Medio día en la vida de un chúcaro
En Colombia, un chúcaro es un adolescente bachiller que presta su servicio militar en la policía.
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Me despertaron unos gritos y llamados de auxilio de la gente que viajaba conmigo en el bus.
Dos ñeritos amenazaban con cuchillos para que la gente les diera todo lo de valor.
La señora sentada a mi lado me dio un empujón y me gritó que hiciera algo.
Yo tenía guayabo y apenas había dormido.
Defender a los demás a cambio de un puntazo no me motivaba.
Cuando los ladrones llegaron a mi puesto casi al fondo del bus, se detuvieron, me miraron fijamente y uno de ellos me hizo una especie de saludo con la cabeza antes de continuar.
El otro hizo detener el bus. Antes de bajarse gritó: el que se venga le damos chuzo, gonorreas.
La señora de al lado me sacudió y me dijo: oiga ¿por qué no hizo nada?
Gruñí e intenté acomodarme para seguir durmiendo, pero los otros pasajeros comenzaron a putearme y a empellones me obligaron a bajar del bus.
¡Malparidos!
Ahora tendría que caminar al menos media hora.
Bajé por la 53 mientras una llovizna breve y helada me sacaba el sueño.
Por allí también subía a esa hora la gente que iba a la Caracas a tomar el bus al trabajo; con los ojos en el culo y su alma aún en la cama, luchaban paso a paso para cumplir con el horario de sus muertes.
Llegando a la 17 le eché dedo a una camioneta.
El conductor aceptó llevarme en el platón. Me apoyé en el borde para impulsarme y subí de un salto.
Bajé justo después de pasar el puente de la 30.
Ya pasaban las 7 de la mañana.
Vi al gordo Lozano corriendo y metiéndose al callejón que da al parque donde formábamos.
Gordo marica, espere, le grité. No me escuchó.
Me apuré un poco. Casi corrí.
Cuando salí al parque ya Lozano estaba en el suelo haciendo lagartijas.
Di un arrancón simulando una carrera desesperada.
Llegué a presentarme y el cabo Conejo mandó a los demás auxiliares con una sonrisita maliciosa: vuelta al poste, cortesía del Almabuque Bendeck.
Un tropel de botas retumbó en el parque rodeado de edificios residenciales, a la par de los insultos cariñosos de las dos compañías: ¡Bendeck careverga! ¡Bobo hijueputa! ¡Pirobo!
Las corridas al poste, que distaba unos cien metros del sitio de formación, así como un sinnúmero de ejercicios y castigos, eran lo cotidiano en las formaciones de la mañana y la noche.
Siempre había alguien que la cagaba y si no, los mandos se valían de cualquier excusa para voltearnos: A tierra, auxiliar, cincuenta de pecho, gritó Conejo. Sí, mi cabo, dije y empecé a contar en voz alta.
El gordo Lozano, temblando, se exprimía la flexión 39.
Las compañías regresaron y formaron con rapidez y orden mientras yo completaba las 50.
La princesa Lozano no ha terminado, vuelta al poste carrera marr, grito Conejo.
Gordo marica, lechón de mierda, gritaban los demás auxiliares, Lozano reía tembloroso y casi asfixiado.
¿Mucha risa auxiliar? ¡20 más! mandó Conejo rabioso.
Lozano se desplomó.
El cabo se acercó a Lozano y le soltó al oído: Si no puede con los brazos, entonces con las piernas gordo careverga, ¡50 saltarines!
Con Lozano, Garzón, Vaca, Grimaldi y Pérez estábamos asignados a la unidad de disponibles, que era una fuerza residual de auxiliares a los que no les encontraban qué hacer, o que la habían cagado en otras unidades y habían ido a parar allí como castigo.
Nos correspondió, como ya era usual, patrullar la avenida Caracas desde la 57 hasta la 26.
Todo consistía en caminar por los grises y sucios paraderos de la troncal y requisar a quien consideráramos sospechoso.
