| noviembre 2021, Por Luis Ernesto Prieto

Creo en las vueltas que da la vida

Iba de La Habana a Miami, a Hawaii, a San Juan, a Londres, a París, a Roma, a Hialeah, a Salzburgo, a Viena, a Berlín, a California, a León, a Nueva York, a Boston y viraba todas las veces a uno de esos lugares. Pude haber ido también de La Habana a Moscú, o a Seúl; de Segovia a Santo Domingo y luego a Holguín; de la Isla al Continente y viceversa. De Esparta a Atenas; de Guinea a Port-au-Prince. Esos lugares de los cuales vengo y a los que voy parecen el mismo sitio.

Me llamaba la atención la distancia; imaginaba el desplazamiento como un punto en el mapa subiendo siempre al norte. El punto se encaramaba de estado en estado por la costa este de los Estados Unidos; más no podía estimar realmente qué distancia recorre el punto entre un sitio y otro. ¿Cómo lucen noventa millas de océano? ¿Cómo son quinientos kilómetros de ciudad, bosque y aire? 

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La primera vez que nos abrazamos en la cama le pregunté si había visto Breakfast at Tiffanys y si creía en las almas gemelas. Dos teorías típicas explican los modos de atracción en algunas culturas, principalmente occidentales: el destino de las almas gemelas y el magnetismo entre los polos opuestos. Sospecho que son la misma cosa, pero a ella no le parecía. Me dijo que sí creía en eso de las medias naranjas; supe que hablaba desde la experiencia.

Me gustaba quizás porque entendía lo que es el abandono. Todavía recuerdo aquella vez en CambridgeSide, un centro comercial cerca de su escuela, cuando le conté mi historia. Le hablé de mis padres enfermos. Le dije que odiaba vivir con ellos y había venido a Boston buscando una vida propia. No sabía qué quería exactamente. Y le solté un rollo de la belleza según Sócrates. Ella me agarró la mano y me sentí protegido como un niño debajo del edredón. 

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De purita suerte y chiripa, las cosas pasan así. O a lo mejor no y somos nosotros los que creemos en la sagrada coincidencia cuando en verdad la vida está escrita, programada, diseñada, qué-se-yo. Cuando pienso cuán diferente pude haberlo hecho todo, me pregunto si de cualquier modo no estaría exactamente en el mismo lugar.  

Emerson fue una de las diez escuelas a las que apliqué entre 2017 y 2018 para salir de una vez del hueco que era mi hogar en Miami. Digo hueco porque estaba vacío y nadie lo visitaba tampoco; digo hueco porque lo sentía como un agujero negro, un lugar donde nada existía. 

No vivía solo. En 2012 convivíamos mi hermano, mi cuñada, mi mamá, mi papá y yo. Primero se fue mi cuñada, la deportaron. Le siguió mi hermano, que se fue a vivir solo. Reventando de coraje un día le dije a mi papá que se fuera él también. Me vi con dieciséis años y tamaño suficiente para partirle la cara. Estaba harto de peleas. Tenía una ira por dentro que sólo calmaba la marihuana. Se va, le dije a los dos tras pasar un puño por la pared de mi cuarto y dejar un hueco real en el hogar. Lo digo con culpa, no quise hacerlo. Sólo que a veces me parezco a mi papá. 

Entonces quedamos mi mamá y yo y comenzaron los años difíciles. Ella, para empezar, se convirtió en una especie de némesis (espero que si lee esto me perdone y sepa que la quise ayudar siempre). No es fácil convivir con una persona alcohólica. La ves envejecer, morir un poco más rápido que los demás. Su voz se pierde como se pierde su chispa y sentido común. Sus facultades desaparecen lentamente y la ves irse sin hacer nada porque ella jura que no bebe y hasta tú le crees por momentos. Los alcohólicos son convincentes, tanto como las madres. 

Para más, empecé a probar las drogas, a enamorarme, a pelear en los juegos de fútbol y a pasar el tiempo mínimo en casa. Trabajaba part time en restaurantes de comida rápida, tiendas de ropa, lo que hubiese, hasta pasé por una de esas estafas piramidales típicas de Miami. 

