Toda mentira tiene algo de verdad: de cómo me volví yanqui
Mi nombre es José Antonio Montaña y soy ciudadano colombiano de nacimiento. En virtud de circunstancias que intentaré contar, me hallo en el 26 Federal Plaza en Nueva York, un impasible edificio de vidrio y acero de estilo moderno – hágase de cuenta el edificio en el que trabaja Neo en la primera Matrix; es decir, una colmena enorme compuesta de infinitos cubículos y despachos en los que agencias federales como la Home Land Security, y los Citizen and Immigration Sevices (USCIS) albergan sus oficinas.
Observando la imponente torre desde afuera resulta difícil imaginar que en todos los años desde que se construyó, en la década de los 60s, a nadie se le haya ocurrido arrojarse desde su cima. Me atrevo a afirmar que el 26 Federal Plaza es un edificio que invita al suicidio. O al menos, uno de esos edificios cargados de un aura ominosa, como una cárcel, una catedral gótica o un mausoleo. Es aquí donde los sueños de cientos de miles de inmigrantes vienen a morir. (No sobra anotar que no lejos de aquí, junto a las cortes federales, está el centro de detención de Manhattan donde tuvieron preso al Chapo Guzmán, y donde el pedófilo multimillonario Jeffrey Epstein se inmoló hace un par de años).
No obstante, se trata de una ocasión feliz: me encuentro hoy aquí para recibir mi certificado de ciudadanía y para jurar lealtad a la constitución gringa (mi orgullo de sudaca me impide llamarla “constitución americana”). Es decir, estoy aquí para convertirme en ciudadano de los Estados Unidos.
Hace seis años tuve la fortuna de contraer matrimonio con una joven ciudadana del país (prácticamente el único expediente para quedarse legalmente en USA), desde entonces, además de la miríada de solicitudes, formularios, certificados e importes necesarios para aspirar al codiciado estatus migratorio, he tenido que acudir a este edificio 3 veces: dos de ellas bajo sospecha, para ser interrogado sobre la legitimidad de nuestro casamiento y en general, sobre la fibra de mi carácter.
Por lo demás, el 26 Federal Plaza es una especie de fortaleza del siglo XX venida a menos, con ascensores mustios, la pintura desvaída y pisos utilitarios sin gracia que alguna vez aspiraron a la elegancia pero que ahora están cubiertos de una pátina de abandono que data por lo menos del 9/11.
Mis dos visitas previas a este palacio inquisitorial moderno tuvieron lugar en pisos más elevados y también más desmadejados que éste, en el que estoy ahora. La primera, y sin duda la más angustiante, fue en compañía de mi esposa: la temida entrevista de pareja, en la cual debíamos despejar, a través de documentos, fotos y reminiscencias, cualquier duda sobre la convivencia conyugal, pero también, sobre la veracidad de nuestro amor. Durante la segunda entrevista, un poco menos espeluznante, pero más accidentada, tuve que explicarle al adusto agente de inmigración, que, si bien la policía me había agarrado bebiendo en la calle en dos ocasiones, y orinando en la vía pública en otra, contrario a lo que se podría concluir yo no era un alcohólico, ni tampoco un vándalo, simplemente un estudiante de artes plásticas ávido de inspiración y experiencias. Pero me adelanto.
Llegué a New York hace 8 años, durante una espantosa nevada en enero de 2014. Arribé con una visa de estudiante, y una matrícula en el Brooklyn College con el objetivo de obtener una maestría en bellas artes y de completar mi educación como pintor. En Colombia era profesor de cátedra en varias universidades de Medellín. Desde luego que no era feliz –habida cuenta de que la felicidad no existe; pero tampoco pasaba necesidades–. Lo que quiero decir es que no me fui de Colombia porque la despreciara, o porque no tuviera empleo, ni siquiera por los problemas sociales y la falta de oportunidades, sino que tuvo más que ver con mi ambición de artista y cierta inquietud; con una necesidad de aventura, si se quiere, o, con ese instinto que empuja a ciertos cobardes a ponerse en situaciones extremas a fin de probar su coraje.
