El clima electoral
En Colombia hay elecciones presidenciales este 29 de mayo. El país quiere un cambio, pero la enemistad y la violencia parecen ser los eslabones más rígidos de la convulsa historia nacional.
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La polarización es la forma de gobierno de la opinión. Fulana opina que sí, Mengano que no, Zutana que tal vez, Perengano calla. Fulana opina que sí porque nunca le faltó nada, estudió en otro país y es la heredera de una empresa próspera; Mengano dice que no porque le ha tocado trabajar toda su vida y nunca ha podido llegar dignamente a fin de mes; Zutana suelta un insípido “tal vez” porque, aunque fue a la universidad, trabaja duramente para pagar los intereses de la deuda contraída con un infame crédito educativo que amenaza con quitarle la casa a su madre. Perengano simplemente calla porque sabe que su pobreza es tan extrema que su voz por más amplificada que la pretenda será inaudible para el resto de la sociedad.
Ahora bien, no hay país que se piense a sí mismo como una nación unida y armónica. Un entramado social y político que avanza hacia el mismo lugar y sabe beneficiar a todo el mundo por igual. El choque de opiniones implica un sacrificio que consiste en entender que el hecho de que a Fulana le vaya bien, no quiere decir que a Mengano, Zutana y Perengano les vaya igual. Ese esfuerzo de entendimiento se llama empatía y, aunque la palabrita está más que manoseada, el ejercicio democrático la pone en la primera plana de las conciencias votantes: Si no pienso en mi propio bien ¿quién lo hará? ¿Vale la pena ofrendar mi voto para beneficiar a personas que no conozco y ni siquiera saben que existo? ¿Hasta dónde mi voto tiene verdadero poder de transformación?
La realidad es un río profundo del que nadie puede dar fe. Esas aguas oscuras y revueltas forman la materia prima del juego en el que los aspirantes al poder se anegan cada vez que se acercan nuevas elecciones y de las cuales después surgen, inmaculados y arrogantes, a reprimirlo todo.
El objetivo de todo/a candidato/a sin importar su ideología, procedencia social, color de piel, sexo, orientación, riqueza, necesidades, privilegios, vejámenes a los que fue sometido/a en el trascurso de su vida, su intachable o cuestionable currículo, las buenas o malas amistades que ostenta, etcétera, es el poder y esto, en sí mismo, ya debería ser sospechoso. Sin importar quién salga elegido/a, los votantes, convencidos de su eufemística ciudadanía, al día siguiente volverán a habitar sus respectivos estatus de simples súbditos porque la democracia no es más que la histórica maquinaria que más ha sabido legitimar la megalomanía como irrefutable proyecto gubernamental.
Pero recordemos que la democracia permite la oposición y que, por lo menos, este es uno de sus fundamentos más básicos. Pues bien, todas las oposiciones, de izquierda, de derecha, de centro, de norte, de sur, de oriente u occidente, de blanco, negro, rojo, azul, verde, son el navío que surca los mares de las subjetividades con la idea de crisis como principal eje de influjo electoral. Una opinión contrastada con su antípoda no es evidencia de crisis, por el contrario, y por fortuna, es una muestra de la necesaria diversidad que debe circundar cualquier grupo social; no obstante, la crisis aparece cuando las facciones son incapaces de primero hablarse y, segundo, escucharse. Aunque de las crisis, en teoría deberían aprovecharse los antagonismos que las forjan para generar nuevos puntos de encuentro y avance, es indudable que su plato fuerte ha devenido en violencia en todas sus expresiones, desde la anulación como la más ínfima a la desaparición física como la más grave. Así nos enfrenta el contexto electoral colombiano: como demonizados contrarios. No como una posibilidad de cambio expedito, real, sino como la prolongación de una guerra de la que todo el mundo despotrica, pero nadie se salva de protagonizar.
El neoliberalismo rampante ha creado una permanente ilusión de libre expresión: un post, una foto o un tuit dejan la sensación en quien publica de estar participando activamente del espectáculo de la política. En las ciudades los debates se dan virtualmente, con todo tipo de maquillajes y guantes quirúrgicos, mientras en las zonas rurales el asunto va de víscera en víscera, porque es allí donde se tocan las fibras más sensibles: desplazamientos, conflicto armado, desapariciones de líderes sociales, racismos estructurales, injusticias, pobreza, narcotráfico. Todos los argumentos se mueven entre susceptibilidades, aprensiones y escamas, so pena de ebullición y catástrofe.