Pensé en hacerme daño. He notado con los años que personas conocidas lo han pensado también alguna vez, es más común de lo que se cuenta. Un día salí a fumarme un cigarrillo en la costa de Midtown. Era entonces recepcionista de un edificio lujoso, localizado en una de esas fronteras donde caminas un par de cuadras y cambian los autos, los colores, la mirada. Vi el mar y caminé hasta el muro que separaba el agua de la ciudad. Miré al fondo azul marino y me pregunté: si caigo ahora ¿qué pasa? 

No lo decía en serio, no creo. No iba a hacerle eso a las personas que me querían. Les quiebro la vida. Tenía también la dicha de sentirme querido por gente que se podía decir “lejana”: las madres de los amigos, los residentes del edificio, los maestros de la escuela. Uno encuentra amor donde lo busca.

Pero sí ansiaba dormir -no soñar- dormir nomás por siempre. ¿Quién es feliz bajando y subiendo una bola enorme en esta colina que es la vida? 

Me dolía pensar. Sólo quería leer, fumar, jugar y evadir las cosas, los lugares, los sentimientos; ver Netflix toda la madrugada; coger con gente que me pareciera interesante; sacar notas buenas. Las buenas notas se habían convertido en un sostén.

Iba a irme lejos. Las notas, las horas de servicio a la comunidad (de la cual buscaba el cartel de exit), los premios, las honorables menciones iban a sacarme de Miami. El liderazgo, el story, la hazaña del inmigrante, las vulgaridades de un entorno disfuncional, convertibles en motivación y trigo para gringos que pican allways (y gracias a Dios que pican). Esas cosas eran mi ticket con destino a cualquier parte. Me hubiese ido a Alaska si no hubiese quedado otra.

La vista en la cabina. Foto: Luis Prieto

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Cornell fue mi primer objetivo. Un amigo la recomendó, yo no conocía nada más. Poco a poco se convirtió en una obsesión. Algo lejos -mejor dicho, llegando a la frontera con Canadá- aislado, frío. No me gustaba así en primer plano, pero después pensaba en la familia repitiendo por ahí que uno va al Aivi, a una escuela de esas que han visto en películas y decía: dos años y viro, o me largo a otra ciudad, Nueva York. ¿Quién sabe? Pero no me convencieron esas razones.

Leí en Internet que en 2009-2010 seis estudiantes se quitaron la vida en un barranco cerca de Cornell. Luego alguien rastreó una serie de suicidios en el mismo lugar hasta 1970. Decían que Ithaca, donde queda Cornell, tenía el rating más alto de suicidios en Estados Unidos. Mucho de esto me pareció falso, pero la fama estaba ahí, en Internet. Si algo tienen las teorías es origen, un punto de partida, aunque luego le sean inventadas las premisas.

Cuando recibí el correo de Congratulations! supe que no iba a ir. Tuve miedo, vi mi cuerpo tirado por un barranco gris. Comencé a maquinar excusas. Se lo dije a mi hermana y ella me respondió algo como -Tu generación busca cosas diferentes a la mía-. Era lo más sincero que podía decirme. Ella es seria, sabia y valiente de formas que yo nunca seré.

Por probar, hice un viaje a Boston. No parecía un lugar donde fuese a ponerle fin a mi vida. No en verano, no viendo el río Carlos fluir como el día a la noche. Yo iba a vacilarme todo el sol que estuviera a su vez quemándome la piel. 

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Pasaba mucho tiempo doblando ropa en la semana porque no quería parecer regado. Le ponía todo en su sitio antes de dejar su dormitorio. Recogía antes de irme, doblaba bien la ropa que nos habíamos quitado la noche anterior, le robaba un papelito y escribía alguna pendejada, lo pegaba en el espejo y me iba una hora al norte de la ciudad. 

Tomaba la línea de tren roja hasta Park Street y la línea verde hasta Government Center, atravesaba la ciudad por debajo y el río Carlos por arriba, era una vista hermosa cuando hacía sol y clima lluvioso. Luego, en la línea azul con destino a Wonderland, me bajaba en la penúltima estación: Revere Beach, la primera playa pública del país (decía un mural).

Entonces caminaba despacio por Shirley Avenue, entreteniendo un joint o un cigarro entre los dedos hasta hallar mi apartamento. Alrededor varias brigadas de construcción trabajaban día y noche en las calles y los edificios de la zona. El vecindario atravesaba un momento de beautification. Establecieron un local llamado Tapas Bar y dos residencias nuevas en el tiempo que estuve allí.

