| diciembre 2021, Por Gerardo Cárdenas

Partituras de la diáspora: Un chelista en Lima

La diáspora venezolana en Perú muestra la incalculable fuga de cerebros que, en su momento, tenían posicionado al país bolivariano como uno de los más prósperos de la región. ¿Volverán estos cerebros? 

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Un niño camina de la mano de su apurado padre. Un músico los ve y toca las primeras notas de una melodía inspirada en la Marcha Turca, de Beethoven. El niño y su padre se detienen. En la cuadra 23 de la avenida de La Marina, una tarde limeña con neblina y ruido de autos, bajo los enormes anuncios de centros comerciales, el niño sonríe. Es la canción del Chavo del 8.

—¿Qué instrumento es? —pregunta el papá.

—Un violonchelo.

—Ah… Pensé que era un bajo, como el de Oscar D’León.

Dejan unas monedas, agradecen y se van. Son las tres de la tarde y el recital de Roger Gonzalez, chelista venezolano de 45 años, recién empieza. A Beethoven le seguirán las suites de Bach, pero también canciones de Daddy Yankee, Chabuca Granda y The Beatles. A Roger, un metro ochenta, cabello crespo entrecano y cejas pobladas, le fascina la música clásica, pero son los temas populares los que llevan a la audiencia de La Marina a dejar más monedas en el estuche del instrumento.

El “violín grande”, como le suelen decir los transeúntes, atraviesa el ruido de los motores y bocinas porque tiene puesto un pequeño micrófono que amplifica su sonido. Las parejas se abrazan con Mi corazón encantado, del anime Dragon Ball. Un vecino le pide tocar el tema que compuso Ennio Morricone para La Misión. Una vez, por encargo, tocó Recuérdame, de la película Coco. Roger cuenta que a los pocos segundos el peticionario ya estaba llorando.

De vez en cuando alguien le pregunta si da clases. El violonchelista se emociona: viene de un lugar en el que la música le cambió la vida a cientos de miles de personas.

Foto: Gerardo Cárdenas

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La anotación está escrita en azul sobre las desgastadas partituras con las que Roger aprendió a tocar las suites de Bach, la pieza para violonchelo más famosa del mundo: “El inicio. Imagina el sonido de las olas”. La indicación es mover el arco sobre las cuerdas con la elegante energía del mar.

Roger cuenta que aprendió a tocar en su natal Trujillo, una ciudad de los Andes venezolanos conocida como la ‘ciudad portátil’: tras su fundación, cambió más de diez veces de ubicación por los enfrentamientos de los pioneros con indígenas. La música iba a llevar a Roger a cruzar tres fronteras y a cambiar al menos cuatro veces su ciudad de residencia, pero volvería a Trujillo para el nacimiento de cada uno de sus ocho hijos.

La madre de Roger, Agustina Aldana, trabajaba como asistente en la sastrería de una familia italiana aficionada a la música clásica. De niño, Roger pasaba tanto tiempo acompañando a su madre en la sastrería, que consideraba a los europeos su segunda familia. Con ellos conoció el sonido de violines, clarinetes y trombones.

“Mi mamá me apoyó”, recuerda Roger. “Porque a veces hay padres que te dicen que no, la música no. Que no vas a ganar”. Hace una pausa.

“A veces los padres piensan que la música no es nada, ¿no?”.

Le ofrecieron llevarlo a clases de música en una escuela cercana, pero él no se decidía por un instrumento. Entonces le mostraron por primera vez las suites de Bach.

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La mano derecha de Roger sostiene el arco y flota en el aire como un velero en un mar sosegado. El brazo izquierdo rodea el instrumento mientras la mano navega sobre las notas de la melodía. El músico balancea su cabeza como contando un secreto al instrumento. Roger está tocando el preludio de la Primera Suite de Bach.

Pau Casals, el violonchelista más importante del Siglo XX, dijo que las seis suites representan “la esencia de Bach, y Bach es la esencia de la música”. Yo-Yo Ma, el chelista más aclamado hoy, opina que la excelencia de la obra radica en que los oyentes sienten que los reconforta cuando están pasando por tiempos difíciles.