Pero, sobre todo, salí de Colombia porque quería vivir en Nueva York, la “capital del mundo”, en particular, del mundo del arte contemporáneo; el lugar de origen de muchos de mis ídolos: hogar de Edward Hopper, Andy Wharhol, Jackson Pollock, Michel Basquiat y Louise Bourgeoise, entre tantos otros. “Si no tienes dinero para viajar por el mundo, vete a Nueva York por una buena temporada y el mundo pasará frente a tus ojos…” escribió una vez el poeta cucuteño José Amable Franklin.
De modo que no soy un inmigrante normal, sino un inmigrante “hípster.” Claro está que me vi obligado a trabajar en restaurantes, llevé domicilios, lavé platos, limpié pisos y llegué a ser “buss boy” y “bar back” en varios bares. Sufrí vejámenes y humillaciones, sí, pero nada comparable a las tribulaciones de mis carnales mexicanos, o de Centroamérica, a cuyo lado tuve la suerte de trabajar, quienes me acogieron y me aceptaron a pesar de ser un petimetre, la mayoría de los cuales atravesaron la frontera a pie, por el desierto, arriesgándolo todo y sin poder volver. No caben dudas de que comparado con ellos soy un privilegiado.
Sea como fuere, durante mi primera semana en la universidad, en Brooklyn, entré a un curso de historia del arte en el que conocí a Giuliana, una italiana de 30 años que hablaba perfecto español y que me dio el consejo acaso más importante de todos los que recibí en Estados Unidos: “Antonio, nunca te cases por amor, solo por papeles.” He aquí que debo confesar, no sin rubor, que el consejo de Giuliana resultó ser un factor decisivo de mi destino años más tarde, y que de acuerdo a su postulado, en efecto, terminé casándome por los papeles y no por amor.
Ocurría que Giuliana había contraído matrimonio varios años atrás con un apuesto estadounidense, por un lado, confiada en la fortaleza de sus sentimientos, y por el otro, para poder permanecer legalmente en el país. Empero, no contaba con que un proceso de naturalización en Estados Unidos toma más tiempo de lo que duran la mayoría de las historias de amor, así que para la época en que la conocí, Giuliana se había peleado irreconciliablemente con su esposo, al cual, aún necesitaba para acudir a la temida entrevista en el 26 Federal Plaza. Esta circunstancia estaba siendo utilizada por el vengativo marido para manipularla y aprovecharse económicamente de ella, una pesadilla que le había impartido la sabiduría que de buen grado compartió conmigo aquel día.
Ahora bien, a Lilith la conocí un año después, durante el siguiente invierno, cuando mi compañero de clase de dibujo, Joshua, me invitó al Guggenheim, el día de la semana en que la entrada a todos los museos de Nueva York es gratuita. En cierto momento Joshua y yo estábamos en una galería conversando animadamente frente a un cuadro de Matisse, (hasta el día de hoy Lilith afirma que se trataba de un Manet), cuando de repente una joven guardia del museo se nos acercó y nos preguntó de qué era lo que hablábamos con tanto apasionamiento. Era pequeñita de gafas y largo pelo negro, muy lacio. Nos dijo que además de guía en el museo era curadora de arte independiente, y nos entregó su tarjeta: “mi nombre se pronuncia ‘li-lídz’,” -dijo: “soy mexicana, pero crecí en Chicago, ¿ustedes de dónde son?”.
Durante los 6 meses que siguieron Lilith y Josh se volvieron muy amigos. Resultó ser que ella vivía muy cerca al restaurante donde Josh trabajaba, en Brooklyn. Ese verano nos volvimos a ver en un festival de música en Central Park al que Josh nos invitó. Lilith y yo nos caímos muy bien desde el principio y encontramos que además de ser latinos teníamos mucho en común. Salimos un par de veces más durante ese año. Hablábamos de arte y de mi “proceso creativo”, le mostré algunos de mis cuadros, que le gustaron, y ella me contó sobre su sueño de abrir una galería en el Lower East Side. Una noche, borrachos en una fiesta, nos besamos. Sin embargo, el romance entre nosotros nunca progresó, aunque, como ocurre a veces, continuamos viéndonos y terminamos cultivando una fantástica amistad. Salíamos a museos y a conciertos, en ocasiones ella me invitaba a “oppenings” de arte en galerías de Soho y de Chelsea y yo la traía a unas clases de acuarela que por ese entonces dictaba en un centro cultural del Spanish Harlem.