En la avenida destacaban los negocios de empresarios asiáticos y latinos; habían tres barberías, dos mercados, cuatro o cinco convenience stores, tres restaurantes, un boba tea place y más laundromats de los que estimaba necesarios. 

La renta era más barata en Revere. Acompañada por un muro chiquito, la vista del mar en el fondo me hacía recordar el Malecón de La Habana. Aunque a mí hasta una ristra de piedras alrededor de un charco me arrastra hasta el Malecón.

Cuando he querido morir, o cuando me he pensado muerto, he querido que me quemen y me tiren ahí, en el Malecón, para estrellarme en el muro que parece un límite, una frontera, y que tanta gente ve como el comienzo de todo, la posibilidad, la conexión a otro lugar, por donde entran las olas y las ondas; por donde se va la gente y hasta los animalitos callejeros. El Malecón simboliza el principio de la vida que conozco. Por otra parte, siempre que he soñado con vivir, he querido hacerlo cerca del mar porque el centro de cualquier tierra puede resultar muy triste para un isleño; el origen de mi vida está donde empieza y se acaba el océano.

En el número 84 subía las escaleras. Abría una puerta con llave, el dos era mi apartamento. Arriba vivía una familia musulmana y debajo una cristiana. Conmigo vivía un venezolano recién graduado de periodismo, un cubano-americano que iba a la escuela de cine en mi colegio y una estadounidense de Las Vegas que estudiaba teatro y escenografía. Poco a poco fuimos mudándonos sin conocernos todavía. Odiándonos un poquito por el roce, quizás.

Me indignaba mucho que el cubano-americano, quien para mí era gringo, se identificara con tono exótico como caribeño. Sugería que esto le hacía un objeto de deseo, y quería que le enseñara español, lenguaje que se le daba tan mal como a mí el inglés. Era un americano de esos que ven a todo el mundo dispuesto a servirles, los había conocido antes en los trabajos y en las escuelas. Un día me pidió ayuda con un cortometraje suyo: Una oda al café, yo solo debía hacer la colada y tomármela. Él quería que mezclara el azúcar de forma auténtica. Le dije que le ayudaría; el problema fue cuando me pidió que limpiara la cocina mientras él ponía las luces. Para que no saliera el churre ni los platos en el fregadero.

—Limpia tú tu mierda— le dije y me fui a mi cuarto. — Avísame cuando termines. — Al final lo ayudé y todo.

 Al otro año llegaron un barista de California y un gimnasta rumano. Nos quedamos el venezolano y yo, nos hicimos buenos amigos. Coincidíamos poco todos, en general, casi ni hablábamos salvo algunas formalidades de corte inglés y sesiones de marihuana. 

Al llegar del dormitorio de mi exnovia, o del college, atravesaba un pasillo oscuro y estrecho hasta mi cuarto. A la derecha en el suelo, contra la pared, un cuadro de una bailarina que no colgamos nunca. Pasaba la sala, una habitación, otra, llegaba a la mía y soltaba mi mochila en la cama. Me quitaba el abrigo, me desnudaba.

En caso de que hubiera ropa en la cama o en la silla o en el suelo, siempre había en algún sitio, la recogía. La doblaba con un golpe de muñeca en el aire y la prenda caía tendida sobre el colchón. Había aprendido esta técnica en retail, trabajando un verano para costearme un viaje a Cuba.

Aceleraba las cosas. La vida era ponerse y quitarse capas de ropa, lavarla, doblarla, hallarles un lugar hasta la próxima, no muy lejana puesta; entretener estupideces mientras doblaba ropa y ponchaba rap: Los Aldeanos. —Niñito cubano ¿qué piensas hacer?—

¿Doblar ropa toda la vida?

Había escuchado este verso millones de veces en un iPod que mi hermano, en 2009 o 2010, mandó desde Los Angeles, California, al reparto Bahía de La Habana. El único disco que traía el aparato era El Atropello, quizás el proyecto más letal del grupo de rap cubano. Mi hermano me los descargó porque sabía que me gustaban sus canciones. Él mismo me los había enseñado años antes, cuando los escuchábamos en una PC, copiados en un memory flash con gigas de contenido: series, películas, música, juegos, pornografía. 