Las suites han sido interpretadas en homenajes a las víctimas del 11 de Setiembre y a las del genocidio de Ruanda. También en el funeral de Katharine Graham, la periodista y editora del Washington Post. Rostropovich las tocó en la caída del muro de Berlín. Yo-Yo Ma, en el vacunatorio contra el COVID-19.

Para Eric Siblin, escritor y periodista canadiense, el secreto de las suites está en la “armonía implícita”, un mecanismo que consiste en “susurrar” una nota y pasar rápidamente a otra. El público completa la melodía en su mente, y de manera inconsciente escucha dos notas al mismo tiempo.

Bach, quien quedó huérfano a los nueve años, había incluido a los oyentes como parte de su obra maestra. A los 10 años de edad, Roger no sabía de la trascendencia de la música que estaba escuchando, pero decidió que ese sería su instrumento.

“Me enamoré a primera vista, como dicen. Me encantó el violonchelo, me encanta, lo adoro, lo amo. Me llena, cónchale. Es como parte de mí”.

Con el apoyo de su familia italiana, el aprendiz ensayaba a diario con un instrumento cuya ausencia de trastes, vitales, por ejemplo, para un guitarrista, obliga al músico a confiar en el oído para ubicar el tono exacto. Lo sufren los entusiastas, como Gabriel García Márquez cuando intentó tocar el violonchelo del músico mexicano Carlos Prieto. El Nobel colombiano —quien escribió que si solo pudiera llevar un disco a una isla desierta, elegiría sin dudarlo las suites de Bach— presionó las cuerdas, frotó el arco y produjo lo que Prieto calificó como “ruidos horrorosos”.

Roger avanzó con el nivel básico y dejó la pequeña escuela local para ingresar a su tercera familia, la que lo iba a cobijar durante todos sus años como chelista profesional: el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela.

Foto: Gerardo Cárdenas

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El Sistema es una iniciativa estatal que busca llevar la enseñanza masiva y gratuita de música clásica a barrios populares. Aprender Mozart puede cambiarle la vida a un niño que vive en un hogar marcado por la escasez.

El proyecto, fundado por el economista y músico José Antonio Abreu, es aclamado por posicionar a la Sinfónica Simón Bolívar entre las mejores orquestas del mundo, además de lograr que músicos venezolanos ocupen plazas en las sinfónicas más destacadas. Gustavo Dudamel, el egresado más famoso del programa, hoy es el director “superestrella” de la Filarmónica de Los Ángeles.

El único requisito para entrar al Sistema es tener cédula de identidad o partida de nacimiento venezolana. Egresados del sistema coinciden en que el ingreso y el aprendizaje no están condicionados a una filiación partidaria, pero que conforme los egresados van adquiriendo notoriedad, reciben presiones del gobierno para participar en la propaganda política. Lo mismo ocurre con el deporte olímpico, por ejemplo.

Organizado en “núcleos” que albergaron más de 350 mil estudiantes, la institución inspiró a más de setenta países a iniciar proyectos similares. Simon Rattle, director de la Orquesta Sinfónica de Londres, ha dicho que lo que ocurría en Venezuela era lo más importante que le estaba pasando a la música en el mundo.

La mística del Sistema se resume en su lema: “tocar y luchar”. El perfil de Dudamel en Twitter dice: “Tocar, cantar y luchar por siempre”. Cuando alguien le pregunta a Roger cómo está, él suele responder: “Bien. Luchando”.

Hasta antes de la crisis que el Gobierno de Nicolás Maduro ha producido, la prensa internacional se refería al Sistema como “el milagro venezolano”. Roger se sentía parte del milagro al ofrecer sus primeros conciertos. Entonces tenía veinte años y temblaba de nervios cuando subía a un escenario.

 “Siempre he tenido ese miedo escénico”, recuerda el músico. “Me sentí asustado. No era fácil sentarse frente al público a tocar”.

Pero una vez que empezaba, la música del chelo fluía con naturalidad. Se había convertido en un músico profesional.