Para finales de 2015 terminé los estudios y me gradué de la maestría. A través de un programa del gobierno llamado OPT (optional profesional training), logré alargar mi visa de estudiante por un tercer año. Es cierto lo que dicen: en Nueva York el tiempo corre más rápido. Ese 2016 se pasó volando, en parte por la agitación y el escándalo que produjo la campaña presidencial de Donald Trump, en parte porque ese año trabajé en una discoteca brasileña que se llenaba casi todas las noches. Así las cosas, la extensión de mi visa pronto tocó a su fin y tuve que empezar a contemplar mi regreso a Colombia.
En mi corazón, si bien extrañaba a los amigos y a la familia, devolverme en ese momento representaba una especie de derrota amarga, ¿qué tenía para mostrar? ¿dónde estaban los grandes cuadros que había pintado?, ¿qué galerías se podrían interesar en mi obra? Yo había creído ingenuamente que al cabo de tres años en Nueva York yo iba a estar haciendo el trabajo culminante de mi carrera, pero hasta entonces solo había acumulado impulsos, intenciones, ideas truncas y salidas en falso. Por ejemplo, estuve 6 meses dedicado a pintar un lienzo de una mujer casada de la cual me enamoré –una historia para otra ocasión- el cual destruí en una borrachera, la noche en que me confesó que no pensaba dejar a su marido.
Yo sabía que, con suerte, lo que me aguardaba en Colombia era un destino de profesor de artes, uno de esos bohemios rancios que exhiben en los cafés del centro y que de vez en cuando se acuestan con una de sus alumnas jóvenes. Yo seguía poseído por la convicción de que me faltaba mucho por aprender en la ciudad y que todavía podía llegar a encontrar mi estilo y mi lenguaje pictórico, si lograba sobrevivir unos años más en el crisol de la metrópolis. Hice averiguaciones para obtener una visa de trabajo, pero ese proceso se reveló imposible. Para entonces, ya muchas personas aparte de Giuliana me habían asegurado que la única manera de quedarse legalmente en el país era casándose. ¿Pero con quién? Yo sabía que, aunque había nacido en México, Lilith era ciudadana estadounidense, así que dos meses antes de que expirara mi visa, como última apuesta desesperada, le propuse la idea.
Al principio Lilith se negó de plano, tenía miedo. El miedo que genera cualquier escarceo con un fraude al tío Sam. Pero ella necesitaba plata. Sin una maestría jamás se le abrirían las puertas para trabajar como curadora en una galería, y su mamá, que era empleada en una fábrica en Chicago, no tenía manera de enviarle ningún dinero. Una semana después de su negativa, cuando yo ya me había resignado a devolverme, recibí un texto de Lilith que decía: “hablemos”.
Lo primero que me dijo fue que si nos íbamos a embarcar en esta empresa ella quería estar segura de que lo íbamos a hacer “all the way”, con todas las de la ley, es decir: mudarnos juntos, compartir cuentas y presentarnos al mundo como marido y mujer. Fue entonces cuando me dio el sablazo: “según mis cuentas, para comenzar los estudios en la universidad, necesito 25mil dólares.” ¡Joder!, no era una suma para nada despreciable, pero yo, con la visa a punto de expirar y en un plan de prometerlo todo, de una le dije que sí. “Una vez tenga el permiso de trabajo como sea me consigo la plata,” pensé.