Habiendo vivido apartado de la ciudad, habiendo emigrado tan chiquito, y siendo un niño todavía, conocí la realidad del país en los temas de Al2 y el B antes que en las calles o la televisión. Hubiese querido cantar Héroe en un matutino de 14 de Junio, mi secundaria básica. Y creo que siempre recordaré el día que mi primo susurró en medio de un tumulto frente al cine Yara en las semifinales del mundial de fútbol de 2010: “Tres para decir el lema, ataquen al policía”, frase célebre de Silvito el Libre. Sólo yo lo escuché y me partí de risa. Son los ratos que me llevo como parte de la identidad.

Sala de espera. Foto: Luis Prieto

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Emerson no era una escuela académica tradicional (más bien todo lo contrario) y aún así me tocó echarle bolas para acabar graduándome. Yo no había sido un estudioso antes. Como mucho lector y de milagro, pues me aburría mucho leer de pequeño. Antes de cumplir dieciocho años habría leído sólo cuentos infantiles. Lo básico. 

Un día en clase de literatura de Europa continental, al principio de haberme mudado a Boston, el profesor Chang preguntó algo como cuáles habían sido los tres grandes imperios alemanes. Un chico rubio respondió cuántos años duró cada uno y bajo qué líderes estaban los imperios. Yo dije ve-e-erga, ¡cómo sabe el rubio!

Intimidado un tin, leí como nunca antes en mi primer semestre allá en Boston, recuerdo que completé un mes de lecturas del currículo en la primera semana. Y no me parecía suficiente. Aún me daba trabajo el idioma, tenía un acento marcado. No había enfrentado antes las complejidades lingüísticas ni temáticas discutidas en clase. Guardo con especial cariño una novela que leí esos primeros meses: Madame Bovary de Flaubert. No por la obra en sí, sino por lo que significó. Hubo semanas que hablaba todo el tiempo de ella y creo que esto le caía muy mal a la gente. Tenía que escribir ocho páginas sobre Madame Bovary para un trabajo de clase y no sabía qué tema escoger. Mi profesor recomendó que analizáramos el balance entre romanticismo lírico y realismo estético que practica Flaubert en su novela.

El final draft daba nauseas, era un bodrio comprado con sueño, esfuerzo y lágrimas en la biblioteca de una calle donde oscurecía a las 4 de la tarde. La A- que saqué, sin embargo, me dijo que podía aguantarlo. Se lo debía, no sé a quien. El rubio sacó una A+ con mención y todo. Me sentí orgulloso y feliz por él también al entender que la batalla era mucho más complicada y laberíntica, una pelea hacia adentro, con un sistema de signos que aún desconocía. 

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Disfruto pasear por Boston. Quisiera escribirlo todo: los ladrillos sonrojados de edificios coloniales que no lucen viejos ni destruidos pero dan el pego vintage así registren la modernidad de Occidente en sus interiores privados. A veces me miran los ladrillos sonrojados. Y en ocasiones les devuelvo un guiño irónico. 

Todo me ocupa en la ciudad; hay que ver, oír, encontrar tanto que no puedo frustrar la mirada sólo en los ladrillos rojizos de sus casas victorianas. Oigo el ruido, oigo la gente, oigo la máquina engrasada de esta ciudad que suena como ingenios del Caribe y trenes sin regreso. 

No me detengo a escuchar el lamento de mi madre que me extraña y no puede verme. Lo bueno de estas ciudades es que hay maneras de matar a los padres. Lo mismo te dejas engatusar por filosofías socialistas que te acuestas con alguien de tu mismo sexo que hasta te matas tú y renaces dándole salida a la impotencia que vivir en tu caso significa.

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No tenía techo ella. Todo lo quería aprender y decía bicoca igual que Meñique. Odiaba el comunismo y la política, pero más el comunismo. Amaba el casino, a Elpidio Valdés y la Historia de Cuba, excepto esa etapa de lo que ella clasifica como Roboilusión o más retóricamente una pinga tremenda. Era de Cayo Hueso, vivía en Centro Habana cerca del Parque Maceo.

