no fueron concebidos en su dimensión de conflictos sociales. Los enfrentamientos del Frente 48 de las Farc con el Ejército Nacional no dejaron caserío o vereda sin confundirse con campo de guerra. Por esa época, la hermana no pudo desempeñar su tradicional trabajo de acompañante de la muerte, por prohibición de los grupos armados.
De ahí viajó a África, donde estuvo hasta el 2008. De luchar contra la guerra pasó a luchar contra la ignorancia. Tenía por misión alfabetizar a mujeres africanas en un pueblo a ocho horas de Bamako, la capital de Malí. En esa lucha casi se queda, pues el paludismo, tan frecuente allá como el hambre, la llevó ad portas de San Pedro: estuvo a punto de desfallecer por una inflamación del cerebro. Quedó en coma, al cuidado amoroso de sus hermanas, de lo que se recuperó meses después por lo que ella dice fue un milagro en una iglesia.
—Y lo primero que vino a mi memoria fue un canto: “Demos gracias al señor porque es bueno” [en francés] —me dijo—. A todo pulmón —afirmó.
Cuando volvió a Colombia, por el 2008, la vocación se le acrecentó como una llama. Estuvo poco tiempo en Pupiales (Nariño) y seis años como formadora vocacional. A Puerto Asís volvió en el 2016, cuando el conflicto había menguado por los Acuerdos de paz con las Farc. Cuatro años más trabajando con la Institución Educativa Ciudad de Asís le han dado la experiencia para decirme que la del 2020 fue la mejor Semana Santa que había vivido en su vida: cuando hacía los pocos recorridos con tapabocas por las calles, puerta a puerta, vislumbró la importancia de su vocación. Escribió en un ensayo para su maestría: “Rostros de personas angustiadas, con miedo, incertidumbre, ojos enjugados en lágrimas que conmovían las entrañas. Silencios que hablaban por sí solos. Iban asomándose a las puertas de sus casas o se ubicaban en las ventanas o balcones para escuchar la Palabra de Dios”.
Era abril. Apenas comenzaba el confinamiento. Estábamos a meses de la primera vacunación en el mundo, a casi un año de la primera vacunación en Colombia. La gente tenía la incertidumbre en la cabeza y, a pesar de eso, la hermana sentía que había que sacar algo bueno de todo. Escribió en el ensayo: “La hermana naturaleza como le llamaba San Francisco de Asís ha renacido. El cielo y la luna se contemplan de forma espectacular. Las salmodias y cantares de pájaros alegres alaban al creador”.
Uno de los estudiantes de la hermana Conchita, Ragini Mateo Chávez Riascos, escribió un cuento en el que imagina a una familia que, después de dar más de lo que recibían, y de lo difícil que han sido las jornadas con un solo aparato, les llegó comida como si la hubiera traído el mismo Dios. Esa parece ser la forma de imaginar de la hermana. Por esa razón, me contó, los maestros tienen la misión de hacer de cada niño, joven y miembro de la familia no un depredador de la Madre tierra, “sino verdaderos seres humanos que amen y cuiden de ella: de donde nacimos, vivimos y algún día volveremos”. Eso tal vez lo aprendió cuando era niña, en Sibundoy (Putumayo). La imagino como su estudiante. Una niña indígena de nueve años. La sexta de doce hermanos. Pelo largo y negro que rodeaba un rostro milenario a la vez infantil, animal y humano. Nariz respingada y labios amplios. Piel café como tronco de árbol. Como si ella también hubiera brotado de la tierra.
Al igual que a sus once hermanos, a ella le correspondía un pedacito de tierra para sembrar. Todos sabían cultivar fríjol, habas, caña de azúcar y choclo. Cuando terminaban oían, a los pies de su padre y su madre, los cuentos de la patasola, de la bruja, del mentiroso, el cuento que fuera a propósito de la enseñanza del día. La niña, aunque también iba a la escuela de formación bilingüe, aprendía en la casa, en medio de las gallinas, poniendo el maíz a secar en el soberado.