Lección en la Escuela Ernesto Guevara. Foto: Roger Gonzalez

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Roger hizo maletas para recorrer la ruta del Sistema, un camino que lo llevó a la Sinfónica de Maracaibo, capital del estado de Zulia. Años después fue a Caracas para estudiar dirección de orquesta. Allí conoció al maestro William Molina, violonchelista principal de la Simón Bolívar y fundador de la Escuela Latinoamericana de Violonchelo. Molina escuchó su interpretación del concierto para chelo de Dvorak y le pidió que deje todo lo que estaba haciendo y se dedique a ser solista. La propuesta implicaba estudiar en el extranjero, posiblemente en sinfónicas de Europa, ir a giras, viajar de un lugar a otro mientras su familia lo esperaba en Venezuela. Esto último hizo desistir a Roger.

—Le dije que no, que me quedaba.

En cambio, aceptó ser director de núcleo en una escuela rural ubicada a menos de dos horas de la frontera con Colombia.


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La propuesta era la cara social del Proyecto Agrario Socialista Planicie de Maracaibo, de la multinacional Odebrecht. El proyecto implicaba un sistema de riego de más de 20 mil hectáreas para producir toneladas de alimentos vegetales y leche.

La familia de Roger se mudó a Maracaibo, la ciudad más cercana a la escuela. Casi a diario, Roger viajaba sesenta y cinco kilómetros por una carretera hasta el caserío donde se ubica la escuela primaria Ernesto Guevara.

“Yo, de verdad, no leí mucho la vida del ‘Che’. No me gusta mucho el socialismo”, dice Roger.

Los más de 300 escolares, pertenecientes a la etnia wayúu, una comunidad indígena ubicada a ambos lados de la frontera colombo venezolana, aprendieron desde lo más básico, aplaudir para llevar el ritmo, hasta cómo debe ser la postura ideal del arco para alcanzar un sonido constante y limpio.

Las instalaciones, los instrumentos y el transporte de los profesores eran aportes de Odebrecht como parte del acuerdo con el gobierno venezolano. En ese momento se sabía poco sobre la gigantesca trama de corrupción de Odebrecht, que años después estallaría con la revelación de pagos por más de 788 millones de dólares en sobornos en once países de América Latina y dos de África.

“Los niños no sabían nada de política. No se hablaba de política. Las reuniones con los padres eran sobre música. Comíamos juntos, como familia”, cuenta Roger.

Para Roger era fácil perder la noción del tiempo en los ensayos y se le hizo común regresar a casa tarde en la noche. El violonchelista recuerda que más de una vez vio, durante ese trayecto, a los guerrilleros de las FARC, en fila de uno, armados, caminando al lado de la vía, del lado venezolano de la frontera. El músico asegura que nunca le dio miedo.

Luego de más de dos años de prácticas, los alumnos se presentaron en localidades de Maracaibo. Roger muestra una fotografía al final de uno de los conciertos. Él, director de la orquesta, mira al público para recibir la ovación. Viste una casaca con los colores de la bandera venezolana. También la visten los niños. Cargan sus violines, flautas y violonchelos más grandes que ellos. Los aplausos, los flashes, el confeti en el aire.

Gonzalez, a la izquierda, en el concierto Sinfonía Migrante. Foto: Lugar de la Memoria

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A Roger no le interesa la revolución bolivariana. Para él, el régimen de Maduro encarna la amargura de alejarse de su país, de su familia, porque un sueldo que antes podía alcanzar para un mes ahora se evapora en tres días.

El violonchelista supo que la crisis había golpeado al Sistema cuando le comunicaron la cancelación del proyecto en la escuela ‘Che’ Guevara. Roger emprendió una nueva mudanza: se enroló en la sinfónica de Valera. Desde allí vio cómo la represión se ensañó con los músicos. Wuilly Arteaga, integrante de la Sinfónica Juvenil Simón Bolívar, denunció que la guardia bolivariana destruyó su violín durante una manifestación. También que ese mismo año, 2017, el Gobierno lo había encarcelado y torturado.

Al año siguiente se reportó que al menos treinta miembros de la sinfónica Simón Bolívar habían dejado el país. Dudamel se enfrentó a Maduro. Rattler dijo que cada vez que escucha lo que ocurre en Venezuela, le dan ganas de llorar. Arteaga voló a Nueva York, a tocar en la calle.

Cuando Roger decidió viajar a Perú, el régimen había provocado el éxodo de uno de cada doce venezolanos. Empujado por la crisis, el violonchelista que había rechazado una carrera internacional para estar con su familia vendió su auto, se despidió de su esposa y sus hijos, enfundó el chelo y subió a un bus para ir a la frontera.