Me enamoré haciéndome el desentendido, haciendo míos los versos de esa canción de la película Habana Blues -Veo a través de ti / las calles de mi Habana / tu tristeza y tu dolor / reflejan sus fachadas.-

Solos en un cuarto sentíamos que era posible estar en cualquier lugar del mundo. Desde mi ventana veíamos un basurero con ratas grandes como ardillas, algo imaginable en cualquier barrio más o menos afluente del planeta. En un espacio de once por once cabían una cama ancha, una alfombra, un librero, un refrigerador chiquito, una diana verdiroja, una silla y un escritorio de madera. Fue nuestro mundo secreto. El piso era de madera también y crujía como la rodilla de un cuerpo viejo; era frío y tenía pequeños agujeros por donde entraban los ratones. Escuchábamos a los ratones corretear en el subsuelo, o escuchábamolos hacer un ruidito horriblemente extraño entre el pellizco y el soplo que ellos hacen cuando entran en confianza. A ratos quisimos quedarnos a vivir en mi cuarto de once por once, pero no era real nada aquello. Era tanta la soledad, tanta la ruptura que el amor se autoabastecía con el acompañamiento, y el desprendimiento tomaba forma de hogar. 

En Boston no habían muchos cubanos como nosotros. Habían cubano-descendientes; dos o tres personas que conocimos habían nacido en Cuba y dejado la Isla chiquitos, más que yo, con uno o dos años para Argentina, México o España. En una Cuba hay muchas Cubas, pensaba, y afuera de ella ni te cuento. A pesar de su hospitalidad, buena intención y genio, los otros cubanos y yo no conectábamos demasiado porque hablar de la Isla con ellos era conversar sobre el Caribe desde Boston. Con mi ex, por el contrario, conversar cualquier tema era como sentarse en una escalera de Centro Habana.

Los otros cubanos no sabían o no recordaban quién era Elpidio Valdés, lo cual quiere decir que no entendían las hilarantes alusiones que hacía mi exnovia a los muñequitos de Juan Padrón, que me mataban de la risa, ella y los muñequitos.

Nos hacíamos reír pleno, en general. Así lo recuerdo, éramos un par de idiotas. Hubo una vez que fuimos al cine a ver Aquaman. Para entonces ella sabía toda mi historia con mi mamá y nos había visto interactuar por teléfono y en persona. Hacía unos años que yo la llamaba (a mi mamá) por un nombrete que en realidad le puso mi hermano: Iriely. Como si un niño pequeño pronunciase mal su nombre. La manía estaba supuesta a trazar, creo yo, un distanciamiento con las marcas del cariño: la inocencia, el humor, presentes. Era un modo de nombrarla: amor y escudo. En una escena de la película, Aquaman encuentra a su mamá en una isla. Se miran y él no la reconoce de inmediato, tensión en la sala; me ahogan el silencio y la tensión tan tardes en la noche. Madre e hijo se miran y yo digo en voz alta: ¿Iriely?

Molestamos al salón porque reíamos sólo ella y yo. No era un momento gracioso de la película, más bien lo contrario. ¿Y qué es eso para la gente que vive en la contradicción (de la contradicción)? Hubo que reírse mucho de lo que desentendíamos y lo que debíamos traducir para los demás. La palabra, el choteo, el lenguaje son cuestiones de supervivencia que no siempre nos favorecen.

Foto: Luis Prieto

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Relaciones que en la cercanía no funcionaban, mejoraron con la distancia y la telefonía celular. Empecé a hablar más con mi familia; mi mamá y mi papá me llamaban casi todos los días. En muchas ocasiones discutíamos, pero eso es otra cosa. Algo que uno va asumiendo, y a su vez va perfeccionando sus discursos hasta que ellos callan. Quizás por cansancio. Y su silencio duele más que la discusión o que las peleas, porque sientes que anuncia su muerte. ¿De qué sirve un papá callado, ausente, eh? Se le pudre el fruto del orgullo, se mide cortamente. Un hijo tiene el deber de hacer sentir grandes a sus papás.  

Llevaría días, tal vez semanas, en Boston, cuando él me llamó. No recuerdo ahora haberme despedido. Ni haber dicho nunca a dónde iba. Tampoco que él me haya preguntado. Hacía años nos culpábamos, pensaba, nos resentíamos por algún motivo. ¿Por qué? Yo no quería difamarlo, me parecía otra víctima, cruzada por su propio gancho.