Una aglomeración urbana tiene dinámicas propias en elecciones: el día es silencioso y podría decirse que hasta familiar. En el campo la cuestión es a otro precio: de silencio nada y de tensión mucho. Es la tradicional discordancia entre la apariencia de una burbuja con olor cítrico y ambiente esterilizado, y el satanizado y repulsivo basural que la rodea. Una relación siniestra para un país que, con paz firmada, pero sin paz real, se mueve entre la bacanería y la barbarie. Un país que quiere votar orgánicamente, sensatamente, sin miedo y con responsabilidad; pero que a su vez da la espalda al desacuerdo, a la contradicción o, lo que resulta más preocupante, a la otredad: esa categórica imposibilidad de ser iguales.
Fulana votará por Federico Gutiérrez, Mengano por Gustavo Petro, Zutana se debate entre Sergio Fajardo y Rodolfo Hernández. A Perengano no le importa nada porque él no le importa a nadie. ¿Quién no tiene argumentos incontestables para votar por quien considera la mejor opción o incluso no votar? El diálogo no existe. Es el karma de más de medio siglo de guerra en el que solo ha operado la voluntad del más fuerte, el más matón, el más frívolo, de aquel que impone ni siquiera sus ideales, sino sus ambiciones y aborrecimientos personales. Para todos y cada uno, quienes piensen distinto o tengan un país diferente en la cabeza no “están equivocados”, sino que son ignorantes y enemigos.
Hay una moral progresista que, por primera vez, envalentona a los que se consideraron por mucho tiempo minorías y/o víctimas de una historia que el mundo ya conoce y los pone en el estrado discursivo con arengas que, lejos de ser escuetamente panfletarias, se estacionan sobre la descalificación y la ofensa o, lo que es lo mismo: la prolongación del odio que tanto sancionan. Parece que quienes se salen de su radar ideológico estuvieran condenados al desprestigio, mientras ellos permanecen ungidos por la verdad absoluta y la garantía de un futuro feliz.
Por otro lado, hay quienes siguen viendo en el casi interfecto antiguo régimen (por lo macabro, peligroso y uribista) la misma opción de nación excluyente, mezquina y clasista que mandó al país a la playa más baja del infierno y que, entre otras cosas, se sigue creyendo el cuento de su capacidad refundadora de puritanismos y camandulerías adaptadas al siglo XXI.
Por último, están los que consideran que dejar que la balanza se vaya para un lado o para el otro es sinónimo del naufragio (que se niegan a aceptar como auténtico) y, por eso, enfilan banderas centralistas y tecnócratas que izan con el orgullo de la especulación y la desconfianza contra todo lo que no sea ellos mismos.
Lo que no entienden las dichosas líneas electivas y evangelizadoras, es que todos los supuestos salvadores son políticos y que no hay peor error que endiosarlos para después tener que obedecerlos, sino que más bien lo que hay que hacer es exigirles conexión, transparencia y compromiso no con teorías de liberación ni paradigmas de fe, sino con la verdad de un país que quita mucho y da muy poco, una nación cansada de vapuleos e ignominias, una tierra que ha agotado todas sus reservas de sangre y lágrimas.
En Colombia el clima siempre ha sido el mismo. No hay estaciones porque así lo dispone la línea del Ecuador. Quizás esta dinámica medioambiental regule los ánimos desde tiempos inmemoriales con íntimos recelos ante la eventualidad de cambios insondables. Lo cierto es que no solo se avanza con unidad y conciencias compartidas, con plazas públicas llenas o elevados porcentajes en encuestas, con clientelismos e imaginarias esperanzas, sino que es necesario que se tatúe en el discernimiento nacional, si es posible en la memoria, la posibilidad de la diferencia y que, así, la refutación no termine nunca más en los cementerios, sino que salga a perfumar las primaveras, sea quien sea el jactancioso gobernante de turno.
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