La hermana recordaba la vereda en Sibundoy. Los árboles y las casas con jardín y huerta. Un valle que parecía el cielo de la Amazonía. También el ganado, las fuentes de agua. Rememoraba y me hizo pensar en Fredy. Ambos soñaban con ese pasado que se vuelve presente a sus ojos. Un pasado similar, tanto en el Putumayo como en el Casanare, en los tiempos en que la gente se hacía alrededor del fuego para asar el choclo y tomarse el café recién colado. Los dos evocaban confinados cuando brotaron de la tierra.
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El Casanare se abrió ante mí con el rostro de una persona. Llegué a Paz de Ariporo (uno de los municipios más extensos del país) sin moverme de la silla, a una casa angulosa, blanca y de dos pisos, frente a un complejo deportivo. Allí todavía existe el que sentí era el balcón más fresco del mundo. El lugar lo resguardan los maestros John Fredy Pérez Vega y su esposa Maria del Pilar Fonseca. Viven con Andrea, la mamá de Pilar, con sus dos hijos, Lorena y Cristian, y un perro y un gato.
Fredy es un llanero coplero, de jean y zapatos de tenis. Él tiene el cuerpo joven, la piel habituada al sol, los ojos cafés (uno de ellos hace un permanente guiño). Es alto y fornido como un caballo, peludo como un chigüiro. Lo conocí hace más de tres años, cuando terminaba su Maestría de docencia en Yopal, con la Universidad de La Salle. En ese momento era tutor del Programa Todos Aprender (PTA) del Ministerio de Educación. Él recorría veredas y corregimientos infinitos en una moto imbatible para acompañar a maestros. Maestros recónditos de zonas rurales recónditas de escuelas multigrado recónditas y en ruinas (escuelas en donde se dan varios cursos en un mismo salón). Esto fue lo que le generó un fiel y latente dolor de espalda que logra camuflar con la nostalgia.

Una vez le pregunté para motivar la conversación que si él había leído El llano en llamas de Juan Rulfo, a lo que me respondió:
—Yo no lo he leído. Yo lo he visto.
Frente a la pantalla, lo vi y no me impresioné al percatarme de todo el material pedagógico que tenía en los estantes y que utilizaba para su trabajo como docente en la Institución Educativa Sagrado Corazón de Paz de Ariporo. Él comienza a hablar sin yo hacerle una pregunta. Me dijo que había estado escribiendo sobre un viaje que hizo, con su padre y con Pilar, al sitio en que vivió los primeros ocho años de vida. Que quiere leerme lo que escribe.
Yo había querido preguntarle cómo estaba el Casanare y qué creía que dejaría la pandemia. Si cambiaría algo el conflicto en torno a la tierra: la tierra para la ganadería, la tierra para los campesinos o la tierra que garantiza los corredores de coca. El Instituto Geográfico Agustín Codazzi afirma, a través un estudio de suelos y zonificación de tierras, que más de la mitad de estas tiene vocación ganadera: el 49% es apto para establecer sistemas productivos pecuarios con pastoreo intensivo de clima cálido, y un 4% es apto para pastoreo semintensivo. En otras palabras, esto significa que es un territorio apto para la lucha por ese poder territorial. ¿Quiénes son los ganaderos? ¿A quién beneficia la producción de la tierra? Todas estas preguntas me circundaban como galápagas en un estanque.
A Fernando Bernal Castillo, uno de los investigadores del informe nacional de desarrollo humano del PNUD del 2011, Colombia rural. Razones para la esperanza, le pregunté por la relación entre ruralidad y uso de la tierra en Casanare. Él me respondió por WhatsApp: “Julián, creo que no hay estudios sobre ruralidad y la forma cómo ha afectado el uso y vocación de la tierra durante la pandemia. Todo es muy reciente y no ha habido tiempo como para que alguien haya podido hacer un estudio serio”.
También quería comprender de qué forma se modificarían las relaciones entre la ruralidad y la ciudad y si, de alguna manera, aprenderíamos a ver el campo distinto: si tal vez la pandemia nos haría ver mejor esa ruralidad profunda que, aunque en menor medida, todavía somos: si en 1938 el 69 % de las personas vivía en el campo, en 2018 tan solo el 22 %. El informe que menciono refiere que aunque se dé esta tendencia de urbanización, Colombia sigue siendo más rural de lo que parece, y que es necesario reconocer la complejidad del territorio, la población, los asentamientos, sus conflictos y las instituciones públicas y privadas que convergen allí.