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La primera orquesta a la que se integró en Perú fue un mariachi. No tocaba el chelo, sino un violín con el que interpretaba Cielito lindo. Roger había llegado junto a dos amigos músicos a Pucallpa, la capital de la región amazónica de Ucayali. Para él no era opción trabajar de cocinero, repartidor o vendedor.

Tocaba en almuerzos y bodas, en las que descubrió la particular simpatía del público por las canciones de Dragon Ball. También daba clases a un pequeño grupo de niños en una escuela.

Pero la aventura de los mariachis venezolanos no duró mucho. Los eventos eran escasos, así que Roger hizo maletas y llegó a Lima a pasar la Navidad de 2018 en un hotel.

Un amigo suyo, guitarrista, le contó que cantaba en autobuses. Ganaba lo suficiente para sobrevivir en Lima y enviar cada semana entre 30 y 60 dólares a Venezuela. Convertidos a Bolívares, es una cifra que alcanza para alimentar a una familia numerosa.

Roger aceptó tocar a dúo en San Miguel, un distrito limeño de clase media que hace cincuenta años fue descrito por Julio Ramón Ribeyro como un balneario excepcional por su buen clima. En su cuento “La ola”, un grupo de vecinos fracasa en su esfuerzo por salvar a un bañista atrapado en un repentino y mortal oleaje. Hoy ya nadie llama balneario al distrito, y los nuevos vecinos viven de espaldas a un mar frío y gris.

En la zona comercial de La Marina, la más congestionada del distrito, Roger tocaba la melodía principal en el chelo y la guitarra hacía el acompañamiento.

—Yo decía: ¡Ay, Dios mío, cómo voy a tocar en la calle! —cuenta el músico que había vencido el pánico escénico hacía más de veinte años— Los primeros días no me amoldaba, me daba mucha vergüenza. Me sentía mal.

Eventualmente, el guitarrista volvió a los buses y dejó al chelista en La Marina.

—Y ahí me quedé. Y ahí seguiré hasta que pueda ir a ver a mi familia, porque ya llevo dos años que no los veo. Ya me toca.

Gonzalez muestra una de sus partituras. Foto: Gerardo Cárdenas

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Esta noche Roger no está sentado en la avenida, sino en la primera línea de los violonchelos, en el segundo lugar de derecha a izquierda. Viste un impecable traje negro y mira con atención cómo el público del Lugar de la Memoria de Lima llora con la interpretación de Alma llanera.

La Sinfonía Migrante es una orquesta conformada por cerca de 200 músicos venezolanos, egresados del Sistema, que huyeron del régimen de Maduro y ahora se reúnen para conciertos que sienten como reencuentros familiares. Hombres y mujeres que durante el día son cocineros, guardianes o repartidores, por la noche desempacan los sueños para interpretar música de belleza universal. Después del concierto vuelven a sus quehaceres. Mañana será otro día para tocar y luchar.

Ocurre también en Miami, Buenos Aires, Bogotá, Medellín. En Perú, los integrantes de la Sinfonía Migrante buscan reunir a los estudiantes peruanos de maestros venezolanos para ofrecer un concierto que despierte el entusiasmo y motive la apertura de “núcleos” en barrios populares.

“Es ambicioso”, dice Alexander Gómez, director de la Sinfonía Migrante. “Pero bueno, ya conocemos el camino”.

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En un día promedio Roger gana alrededor de treinta dólares. Alcanza para mandar y también ahorrar. A mediados de febrero de 2020 compró un boleto de avión. El plan consistía en ir a ver a su familia y estar con ellos un par de meses antes de regresar al Perú. El músico apuntó la fecha del vuelo: lunes 6 de abril.

Tres semanas antes de su viaje, el gobierno peruano cerró las fronteras como parte de las medidas para enfrentar al coronavirus. También decretó la cuarentena total en Lima.

Sin público, Roger vivía con sus ahorros y buscó incursionar en las clases virtuales. Pero un mes después, por desgaste o por mala suerte, la primera cuerda del violonchelo, la del sonido más agudo, se rompió. El músico había planeado pasar abril con su familia, pero ahora estaba solo, sin ingresos, con un instrumento averiado y sin fecha de retorno a la normalidad.