Y así fue que comenzó. Nos casamos en el City Hall, en Manhattan, en noviembre de 2016, (¡una semana después de la elección de Trump!) Algunos amigos vinieron a la ceremonia y nos tomamos fotos, luego, según lo acordado, tuvimos una pequeña fiesta en el apartamento con torta, cerveza, tequila y tacos. Lilith y yo nos convencimos de que todo aquello constituía una suerte de performance artístico, y un acto subversivo contra el “establishment.” En esa época yo seguía enamorado de la mujer casada y todo el asunto de la boda falsa me resultó muy embarazoso; incluso escribí votos matrimoniales que leí en público, los cuales en realidad estaban inspirados por la adúltera. Recuerdo pensar, ya borracho en medio de todo aquello que “no hay mentira que no tenga algo de verdad.”
Durante los siguientes 5 años viví con Lilith. Pusimos el apartamento donde yo vivía a nombre de los dos, abrimos una cuenta de banco juntos, y nos inscribimos a un plan de celular compartido, así como las facturas de servicios públicos en las que debían aparecer ambos nombres. En el papel debíamos ser capaces de comprobar nuestra convivencia. En la práctica cada quien seguía con sus vidas separadas, cada cual ocupaba una de las dos habitaciones de nuestro modesto (pero bien ubicado) apartamento de Brooklyn. Cuando en ocasiones, espoleados por la soledad, o la lujuria, sentíamos la tentación de compartir la cama, las palabras de Giuliana nos volvían oportunamente a la cabeza para recordarnos que entre nosotros mediaba un pacto de 25 mil dólares, en otras palabras, que no nos habíamos casado por capricho, sino estrictamente por los papeles.
No teníamos mucho dinero ni muchos muebles. Nuestro apartamento era la estampa de la frugalidad, con bártulos de pintura y bastidores regados por todos lados, algunos utensilios de cocina arrumados en los gabinetes, una mesa para comer y un estante para los libros. En la pared de la sala colgamos unos grandes pliegos de papel con la historia de nuestra relación, una “línea de tiempo” que estudiábamos regularmente con miras a la entrevista de pareja. Cuándo, dónde y cómo nos habíamos conocido, qué tren toma ella al trabajo, cómo se llaman sus padres, cuál fue el último regalo que recibió de ti, dónde pasaron su luna de miel, qué hicieron durante su cumpleaños, dónde pasaron la navidad, a dónde viajaron en su primera vacación, en su última vacación, etcétera.
Poco después de mi aplicación para la residencia recibí un permiso de trabajo temporal. Continué enseñando español, pero también conseguí un empleo como guardia en el museo Guggenheim, además de una chamba ocasional pintando murales para una empresa de publicidad. Aun así, al cabo de 10 meses apenas si pude reunir los primeros 5mil dólares para pagarle a Lilith la primera cuota. Fue una época difícil, pero también estimulante. Durante ese verano pinté una serie de paisajes de Rockaway Beach de los cuales no me avergüenzo.
Al cabo de dos años de habernos casado, por fin tuvimos la anticipada entrevista de pareja, requisito previo para recibir la “green card”, es decir, la tarjeta de residente permanente que era nuestro primer gran objetivo. En la sala de espera, llenos de nervios, recorríamos una vez más todos los puntos que habíamos estudiado, revisábamos la copiosa cantidad de documentos que llevábamos, y en general, nos dábamos ánimo uno al otro, para que el miedo no nos fuera a traicionar. La fortuna vino a favorecernos puesto que el agente de inmigración que nos entrevistó era novato, como nos lo confesó, y aquella era su primera semana de trabajo. De modo que nuestra entrevista no fue tan rigurosa como habría podido ser, y no hubo pregunta que no pudiéramos contestar con holgura. Por lo demás, salir de aquel escollo constituyó un alivio enorme.