La complejidad entre la contradicción campo y ciudad es algo que veo expresarse en Ana Adelaida Corce Sarmiento, una vendedora de Paz de Ariporo, a quien conocí en Montañas del Totumo (a dos horas en carro por carretera en su mayoría destapada). Ella tuvo que irse a Paz de Ariporo y allí montó un restaurante, que tuvo que cerrar, aunque su familia dependía de ella. Cuando la pandemia inició se fue a vivir al campo a administrar una finca a diez minutos de la cabecera, en donde pasaba los días feliz con su esposo en los asuntos rurales. Con la venta de huevos y leche se bandeaba. Después se tuvo que devolver al casco urbano, lo que le causó mucha tristeza: ya no tenía el campo para sentirse ocupada tejiendo chinchorros y cocinando hallacas.
Y aunque quiero hablar de todo esto con Fredy, él, sin embargo, me quiere leer sobre un viaje en el lugar donde vivió de pequeño y del que tuvo que irse cuando aún era niño. Me lee: “Puedo decir con orgullo que soy un campesino afortunado. La mejor manera de esquivar la inequidad y el abandono es el proceso de transformación de las formas de pensar”.
Piense, lector, en esto. Un llanero viejo, el padre, es conducido por un llanero joven, el hijo, por el lugar que hace décadas era su casa. Antes era el padre el que decía “¡cuidado!”. Ahora es el hijo el que dice, con palabras mojadas de lluvia mientras arrecian el andar: “¡Ojo se cae! ¡Pilas se resbala!”. La misma agua moja el camino, hace cuarenta años o ahora. Así haya durado el viaje tres horas a caballo o veinticinco minutos en carro. Pero ellos son distintos. El cuerpo del viejo es el asomo del vigor. Un paso dubitativo sobre una rama. El cuerpo del joven todavía conserva la fuerza: las piernas antes pegadas al hueso son ahora las piernas con que un hombre, a mitad del camino de la vida, como Dante, se enfrenta al infierno, al purgatorio y al cielo de su vida. Ahora es él el que guía a su antiguo maestro: su padre. Tampoco están solos. También está el amor: Pilar.

Van hacia Managua. Los sembríos, el asfalto, el concreto hacen olvidar el olvido. Tanto el viejo como el joven no lo olvidan. Debe ser imposible olvidar el eco que responde, rebotando solitario, por morichales y llanuras. Esto lo dice el joven. Managua fue parida por las mismas manos que ayudaron a parirlo a él. Era el año 1964 cuando su abuela llegó, quien huía con su familia desplazada de Támara Casanare, hasta la vereda Elvecia, en Paz de Ariporo. Y ahí, en el infinito llano, vivió el joven de ocho años. “¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?”, pregunta uno de los personajes del cuento Nos han dado la tierra de Juan Rulfo. Para ser feliz: montar a caballo por la tierra sin fin, ordeñar la vaca para tomar leche al desayuno. Arriar el ganado, regar los cedros, jalar una caja de sardinas.
También para reconocer la tristeza. Así lo recuerda el joven llanero en su escrito: “Mi niñez estaba dividida en dos historias: una historia era acompañada por un niño campesino alegre que disfrutaba la libertad de los huertos de Managua, y otra historia mostraba la ingenuidad de un niño campesino triste, ganándose la vida de vendedor de empanadas y helados en las calles de Paz y Ariporo”.
Es la misma historia que cuenta Alfredo Molano al comienzo del libro Del Llano llano: una niña llanera tiene que irse de Hato Perdido, “donde sólo llegaban –decía mi padre– los guerreantes fracasados”, a un internado religioso en Támara. Lo hizo obligada en busca de la educación que, aunque su padre le negaba, su madre quería propiciar. Se encontró en cambio con la reacción alérgica corporal de orinarse en la cama todas la noches y tuvo que inventarse la historia de la aparición de una virgen de los llanos para escapar.