Más de 700 mil venezolanos perdieron sus empleos durante la cuarentena. La cifra, estimada por la Defensoría del Pueblo de Perú, equivale a 14.4 veces la capacidad del Estadio Nacional de Lima. Los noticieros daban cuenta de desalojos de familias y tumultuosas caravanas que iban de retorno a la frontera norte.

Roger quiso abandonar lo único que había sido constante desde sus días en la ciudad portátil: la música. Perdió peso, ánimo. Pensó que no le quedaba otra opción. Decidió vender su chelo y volver a Venezuela.

Roger preguntó a una de sus estudiantes si se lo quería comprar.

—Espere, profe —respondió ella—, tengo una mejor idea.

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“Hermoso. Me encantaba quedarme un rato a escucharle con mi bebé. ¿Vive en San Miguel?”, preguntó una vecina en un comentario en Facebook.

Un video de Roger tocando Historia de un amor junto a un pedido de apoyo y un número telefónico había llegado a un grupo de Facebook de vecinos de San Miguel. El grupo había crecido durante la cuarentena, y a diario decenas de publicaciones llamaban la atención de los miles de participantes.

“¡Ohhh! Era lindo oírlo tocar la de Dragon Ball. ¡A contribuir los que podamos!”, agregó otra vecina.

El teléfono de Roger sonó. Una vecina le pidió su número de cuenta bancaria para hacerle una donación. Las llamadas se repitieron a lo largo del día y el resto de la semana. Lo llamaron para entrevistarlo en la televisión.

“Gran canción de Luis Miguel. Qué maestro. Mucha suerte, ojalá muchos de nosotros podamos ayudar”, escribió un vecino.

Roger se sintió en familia una vez más. Con las donaciones compró un juego nuevo de cuerdas, retomó las clases. Consiguió una mascarilla con una enorme sonrisa de payaso.

Dos meses después, Roger volvió a la avenida. Esa noche, por videollamada, saludó a la estudiante con la mascarilla puesta. Seguía sonriendo cuando se la quitó.

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Hoy el músico tiene menos público en comparación con los días previos. Son pocas las monedas sobre el estuche cuando llega una pareja de agentes municipales con chaquetas azules. Fiscalización y control, dicen sus identificaciones.

—Usted no puede estar aquí. No se permiten ambulantes. —le dice una agente mientras le saca fotos con su celular.

Es debatible que Roger califique como un vendedor ambulante. También es discutible que tocar Bach en la avenida contravenga la norma que  sanciona “ruidos molestos que atentan contra la tranquilidad del vecindario”. Roger dice que solicitó una autorización al municipio, pero hasta ahora no tiene respuesta.

—Yo solo cumplo órdenes. —dice la agente municipal.

Estas visitas son comunes últimamente. Los municipales le dicen que no puede estar ahí. Le han dicho que si no se va, le pueden decomisar el violonchelo. Roger resopla bajo la mascarilla. Él escapó de un país donde la autoridad silencia a los músicos rompiendo sus instrumentos.

Roger cuenta que hace unos meses un municipal le pidió un pago de tres dólares semanales a cambio de dejarlo tocar en la calle. Roger accedió y durante algunas semanas esto le evitó problemas, pero luego notó que el agente solo aparecía en su moto, recibía el dinero y se iba. Entonces otra vez vinieron a pedirle que deje de tocar en la avenida. La municipalidad había cambiado de zona al agente y ya no tenía injerencia en La Marina. El acuerdo se deshizo, aunque el municipal de vez en cuando apareció para seguir pidiendo su cuota.

El músico se encoge de hombros. “Si no me dejan tocar aquí, tocaré en otro lado. O en otro país. Colombia. O España”. Roger dice que ha escuchado que en Europa sí permiten tocar en la calle. Que hay posibilidades de entrar en una orquesta profesional. Que se puede dedicar a interpretar música para cine o TV.

Semanas después, el músico está sentado frente a la avenida Universitaria. La melodía del violonchelo congrega a un puñado de estudiantes y transeúntes curiosos. Caen las monedas, se abrazan las parejas. Es la canción de Cinema Paradiso.

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