Algunos meses después recibí la green card, en el correo. Según la ley, luego de 3 años de haber recibido la residencia permanente el cónyuge puede solicitar la ciudadanía en virtud de su matrimonio (si está soltero debe esperar 5 años), claro está, siempre y cuando no haya cometido algún delito, o sido arrestado. Yo me había figurado que con la green card y la autorización de trabajo iba a poder amasar rápidamente una pequeña fortuna, pero pronto me di cuenta de que a un asalariado en Nueva York, después de los impuestos, apenas le alcanza para pagar el arriendo, la comida, el transporte y, en mi caso, luego de comprar óleos, lienzos, vino y marihuana, apenas si me quedaba una bicoca para abonar a mi deuda con Lilith.
Fue entonces que en el 2020 el coronavirus llegó a América y, en consecuencia, la ciudad instituyó una estricta cuarentena. El Guggenheim cerró sus puertas y a todos los trabajadores nos suspendieron el contrato, es decir, quedamos desempleados. Paradójicamente, aquello fue lo mejor que le pudo ocurrir a mis finanzas, puesto que el subsidio de desempleo, más el alivio por Covid que otorgó el gobierno era equivalente al ¡doble de mi salario! Llevando una vida casi monástica, en apenas 9 meses pude reunir lo suficiente para pagarle a Lilith los 15 mil dólares que le adeudaba.
Para octubre de 2021 recibí la citación a la entrevista definitiva. Esta vez la enfrentaba solo y mucho más confiado. El azar me deparó al agente Cruz, un viejo newyorican, es decir, un boricua nacido en Nueva York. Era un tipo alto, moreno y canoso de malas pulgas que no me recibió de buen grado. Yo pensaba que esta entrevista no era más que un acto protocolario en la que te hacen el examen de inglés y el examen sobre la constitución política de Estados Unidos. Pero como a veces ocurre con los neoyorquinos de origen latino, su actitud hacía los inmigrantes estaba marcada por el resentimiento. Fue así que sólo mostró interés por mis desafortunados encuentros con la policía, y se enfocó en los certificados de la corte, es decir, los recibos de que había pagado las multas correspondientes, en mi caso: 25 dólares por beber cerveza en la calle, y 45 por orinar en la vía pública. Después de quejarse de la reciente legalización de la marihuana en el estado de Nueva York, el agente Cruz me dijo que no podía autorizar mi ciudadanía hasta que no le entregara los certificados originales. En otras palabras, me dejó en el limbo. Nada que hacer. Le envié los documentos por correo según lo indicó y empecé a esperar. Cinco meses después, en marzo de este año me llegó un correo electrónico que decía: “congratulations, your citizenship has been granted”. Es decir, “felicidades la ciudadanía le ha sido otorgada”.
La gran mayoría de estadounidenses no tienen idea de los suplicios burocráticos que deben atravesar los extranjeros que residen en su país, ni los sacrificios que hacen los inmigrantes humildes que no cuentan con el beneficio de una representación legal, y que deben navegar por sí solos un sistema adverso, deliberadamente intrincado y farragoso. Muchos de mis amigos gringos se sorprendían de mi angustia cuando tenía que hacer un trámite o enviar un documento a una de estas entidades sin saber cuando recibiría respuesta, o si sería aprobado. Toda gestión toma meses y años, siempre envuelta en incertidumbre y silencio. Nunca sabes cuándo te darán razones, ni tienes derecho a pedir explicaciones. Y siempre existe el miedo de que un día, como en la película Brazil de Terry Gillian, un funcionario en un abrigo negro venga a arrestarte, o a deportarte, debido a un error tipográfico en uno de los formularios que les enviaste.
Hoy, por fortuna, todo esto ha quedado en el pasado. Heme aquí, de nuevo en el 26 Federal Plaza, esta vez en circunstancias favorables, pero aún incrédulo de que la ordalía haya terminado. Si bien, debido a la pandemia la ceremonia no permite la presencia de las familias, se trata de una ocasión cuasi feliz, parecida a una graduación de un colegio nocturno, o a una liberación de secuestrados. El piso donde se realiza la ceremonia de naturalización está decorado con globos y festones, y tiene vista al parque: es claro que ahora pertenecemos a otra categoría de personas.