El viejo en silencio camina. Tal vez una lágrima se confunde con la lluvia. En esa lejanía no hay por qué preocuparse por el tapabocas. Están en un trance que los hace olvidar el presente y recordar el pasado. El joven está atento. Tenía menos de ocho años y estudiaba en la escuela. El mayor acontecimiento era llegar a comer y ver un pocillo de arroz con leche sobre la mesa, o ver un plato de cerdo frito y de arepas de harina de trigo. El pasatiempo nocturno era el cielo y las estrellas mientras se contaban historias entre hermanos: bolas de fuego, lloronas y silbadores. La tristeza mayor era que el padre, el viejo, se fuera del pueblo, se fuera a la Paz.
Ahora el viejo y el joven duermen sus sueños en chinchorros, comen tungos y hallacas a la mesa y llegan en un carro movido por petróleo destilado.
—¿Se acuerda que por aquí…? —dice el joven, hilando recuerdos. Por allá las tejas de zinc, tres perros ladran, cesa el ruido de las motosierras.
Aparece Luis Ariel, un joven resuelto y pariente lejano, el nuevo dueño de la finca. Se limpia el sudor, se sacude el aserrín.
—¡Sigan, sigan! —dice, a la distancia.
Hay un monte, una cañada, un puente de tablas y un pedazo de madera.
—Aquí era Managua —dice Luis Ariel.
El llanero joven se para. El viejo lo mira. El joven dibuja la casa:
—Aquí quedaba la cocina. En esta parte estaban las dos piezas. Esta pieza tenía una ventana pequeña. Esta del fondo no tenía puerta. Ahí estaba ubicado el tinajero. En este lado rajaban la leña. Aquí dormían las gallinas —dice mientras se le corta la voz.
El joven busca sus pasos. “Seguí caminando, pero la hojarasca y el lodo habían borrado las huellas de un niño que corría descalzo”, escribiría el llanero joven. Todavía los árboles flor amarillos que había sembrado su madre, todavía un pedazo de la tumba de la bisabuela. También las imágenes de los niños llegando empantanados a caballo en invierno a la escuela. Las clases de educación física en el río. Las historias del profesor en la casa grande. Pepe, Lina. El camino o lodazal.
El viejo oye. No es la misma Managua desde que se fueron. No es la misma vereda Elvecia.
El niño llanero que jugaba con la lata de sardinas tendría después que jugar a vender empanadas, paletas y películas en Paz de Ariporo. No podía perder. Toda su familia se enfrentó a ese cambio en que su casa no era el llano infinito sino la urbe. Al igual lo ha vivido Cruz con sus tránsitos a Istmina, como la hermana Conchita de Sibundoy a Puerto Asís y de ahí a Pasto.
Así diría Fredy, al final, en síntesis y con ojos llorosos: “Las combinadas, tractores y avionetas rugían espolvoreando los químicos que aceleran las cosechas. El paisaje natural de la época de otrora dio paso al desarrollo industrial en el campo”.
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Cruz, Conchita y Fredy imaginaban su pasado en la lejanía colombiana durante la pandemia. Al preguntarles a personas del Huila, el Atlántico o Caldas, de territorios menos olvidados, ellos en lugar de imaginar lo vivido, parecían destinados a imaginar el presente: el presente político de las protestas sociales de los profesores de Mathusalam Pantevis Suárez y Robinzon Piñeros, de la Universidad Surcolombiana, en Neiva, y sus ayudas para superar el hambre y las angustias de sus estudiantes; las hermanas Nathaly y Andrea Daza, en Barranquilla, jóvenes que procuraban imaginar un futuro más prometedor a través del uso de las tecnologías; y Alexis Martínez, de Marquetalia, quien se dedicó a imaginar la manera en que los pájaros cantan, y creó, junto con dos hermanos, una experiencia de avistamiento de aves.
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*Este escrito fue derivado de la beca del IDARTES para el periodismo literario, Bogotá, 2020. Fue editado, en un primer momento, por la periodista María Fernanda Cardona Vásquez.