Una noche, a los quince o dieciséis, en Miami, la policía vino al condominio y un oficial me preguntó: Who hit first, buddy? ¿Quién dio primero, o quién le dio a quién? No lo entendí bien, ni supe qué responderle. Nobody hit nobody, aquí no ha pasado nada. El policía entonces se dirigió a mi mamá, y pude entender (porque habló en español) que su madre también había sido maltratada; él le decía a mi mamá que lo denunciara. Pero ahí nada había pasado. O pasaba lo de siempre, mejor. La gente asume en estos casos que la mujer es víctima y el hombre es maltratador, ignorando que las cuestiones políticas, el alcohol, los traumas y los complejos enredan la realidad.

Yo había salido corriendo esa noche de la casa. En la puerta del condominio un security me paró y me negó salir. La policía, avisó, ya está de camino. Los vecinos habían escuchado el escándalo y llamado al 911. Entendí que estaba atrapado, aquella era otra forma de estar preso. Era la pesadilla de todo inmigrante, especialmente la de mi papá. Nobody hit nobody, le dije al policía y no me creyó. Algo me decía que él venía ya predispuesto con mi padre. Venía a cobrarse sus propias deudas. Yo no le interesaba y mi familia tampoco.

Al final concluimos que allí no había pasado nada. Nadie le había dado a nadie; es más, yo había exagerado la situación. Muchas veces me he preguntado si hice lo correcto esa noche. Y siempre concluyo que la situación no requería una orden policial. En realidad ellos no habrían resuelto un coño’emadre. La justicia puede desestimar la complejidad de estos casos, tratarlos de lugares comunes. Las leyes no aseguran el orden ni la justicia, no en mi experiencia. Es más, no cabe a estas alturas la justicia. La complicidad, el desajuste, la metamorfosis, sí, pero cruzamos el puente de lo justo hace tiempo. Lo quemamos, además. Nos queda el vacilón, la indulgencia; nos queda el desastre y la nube del desarraigo, del desapego espiritual, que trae perros arcoíris y aguaceros. 

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No sé quién me habrá dicho que estas cosas se estudian. Desconociendo qué iba a hacer después de high school, dije a mi consejera, literatura. Ni ella ni yo entendimos qué era.  

Unemployment, decían mis amigos, que no entendían las mismas posibilidades que yo: portero, bibliotecario, maestro, mesero, guía turístico… lo que fuese que me dejara leer, escribir quizás. Esto y otra cosa me enseñó la experiencia de emigrar: El libre albedrío es un puñado de partículas subatómicas, reacciones químicas y causalidades políticas.

Los mundos no existen, se nombran. Los han nombrado. Narrativamente les han hurtado sus caras peludas. Cada escritor en el fondo es barbero.

Güevonadas de estas pasan por la mente de uno cuando toca definirse por la carrera en mera juventud, mirarse al espejo y decir yo soy…Sí, soy…Complicado, el espejo es un rompecabezas.

Las piezas eran las ropas, los textos, las conversaciones que tenía con mi ex novia. Sobre todo eso. Mirarla a ella era mirarme a mí.

Ella se había sentado al lado mío en un autobús con rumbo a Berlín hacía un año y pico. Nos conocíamos porque íbamos a la misma escuela en Miami, pero nunca atrevímonos a vernos sin disfraces entonces. Participábamos los dos en un seminario de globalización y anti-globalización en Austria. Yo andaba solo ese viaje porque venía triste, asustado. Miraba la nieve detrás de una ventana en el bus y zas, se sentó ella y me preguntó: -¿En qué piensas cuando ves algo así?-.

¿Qué iba a responderle? ¿Un punto en el mapa? ¿El espacio que ocupa el océano entre un continente y otro?

—Un frío de pinga —le dije y se rió.

La ficción traza un camino entre lo real y las formas, en este caso el miedo y la comparación. Ficción fuimos sobre lo real, cosas que, como el libre albedrío, el destino y la casualidad, sólo existen si las buscas.

Después de nuestro encuentro en el seminario, caímos sin más en Boston, ella en Cambridge y yo en Revere. Nos separaban las políticas y las carreras y los ingresos y nos unían las maneras de entender la patria y la sexualidad. Ella era brillante y valiente, yo romántico y jodedor. Ella programadora, yo dizque bohemio: en fin, volcán y agua.

Las vueltas que da la vida no sirven sino pa’ entretener y disgustar.

Foto: Luis Prieto

 

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