La sala donde me encuentro es espaciosa y cómoda. Está repleta de gente de todas las razas y todas las clases sociales. Veo a mi alrededor africanos, europeos, asiáticos y varias mujeres musulmanas envueltas en hiyabs. Poco después, nos hacen entrar en fila india a otro salón con cubículos donde deponemos nuestras green cards, nos toman la ultima foto y nos entregan el codiciado certificado de ciudadanía. Luego, nos sentamos frente a un podio donde un joven agente, bastante simpático, nos da la bienvenida. Mientras tanto en mi regazo descansa un paquete con el juramento que debemos declamar, una banderita y las instrucciones para votar en las próximas elecciones.
Más que contento me siento aliviado, no se me escapa el hecho de que mientras estamos aquí, en otros pisos de este mismo edificio le están comunicando a un mexicano que lo van a deportar. No obstante, no puedo evitar conmoverme cuando me fijo en las personas que se encuentran a mi alrededor, y cuando trato de imaginar sus historias: una mujer rusa embarazada, un joven asiático que apenas habla inglés, una pareja bengalí, una dominicana madura y un señor africano o caribeño, de elegante traje y corbata. “Si vives una buena temporada en Nueva York la humanidad entera pasará frente a tus ojos.” Pensé.
El agente joven tomó el podio y empezó disculpándose por el retraso (sin duda, la primera vez que escuchaba una disculpa por parte de un agente de inmigración). “Soy el agente Rosi y es un honor estar con ustedes aquí hoy” -comenzó, “mis abuelos pasaron por este mismo proceso hace 60 años, proceso sin el cual yo no estaría aquí.” Luego continuó: “existen muchísimos países en el mundo y ustedes escogieron los Estados Unidos de América, y por ello quiero agradecerles. Una de las cosas maravillosas de este país es que somos una nación de inmigrantes. No seríamos quienes somos sin ustedes.”
Aunque acaso no se deduzca de la lectura de este texto, soy altamente susceptible al sentimentalismo. Soy del tipo de persona que llora en las bodas -cuando son reales-. Por lo tanto, no pude dejar de conmoverme con las palabras del agente Rosi, aunque esté muy consciente de que son una fórmula que cacarea cinco veces por día. Quiero creer (necesito creer) que en mi fraudulento empeño de convertirme en ciudadano yanqui hay algo de idealismo; es la artimaña de un tramposo, es cierto, pero también el acto rebelde de quien se opone a una ley injusta.
Dos pensamientos me asaltan luego de pronunciar el juramento a la constitución: primero, que acaso algún colombiano que lea esta historia piense que he traicionado a nuestra patria, y eso, odio admitirlo, llegaría a herirme. El segundo, es que, con todas sus falencias, hipocresías e injusticias, la sociedad estadounidense es en realidad comprensiva y abierta, (aunque no siempre lo sea su gobierno) puesto que acepta al diferente y lo integra – para comprobarlo basta observar el diverso grupo de personas que me rodean en esta ceremonia. Claro está, que esta democracia no es perfecta, pero se mantiene fiel al espíritu y las aspiraciones de ese documento admirable del humanismo ilustrado que es la constitución de los Estados Unidos. ¿Cómo no admirar un pueblo que ha puesto por encima de todos sus valores, la libertad de expresión y la libertad de asociación? Me conmueve la idea de que al menos en el papel, aquí se puede aspirar a ser uno mismo, incluso si uno todavía no sabe quién es. La verdad siempre tiene algo de falso, y de cursilería, por eso, aunque esta pantomima del nacionalismo me indigne en parte, por otro lado, caigo en cuenta de que también me conmueve profundamente y me emociona hasta las lágrimas.
Finalmente salgo del edificio con mi banderita y mi certificado. Me agobia una sed atávica. Camino por Soho y entro a un viejo bar donde ordeno una cerveza y un shot de Whisky. Debería sentirme como un cristiano recién bautizado, pero la verdad es que no siento más que una melancolía vaga. En la mesa del bar, frente a la ventana, saco un lápiz y empiezo a dibujar en mi cuaderno algunas impresiones distraídas de la calle.
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