La tarea debía hacerse siempre en condiciones de superioridad numérica, de modo que, mientras uno requisaba, otro debía supervisar la operación y, bolillo en mano, estar listo a reaccionar ante cualquier intento del requisado de evadir el control.
Normalmente, además de los pasajeros, vagaban por los paraderos gamines, mendigos, choros, drogos y desechables.
A estos últimos, que reunían en sí a todos los anteriores, nadie los quería requisar.
Lo usual era que llevaran meses sin bañarse, sin embargo, era casi seguro que llevaran algo encima: cuchillos, navajas, bazuco, bareta; eran un positivo casi fijo.
Se los encontraba, las más de las veces, tirados en el suelo soplando bóxer o pidiendo en los buses.
Habíamos requisado toda la mañana sin novedad y estábamos a la altura de la 28.
El sol era fuerte a esa hora y procurábamos caminar rápido, de sombra en sombra, bajo los techos de concreto de los paraderos.
Vimos a un grupo de personas que esperaba el bus.
Nos acercamos y les pedimos una requisa a tres hombres.
Uno de ellos no accedió. Coman mierda, estoy de afán, nos dijo.
Nos miramos todos con los ojos indignados y, con Vaca que era el más grande, tratamos de encerrarlo contra la barda de concreto.
El tipo se escurrió e intentó subirse a un bus.
Lo agarramos entre tres, lo bajamos y le ordenamos al conductor que siguiera.
Intentó parar otros buses, pero hacíamos señales a los conductores para que no se detuvieran.
¡Chúcaros hijueputas, déjenme ir! gritaba.
Después de forcejear por varios minutos, cedió y nos dijo, desesperado e impotente, que lo requisáramos para que pudiera irse.
Llevaba ropa formal, como de oficinista. Tal vez iba para una entrevista o tal vez solo odiaba ser impuntual.
Hicimos un círculo en torno a él.
A mi este man se me hace muy sospechoso, dije en voz alta, mejor llamemos a una patrulla para que lo requise porque puede llevar un arma o algo.
Todos asintieron con ánimo de venganza.
Como no teníamos radio, fuimos caminando con Pérez y Grimaldi hasta el CAI (Comando de Atención Inmediata) de la 34.
Caminamos sin afán y, como de costumbre, Pérez comenzó a contar entretenidas historias de sus supuestas proezas sexuales.
También tuvimos tiempo de comer algo.
Nos metimos en una de esas tiendas que combinan un poco de papelería con droguería, heladería, licorera y puesto de comidas.
Al lado de la puerta había una mini vitrina sobre una mesita que exhibía empanadas y morcillas viejas y partes de una gallina anaranjada.
Dentro, en una esquina en la parte de arriba de la vitrinita, un bombillo encendido las mantenía tibias.
Pérez, que era el más puerco, pidió la pata de gallina que ahora se presentaba tornasolada.
Hicimos cara de asco con Grimaldi y nos decidimos por el combo campeón: pan con salchichón y gaseosa.
Al rato, llegamos al CAI y le pedimos al agente encargado que llamara a unos motorizados para que hicieran la requisa del individuo potencialmente peligroso.
El agente tomó el radio y arregló todo.
Volvimos al paradero y allí estaban Lozano, Vaca y Garzón.
¿Qué fue del tipo? pregunté.
Nada, dijo Garzón, lo requisó un agente y se fue en un bus.
¿No llevaba nada? preguntó Grimaldi.
Nada, respondió Garzón.
Pues por pirobo le tocó esperar, solté. Sí, bobo hijueputa, dijo Lozano. Casi llora el güevón.
Reímos satisfechos. Era la hora del almuerzo.
Teníamos que reportarnos de nuevo en la subestación a las dos. Nos despedimos.
Le eché dedo a un bus.
Busqué un puesto junto a la ventana mientras la chatarra saltaba enloquecida por los huecos de la avenida.
Llegué al puesto deslizándome dificultosamente por los pasamanos del techo.
Le pedí permiso a una abuela sentada hacia el pasillo.
El sol me daba en la cara.
Puse la boina como almohada en el vidrio grasiento y me quedé dormido.
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